viernes, 19 de junio de 2015

CAPITULO 1








Paula


—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —me preguntó mi mejor amiga, una cachonda mental, por la que a mí me pareció la millonésima vez a partir de cuando entramos al club nocturno donde ella trabajaba —y jugueteaba— como putilla.


Dez era mi puntal. La que me mantenía a flote cuando la vida se ponía demasiado chunga y en esos momentos yo estaba pasando una temporada malísima. Dez era el diminutivo de Desdémona, que más o menos venía a
significar «la diabólica». Se cambió el nombre el día que cumplió los dieciocho, solo porque sus padres se lo habían prohibido cuando aún era menor de edad. Le habían puesto «Princesa» al nacer, hablo en serio, pero si alguna otra persona aparte de ellos intentaba llamarla así, montaba la de
San Quintín. Dez era despampanante, la típica chica con dos buenas tetazas que sale en las novelas románticas, con una cabellera larga y sedosa, una figura de infarto, unas piernas larguísimas y una cara de diosa. El único problema era que le gustaba demasiado cabalgar. Y además sobre todo tipo
de sementales. Como ya he dicho, era una puerca. Pero yo la quería como si fuera de mi propia sangre. Y considerando lo que ya iba a hacer por una persona de mi propia sangre, es mucho decir.


—No, no estoy segura Dez —le solté—, pero no me queda más remedio.Y si no dejas de preguntármelo, acabaré cambiando de opinión y saliendo pitando de aquí. Sabes perfectamente lo miedosa que soy.


Pero ella nunca se tomó mi drama demasiado en serio, porque se pasó tres pueblos conmigo. ¡Vaya si se los pasó! 


Sin sentir ni una pizca de remordimiento.


—¿Y estás dispuesta a que te desvirgue un desconocido? ¿Sin amor de por medio? ¿Sin cenas románticas con champán ni noches fogosas con sesenta y nueves?


Me agobió con tantas preguntas que estuve a punto de estallar, pero sé que lo hizo porque me quería, para asegurarse de que lo hubiera sopesado todo. Habíamos mirado con lupa los pros y los contras y estaba segura de que no nos habíamos dejado nada por considerar. Pero lo que más me preocupaba era no saber lo que me iba a pasar.


—¿A cambio de la vida de mi madre? ¡Claro que sí! —le respondí mientras la seguía por el oscuro pasillo que conducía a las entrañas del Foreplay, el club donde ella trabajaba. El Foreplay: el lugar que me cambiaría, la vida. En cuanto firmara el contrato ya no podría dar marcha atrás.


Mi madre, Alejandra, tenía una enfermedad terminal. 


Siempre había estado delicada del corazón, pero con el paso de los años había ido empeorando.


Cuando me trajo al mundo estuvo a punto de morir, pero logró salir con vida de aquella situación y de otras muchas operaciones y procedimientos médicos. Sin embargo, ahora la habían dado por un caso perdido. La vida se le estaba escapando a marchas forzadas.


Estaba tan débil y frágil que permanecía postrada en cama. 


En el pasado la habían ingresado en hospitales tantas veces que mi padre, Marcos, había perdido el trabajo. Se había negado a dejarla sola a cambio de ayudar a una maldita fábrica a ganar más dinero. Y a mí me parecía bien. Ella era su esposa y él se tomó su deber conyugal muy en serio. Se dedicaba a cuidarla en cuerpo y alma al igual que ella lo habría hecho con él si los papeles se hubieran invertido. 


Pero no tener trabajo significaba no tener seguro médico. Y también, vernos obligados a vivir con los exiguos ahorros que mi padre había logrado reunir durante su mejor época. 


En resumidas cuentas, tener un seguro médico era un lujo que mis padres no se podían permitir. Qué situación más fantástica, ¿verdad?


Y encima las cosas habían ido de mal en peor. La enfermedad de mi madre había avanzado tanto que si no recibía pronto un trasplante de corazón se moriría. Esta noticia nos había afectado enormemente a los tres, sobre todo a Marcos

.
Yo veía a mi padre día tras día. Al estar él tan pendiente de mi madre, había descuidado su propia salud, con lo que había adelgazado. Y ahora encima tenía unas ojeras de caballo por no dormir las horas suficientes.


Pero aun así siempre intentaba hacerse el fuerte ante mi madre. Ella había aceptado su inminente muerte, pero mi padre… seguía creyendo que saldrían de ese mal trago. El problema era que estaba perdiendo las esperanzas. Creo que a medida que mi madre languidecía mi padre también
se iba apagando.


Una noche, cuando mi madre ya se había dormido, me lo encontré encorvado en su sillón abatible, con la cara sepultada entre las manos y los hombros agitándose convulsivamente, llorando a lágrima viva.


Creyó que a esas horas nadie lo vería. Pero yo le vi.


Nunca lo había visto tan abatido. Tuve el desagradable presentimiento de que si mi madre se moría, mi padre no tardaría también en seguirla.


Lloraría su muerte hasta irse al otro mundo. Yo no tenía la menor duda.


Debía hacer algo. Quería desesperadamente mejorar las cosas. Y también que mis padres se sintieran más animados.


Dez era mi mejor amiga. La mejor de todas. Siempre se lo contaba todo, por lo que conocía mi situación. Las situaciones desesperadas exigen medidas desesperadas y después de ver lo desesperada que estaba, me acabó contando los negocios más escandalosos que se llevaban a cabo en las entrañas del Foreplay.


Sebastian Christopher, el propietario, era por decirlo de alguna manera un empresario agresivo. Básicamente, era un macarra, aunque no de baja estofa. No. Se las había ingeniado para vaciarles los bolsillos a los que estaban forrados de pasta. Era una operación de primera, una subasta en la que las mujeres se vendían al mejor postor. El Foreplay no constituía más que una tapadera, porque esta clase de subastas eran en realidad de lo que Sebastian vivía. Y además el club era el lugar donde los universitarios iban a correrse sus juergas, ligando y empinando tanto el codo que apenas recordaban cómo se llamaban, lo cual era la tapadera ideal para el lujoso local que había debajo. Por lo que yo tenía entendido, algunas de las mujeres —incluida yo— participábamos voluntariamente, y en cambio otras lo hacían para saldar las deudas contraídas con Sebastian. 


Vender sus cuerpos era el último recurso para pagarle lo que le debían, aunque significara perder su libertad.


Dez me contó que los clientes eran siempre hombres con unas cuentas bancarias exorbitantes. Incluso los magnates más ricos del mundo tenían unas fantasías de lo más viciosas que no querían que salieran a la luz. Y por una cantidad adecuada de dinero, podían encontrar a alguien dispuesto a ofrecerles su cuerpo sabiendo que no revelaría a nadie su secreto. Pero era cuestión de suerte, podía tocarme un tipo cortés y amable o un puro tirano que disfrutara sometiendo a su esclava sexual. Y a juzgar por mi pasado, seguro que me tocaría lo último. Como no había tenido demasiada suerte en la vida, no esperaba que el destino me sonriera esta vez.


La enfermedad de mi madre no solo le exigía un constante sacrificio a mi padre, sino también a mí. Yo no le guardaba rencor por ello, pero en lugar de ir a la universidad me había quedado cuidando de ella para que mi padre no perdiera el trabajo. Pero ahora que él lo había dejado, no tenía ningún sentido para ellos que yo me quedara también en casa. 


Aunque nunca lo había hecho por obligación. Era mi madre y la quería. Además, aún no sabía lo que iba a hacer con mi vida. A lo mejor pensarás que una chica de veinticuatro años ya debería tener las cosas claras, pero en mi caso no era así.


Tal vez no fue una buena idea infundirles esperanzas, pero como ya he dicho, mis padres estaban empezando a darse por vencidos, e ilusionarse un poco no les haría ningún mal. 


De modo que me las ingenié para convencerles de que gracias a mis buenas notas me habían concedido una beca fabulosa con todos los gastos pagados para estudiar en la Universidad de Nueva York. Sí, en aquel momento de mi vida era algo que por desgracia no me iba a pasar, pero mis padres no lo sabían, y eso era a fin de cuentas lo que importaba. Estar tan lejos de casa significaba que no podría
visitarlos tan a menudo como antes, y por más que me doliera estar separada de mi madre moribunda durante tanto tiempo, era absolutamente necesario para que mi plan funcionara. Si tenía suerte, nunca se llegarían a enterar. 


Pero ¡vete a saber! Como ya te he dicho, yo no había sido
demasiado afortunada en la vida.





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