lunes, 6 de julio de 2015

CAPITULO 57






Me quedé allí de pie en la ventana y mirando a Pedro.


Estaba medio desnudo. No llevaba camisa, ni zapatos, solo un par de empapados vaqueros que se habían amoldado a su exquisita figura. Tenía el pelo pegado a la frente, sus largas pestañas lucharon contra las gotas de lluvia y su lengua salió para capturar una de aquellas perfectas gotas que colgaban peligrosamente de su labio inferior. Y me miraba como si fuera la imagen más preciosa del mundo, aunque yo supiera que tenía un aspecto de lo más espantoso.


—Cásate conmigo.


Sus palabras vagaron hasta mí y atravesaron el implacable viento que amenazaba con aporrearlo hasta dejarlo todo golpeado y hecho un Cristo.


Sentí el corazón como si alguien hubiera usado desfibriladores conmigo. Las rodillas me temblaron y el suelo bajo mis pies pareció desvanecerse, así que me agarré con más fuerza al alféizar para intentar mantener el equilibrio.


Lo intenté y fracasé.


Me balanceé hacia delante hasta casi caerme por la ventana abierta, pero me agarré a la rama que tenía delante justo a tiempo.


—¡Pau!


Pedro me llamó con el miedo claramente patente en su voz ronca.


Tenía que llegar hasta él, saltar a sus brazos y envolverme en él. Bajar por las escaleras me llevaría demasiado tiempo y, maldita sea, era demasiado tradicional para nosotros. A la mierda, me dije. Ya que tenía medio cuerpo agarrado a la rama, gateé hasta ella con las gotas heladas pinchándome la piel desnuda y empapándome la camisa blanca que llevaba, la de Pedro, la que me había traído conmigo.


—¡Vuelve a entrar por esa puta ventana, Paula, antes de que te partas el cuello! —me ordenó Pedro.


Pero ¿desde cuándo escuchaba lo que me decía?


Conseguí pasar de esa rama a la otra inferior; ya solo me quedaba una antes de poder saltar a sus brazos. Fue entonces cuando la patosa que vivía en mi interior decidió hacer acto de aparición. Sí, ahí estaba yo intentando hacer una gran hazaña, y esa loca asquerosa se dispuso a partirse la crisma, fea y deforme.


—¡Ah, mierda! —grité y perdí el equilibrio.


Imagina mi sorpresa cuando mi cuerpo no tocó el suelo duro y frío, sino una pared de piel. Pedro había evitado mi caída con su cuerpo, pero el impacto hizo que ambos nos tambaleáramos.


Me puse de pie y bajé la mirada hasta él todavía fascinada por que estuviera allí de verdad. Un trueno rugió en la distancia, pero nosotros no compartimos ni una palabra. Nos quedamos allí tumbados en el barro mirándonos el uno al otro. Su mirada estaba absorta sobre la mía, y yo busqué sus ojos para ver si podía encontrar algún ápice de arrepentimiento con respecto a su inesperada proposición.


No lo vi.


Lo que sí vi fue un anhelo que competía con el mío, una certeza que disipaba cualquier duda, una verdad que reflejaba la mía propia. Amaba a ese hombre, y él me amaba a mí, y todo tenía sentido.


Tensó los músculos de la mandíbula. Alargó las manos y me acunó el rostro con ellas. Luego exhaló lentamente y me apartó un mechón de pelo mojado que tenía sobre la frente.


—No quiero volver a estar separado de ti. No puedo hacerlo.


Su voz estaba rota, abatida.


Yo me sentía de la misma forma, pero las palabras se me quedaron estancadas en la garganta, sepultadas tras una miríada de emociones insondables. Así que como mis habilidades de comunicación verbal habían dejado claramente de funcionar, hice todo lo que pude para expresar mis sentimientos a través de otros medios. Lo besé como nunca lo hube besado antes. Me perdí en Pedro Alfonso. Todo lo demás en el mundo dejó de existir: la implacable tormenta, el hecho de que eran las cuatro de la mañana, los ladridos de los perros de los vecinos.


Pedro nos giró hasta estar retorciéndome debajo de él, haciendo todo lo que podía por acercarme más y más a él. Al sentir mi desesperación, enganchó mi pierna desnuda a su cadera. La empapada tela de sus vaqueros presionaba justo contra mi sexo y gemí contra su boca. Él siempre sabía lo que necesitaba, y siempre se ocuparía de mí tal y como me había prometido.


Mis manos deambularon por su pecho desnudo, sus hombros musculosos, sus gruesos bíceps. Cada centímetro de piel que tocaba estaba mojado y resbaladizo. Lo rodeé con la otra pierna para mantenerlo cautivo, reticente a dejarlo escapar otra vez.


Pedro me agarró el culo con una mano y movió sus caderas; su beso se volvió pasional y exigente.


Cuando sus labios por fin se separaron de los míos, su boca prodigiosa dejó un reguero de besos por la parte inferior de mi mandíbula hasta llegar a ese punto sensible bajo mi oreja.


Y luego se detuvo y se apartó y me miró a los ojos. Tenía el ceño fruncido y los labios abiertos, y su mirada reflejaba confusión. La lluvia caía cual lágrimas de las puntas de su pelo, y una gota lo hizo sobre mi mejilla y se deslizó hacia un lado de mi cara.


Qué extraño que miles y miles de otras gotas estuvieran aporreándonos y solo esa hubiera hecho que me estremeciera y que la piel me vibrara.


—¿Qué pasa? —pregunté, no muy segura de por qué había parado.


—No has respondido a mi pregunta.


Me reí tontamente y puse los ojos en blanco.


Pedro, he bajado por una ventana y me he caído de un árbol, caída en la que casi me parto el cuello, para llegar hasta ti. ¿De verdad necesitas que te lo diga?


Bueno, sí, la verdad es que sí. —La expresión en su cara era muy sincera—. Te estoy pidiendo que seas mi mujer, la madre de mis hijos, que envejezcas conmigo a tu lado. Te estoy pidiendo que te cases conmigo, Paula Chaves, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte nos separe. ¿Crees que puede ser algo que quisieras hacer para el resto de tu vida?


Me mordí el labio inferior para detener la sonrisa de imbécil que se me estaba dibujando en la cara y me encogí de hombros.


—A lo mejor.


Él me sonrió; sus dientes eran blancos y perfectos.
Quería lamerlos—. ¿Solo a lo mejor?


—Estoy loca por ti, Pedro Alfonso. Y estoy bastante segura de que es porque estoy enamorada de ti y no porque me vuelvas loca de verdad. Así que sí, creo que puede ser algo que quisiera hacer para el resto de mi vida.


—¿Eso es un sí?


Me reí ante su persistencia.


—Sí, Pedro.


Pareció aliviado, y su sonrisa se volvió celestial.


—Vale, bien.


Le pasé los dedos por entre su pelo húmedo.


—Muy bien.


Mis ojos vagaron sobre los rasgos de su cara. Sus ojos color avellana contenían muchísimo amor y adoración. Era feliz, y yo era la causante de su felicidad.


Le recorrí su prominente mentón con un dedo y noté cómo se tensaba bajo mi caricia hasta que avancé para sentir la suavidad de sus labios. Pedro cerró los ojos y me besó los dedos. Arqueó el cuello mientras seguía mi camino hacia su barbilla y más abajo todavía, hacia su nuez. Su cuello era ancho y musculado; la arteria que residía bajo la piel palpitaba con la esencia de vida que fluía por todo su cuerpo perfecto. Casi no era justo lo guapo que era.


Pero no me quejaba, porque iba a ser mío para siempre.


—¿Me haces el amor?


Pedro abrió los ojos y con una incuestionable certeza dijo:
—Siempre, pero tengo que sacarte de debajo de la lluvia. —Se puso de pie y me ayudó a hacer lo mismo —. Marcos seguramente me arranque las pelotas por esto. 


Pese a mis protestas, me rodeó los hombros con sus brazos para que estuviera apiñada contra su costado y me llevó hasta la puerta principal. Pero entonces, cuando él intentó girar el pomo, caí en la cuenta: había bajado por la ventana y la puerta principal estaba cerrada con llave.


—Eh… está cerrada con llave —le dije, afirmando lo obvio.


—Bueno, no vas a volver a subir por el maldito árbol, eso está claro. —Miró en derredor otra vez y encontró otro camino—. ¿Y la puerta de atrás?


—Cerrada.


Pedro volvió a mirar hacia su coche.


—Tendrás que llamarlos para que te dejen entrar. Iré a por mi teléfono… —Su voz se apagó y blasfemó mientras se pasaba las manos por el pelo mojado—. ¡Mierda! Soy un idiota. Me he dejado el teléfono en casa.


— ¿Has conducido todo el camino hasta aquí sin teléfono?


—Sin teléfono, ni zapatos, ni camisa —dijo con un brillo travieso en los ojos—. Si no hubiera tenido los pantalones puestos, me los habría dejado también. ¿Ves lo loco que me vuelves?


Me puse de puntillas y lo besé en la punta de la nariz.—
Vale, analicemos la situación. Los dos estamos medio desnudos, es de noche, está lloviendo, no tenemos forma alguna de entrar y te deseo… ahora. Ven conmigo.


Lo cogí de la mano y lo guié por los escalones del porche en dirección al bosquecillo que había junto a mi casa.


—¿Adónde vamos?


—Ya lo verás —dije y le sonreí con picardía.


Una vez que nos adentramos entre los gruesos árboles, lo llevé hasta un claro que había en el centro.


Me paré y alcé la mirada, que solo consiguió atraer su
atención hasta el frondoso follaje que teníamos encima y que formaba una barrera que nos protegía contra los elementos.


—¿Y ahora qué? —preguntó mientras me acercaba hacia él.


—Ahora —le dije tirando del botón de sus vaqueros—, vamos a quitarte esos pantalones mojados antes de que cojas una pulmonía.


Pedro suspiró y llevó las manos hacia el botón superior de mi camisa.


—Sí, no podemos permitirlo, ¿verdad?


Negué con la cabeza y luego me estiré para chuparle la piel que cubría la vena palpitante de su cuello a la vez que ambos nos despojábamos el uno al otro de las prendas que nos quedaban. En cuanto eliminamos todas las barreras, Pedro me levantó en volandas para que pudiera rodearle la cintura con las piernas y nuestros labios volvieron a encontrarse otra vez. Lentamente volvió a bajarnos hasta el suelo hasta estar él apoyado contra el tronco de un árbol y yo sentada cómodamente en su regazo.


Mientras mi lengua buscaba la suya, mi mano viajó en dirección sur por su pecho y abdomen hasta encontrar su miembro acuñado entre nuestros cuerpos. Pedro siseó y echó la cabeza hacia atrás cuando por fin lo toqué, movimiento que me dio un amplio acceso a su cuello y a sus hombros. No desperdicié ni un solo segundo de tiempo y bañé su deliciosa piel con mi lengua, mis labios, mis dientes.


Su polla tenía la tersura del titanio en la palma de mi mano, y yo la presioné contra mí para cubrirla con mi humedad.


A continuación sus manos me agarraron del culo y me levantaron para poder guiarlo hacia mi hendidura. Pedro me llenó por completo, tal y como siempre había hecho, tal y como siempre haría.


Ambos gemimos ante la sensación de unir nuestros cuerpos como si fueran piezas de un puzle perfectamente alineadas la una con la otra. Por primera vez en un par de semanas pude cabalgar al verdadero él y no a una versión sintética que nunca podría llegar a comparársele de verdad.


Pedro me soltó el pelo de la goma que lo mantenía en su sitio y luego agachó la cabeza para capturar uno de mis pezones con su boca. Sus dientes me arañaban el botón enhiesto a la vez que sus labios lo succionaban y su lengua se movía de arriba abajo a un ritmo exasperante. Arqueé la espalda y lo acogí por completo dentro de mí mientras lo cabalgaba.


Hicimos el amor despacio y con ternura susurrándonos al oído palabras de amor eterno.


No nos costó mucho a ninguno de los dos llegar a nuestro clímax. El haber pasado tanto tiempo separados nos había dado mucha cuerda. Además, el giro que nuestra relación había dado —la promesa de pasar tantos años en la compañía de la persona a la que amábamos, nuestra alma gemela— nos había puesto tan cardíacos que solo queríamos consumirnos mutuamente.


La consumación tenía sus ventajas.


Antes de que pasara mucho tiempo, Pedro me acurrucó entre sus brazos; el calor de nuestros cuerpos nos proporcionaba todo el calor que necesitábamos. Estábamos completamente agotados, innegablemente satisfechos.


—Tengo que irme. —La voz de Pedro fue un susurro reluctante—. No quiero, pero Stone está tramando algo y no puedo arriesgarme a perder otro día de trabajo antes de que tengamos la reunión con la junta directiva el lunes.


Me enderecé y le di un besito.


—No pasa nada. Lo entiendo.


Me apartó el pelo de los hombros y luego me acunó el rostro para darme otro beso mucho más profundo. Yo hasta gimoteé cuando se apartó.


—¿Cómo lo vamos a hacer para que vuelvas a entrar?


Me encogí de hombros.


—Tú te vas y yo echo la puerta abajo.


—¿Y qué, mujer de Dios, es lo que le vas a decir a Marcos cuando te pregunte cómo te has quedado encerrada fuera, vestida con nada más que mi camisa? Que te queda cojonuda, por cierto.


—No te preocupes por mi padre. Puedo manejarlo —le dije. No tenía ni idea de cómo iba a explicárselo, pero ya se me ocurriría algo—. Eh, soy la futura señora Paula Alfonso. Algo de tu ingenio se me tiene que haber pegado, ¿verdad?


Pedro se mordió el labio; sus ojos estaban fijos en mi boca.


—Dios… eso suena muy bien.


Me abrazó y luego me robó el aliento con un beso hambriento.







CAPITULO 56




Se tardaba unas cuatro horas en llegar hasta Hillsboro, ocho horas ida y vuelta. Lo cual quería decir que tenía tiempo suficiente para llegar y volver a tiempo para ir a trabajar. 


Había hecho la cuenta al menos una docena de veces en mi cabeza mientras estaba ahí tumbado sobre la cama observando los minutos pasar en el reloj para llegar a medianoche.


Pese al orgasmo que había tenido hacía dos horas, me fue imposible conciliar el sueño… otra vez. Había una fina línea que separaba el amor de la obsesión, y yo temí estar peligrosamente cerca de cruzarla, aunque bien podría haber sido esa cosita molesta llamada falta de sueño la que me hizo pensar así.


Necesitaba una cura y rápido, pero sabía que me quedaban todavía dos días para conseguirla. El problema era que no tenía intención alguna de malgastar el par de días que tuviera con ella durmiendo, así que el ciclo se iba a estar repitiendo hasta que se nos ocurriera una forma mejor de estar juntos. O hasta que me volviera loco, lo que viniera antes. Me bajé de la cama y me puse un par de vaqueros antes de bajar hasta la cocina para beberme un vaso de leche o un chupito de Patrón, lo que más efecto me hiciera para quedarme sopa. Pero me distraje en cuanto llegué a la planta baja, porque a cada cosa que miraba, veía una imagen de ella. Pau de rodillas frente a la puerta; Pau saliendo como una furia por dicha puerta tras haberle prendido fuego a la lencería que obviamente no quería; Pau bajando las escaleras como Cenicienta de camino al baile; Pau en las escaleras, con las lágrimas empapándole el rostro tras habérmela follado allí, enfadado. Cerré los ojos ante aquella imagen y me recompensé con una de Pau en la ducha inmediatamente después, con su precioso cuerpo mojado y temblando mientras me abrazaba bajo la alcachofa.


Caminé por la casa hasta llegar a la habitación del piano, y también estaba allí, abierta de piernas sobre mi piano de cola, sentada a horcajas en mi regazo y en la banqueta mientras hacíamos el amor.


Allí estaba Pau en mi oficina, con nada puesto encima excepto mi corbata de seda mientras me esperaba de pie en la puerta.


La echaba muchísimo de menos. El corazón me dolía cuando mi mente repasaba incontables imágenes sobre ella, algunas inocentes, otras no tanto: sus preciosas sonrisas, sus muecas sexys de cuando me odiaba, la expresión erótica de su rostro mientras se corría una y otra vez gracias a mí, la mirada de alegría que tenía cuando me dijo que me quería… Todo. Quizá pudiera sobrevivir sin ella a mi lado, pero estaba más que seguro de que no quería hacerlo.


A la mierda la distancia; necesitaba verla.


Descalzo y sin camisa, me precipité hacia la entradita, cogí las llaves y la cartera de la bandejita de la mesa de al lado y salí corriendo hacia mi Lamborghini. Unas pocas gotas de lluvia me mojaron el parabrisas cuando lo saqué del garaje y emprendí mi viaje rumbo a Hillsboro, hacia ella.


Corrí como un maníaco. Las carreteras mojadas no es que fueran el mejor terreno donde conducir un cochazo deportivo, pero no me importó. Tenía que llegar hasta ella con tiempo de sobra para estrecharla entre mis brazos antes de tener que regresar y volverla a dejar, y el Lamborghini era mi medio de transporte más rápido en aquel momento. Tomé nota mental para invertir en un helicóptero al mismito día siguiente.


La lluvia empezó a caer con más fuerza a lo largo del camino, y con cada chapoteo de agua bajo mis ruedas, con cada movimiento del limpiaparabrisas, me perdí más y más en pensamientos de Pau.


Me atormentaban las fantasías, y la realidad que se desplegó el día que la llevé de regreso a casa de sus padres dos semanas atrás. Aquella casita de campo, el prado, su risa, la sonrisa en su rostro… Fue como un sueño hecho realidad frente a mis ojos.


Aún podía escuchar el sonido de su voz, triste y solitaria, cuando me dijo que me echaba de menos. Se repetía una y otra vez en mi mente y provocó que se me formara un nudo en el pecho. Yo también me sentía triste y solo. Y no me importaba una mierda si aquello significaba que era un bragazas. No se me ocurrían ningunas otras bragas a las que prefiriera estar sometido.


Pisé el acelerador y obligué al Lamborghini a correr incluso más rápido por la carretera rumbo a mi destino.


La noche me envolvía mientras recorría flechado las carreteras vacías; hasta las luces delanteras reflejaban el asfalto mojado delante. Ya casi había llegado. Unos cuantos kilómetros más y la tendría entre mis brazos.


Para cuando llegué a su calle, la lluvia se había vuelto torrencial. Apagué las luces del coche, ya que no quería alertar a Pau o a sus padres de mi presencia, y aparqué un poco más abajo de su casa.


Había una luz tenue y titilante que procedía de la ventana de su cuarto y proyectaba sombras que bailaban por toda su pared; obviamente una vela. El resto de la casa estaba sumido en la oscuridad y no había ni un alma por la calle.


Salí del coche y cerré la puerta lo más silenciosamente que pude, pero al parecer incluso así hice demasiado ruido. Primero un perro y luego otro comenzaron a ladrar hasta que aquello sonó como si una manada entera de aquellos cabrones me tuviera rodeado.


La fría lluvia me bombardeó la piel desnuda mientras que el viento cruel la convertía en cortinas de agua. En cuestión de segundos estaba empapado de los pies a la cabeza y tenía los huevos congelados, pero no me importó una mierda pinchada en un palo.


Mi cuerpo comenzó a temblar bajo los elementos, pero solo tenía una cosa en mente: mi chica. Claro que, si hubiera usado una mínima parte de esa energía en darle unas cuantas vueltas más a mi plan, habría sabido cuál sería mi siguiente movimiento. No podía llamar al timbre porque me recibiría el cañón de la pistola de Marcos apuntando a mis chicos.


Examiné el árbol que crecía justo bajo la ventana de Lanie y calculé las posibilidades de poder escalarlo para llegar hasta su habitación. Había un par de ramas de baja altura, así que me imaginé que la probabilidad era bastante alta. Eso fue hasta que intenté escalarlo de verdad.


Gracias a mis pies descalzos y al tronco cubierto de musgo, no pude mantenerme sujeto a la maldita cosa. Agarré la rama que tenía encima y me propulsé hacia arriba, y estuve casi a punto de lograr sentarme a horcajadas sobre ella cuando se rompió bajo mi peso y me envió derechito al suelo con un golpetazo.


Me quedé sin aire durante un breve instante, pero no había conducido cuatro horas para rendirme tan fácilmente. Justo cuando me puse de pie para volverlo a intentar, vi que las cortinas tras la ventana de guillotina se movieron y que esta se abrió para dejarla a ella a la vista.


—¿Pedro? —me llamó la voz confusa de Pau, quien aparentemente se despertó debido al ruido que hizo la rama al partirse—. ¿Estás loco? ¿Qué estás haciendo aquí?


Giré la cabeza hacia el cielo oscurecido. Las gotas de lluvia me caían sobre los ojos, pero parpadeé contra ellas para poder seguir observándola. Me la quedé mirando con asombro, era incapaz de apartar los ojos de la mujer de mis sueños. Tenía el pelo recogido en una desordenada coleta de caballo, aunque unos cuantos mechones estaban sueltos para acunar su rostro, y sus ojos estaban ligeramente hinchados por el sueño. Tenía un aspecto perfectamente imperfecto, y quise hacerla mía para siempre. Y luego dos palabritas salieron de mis labios, espontáneas e incesantes.


No fueron una pregunta. Ni tampoco una orden.


Joder, fueron una súplica.


—Cásate conmigo.






CAPITULO 55






Habían pasado casi dos semanas desde la última vez que la vi. Dos larguísimas e insoportables semanas desde que llevé a Pau de regreso a Hillsboro. Como poco, me mostraba irritable. La ausencia de la mujer a la que se ama lograba eso en un hombre.


No obstante, había hablado con ella todos los días. La normalidad había vuelto más o menos a su casa. Su madre se levantaba y andaba y parecía estar muy bien, y su padre había vuelto a la fábrica, una noticia bastante buena. Hasta yo tenía que admitir que Marcos se merecía el descanso. Y, según Pau, ya no se mostraba tan gruñón, pero seguía odiando tener que dejar a su esposa. Aunque era por razones completamente distintas, yo entendía cómo se sentía el hombre; yo mismo odiaba no estar junto a Pau.


Como si la primera semana sin ella no hubiera sido lo suficientemente mala, me convocaron de fuera de la ciudad por negocios y tuve que perderme nuestro fin de semana juntos. Habría mandado a tomar por culo el puto viaje de los cojones y habría ido hasta ella igualmente, pero se acercaba una reunión con los miembros de la junta directiva y ya me había perdido demasiado trabajo. Aquello no pintaba nada bien para mí, especialmente si teníamos en consideración lo pegado que tenía a Dario Stone al cogote.


Había estado comportándose de un modo incluso más arrogante que de costumbre, si eso era posible siquiera, y yo ya empezaba a sospechar. Era como si supiera algo de mí. Algo gordo. Lo achaqué a la amenaza que me había soltado de acusarme a los miembros de la junta directiva por el pequeño rifirrafe que tuvimos la mañana de después del baile de gala del Loto Escarlata. No me preocupaba. La junta directiva sentía un enorme respeto por mis padres, respeto que pasaba por defecto hacia mí. Era más que probable que dijeran que al fin y al cabo se lo merecía.


Se me había pasado por la cabeza la idea de ir y venderle mi mitad de la compañía al hijo de perra para así poder mudarme más cerca de Pau, pero no podía hacerles eso a mis padres. El Loto Escarlata había sido su sueño, y aunque sabía que mi felicidad habría significado más para ellos, no podía ser tan egoísta.


Sí, lo sé; así de repente me había convertido en un santo. Pero desde que le confesé mis sentimientos a Pau, quería ser el hombre que ella merecía, un hombre igual de altruista que ella.


Pau era muy comprensiva e insistía en que me fuera a ese viaje e hiciera mi trabajo, pero yo sabía que era todo una fachada, una que se ponía porque sabía que era algo que yo debía hacer. Aun así, la alegría con la que tapaba su desgarradora voz resquebrajada me sonaba más a que Dolores iba a morir muy pronto, prueba de que nuestra dura separación la afectaba igual que me afectaba a mí. Era una tortura. Una tortura total y absoluta. Pero la expectación de lo increíble que sería cuando por fin estuviéramos juntos de nuevo fue suficiente para hacer que ambos siguiéramos adelante.


Había intentado mantenerme ocupado con el trabajo para evitar pensar en el hecho de que Pau no estaba, pero tampoco me funcionó mucho. Debía admitir que me estaba comportando un poco borde con los empleados, Mario, Dolores y Samuel incluidos.


Dolores me devolvía los comentarios, una idea no muy
buena a decir verdad, pero la respetaba por ello. No estaba dispuesta a soportar mis estupideces cuando sabía que no había ningún motivo que las respaldara.


Le concedí una prórroga porque sabía que ella echaba de menos a Pau tanto como yo. Su amiga se había ido, y no tenía muchas. Ser tan molesta y chulesca limitaba bastante el número de gente dispuesta a soportarla. Además, se podía decir que obligué a Mario a venir conmigo en ese viaje de negocios. La mujer me odió mucho por aquello, pero ya se le había pasado el cabreo. Creo.


Dos días más.


Quedaban dos días insoportables y horribles para que llegara el fin de semana, cuando volvería a verla de nuevo. A estrecharla entre mis brazos, a saborear sus deliciosos labios, a sentir el tacto de su piel suave. Con eso tendría suficiente para seguir funcionando por lo menos unas pocas horas más.


Sí, era un cabrón optimista.


Terminé de revisar los informes que Mario me había preparado con respecto a los nuevos clientes que conseguí que firmaran con nosotros pese a tener la cabeza en otra parte, y recogí las cosas para el día de hoy.


Mario entró en mi oficina con la agenda para la reunión.


—¿Te vas, jefe?


—Sí, ya es suficiente por hoy. Por cierto, buen trabajo con los informes. Están genial.


Mario echó la cabeza hacia atrás y abrió los ojos como platos al escuchar mis amables palabras. No se las creía. El pobre hombre había estado recibiendo regañinas por mi parte durante todos esos días y no estaba bien. No se las merecía. Así que puse a prueba mi recién descubierta teoría sobre ser altruista y le ofrecí una disculpa.


—Eh, siento haber sido tan duro contigo últimamente, es solo que con Pau fuera y tal…


—No te preocupes, hombre. Dolores ha estado igual —me interrumpió y me liberó de la culpa.


—Lo has estado sufriendo por partida doble, ¿eh?
Mario asintió.


—Supongo que no reparé en el efecto que la muchacha ha tenido sobre tantas vidas.


Yo tampoco, pero tenía razón. Incluso Lexi me había estado llamando mucho más últimamente, algo nada típico en ella, y siempre era para ver qué tal estaba Pau. Yo le dije que la llamara directamente a ella, que a Pau le encantaría tener noticias suyas, pero Lexi no quería ser intrusiva. Ya, eso parecía contener una pizca de verdad.


—Bueno, no te mereces toda la mierda que te está
cayendo encima. —Me puse el abrigo y le di una palmada en el hombro antes de salir por la puerta—. Buenas noches, tío.


El tiempo se había vuelto más frío desde hacía dos días, justo para ponerse acorde con la estación, pero parte de mí se preguntaba si no se me había hecho más obvio a mí porque Pau no estaba para mantenerme caliente. En serio, era como si todo el calor hubiera desaparecido del espacio que me rodeaba. Mi propio sol personal se encontraba a kilómetros de distancia y me sentía desolado y frío.


—¡Eh, Alfonso! —me llamó David Stone mientras me dirigía hacia el ascensor. Hablando de frío y desolación…


No me paré para ver qué mierdas quería porque en realidad no tenía nada que decirle. Además, tenía una cita telefónica con mi chica y ninguna intención de perdérmela.


—¿Qué quieres, Stone? —le espeté.


—Solo quería asegurarme de que vas a estar en la siguiente reunión de la junta directiva, eso es todo.


Las palabras de Dario eran de simple curiosidad, pero no fue difícil ver la mirada mordaz que sus oscuros ojos reflejaban, o la mueca desdeñosa que tenía puesta en los labios. Mi mano derecha comenzó a cerrarse en un puño. Quería darle una buena paliza y borrarle esa sonrisa engreída de la cara a base de restregársela contra el suelo.


—¿Por qué no iba a estarlo? —suspiré, molesto, y le di un puñetazo al botón para llamar al ascensor personal imaginándome que era su cara.


—Bueno, como has estado muy desaparecido últimamente, no estaba seguro. No querrás perderte esta reunión, Alfonso. Va a ser de lo más entretenida.


Me dedicó una gran sonrisa y luego me guiñó un ojo antes de apartarse de mi vista, por fin.


Entretenida. ¿El idiota de verdad pensaba que me iban a destituir por haber amenazado con matarlo?


La gente decía cosas así todos los días. Y aunque no fuera apropiado para el lugar de trabajo, estaba claro que tampoco era suficiente como para hacerme perder mi propia compañía en su favor. Además, era su palabra contra la mía, y dudaba mucho que tuviera alguna prueba de aquello.


Regresé a casa como un loco de rápido. Bueno, tan rápido como un loco podía ir con un tráfico espeso y los coches pisando huevos. Estar sentado en la parte de atrás de la limusina durante tanto rato me volvió tarumba. Juraba que todavía podía oler el exquisito aroma de Pau de todos los encuentros amorosos que habíamos mantenido allí.


Una vez dentro de la creciente mansión a la que había llamado hogar durante toda mi vida, el vacío y el anhelo volvió a hacer mella en mí. Pau llenaba de algún modo toda la habitación con una presencia que era más grande que la misma vida y a la vez tan íntima que parecía que ella y yo fuéramos las dos únicas personas que quedaban vivas en el planeta. Y me parecía perfecta la idea de hacer todo lo que tuviéramos en nuestras manos para repoblar el puto lugar. Ya sabes, por el bien de la raza y demás. Y fue entonces cuando se me pasó por la cabeza: quería tener hijos con ella. Muchos, muchos hijos.


Cuando hablamos Pau y yo por última vez, ella me avisó de que iba a darme un buen meneo la próxima vez que nos viéramos. Tuve que reírme ante la mera idea. Se había convertido en la insaciable de esta relación. La que una vez había sido una gatita asustada bajo mi atenta mirada, ahora se había transformado en una leona, una depredadora
preciosa cuya necesidad por saciar su hambre la convertía en desesperada y atrevida. Las tornas se habían cambiado; ahora ella era la cazadora y yo el cazado.


Bueno, en realidad no, pero no me disgustaba la idea de dejar que se lo creyera si eso quería decir que iba a ser mucho más intrépida. La admiraba por tener muy claro lo que quería y por no avergonzarse de tomarlo, aunque yo fuera un participante de lo más dispuesto.


Piqué algo de comer y me duché en un santiamén mientras esperaba su llamada. Acababa de salir del cuarto de baño cuando el teléfono sonó. Tiré la toalla para lanzarme a cogerlo desde el otro lado de la habitación y acabé estampado sobre la cama completamente desnudo y en una posición un tanto incómoda. Joder, había dolido.


—¡Me cago en…! ¡Joder! —Sí, esas fueron las primeras palabras que salieron de mi boca cuando respondí a la llamada—. Hola, gatita.


—¿Qué pasa? —preguntó Pau con la preocupación patente en su voz.


—Creo que me he partido la polla —le dije mientras me daba la vuelta para tumbarme de espaldas.


Pau intentó reprimir la risa al otro lado de la línea.


— ¿Estabas haciendo pollarobic?


—Sí. —Me reí entre dientes y le seguí la corriente —. Pero se niega a doblarse de esa forma.


—Ay, pobrecita mía —arrulló ella—. ¿Quieres que le dé un besito para que se cure?


Si mi verga no hubiera estado pegada a mi cuerpo, estaba completamente seguro de que habría intentado atravesar el teléfono para llegar hasta ella.


—Eres una malvada picarona. Sabes de sobra que nada me gustaría más que follarte la boca. Ahora estoy empalmado de solo haberlo pensado, y no hay nada que pueda hacer para remediarlo.


—Oh, yo no estoy tan segura. —Su voz sonó toda profunda y sensual y… joder, no estaba ayudando—. ¿Qué llevas puesto?


—Estoy en la cama. ¿Qué crees que llevo puesto? —le pregunté con la voz ronca, sabiendo de sobra que ella sabía que dormía en cueros.


—Umm… enséñamelo.


—¿Qué? —pregunté, confundido.


—Mira el teléfono.


Mi teléfono vibró sobre la mesita de noche, así que estiré el brazo por encima de mi cabeza y lo cogí.


Había un mensaje de texto de mi chica. Cuando lo abrí, casi me caigo de la cama. Ahí estaba, desnuda como el día que la trajeron al mundo, sin dejar absolutamente nada a la imaginación. Estaba apostada contra el cabecero de la cama, con ese suntuoso pelo suyo cayéndole por los hombros, los pechos completamente a la vista y los pezones tiesos.


Tenía las rodillas dobladas y las piernas abiertas a los lados, regalándome una vista gloriosa de la carne tierna y rosa que tenía entre los muslos. Y sus ojos.
Dios santo, tenía los párpados caídos y se estaba mordiendo ese suculento labio inferior como si ansiara mis caricias.


—Yo te he enseñado la mía. Ahora enséñame tú la tuya —ronroneó prácticamente al teléfono.


—Ah, así que quieres jugar, ¿no? —le pregunté con una sonrisa de suficiencia que sabía que podía escuchar aunque no pudiera verla.


—¿Te suena esto a que quiero jugar? —Escuché el
clic tras haber pulsado un botón y luego la inconfundible vibración del vibrador Alfonso que le había regalado—. Te necesito. No puedo esperar más. Haz que me corra, Pedro.


—Dios santo… —Estaba más que encantado de hacer que se corriera, aunque fuera gracias a una asquerosa pieza de metal en vez de cualquier parte real de mi cuerpo—. ¿Ese es mi vibrador, gatita? —le pregunté, ya seguro de la respuesta.


—No, pero este sí.


Otra vibración más aguda se unió al grave zumbido de la anterior, y levanté una ceja.


—¿Y qué es esa otra cosa que tienes ahí, Pau?


Ella soltó una risita.


—Dez me obligó a ir hoy a una tienda con ella. Un sex shop. No sabía que existía. Probablemente porque estaba encerrada en mi mundo.


—¿Te has comprado un vibrador?


Esperaba por su bien que hubiera utilizado mi tarjeta de crédito para comprar lo mejor que tuvieran, aunque esa cosa iba a ir a la basura tan pronto como volviera a tenerla en mi cama, a donde pertenecía. Ninguna polla, ya fuera de verdad o de mentira, iba a acercarse a mi coño cuando yo era perfectamente capaz de hacerme cargo solito de sus necesidades. El vibrador Alfonso era una excepción porque era solo un potenciador, no el sustituto de ningún pene.


—Ajá. Claro que no es ni la mitad de grande que la cosa de verdad, pero como no puedo tenerte, esto tendrá que valer.


Sí, la cabeza me creció diez veces su tamaño natural. Ambas.


—Dime qué hago con él, Pedro. Dime cómo puedo hacerme sentir bien. ¿Qué me harías tú si estuviera allí contigo ahora mismo?


Me quedé mirando la imagen en el móvil con deseo y supe exactamente lo que habría hecho.


—Te tiraría de espaldas en la cama y enterraría la cara entre esos dos muslos preciosos para darme un banquete contigo. Eso es lo que haría si estuvieras aquí, gatita.


Ella gimió al otro lado del teléfono y mi polla se sacudió sobre mi abdomen. Joder, esta mujer me volvía loco.


—Pero como no estás despatarrada, desnuda sobre mi cama, tendremos que apañárnoslas. Ese vibrador se hará pasar por mí por esta noche. Lo llamaremos miniyo. Quiero que lo pongas a un lado y cojas el vibrador Alfonso, gatita. Muévelo hacia abajo por tu cuerpo y déjalo sobre tu clítoris. No en él, sino por encima


Ella gimió otra vez, aprobando claramente las ligeras vibraciones que jugueteaban con sus terminaciones nerviosas.


—Déjalo ahí. Por mucho que quieras moverlo hacia abajo, no lo hagas —le ordené—. Ahora, tócate esas preciosas tetas y masajéatelas. Dios, tienen un tacto increíble, ¿verdad? Chúpate los dedos,Pau.
Junta las dos tetas y luego usa esos dedos húmedos
para pellizcar y tirar de esos pequeños pezones respingones. Esa es mi boca, caliente y húmeda, chupando y provocándote. Alterno entre uno y otro. Mi lengua se mueve rápido en línea y en círculos, y luego hago lo mismo con los dos a la vez. Aráñate los pezones con las uñas. Son mis dientes. Joder, me muero por mordértelos. ¿Me estás sintiendo, gatita?


—Oh, Dios, sí.


—Joder, cuando lo dices así…


Cerré los ojos y casi pude ver en mi mente cómo sus manos tocaban su propio cuerpo. Me escribí una nota mental para hacer de aquello una realidad en un futuro cercano. Quizá hasta también la observara dándose placer con su juguetito. Debería reconsiderar el que se lo quedara después de todo.


—Tócate. Desliza los dedos entre los labios de tu coño y siente lo suave y caliente que estás —continué jugando con ella—. ¿Estás húmeda, Pau?


Ella gimió.


—Empapada.


Mi voz, para mis propios oídos, era profunda y ronca, y la sangre me corría por las venas y se iba derechita hasta mi verga hinchada.


—Muy bien, gatita. Coge al miniyo y póntelo en la boca. Quiero que me chupes la polla. Lubrícame y prepárame para deslizarme dentro de ese apretado coñito.


El zumbido que venía desde el otro lado de la línea se amortiguó, y supe que había hecho exactamente lo que le había pedido. Los sorbidos y los sonidos a mojado se mezclaron con sus ávidos gemidos de satisfacción, y quise sentir qué cojones estaba haciendo de verdad, no solo en mi imaginación.


—Ya vale, Pau. No querrás ponerme celoso, ¿verdad?


—¿Hará eso que me folles sin piedad?


Pau gimoteó al otro lado de la línea y mi respiración se aceleró solamente de escucharla. Tenía la polla dura como el puto acero y temía que de verdad pudiera reventarme un vaso capilar si no aliviaba pronto un poco la tensión. Mi mano a esas alturas ya tenía mente propia y comencé a acariciarme.


—Me encanta cuando mi coño te hace sentir tan bien que no puedes controlarte.


Cuando mi nena dijo coño, me entró de todo por el cuerpo. Un gruñido brotó de mi pecho y se escapó por entre mis dientes apretados.


—Dilo otra vez.


—¿Decir el qué?


Ella sabía perfectamente qué cojones quería oír.


Estaba jugando conmigo y eso me molestó un poco.


Sobre todo porque ella estaba allí y yo no, y estaba más cachondo que un sátiro en pleno set de rodaje de una peli porno.


—Ya sabes qué. Dilo otra vez.


—Coooooooñoooo.


—Maldita sea, mujer. Si estuvieras aquí ahora mismo, no tendría piedad ninguna contigo. Te follaría con tanta fuerza que verías hasta las estrellas.


Y lo decía completamente en serio.


—¿Ahora quién es el que está provocando? Dime qué hacer ahora, Pedro.


Oh, cierto. Tenía un dildo entre manos. Mi mente podría haberse ido a tantos sitios con ese pensamiento…, pero estaba a punto de llegar a al menos uno de ellos.


—Enciéndelo, gatita. Siénteme vibrando entre tus manos. Quiero que te restriegues la cabeza de mi polla por esos pliegues húmedos. Empápame con tu humedad.


—Mmm… qué gusto…


Agarré el teléfono con el hombro y alargué la mano hacia atrás para buscar torpemente el lubricante dentro del cajón de la mesita de noche.


Luego me eché una cantidad bastante generosa en la palma de la mano antes de arrojar el bote a un lado para poder ver cómo esta trabajaba sobre mi polla.


—Siénteme ahí, mi polla está jugando con tu abertura. Estoy listo. Quiero follarte rápido y sin piedad. Quiero hacerte gritar mi nombre.


—Dios, sí —gimió, su respiración era tan pesada como la mía.


—Ponte de rodillas, gatita. ¿Puedes hacerlo por mí? Quiero que pongas el manos libres, ponte de rodillas y agárrate al cabecero con la mano libre.


Escuché cómo se movía al otro lado de la línea y luego su voz otra vez un poco más distante que antes.


—Vale, ¿ahora qué?


—Vas a cabalgarme,Pau. Coloca una almohada entre tus piernas y pon esa cosa encima, de pie. Ahora desliza las rodillas hacia los lados hasta que estés a la altura suficiente para sentirlo en tu entrada.


—Te quiero dentro de mí, ya —gimoteó.


—Entonces hazlo. Baja sobre mi polla y cabálgame fuerte, justo como a ti te gusta.


Como quería sentir aquella sensación con ella, apreté la cabeza de mi verga entre mi pulgar y dedo índice antes de mover las caderas hacia arriba para deslizar el resto de mi polla entre la sujeción de mi mano.


Cerré los ojos cuando la imagen mental de estar
penetrándola se mezcló con el recuerdo de saber cómo se sentía.


—Ah, joder, Pau. Qué bien… ¿Te gusta?


—Eres tan… grande —enunció la última palabra.


—Gatita, tienes que dejar de decir cosas así antes de que me meta en el puto coche y vaya derechito a Hillsboro para secuestrarte.


Y estaba a punto de hacerlo.


—¿Te traerás tu enorme polla?


Sus palabras me enviaron directo a un estado de frenesí total. Mis manos se apretaron alrededor de mi verga a la vez que me la acariciaba más rápido, y hasta el lubricante se calentó debido a la fricción.


Cerré los ojos y me imaginé que era su coño el que me
envolvía, estrechándose y dilatándose al mismo tiempo que sacudía sus caderas sobre mí.


Quería verla mirándome desde ahí arriba, con la boca abierta ligeramente e hincándome las uñas en los músculos del pecho. Su pelo creando una cortina a nuestro alrededor. Sus caderas ondulándose contra las mías mientras restregaba ese botoncito contra mi ingle.


Ella gimió y gimoteó quedamente al otro lado de la línea para no molestar al resto de las personas en la casa, pero estaba tambaleándose y supe que necesitaba más.


—Cabálgame, Pau. Más fuerte.


Me imaginé sus cachetes del culo estrellándose contra mis muslos mientras sus tetas botaban debido a sus movimientos. Mi mano aumentó la velocidad y me mordí el labio con tanta fuerza que pensé que me lo había arrancado de cuajo.


—Qué bien, Pedro —gimió en voz baja. Podía escuchar sus respiraciones y el suave golpeteo de la cabecera mientras cabalgaba el dildo que tenía debajo.


—Espera, gatita. —la urgí; yo estaba casi al borde del precipicio.


Pedro, te necesito. ¿Por favor? —suplicó. Buscaba su orgasmo—. Dame más.


—Te prometí que te daría todo lo que necesitaras. ¿Recuerdas? ¿No te lo prometí? Suéltate del cabecero, Pau. Usa los dedos. Encuentra el lugar, ese lugar que necesita un algo más. Acarícialo con los dedos y cuando te diga, quiero que lo pellizques.


Respiraba jadeando, un sonido voraz que fue creciendo al otro lado de la línea hasta ponerse gutural.


—Ahora, gatita. Pellízcalo ahora.


—¡Ah, joder! —exclamó.


Su voz salió como un susurro ronco al intentar no hacer mucho ruido. Casi podía verla echar la cabeza hacia atrás y ponerse rígida bajo el poder del orgasmo.


Y esa imagen me llevó a mí también a donde necesitaba llegar.


—Justo ahí. Justo… joder… ahí.


Gruñí cuando me corrí y sacudí las caderas contra mi puño. Me estrujé la polla con fuerza y presioné el dedo gordo sobre la punta, que desembocó en un montón de semen saliendo
disparado cual lava espesa y derretida en una erupción volcánica y aterrizando sobre mi abdomen.


Me ordeñé y sacudí las caderas a intervalos irregulares hasta que el trabajo estuvo terminado.


Pedro, ¿sigues ahí? —dijo Pau, cogiendo el teléfono y apagando el altavoz.


Todavía seguía jadeando, pero su voz era profunda y calmada.


Me tapé la cara con el brazo y luché por recuperar la compostura.


—Sí, gatita. Estoy aquí.


—Te echo de menos.


Sí, yo también la echaba jodidamente de menos.