miércoles, 24 de junio de 2015
CAPITULO 19
A la mañana siguiente me desperté tendida de espalda, una postura en la que no solía dormir. Tenía algo caliente y pesado sobre el vientre y abrí un ojo para investigar. Su pelo negro y alborotado me hacía cosquillas en la piel cada vez que la cabeza se le elevaba cuando yo inhalaba. Estaba
dormido de lado, con la cabeza apoyada lo bastante abajo de mi cuerpo como para que sintiera su aliento caliente en la sensible carne de ahí abajo.
Cerré los ojos y tragué saliva por la deliciosa sensación que me envolvía, sintiéndome más mujer que nunca. Era una sensación sumamente agradable.
Pedro se revolvió en sueños y me fijé en su cálida mano descansando en el interior de mi muslo, peligrosamente cerca del centro. Solté un gemido de placer por la sensación de su respiración unida al contacto de su mano, pero al instante me tapé la boca, esperando con toda mi alma que no me hubiera oído.
Pero la Agente Doble Coñocaliente sí que me oyó. Estaba ya arqueando las cejas y haciéndome señas para que hundiera la cabeza de Pedro entre mis piernas. ¡Haz el favor de volver a dormirte, Guarra McGuarretona!
Pedro farfulló algo y giró la cara pegándola a mi vientre. Al moverse quedó en realidad más cerca de mi Chichi y yo miré a Coñocaliente alzando una ceja, preguntándome de dónde había sacado sus superpoderes para hacer que esto sucediera. ¡La muy desvergonzada!
Pedro dormía con la mano posada en mi muslo, y la deslizó lo bastante como para que sus dedos descansaran sobre mi carnosa hendidura y yo instintivamente empujé con las caderas hacia él. No lo hice aposta, simplemente ocurrió, fue como una especie de reflejo o algo por el estilo.
—Mmmm —farfulló Pedro en sueños. Al menos estaba segura de que seguía dormido.
Y habría sido una boba si ese sonido, unido con su proximidad a mis partes femeninas, no me hubieran puesto cachonda. Empecé a hacer una especie de cálculos mentales preguntándome si lograría correrme mientras él dormía sin que se diese cuenta. Pero naturalmente dependería sobre todo de lo profundo que durmiera.
Y además no tenía demasiada experiencia en esos menesteres que digamos.
Pero de repente recordé las palabras que me dijo en la limusina: «Estoy aquí para darte placer, al igual que tú lo estás para dármelo a mí».
De manera que decidí comprobar si era verdad lo que me había dicho, para ver si era un hombre de palabra. ¡Eh, que conste que lo hice como un experimento, o sea que no me mires con esa cara!
Le pasé los dedos de una mano por entre su cabello, al tiempo que le deslizaba la otra por su ancho hombro y por el brazo hasta llegar a la mano que tenía entre mis piernas. Pedro se movió un poco, escondiendo la cara en mi vientre. Como no se la podía ver, tampoco le veía los ojos para saber si estaba despierto. Pero aun así, seguí con lo mío.
Entrelacé mis dedos con los suyos y le levanté la mano para dejarla reposar sobre mi coño. El peso de su mano me hizo estremecer, electrizándome de pies a cabeza, y noté que el chochito se me ponía muy mojado. Su palma me quedó justamente encima del clítoris, ejerciendo una presión tan deliciosa que de mis labios se escapó un pequeño gemido de gusto. Cubrí sus dedos con los míos y los moví para que se hundieran como yo quería entre mis húmedos pliegues.
Creí oír a Pedro contener el aliento sorprendido, pero para serte sincera al estar inmersa en todas esas otras
sensaciones pensé que tal vez me lo había imaginado.
Presionando su dedo corazón más abajo, hice que se deslizara alrededor de mi abertura y luego se lo hundí en ella junto con mi propio dedo. Me dolió un poco por lo de la noche anterior, pero no era más que un ligero dolor. Hice que me metiera y sacara su largo dedo en mí siguiendo un cadencioso vaivén. No me excitó tanto como cuando era Pedro quien controlaba sus movimientos y me tocaba como él quería, por eso precisamente era el Rey de los Dedos Folladores. Frustrada, saqué su dedo de mí y se lo deslicé por mi húmedo surco para acariciar mi clítoris.
Los dedos de ambos se quedaron empapados al irme yo calentando mientras los deslizaba por la turgente protuberancia oculta en la cima de mis pliegues. Le noté revolverse en la cama, sin duda se había despertado y estaba deseando mover los dedos a su manera. Pero no lo hizo. En su lugar me cedió el control, pero en esos momentos yo no estaba segura de si quería llevar las riendas. Solo deseaba correrme.
Entonces metí dos de sus dedos dentro de mí y luego los saqué, esperando ponerlo cachondo y tentarlo a tomar la iniciativa. Al ver que la treta no funcionaba, le levanté la mano y llevé esos dedos a su boca, deslizándolos por sus labios para provocarlo, casi suplicándole que no se conformara solo con saborearme.
Sentí rozar con sus labios mis dedos mientras le metía los suyos en la boca. ¡Mmmmm…! dijo en voz baja, y el delicioso sonido me hizo sentir otra sacudida de placer que se extendió desde mi caliente grieta a mis temblorosos muslos. Me empecé a apartar un poco de él, pero de pronto me agarró de la muñeca como si su mano fuera un grillete.
Con silenciosa determinación se llevó también mis dedos mojados a sus perversos labios, repitiendo la acción mientras me chupaba uno de ellos con avidez hasta que sentí un delicioso hormigueo de placer en la piel por su meticulosa lengua. Después de lamerme el jugo de este dedo, se entregó al otro. El tipo era un auténtico fenómeno como Aspiradora, porque el clítoris me empezó a palpitar como respuesta.
—Encontrarás más ahí de donde vienen —le susurré voluptuosamente. Y luego le tiré del pelo con la mano libre para empujarle la cabeza suavemente hacia mi entrepierna.
—¿Es esto una invitación abierta? —me preguntó con voz ronca y adormilada.
—Te estoy ofreciendo lo que los dos queremos —le respondí levantando las caderas como una tácita invitación, esperando animarle a reaccionar.
Antes de darme tiempo a volver a pegarme a la cama, Pedro se había dado la vuelta y estaba ahora entre mis piernas, con la nariz pegada a mi inflamado clítoris mientras sus labios rondaban peligrosamente el lugar donde yo quería que los pusiera.
—Joder, me vuelves loco, Paula —gimió—. No deberías ofrecerte tan gustosa a alguien que se supone que te repugna. Es absurdo.
Suspiré contrariada.
—¿No me habías dicho que te encantaban las mujeres que sabían lo que querían? Pues lo que yo quiero ahora es sentir tu boca en mí —No me preguntes dónde o cómo una chica inexperta que hace poco ha dejado de ser virgen se ha atrevido a decir algo parecido. Yo tampoco lo entiendo, pero al mismo tiempo me parece algo natural.
Le acerqué las caderas a la cara para que se diera por aludido.
Él gruñó, revelándome sus perfectos dientes. Luego cerró los ojos y respiró hondo.
—No.
—¿No? —le pregunté confundida.
La Agente Doble Coñocaliente se quedó papando moscas llena de perplejidad.
Pedro abrió los ojos y la intensidad de sus iris, que ahora en
lugar de ser de color avellana habían cobrado un tono gris acerado, casi me asustó.
—Si lo hacemos ahora, me entrarán ganas de follarte. A lo bestia — gruñó entre jadeos—. No te follaría con suavidad, créeme, y tu coño no aguantaría esta clase de embestidas. Al menos de momento. Así es que deja de intentar seducirme.
—¡No digas chorradas, Pedro! —me burlé—. ¿Por qué ahora es distinto de cuando la otra noche me usaste como un cuenco para el postre? ¿Acaso en ese momento no te lograste controlar para no follarme?
—Ayer aún no te había poseído. No había sentido tu prieto coño rodeándome la polla, apretándomela. ¡Dios santo, no sabes cuánto me hiciste gozar, Paula! —exclamó con los ojos cerrados, recordando al parecer la sensación en su mente—. No puedo —susurró con voz ronca sacudiendo la cabeza.
Con la irrevocabilidad de sus palabras resonando todavía en mis oídos, saltó de la cama y se pasó las manos por entre el pelo revuelto por haber estado durmiendo y que a título informativo, se parecía al de «te acabo de follar», y esta imagen hizo que a la Agente Doble Coñocaliente le entraran
también ganas de pasarle los dedos por entre el cabello.
Volví a dirigir mi turbada atención hacia él y vi que seguía teniendo la polla dura como una piedra, gruesa y al mando.
¡Maldita sea! El mero hecho de verlo empalmado ya bastaba para querer suplicárselo. Casi.
—¡No puedes hacer esta clase de cosas, Paula! Puedo obligarte a ponerte de bruces sobre cualquier superficie libre de la casa y follarte a lo bestia en cualquier momento que me apetezca. No lo olvides —me soltó pasándose las manos por la cara y poniéndose luego en jarras—. Me voy a dar un baño con agua caliente en el jacuzzi para ver si se me baja un poco el calentón. Cuando vuelva quiero encontrarte levantada y vestida.
—¿O sea, que me vas a dejar así? —le pregunté sin poder creérmelo, señalando con el dedo el centro de mis muslos con las piernas abiertas.
Posó sus ojos en mi coño como atraído por un imán y no sé si yo quería soltar unas risitas ahogadas por su falta de control o darle un babero por estar él babeando.
—¡Joder! —gruñó—. Sí. Voy a dejarte así.
Abrió la puerta de un manotazo y se fue. Era como si su glorioso culo me ofreciera una sonrisita de satisfacción mientras él desaparecía.
Me dejé caer en la cama rabiosa y, cogiendo su almohada, me tapé la cara para amortiguar mi grito de frustración. ¡No había quien entendiera a Pedro Alfonso! Me había adquirido para hacer esta clase de cosas y me dijo que no temiera decirle lo que quería, pero cuando tragándome mi orgullo intenté hacer justamente eso, me dijo que no podía y luego se largó como una nena asustada.
¿Había pasado algo en medio de la noche y se habían intercambiado de algún modo nuestros papeles? Tal vez me había adentrado sin saberlo en un universo paralelo. ¿Y por qué diablos de repente él me ponía tan cachonda? Por lo menos sabía la respuesta: por culpa de la Agente Doble
Coñocaliente. La guarra había tomado las riendas de mi vida.
El coño me palpitaba calenturiento y lancé un gemido.
Salté de la cama, tal como mi madre me había traído al mundo, y salí tras él, esperando no perderme en esta monstruosa casa mientras intentaba encontrar el jacuzzi. Si hubiera estado en mis cabales me habría preocupado que alguien pudiera verme desnuda, pero como no lo estaba, me pareció una idea genial. Además, por lo visto nunca había nadie en casa cuando Pedro se encontraba en ella, así que seguro que la teníamos para nosotros solos.
De algún modo me las apañé para encontrarle, pese a las grandes dimensiones de la mansión. Estaba fuera, el sol acababa de salir por el horizonte y el cielo se había teñido de vivos tonos anaranjados y rosados.
El jardín de la parte trasera era inmenso y advertí que también había una piscina enorme, pero como tenía la cabeza en otra parte, no me fijé en ningún otro detalle. Pedro se encontraba de espaldas, con sus anchos hombros extendidos y los brazos apoyados sobre el borde del jacuzzi, envuelto en una espesa nube de vapor. Estaba con la cabeza atrás y los ojos cerrados, inhalando profundamente por la nariz y exhalando por la boca.
Me dirigí hacia él procurando que no advirtiera mi presencia.
Ni siquiera se movió cuando me metí silenciosamente en el jacuzzi lleno de agua caliente y me acerqué lentamente a él.
Estaba guapísimo, con los músculos del cuello flexionados seductoramente y el torneado pecho cubierto de gotitas de agua refulgiendo bajo la luz del sol. Era un espécimen perfecto de depredador capaz de atraer a su presa solo con su aspecto.
Podía haberme quedado embobada de ese modo, comiéndomelo con los ojos. Pero como le odiaba, seguramente ya has adivinado lo que hice.
Antes de que viera mis intenciones e intentara detenerme, posé mis manos en sus flancos y me senté a horcajadas sobre sus muslos. Luego le acaricié con los labios la cavidad del cuello.
—¿No te lo esperabas? Pues estoy segura de que tú tampoco habrías dejado escapar una oportunidad como esta.
—¿Qué estás haciendo Paula? —dijo agarrándome de los hombros e intentando apartarme, pero yo me resistí.
—Estoy tomando lo que quiero, Pedro. Ahora no puedes incumplir tu promesa —afirmé pegando mi coño a su polla enhiesta.
—Sal de aquí —insistió él empujándome.
Al cogerme por sorpresa perdí el equilibrio y caí al agua caliente proyectando a mi alrededor un aluvión de agua clorada que me dejó el pelo chorreando. Resoplé frustrada, cruzando los brazos sobre el pecho, y le eché una mirada furibunda. ¡Ya basta! Tanto mi coño como yo estábamos
acaloradas, cachondas y de lo máaaaas cabreadas.
—¿Qué problema tienes, Alfonso? —le solté lanzando las manos al aire y dejándolas caer con fuerza sobre el agua, salpicándole.
Se secó con calma las gotas de agua de la cara, pero el pecho se le movía con su agitada respiración, indicando que estaba de todo menos sereno.
—Estoy intentando no hacerte más daño del que ya te hecho —dijo hablando entre dientes—. Una hazaña que en este momento me resulta casi imposible alcanzar por tu culpa.
Lanzándome contra él, trepé de nuevo por sus muslos.
Luego le agarré la polla y la pegué a mi abertura, preparada para hacer yo todo el trabajo. Él intento desembarazarse de mí, pero yo era una descarada muy terca cuando se me metía algo en la cabeza. Y en ese momento necesitaba demostrarme algo a mí misma. Pedro me había dejado plantada por la mañana después de entregarme yo vergonzosamente a él y aquello me había sentado como una patada en el estómago. Sentirte rechazada era una mierda.
—¡Muy bien! ¿Lo quieres? ¡Pues aquí lo tienes! —me soltó y entonces agarrándome por las caderas, me empujó hacia abajo con fuerza.
—¡Joder! —gritamos los dos al unísono. Solo que mi exclamación significaba más bien «hijo de puta, esto me ha dolido horrores», y la suya «¡Dios santo! ¡Cómo me gusta!»
Soltamos un montón de tacos, pero te aseguro que estaban totalmente justificados.
Conteniendo el aliento, me aguanté el dolor. Hundí la cara en la cavidad de su cuello, clavando la punta de mis crispados dedos en sus hombros.
Intenté con toda mi alma no moverme, porque si lo hacía me iba a doler más aún.
Sentí su cálido aliento en mi oído.
—¿Lo ves? Ya te lo advertí, pero tú al ser tan cabezota y desafiante no me has hecho caso, ¿verdad? —dijo frotándome la espalda para relajarme —. A partir de ahora ¿vas a hacer el favor de dejar que sea yo quien decida si ya estás preparada para ello? Porque como bien sabes, tengo un poco más de experiencia que tú en esta clase de cosas.
Asentí con la cabeza dándole la razón, conteniendo aún el aliento sin poder hablar. Pedro me aupó poco a poco para sacarme la polla y me meció en su regazo. Luego me apartó el pelo de la cara y me acarició la mejilla.
—Te prometo que durante los próximos dos años follaremos como fieras y te agradezco el entusiasmo que pones para que tanto tú como yo gocemos al máximo. Por eso antes no pude complacerte en la habitación, porque me excitaste en extremo.
Normalmente sus suposiciones acerca de que yo estaba coladita por él y por su polla se habrían ganado una respuesta burlona de mi parte. Pero para serte sincera, en ese momento no estaba yo para mandangas. Me había dolido horrores y me sentía derrotada. Además, tenía razón: me había enganchado a su polla, claro está, y no a él.
Pero no era tonta. Sabía que no era normal tener esta clase de sentimientos por alguien al que se suponía que debía odiar. Seguía detestándole, pero mi cerebro y mi cuerpo estaban reaccionando de una forma muy extraña que yo no entendía. Quizá sufría el síndrome de Estocolmo o algo por el estilo. Pero luego descarté esta posibilidad, porque él no me había secuestrado. Ni tampoco me había obligado a hacer algo en contra de mi voluntad: yo había firmado el contrato e incluso había decidido sus términos. No entendía nada de nada y aunque estuviera hecha un follón, preferiría estar follando.
Pedro me levantó la barbilla y me besó tiernamente en los labios.
—Siento haberte hecho daño —me susurró pegando su frente a la mía—. Se supone que esto debe causarte placer y no dolor.
—El tuyo, no el mío —le recordé.
Él cerró los ojos y suspiró antes de enderezarse.
—Al principio es así —me recordó suspirando de nuevo, mientras yo contemplaba su mano acariciando la elevación de mis senos—. Quiero que te lo pases bien, Paula.
Yo también lo quería. ¡Toda la santa mañana no había estado intentando hacer más que eso!
Me bajé de su regazo y me volví para quedar de cara a él.
Como mis dedos se morían de ganas de tocarle el pelo, les concedí este pequeño gusto. Pedro agarrándome por las caderas, me ciñó contra su cuerpo y empezó a chuparme el pecho. Pero yo quería más. De ahí que poniendo un pie a su lado sobre el asiento, le empujé por el hombro hasta que me soltó el pezón y se reclinó contra la pared del jacuzzi.
Entonces hice lo mismo con el otro pie y me impulsé para quedarme de pie, con el cuerpo chorreando. La Agente Doble Coñocaliente, plantada justo delante de la cara de Pedro, frunció los labios para recibir un beso.
Él me cogió de la parte de atrás de los muslos para sostenerme mejor e impedir que me cayera. Alzando la vista me miró con sus ojos color avellana en los que brillaba un caleidoscopio de tonalidades, como si me preguntaran si de verdad era eso lo que quería.
—Haz que me sienta bien, Pedro —le pedí con una ligera sonrisa, y luego le hundí los dedos en el pelo empujándole la cabeza hacia mi cuerpo.
Él me sonrió con los ojos brillándoles de deseo, al tiempo que se mordía el labio inferior y sacudía la cabeza asombrado.
—¿De dónde has salido, Paula Chaves?
Sin esperar mi respuesta, pegó sus labios a mis carnosos pliegues, dándoles un montón de besos con la boca entreabierta, y luego me los chupó mientras me hacía con la lengua esas cosas tan mágicas. Echando la cabeza hacia atrás, gemí como una loca, dejándole ver el placer que me estaba dando. Él me sostenía con firmeza los muslos con la punta de los dedos, mostrándome su fuerza y asegurándome que no me dejaría caer.
Con mis dedos hundidos en su cabello, le pegué un poco más la cara a mi coño. Entonces él me hincó su portentosa lengua y yo le solté la cabeza para que pudiera moverla a su aire mientras me la metía y sacaba con un cadencioso vaivén.
—Dios mío, debería ser yo la que te pagara por eso —suspiré entre jadeos.
Me deslizó voluptuosamente la lengua alrededor del clítoris y luego me mordisqueó con suavidad la hinchada protuberancia llena de terminaciones nerviosas antes de chupármela con delicadeza.
—¡Sí aquí, aquí! —gemí empujando con las caderas mientras tiraba de su pelo para mantener pegada su cara a mi carnosa hendidura.
Él siguió chupándome el clítoris y estimulándomelo con sus rápidos lengüetazos. Las piernas me empezaron a temblar por la inexplicable y maravillosa tensión que se estaba acumulando en mis partes femeninas.
Pedro me rodeó las nalgas con las manos para mantenerme pegada a su cuerpo. Fue deslizando los dedos por mi golosa abertura, pero en lugar de hundírmelos en ella, llegó hasta la fruncida piel de mi ojete y me metió un dedo en él.
—¡Madre mía! —grité agonizando de deleite mientras me corría. Sentí una profunda acometida de placer en mis entrañas y mi cuerpo fue presa de potentes sacudidas. De no haber sido por la maravillosa sensación de goce que sentí en cada molécula de mi cuerpo habría temido caerme al flaquearme las piernas.
—Así me gusta, gatita —me dijo él con una voz ronca que rezumaba lujuria, pese a tener la boca pegada a mi carnosa hendidura—. Goza conmigo. Solo conmigo.
Yo le aferraba con tanta fuerza la cabeza para hundirle la cara en mi coño, que no sé cómo podía soltar unos sonidos coherentes. Ni siquiera sabía cómo era capaz de respirar, y menos aún de hablar.Pedro me succionó de nuevo el clítoris al tiempo que movía con un cadencioso vaivén el dedo que me había metido por detrás, haciéndome agonizar de deleite con otro feroz orgasmo. A esas alturas yo ya no veía más que chiribitas en forma de lengüecitas y no sabía cuánto más podía aguantar, pero no pensaba interrumpirle.
Relajé los dedos con los que le agarraba del pelo para que él pudiera mover la cabeza libremente. Pero por lo visto creyó que le daba permiso para detenerse, porque eso fue precisamente lo que hizo.
Tomé nota: la próxima vez que Pedro Alfonso me hundiera la cara en mi coño, no le soltaría la cabeza.
—Baja, nena —me apremió poniéndome las manos en las corvas para ayudarme.
Me senté a horcajadas en su regazo y reclamé su boca con la mía para mostrarle lo agradecida que estaba por lo mucho que me había hecho gozar.
—¡Ha… sido… fantástico! —logré decirle entre besos.
—¿Ah sí? —me preguntó con una petulante sonrisita.
—Sí —le respondí pegando mi sensible coño a su polla erecta—. Ahora quiero hacerte gozar a ti.
—Paula… —me advirtió.
—Ya lo sé, ya lo sé, pero no creo que me duela. Y si me duele, lo dejamos estar, ¿de acuerdo?
Yo quería hacerlo, además todavía estaba muy cachonda, aunque me acabara de correr. No sé por qué él me ponía tan caliente. Lo único que yo sabía es que quería hacerle gozar y no creía que una simple mamada fuera bastante para mostrarle lo agradecida que estaba por lo que me había hecho. Le quería a él. Quería sentir su polla dentro de mí hasta el fondo.
—Por favor —le supliqué patéticamente.
—Me muero… por follarte —respondió estrujándome las caderas y ciñéndome contra él—. Pero no debemos hacerlo. Todavía no.
Relajando las manos apartó la mirada.
—Hoy vamos a ir de compras —me ordenó con voz distante—. Sube a la habitación y vístete. Yo usaré uno de los otros baños.
¿Qué había ocurrido? En un instante era un sexi y caballeroso Richard Gere y al siguiente, un Atila el Huno de lo más tirano.
—Supongo que ahora hemos vuelto a lo de «te compré y harás lo que yo te diga», ¿verdad? —le pregunté dolida de nuevo por su rechazo.
—Nunca fue de otro modo. Dije que quería hacerte gozar, pero esto no cambia nada. Solo quería que supieras que no soy un cabrón —puntualizó rehuyendo mi mirada.
—Sí, pues no estoy de acuerdo en eso —le solté.
Si él podía comportarse como un jefe autoritario, yo también podía desempeñar el papel de una empleada descontenta.
Me bajé de su regazo y salí del jacuzzi. En mis prisas por irlo a buscar, me había olvidado de coger una toalla, por lo que cuando vi la suya sobre el respaldo de una tumbona me la apropié. Le oí murmurar una palabrota a mi espalda, pero no creo que fuera por la estúpida toalla. Además, ni siquiera me molesté en volver la cabeza y mirarle antes de ceñírmela al torso y entrar en casa.
Naturalmente Pedro tenía razón. No en cuanto a que no era un cabrón, sino acerca de que nada había cambiado. Yo había sido una estúpida y una ingenua por creer que las palabras amables que me había dicho en un momento de descuido significaban que tuviera realmente corazón. Porque
¿a qué caballero con una reluciente armadura se le ocurriría comprar a una puta para sus egoístas propósitos?
Y aunque también quisiera darme placer a mí, solo lo hacía porque le ponía cachondo saber que era tan bueno en la cama, que podía hacer con mi cuerpo lo que se le antojara cuando yo perdía el control.
Al volver al dormitorio, me metí en la ducha y me apoyé contra la mampara mientras el agua se llevaba mis lágrimas por sufrir su rechazo.
¿Qué diablos estaba yo haciendo? Me había arrojado en sus brazos, saltándole prácticamente encima al tipo que se suponía que me daba asco.
¿Y por qué? ¿Porque él me lo comía de maravilla? Era de mí misma de quien debería sentirme asqueada. Pedro era supuestamente el depredador y yo su presa. Y sin embargo me estaba comportando como una loca ninfómana.
¿Y cómo se me ocurría estar corriéndome mientras mi madre, la única razón por la que yo había hecho esto, estaba postrada en cama, seguramente muriéndose? ¡Por Dios!, si ni siquiera había llamado a mis padres para saber cómo estaban. No creía que fuera por estar distraída con Pedro Alfonso, sino más bien por vergüenza, por miedo a que si hablaba con ellos supieran de algún modo lo que había hecho. Ya sé que era una estupidez. Pero la cuestión es que no tenía idea de si habían conseguido un donante para mi madre o si ya sabían la fecha de la intervención. Sabía que Dez me llamaría si pasaba algo grave, pero a efectos prácticos mis padres creían que yo estaba en Nueva York estudiando en la universidad y no en Chicago delante de sus propias narices, pegándome el lote. Probablemente estarían muy preocupados al no tener noticias mías.
Cerré el agua y salí de la ducha. Oí a Pedro junto al armario mascullando una sarta de palabrotas y me contuve para no soltar unas risitas. Por lo visto no le habían gustado mis habilidades para ordenar espacios. A los pocos minutos le oí cerrando el armario dando un portazo.
—¡Estaré en el puto coche! ¡Y no me hagas esperar si no quieres meterte en problemas!
Le oí cerrar otra puerta de un portazo y se fue.
Envuelta aún con la toalla, cogí el móvil y me senté sobre mi lado de la cama. Luego pulsé una tecla y tras sonar dos veces el teléfono, oí la voz de mi padre al otro extremo de la línea.
—Paula, cariño. ¿Qué pasa?
Al oír su voz cansada sentí una punzada de culpa en el pecho y me entraron ganas de llorar.
—No pasa nada, papá. ¿Es que no os puedo llamar para ver cómo va todo? —le respondí fingiendo estar irritada para que no notara mi tristeza.
—Claro, hija. ¿Cómo te está tratando la Gran Manzana?
—Bien. Las clases son intensas y uno de mis profesores es un cabrón — le respondí, mintiéndole solo un poco. De acuerdo, les había contado una mentira como una catedral, pero técnicamente hablando había en mi vida una figura de autoridad que me estaba enseñando algo. Lo único que no era la clase de educación que mis padres creían que estaba recibiendo.
—Sí, bueno, si trabajas duro y pasas de esas fiestas universitarias, todo te irá bien, hija.
—Marcos, pareces cansado. ¿Estás durmiendo lo bastante?
—Sí, no te preocupes —me respondió suspirando, acostumbrado a que le diera la lata para que se cuidara más—. Ya sabes que tu madre me necesita.
—Sí, lo sé. ¿Cómo está? —le pregunté en un tono más triste.
—Mamá sigue muy delicada. En este momento está despierta si quieres hablar con ella. Igual le ayudará a sentirse mejor. De hecho, tiene unas buenas noticias que darte.
—Sí, me encantará oír su voz —le dije, no quería que se diera cuenta de hasta qué punto lo deseaba.
Le oí diciendo algo en el fondo y luego el susurro de una colcha cuando le pasaba el teléfono.
—¿Pau? ¿Eres tú, nena? —me dijo mi madre con voz débil.
—Soy yo, mamá. ¿Cómo estás? —le respondí con la voz quebrada.
—Bueno, voy tirando —dijo riéndose un poco—. ¡Eh, tengo buenas noticias! Un donante anónimo ha depositado una cantidad enorme de dinero en nuestra cuenta. Es increíble, ¿verdad? Marcos dice que debe de ser un timo, pero yo creo que es la respuesta a nuestras plegarias.
—¡Vaya! Es estupendo, mamá —le dije alegrándome de veras por haberle llevado un rayo de esperanza a su deprimente vida.
De pronto le dio un ataque de tos.
—Te quiero, nena —consiguió decirme antes de que Marcos tuviera que cogerle el teléfono.
—¿Está bien? —le pregunté a mi padre, inquieta.
—Sí, no te preocupes —me tranquilizó él—. A veces le dan estos ataques de tos cuando intenta hablar demasiado.
—Qué buena noticia lo del dinero, ¿no crees? Hazme un favor papá, no intentes darle demasiadas vueltas al asunto ni nada por el estilo —le aconsejé—. Mamá necesita el dinero. Y no me importa de dónde haya salido. ¿Cuándo la operan?
—Aquí está el problema, Pau —me respondió mientras le oí cerrar una puerta al fondo, supongo que había salido de la habitación para que mi madre no oyera el resto de la conversación—. Tener el dinero es maravilloso, pero no nos sirve de nada si no sale un donante. En la lista de espera todavía hay muchos otros pacientes que van por delante de ella… no sé si llegará a tiempo.
¡Dios mío! Este pensamiento no se me había ocurrido.
—No te preocupes, papá. Los milagros pasan cuando uno menos se lo espera.
—Tal vez tengas razón, hija —me respondió con un deje de duda en la voz.
—Claro que la tengo —afirmé.
Si había logrado reunir el dinero, me las apañaría también para que la pusieran como una de las primeras en la lista de espera. Tenía que haber una forma de conseguirlo. Me negaba a creer que el universo me hubiera permitido meterme en esa situación para dejar al final que mi madre muriera.
—Tengo que volver a clase. Dale un beso a mamá de mi parte y prométeme que te cuidarás más.
—Sí, sí, sí. Son los padres los que deben preocuparse por sus hijos y no al revés, ¿lo sabes, verdad?
—Yo siempre me preocupo por vosotros. No sabes la rabia que me da no poder estar en este momento a vuestro lado.
—No te pongas sentimentaloide con tu viejo, Pau. Cuelga el teléfono y disfruta de la vida. Te quiero, hija —tras decir estas palabras, dio por terminada la conversación. Me quedé flipando porque Marcos pocas veces expresaba sus sentimientos. Yo nunca había dudado de ello. Sabía que me
quería. Pero me chocó oírselo decir.
De pronto vi que lo que yo estaba haciendo tenía mucho sentido. Hablar con mis padres me recordó la razón por la que me había visto obligada a tomar esta decisión. Y la verdad es que lo habría hecho aunque hubiera sido Jabba el cavernícola el que me hubiera comprado. Por más exasperante que fuera Pedro, podía haberme tocado alguien peor.
Ahora tenía que averiguar cómo solucionar lo de la lista de espera para los trasplantes.
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