jueves, 25 de junio de 2015

CAPITULO 22





Al cabo de una hora me sentí fatal y decidí ir en busca de Pedro para disculparme. Cuando llegué al pie de la escalera vi un agujero del tamaño de un puño en el canto de la pared y puse los ojos en blanco. Pedro se había
pasado un montón con su reacción, pero mi pataleta por culpa de la lencería tampoco había sido demasiado normal que digamos.


Cuando me equivocaba sabía reconocerlo.


No lo encontré en el estudio, ni en la cocina. Como creí oír la televisión sonando a todo volumen en la sala recreativa, me dirigí allí y al llegar asomé apenas la cabeza por la puerta.


Pedro estaba recostado en una de las butacas del cine, con el torso desnudo y la camisa tirada al lado. Era la primera vez que lo veía tan relajado desde que le conocí. Me aclaré la garganta para alertarle de mi presencia.


Él giró la cabeza, yo me imaginaba que me recibiría con cara de enojo, pero me miró más bien como si estuviera esperando que intentara seducirle de nuevo.


—Lo siento —dije pese al nudo que tenía en la garganta, porque me costaba muchísimo pedirle perdón al hombre que me había comprado para tener sexo conmigo.


Él suspiró dándose unas palmaditas en el muslo.


—Ven y siéntate conmigo un rato.


Crucé la habitación y me senté en su muslo, apoyando los brazos alrededor de sus hombros.


—Yo también lo siento —me dijo frotándome el muslo
tranquilizadoramente—. No caí en ello. Creí que te gustaría la lencería y me hacía mucha ilusión que te la pusieras.


—Siento haberla quemado —musité.


—No te preocupes. Estabas dolida y entiendo por qué lo hiciste —dijo riendo por debajo de la nariz—. Eres una fierecilla, ¿lo sabías? Pero verte así me puso cachondo, sobre todo cuando me llamaste tu hombre.


¡Vaya! ¿Le había dicho eso?


—Bueno, lo vas a ser durante los dos próximos años —le dije para salir del paso y luego me puse a mirar la tele. Daban una de esas series tan populares de vampiros e intenté ocultar lo máximo posible la niña que llevaba dentro—. Me encanta este programa. ¡Qué sexis y transgresores
son los vampiros!


Él se echó a reír.


—¡No me digas! ¿Por qué te parecen tan sexis?


La serie volvió a acaparar mi atención: el vampiro había atado de pie, con los brazos y las piernas abiertas, a la chica que había capturado y se la estaba follando a una velocidad vampírica.


—Por eso —le dije señalando con el dedo la pantalla. El culo desnudo del vampiro meneándose contra la pobre chica sin que ella se quejara lo más mínimo me estaba poniendo cachonda.


—Cuando te vi te calé enseguida. ¿Te gusta el sexo salvaje, verdad? — me preguntó deslizándome la mano por mi muslo hasta llegar a acariciarme un lado del pecho. Me mordisqueó el pezón por encima de la blusa—. ¿Mmm? ¿Quieres que yo te haga lo mismo? —me pregunto bromeando, acariciándome el botoncito rosado con la punta de la nariz—.
¿Quieres que te penetre ese precioso chochito tuyo estando tú de pie con los brazos y las piernas abiertos?


—Sí, por favor.


—Lo puedo hacer, Paula. Te puedo follar así.


Se me cortó el aliento al imaginármelo y él alzó los ojos y me miró bajo sus largas pestañas.


—Súbete la falda para mí, nena —me dijo con esa voz ronca tan sensual.


La Agente Doble Coñocaliente se levantó y se dio por aludida.


Realicé lentamente lo que me pidió y por primera vez estuve encantada de obedecerle. Él soltó ese gemido suyo que provocaba que mi Chichi se estremeciera y se pusiera a hacer chup-chup. Me rodeó con los labios el pezón izquierdo mientras sus manos me acariciaban la golosa abertura de
mis muslos. Luego deslizó lentamente la lengua alrededor de mi pezón erecto antes de rozármelo con los dientes. Sentí su cálido aliento en mi piel al exhalar el lleno de satisfacción. 


Cerró sus labios alrededor de mi pezón y me lo chupó moviendo la cabeza adelante y atrás. Después dándome un
largo chupetón tiró de él, estirándomelo antes de soltarlo y contemplar cómo se retraía recuperando su forma.


A esas alturas estaba yo tan calenturienta que mi jugosa entrepierna me chorreaba como las cataratas del Niágara.


Pedro me dio una retahíla de sensuales besos debajo del borde de la mandíbula hasta llegar a mi oreja.


—Tengo algo para ti —me susurró. Cuando me aparté para mirarle con el ceño fruncido por si acaso se trataba de otro regalito de los suyos, se apresuró a tranquilizarme—. Lo he elegido solo para ti. Te lo prometo. Y nunca le he regalado a ninguna mujer nada parecido.


—De acuerdo… —respondí con recelo.


Alargando la mano, cogió una cajita negra que reposaba a su lado adornada con una fina cinta de color verde esmeralda y la depositó en mi muslo.


—Ábrela —me apremió cuando me la quedé mirando.


Tomé aire y lo exhalé lentamente mientras cogía la cajita y tiraba del cabo de la cinta. Entonces levanté la tapa y me quedé boquiabierta. Era una pulsera de plata con un óvalo en el centro decorado con un ciervo con un diamante incrustado. Justo debajo había una plaquita en la que aparecía el apellido «ALFONSO» cubierto de diamantes incluso más diminutos y relucientes. Era impresionante.


Pedro me cogió la pulsera de las manos y me la aseguró alrededor de mi muñeca derecha.


—Es el blasón de mi familia —dijo encogiéndose de hombros—. Así todo el mundo sabrá que me perteneces. Quiero que lo lleves a todas horas.


—Te has pasado con el regalo —afirmé sacudiendo la cabeza.


—La chica que salga conmigo debe llevar un cierto nivel de vida,Paula —puntualizó—. Aunque ambos sepamos que nos une un contrato, los demás lo ignoran. Por eso tiene sentido que lleves esta clase de joyas. Además, el brazalete te queda de lo más sexi.


Asentí con la cabeza a mi pesar.


—Levanta el fondo de la cajita —me dijo señalándomela con la cabeza —. Hay otra cosa más.


Metí la mano dentro y tiré de la lengüeta de seda que sobresalía en el fondo, intentando adivinar qué podría ser.


¡Madre mía, un vibrador Batman!


Había visto esta clase de objetos antes. Dez me había arrastrado a más fiestas «divertidas» de las que a una persona le hayan obligado a ir a lo largo de su vida. Pero la verdad es que no sé qué les veía la gente. Y ahora me descubría contemplando el vibrador por excelencia, con el blasón de la familia Alfonso grabado a un lado, pero por suerte sin diamantes incrustados. Y entonces tuve una epifanía: dicen que los diamantes son el mejor amigo de una mujer, pero con un vibrador le sacabas mucho más jugo al dinero invertido.


El Chichi se puso en jarras, ofendido por no haber recibido también una pulsera con diamantes, pero agradecido por no tener que preocuparse de que le dejaran sus partes femeninas en carne viva.


—El brazalete es para que todo el mundo sepa que me perteneces —me explicó—. Y esto… es para que hagas con él lo que quieras —añadió tomando el vibrador de mis manos.


Lo activó y deslizó su punta entre mis piernas para presionármela contra el clítoris.


—¡Dios mío, cómo me gusta! —exclamé dando un grito ahogado y echando la cabeza atrás.


—Caramba, no esperaba que reaccionaras así —me susurró al oído—. Ya te lo he dicho otras veces, Paula. Se supone que este juguetito te debe recordar a quién le perteneces. Dime ¿a quién has nombrado?


Apartó el vibrador para que solo me rozara levemente el botoncito lleno de terminaciones nerviosas y luego empezó a trazar con él círculos terriblemente lentos.


¡Somos sus guarras putillas! ¡Di su nombre! ¡Dile lo que él desee!


¡Quiero más de eso!, me gritó el Chichi.


—Por favor… Pedro —le pedí gimiendo, y luego arqueé las caderas para acortar la distancia que me separaba del vibrador.


Él me empujó las caderas con la mano con la que me ceñía la cintura para impedir que las levantara.


—¿Por favor qué? —me preguntó bromeando.


El muy chulo me había pedido que dijera su nombre y yo le había obedecido. ¿Y ahora seguía tomándome el pelo?


—Más. Quiero más —gemí patéticamente.


—¿Más de qué? ¿Más de esto? —dijo presionando el vibrador más cerca del clítoris para darme lo que yo ansiaba.


—¡Oh, Dios, sí! —exclamé dándome cuenta de mi error demasiado tarde. Pedro volvió a apartar el vibrador frunciendo el ceño.


—Volvamos a intentarlo. Ahora hay una nueva regla. Cada vez que sientas la necesidad de decir «Dios» dirás mi nombre en su lugar. Y te garantizo que mi versión del paraíso te va a encantar.


Pedro pegó el vibrador a mi clítoris otra vez y luego lo deslizó rápidamente entre mis pliegues antes de metérmelo dentro.


—¡Oh…Pedro! —grité embriagada de placer.


—Muy bien, Paula. Veo que aprendes rápido —me felicitó y luego me recompensó rodeándome un pezón con los labios y chupándomelo vigorosamente mientras me masturbaba con el vibrador.


Yo no sabía en qué sensación concentrarme y no estaba ni siquiera segura de por qué intentaba distinguir la una de la otra. ¿Por qué no sentirlas juntas? ¡Oh, Pedro mío, qué gozada!


Y de pronto todo se acabó. El vibrador, las chupadas, me quedé sin nada de nada. Le miré como si él estuviera como una regadera. Y descubrí mi pequeño vibrador Alfonso guardado en la cajita encima de la mesa.


—¿Te duele? —me preguntó.


Volví a mirarle como si estuviera majara.


—¡Claro que no! —exclamé levantando un poco más la voz de lo necesario.


Él se puso en pie, obligándome a aterrizar sobre la silla con un ruido seco.


Cuando estaba a punto de protestar por su rápida desaparición, se arrodilló entre mis piernas y me separó las rodillas. Inclinándose hacia mí, reclamó ávidamente mi boca con la suya al tiempo que me subía la falda. Yo alcé anhelosamente las caderas para facilitarle las cosas, aunque no sé por qué él no me la quitaba y punto. Su forma de actuar me ponía muy cachonda.


Ese tórrido momento era tan erótico que ni siquiera querías perder tiempo en sacarte la ropa.


Pedro no me decepcionó. Oí el tintineo de la hebilla del cinturón y tras levantarse, se desabrochó los vaqueros, me agarró de las corvas y tiró de mí hasta que el trasero se me quedó en el borde de la silla.


—¡Me muero por follarte! —exclamó con voz lujuriosa liberando al Vergazo Prodigioso de su reclusión—. Y me niego a esperar más. Dame lo que es mío —me ordenó.


—Tómalo si te atreves —le reté.


En realidad no estaba intentando ponerle las cosas difíciles. 


Él lo sabía y yo también. Pero era lo que siempre hacíamos. 


Retarnos el uno al otro y divertirnos luego con lo posesivos que ambos éramos. Me encantaba negarle lo que él me pedía y al mismo tiempo no me podía resistir a ello.


Era un placer culpable que nos encendía de deseo a los dos: primitivo, animal, salvaje. El chupetón que le había hecho en el cuello era para dejárselo claro. Le toqué la marca y le miré a los ojos. Él sabía que yo le estaba diciendo con la mirada: eres mío…


Soltando un salvaje gruñido, se inclinó para atacar mi boca con un beso brutal y apasionado. Yo le hundí los dedos en el cabello y le di todo cuanto tenía en mí, porque si ibas a bailar un tango con Pedro Alfonso, no podías hacerlo a medias. Ni siquiera se preocupó de bajarse los pantalones hasta las caderas antes de pegarse a mi golosa abertura y metérmela lentamente.


De pronto interrumpió su beso, siseando.


—¡Madre mía, gatita! ¡Qué prieto lo tienes!


El Chichi chilló de placer al reunirse por fin con el Vergazo Prodigioso.


Casi podía ver a los dos desventurados enamorados corriendo por una pradera cubierta de margaritas para estrecharse al fin en un apasionado abrazo. Él le susurró sus disculpas y ella le perdonó todos sus errores.


Era una escena perturbadora y gratificante a la vez.


En cuanto me lo metió hasta el fondo, y créeme, fue toda una hazaña, me agarró de las corvas y me separó las piernas al máximo.


—¡Oh, Pedro! —suspiré dando un grito ahogado, siguiendo el juego de invocar su nombre—. Sí… sí…


Él se agarró a los reposabrazos del sillón para hincármela con más ardor, manteniéndome las piernas separadas con los antebrazos y doblando los codos para pegarse a mi cuerpo.


—Ahora voy a follarte a lo bestia, Paula —me advirtió con sus labios cerniéndose sobre los míos.


Su aliento era mi aliento y ladeé la barbilla para besarle, pero él apartó la cara y luego posó apenas sus labios en los míos para dejar de torturarme.


—Si te hago daño dímelo y pararé.


—¡Dale ya! —dije entrecerrando los ojos y mordiéndole el labio inferior.


Pedro gruñó de placer y me comió la boca con una pasión casi avariciosa.


Noté un ligero sabor a sangre y supe que era la suya. 


Encendida de excitación, le chupé el labio, poniéndole más caliente aún. Él me sacó la polla del coño con rapidez y me la volvió a meter un poco más despacio, pero bastó para que yo dejara de fijarme en su labio. Eché la cabeza atrás
arqueando el cuello mientras me volvía a penetrar con unas embestidas más fuertes.


Cuando volví a mirarle, vi que tenía un corte y un hilillo de sangre en el labio inferior. Se lo lamí, deseando saborearlo de nuevo. Sé que era un acto morboso, pero si hubieras saboreado alguna vez a Pedro Alfonso entenderías por qué nunca me cansaba de hacerlo.


—Se suponía que el vampiro era yo y no tú, Paula —me recordó él aumentando la velocidad y la intensidad de sus arremetidas.


Alargando la mano, conseguí agarrarle del pelo, pero él se apartó de mí, negándome lo que yo quería. Tiré de sus gruesos mechones para atraerle hacia mí y besarle de nuevo pese a su resistencia. Fui directa a la sangre que manaba de su labio y la recogí con la punta de la lengua. Sin reducir la
potencia de sus embestidas, Pedro atrapó mi lengua con la suya para impedir que saboreara su sangre, pero yo logré liberarla. Luchamos para hacernos con el dominio del beso y de la sangre, y fue una escena tan excitante y ¡Dios mío!… es decir… ¡Pedro mío!, tan erótica que estuve a punto de correrme.


Dejando de besarme, bajó la vista para contemplar nuestros sexos unidos y yo le imité. Él tenía los tejanos bajados hasta la cadera. Al verle penetrándome con su enorme polla con unas embestidas tan potentes, sentí una sacudida de placer en las entrañas que fue aumentando por momentos.


Pero, maldita sea, Pedro se movía demasiado aprisa y yo quería que esta sensación no acabara nunca. Como si me hubiera leído la mente, bajó un poco el ritmo para que los dos pudiéramos contemplar la escena mejor. Le vi lamiéndose los labios mientras una gota de sudor le resbalaba por la nariz y le caía en el abdomen.


—Qué gozada, ¿no crees? —me dijo mirándome. Yo volví a posar la vista en mi entrepierna y me quedé embelesada por la imagen—. Mi gruesa polla follando tu bonito, mojado y prieto coño. Me voy a correr derramando mi leche a borbotones en ese gatito tuyo, Paula.


Cogió aire y luego empezó a menear las caderas cada vez más rápido.


No lo hacía a una velocidad de vampiro, aunque le faltó poco. Sí, me dolía, pero no, no me importaba lo más mínimo.


Me dedicó una de esas sonrisitas suyas tan sexis y luego se inclinó haciamí con los dientes asomándole entre los labios. 


Le sentí morderme la carne que cubría la artería de mi cuello y luego me la chupó con ardor. La ilusión que había creado, la de un vampiro saboreando a su amante en el culmen del frenesí, me hizo sentir como si me llevara a las alturas y me arrojara a un mar de goce orgásmico. La sensación fue tan brutal que me quedé sin habla, y creo que incluso sin aliento. 


Abrí la boca arrobada, con los ojos en blanco y la espalda arqueada, y le clavé las uñas en la piel de la espalda para que no se separara de mí.


Pedro bajó el ritmo de las embestidas y me hizo eso tan increíble de menear las caderas en cada acometida, friccionándome de una manera deliciosa el clítoris. Mientras tanto, no paró de gemir de placer en mi cuello y las vibraciones de este sonido me llegaron al alma. A estas alturas estaba segura de que mi cuerpo se convulsionaba de gozo, pero él siguió con sus fogosas arremetidas. Al final me soltó la piel del cuello y me miró con una diabólica sonrisa.


—Ahora me toca a mí —dijo meneando las caderas con avidez. A cada embestida oíamos el sonido de piel contra piel. Sabía que sus potentes acometidas me estaban empujando contra el asiento, pero no me importaba. Volví a sentir que perdía el mundo de vista al ser engullida por otra oleada en aquel mar de orgasmos.


—¡Madre mía! —musitó él, y luego dejó caer mi pierna izquierda y me sacó la polla justo antes de derramar su leche a borbotones. La sentí caliente y espesa contra la suave piel de mi coño y le contemplé embelesada deslizar arriba y abajo la mano a lo largo de su verga.


Cogiendo aire, echó la cabeza atrás y luego dejó escapar un leve gemido de placer que resonó en su pecho.


Quería volverle a follar para ver la escena de nuevo.


Cuando vació toda su semilla, la cabeza le cayó hacia delante y me miró a los ojos, mientras inhalaba profundamente para recuperar el aliento.


Expulsó el aire con fuerza y luego ladeó la cabeza antes de darme un largo y tierno beso.


—¿Estás bien, gatita? —me preguntó sosteniendo mi barbilla con una mano y deslizándome el pulgar de la otra por mi labio hinchado.


Le di un beso en el pulpejo del pulgar y asentí con la cabeza
indolentemente, porque era todo cuanto logré expresar.


Se levantó y se subió los pantalones lo bastante para impedir que le cayeran a los tobillos. Luego se giró y se dirigió al bar, con los hoyuelos de su espalda sonriéndome, y la Doble Agente Coñocaliente les saludó tímidamente con la mano. Supongo que la muy zorra estaba ahora pensando en ponerle los cuernos al Vergazo Prodigioso.


Pedro desapareció detrás del bar y yo me bajé la falda. A los pocos segundos volvió con una toalla humedecida.


—Es una de las ventajas de tener un bar con pileta en medio de la sala recreativa —señaló con una mirada traviesa. Me limpió mis partes femeninas pasando la toalla por ellas con dulzura—. ¿Te duele? —me preguntó poniéndose en pie y dirigiéndose al bar.


—¡Jolín, Pedro! —resoplé bajándome la falda—. Agradezco que te preocupes por mí, pero… —dije ahogándoseme la voz al ver su expectante mirada. Se ve que esperaba que me doliera—. Pues sí —admití—, le has dado un buen vapuleo a mi Chichi. Ahora estaré varios días sin poder andar.


En realidad tenía las piernas resentidas y el Chichi se estaba lamiendo las heridas, aunque lleno de deleite.


En su cara apareció una gran sonrisa de satisfacción y yo sabía que el ego se le había hinchado al oírme.


—Eh, Pedro —le dije para que me prestara atención.


—¿Sí?


—Todos esos vampiros tan supertórridos de la tele con sus prietos culitos, su sexi pelo y sus adorables caras que te hacen tener un orgasmo con solo mirarte —afirmé, y él arqueó una ceja mirándome celoso—, comparados contigo no tienen nada que hacer. Tú eres mucho más sexi y exótico, y aunque yo no se las haya visto, es imposible que tengan una polla más gorda que la tuya. Eres una auténtica joya, cariño.


Se rió de mi comentario y luego se mordió la comisura del labio inferior.


—¡Gracias! —exclamó recatadamente—. Aunque no hacía falta que me lo dijeras, ya lo sabía.


Me eché a reír, sacudiendo la cabeza.


—¡Eres un creído, míster cachas!


—¿Lo ves? Ya vuelves a hablar de mi culo. Tu afición por mi trasero raya la obsesión —dijo tomándome de las manos para levantarme tirando de mí. Me quedé plantada ante él y entonces le rodeé el cuello con los brazos y Pedro me ciñó por la cintura.


Poniéndome de puntillas, le di un tierno beso. Como ya no le sangraba ni hizo una mueca de dolor, le lamí el labio inferior. 


Pedro me concedió mi tácito deseo de que me besara con más pasión y me acarició la lengua con la suya. Fue el beso más dulce que compartimos desde mi llegada. Esperé que me besara más veces de esta forma en el futuro y descubrí que no me odiaba a mí misma por desearlo.



El contrato que nos unía tal vez no estuviera tan mal después de todo.










CAPITULO 21





Pedro me dejó sola después del épico fracaso de nuestra visita a la tienda de lencería.


No estaba celosa. Lo juro. La culpa la tenía el Chichi. Se había agarrado un cabreo monumental mostrándolo de mil y una maneras por toda la tienda. El Vergazo Prodigioso tendría que besarle algo más aparte del culo para ganárselo de nuevo. Tal vez Pedro lograra solucionarlo con otra ronda
de azotes, pero yo no podía asegurárselo.


Me acosté antes que Pedro y cuando él se metió en la cama sin hacer ruido fingí dormir. Me dolió un poco que se acostara dándome la espalda y dejando tanto espacio entre los dos, sin adoptar desnudo la postura de las cucharillas o la del misionero conmigo, sin manoseos, sin nada de nada.


A la mañana siguiente me desperté antes que él. Cuando me levanté para darme una ducha Pedro siguió durmiendo, y eso que hice mucho ruido. No me preguntes por qué quería despertarle, ya que no lo sé. A lo mejor echaba de menos a ese cabrón.


Incluso me fui al baño desnuda, hurgué en su armario buscando algo que ponerme, tiré aposta un par de zapatos suyos al suelo (y los dejé allí) y cerré la puerta del armario con más fuerza de la necesaria. Pero nada. Así que tenía que averiguar hasta dónde podía llegar, ¿no crees? Me refiero a que era imposible que siguiera durmiendo con todo ese jaleo.


Pero de pronto me rugieron las tripas, era hora de desayunar, y acordándome de haber visto en la despensa una caja de copos de maíz, me olvidé en un santiamén de cómo era posible que Pedro Alfonso siguiera durmiendo como un bendito.


Cuando me acababa de tragar la última gota de leche endulzada de mis cereales y de dejar el bol en la pileta, apareció Pedro. ¡Dios santo!, se quedó plantado en la cocina con el pelo húmedo recién lavado y unos vaqueros envejecidos de cintura baja y nada más, aparte de la cinturilla negra de los calzoncillos Calvin Klein. El Pedro desnudo estaba de vértigo, pero este Pedro semidesnudo, que no llevaba más que tejanos… estaba para desmayarse.


Y el caminito de vello que desde el ombligo conducía a esa deliciosa maravilla suya estaba para comérselo a lametazos. 


Y al decir «maravilla» me refiero a que su plátano mañanero estaba en plena forma, porque el bulto que se le marcaba bajo los vaqueros era descomunal.


El Chichi cruzándose de brazos desafiante, le dio la espalda. 


Se negó a mirar o incluso a reconocer la presencia del Vergazo Prodigioso.


—Buenos días, Paula —dijo él pasándose sus pornotásticos dedos por entre el cabello.


—Buenos días, Vergazo Prodigioso. Mm…, quiero decir Pedro.


Pedro arqueó una ceja y luego se movió, apuntando con sus pies descalzos hacia donde yo estaba. Cuanto más se acercaba a mí, más reculaba yo, hasta que me quedé contra la pileta. Él apoyó las manos en la encimera y me encerró en medio de sus brazos antes de inclinar la cabeza y
darme un bochornoso beso.


La Agente Doble Coñocaliente le miró por encima del hombro y luego volvió a darle la espalda, recordando que seguía cabreada con él.


Su boca sabía a menta fresca y por un momento se me pasó por la cabeza chuparle la lengua, pero entonces él hubiera pensado que yo quería acaparar su atención. Y aunque fuera verdad, él no lo sabía, y yo no vi ninguna razón para dárselo a entender.


Redondeó el beso chupándome el labio inferior y luego hundió la cabeza en mi cuello, pegando su cuerpo al mío. Al sentir su descomunal bulto aplastado contra mis partes femeninas, la resistencia del Chichi flaqueó.


Pedro me rodeó la cintura con sus fuertes brazos y me ciñó más a él mientras seguía sobándome licenciosamente. Su cuello estaba ante mis labios, con sus tensos y seductores tendones. No podía contenerme por más tiempo, tenía que saborearlo.


Inclinándome hacia él, le chupé la piel de la cavidad del cuello y él gimió de gusto a mi oído. Se la chupé con todas mis fuerzas, porque por alguna razón que desconocía, seguía cabreada por lo del día anterior y me sentía un poco posesiva.


—¿Estás intentando marcarme, Paula? —me susurró al oído con voz ronca.


Ignoré su risita entre dientes y le mordí la piel para irritarle más aún.


Pero por lo visto le gustó, porque me estrechó con más fuerza hasta que no quedó ningún espacio entre nuestros cuerpos. Echó la cabeza atrás ladeándola, exponiendo todavía más su preciosa carne. Sin perder un segundo, devoré su ofrenda con mi húmeda y ávida boca. Agarrándole los mechones más largos de la parte superior de la cabeza, tiré de ellos sin la menor delicadeza. Al notar el sabor metálico de su sangre aflorando a la superficie de la piel, me entraron unas ganas locas de sorbérsela. Sin pensar, le clavé las uñas en el cuero cabelludo, rasgándole la tierna carne de esa zona. Luego le chupé el cuello cada vez con más fuerza, gozando del sabor salado de su piel. Pero yo seguía queriendo más. Te lo juro, en otra vida debí de ser una vampiresa, porque podía imaginarme mis colmillos
hundiéndose en su carne y perdiéndome en su misma esencia.


—¡Ya basta! —rugió con voz autoritaria apartando el cuello antes de liberarse rápidamente de mi abrazo.


Ambos estábamos jadeando con fuerza y en mi boca todavía perduraba el sabor de su piel. No me avergüenza admitir que gimoteé un poco y todo.


Me habían negado la oportunidad de vivir una de mis perversas fantasías de vampiresa. Pero entonces mis ojos se posaron en su cuello y la Agente Doble Coñocaliente soltó unas risitas entusiasmada.


¡Menudo chupetón le había hecho a Pedro Alfonso!


La piel de su cuello tras adquirir un precioso color encarnado oscuro, se le empezó a hinchar. Le había dejado una buena marca en su bonita piel.


Una petulante sonrisa afloró en la comisura de su boca. 


Alzando uno de sus largos dedos, me acarició la mejilla sin rozármela apenas y me miró embelesado los pechos agitándose con mis jadeos.


—Te he dejado que me marcaras solo porque pienso marcarte yo a ti más tarde —me anunció deslizando suavemente el dorso de su mano por uno de mis pechos—. Aunque mi marca no será un mero chupetón en el cuello. Todo el mundo sabrá que me perteneces.


Sus palabras me produjeron escalofríos y noté que se me ponía la carne de gallina. Sus ojos se posaron en mis pezones y suspiró complacido al ver lo cachonda que me había puesto al oírlas.


—¡Así me gusta! —exclamó antes de hacer rodar uno de mis botoncitos rosados entre sus dedos—. No llevas sujetador.


Puse los ojos en blanco y crucé los brazos.


Apartándomelos, se acercó a mí.


—Veamos qué tenemos por aquí, ¿te parece?


Hundió las manos bajo el dobladillo de mi blusa y las deslizó lentamente por mi vientre y mis costillas, antes de encontrar la carne de mis pechos desnudos. Luego los rodeó con las manos al tiempo que me acariciaba con sus pulgares los turgentes pezones.


—Me gusta que vayas sin sujetador. Así te puedo tocar las tetas mejor —dijo agachando la cabeza, y tomando un pezón en su boca me lo chupó castamente y después me hizo lo mismo con el otro.


Esto tal vez tuviera que ver con la igualdad de oportunidades en el trabajo o lo que fuera. Me refiero a que técnicamente hablando, yo trabajaba para él. Al menos, mi cuerpo. El Chichi había sido un empleado modélico antes de que Pedro se quedara babeando por la zorra latina. Era una de esas mujeres que conseguía lo que se proponía y que intentaba «superar siempre las expectativas con creces» en sus resultados anuales.


¡Pfff, menuda lameculos! Supongo que su teoría era que si triunfaba, le subirían el sueldo.


—¿Y qué hay de las bragas? Veamos si estás obedeciendo las normas que te puse como castigo —dijo deslizando una mano por mi vientre. Con un ágil movimiento de sus dedos, me desabrochó el botón de los pantalones cortos y me metió la mano ahí abajo. Debería haberme sentido como una vaquilla en una subasta de ganado siendo manoseada por algún joven granjero solitario muy desesperado. Pero recuerdas lo que te dije de sus dedos pornotásticos, ¿verdad? Sí, pues lo seguían siendo.


Deslizó con destreza dos dedos entre mis carnosos pliegues antes de metérmelos dentro. Los dobló varias veces, tocando ese pequeño punto que te hace deshacer de placer hasta que casi se me pusieron los ojos en blanco y se me escapó por los labios un gemido de gusto. Luego sacó los dedos, me acarició fugazmente varias veces el botoncito del amor, y después me los volvió a hundir en el coño. Las piernas estuvieron a punto de flaquearme.


Pedro me los sacó con rapidez.


—Tal vez deberías irte a cambiar los pantalones cortos —observó con una mirada burlona. Después se llevó los dedos a la boca y se los chupó concienzudamente.


Su broma me dejó un poco tocada.


—¿Has acabado? ¿He pasado la inspección?


—Sí —admitió—. Hoy tengo que ir a recoger algo —añadió volviéndose hacia la nevera—. Por cierto, traerán un paquete. Samuel puede firmar el recibo, pero el contenido es para ti, ábrelo con toda libertad.


—¿Qué es?


—Un regalo —dijo encogiéndose de hombros mientras se servía un vaso de leche.


—¿Has pagado dos millones de dólares por mí y ahora encima me compras regalos?


—Es un regalo tanto para ti como para mí —puntualizó dándome un beso en la frente y luego unas palmaditas en el trasero antes de salir de la cocina y dejarme ahí plantada.


No tenía idea de la clase de regalo que podía ser, pero me picó la curiosidad. ¿Acaso hay alguna mujer a la que no le guste recibir regalos?


Lo averigüé más tarde. Sonó el timbre de la puerta —por cierto, era uno de esos timbres pretenciosos que parecen no acabar nunca de sonar— y Samuel firmó el recibo del paquete.


—Aquí tiene, señorita Paula —me dijo amablemente,
entregándomelo.


—Por favor, Samuel, llámame Pau —le dije sonriendo. Él asintió respetuoso con la cabeza y luego se fue.


No me avergüenza admitir que me sentí como una niña en la mañana de Navidad, cuando me arrodillé sobre mi falda en el suelo —sí, me había cambiado de ropa— y rasgué la caja. 


Aunque no fue una tarea fácil.


Quienquiera que hubiera empaquetado el regalo lo había sellado como el Fuerte Knox. Hasta tuve que ir a la cocina a coger un cuchillo del taco de madera. Pero no te preocupes, me cuidé mucho de no destruir el pequeño tesoro de su interior.


Cuando por fin descubrí las estupideces que contenía, arrojé el paquete por la ventana en un arrebato de furia. En el papel de regalo aparecía impreso por todas partes «Le Petit Boudoir» y había, cómo no, una nota escrita a mano por la misma Fernanda. La abrí y, lo siento pero su caligrafía no era ni por asomo tan bella como ella.



Querida Paula:
Pedro me ha pedido que te envíe esto. Cuando te
lo pongas le va a encantar, he de admitir que me
das un poco de envidia.
Siento no haber tenido la oportunidad de
juguetear contigo.
¡Espero que te guste!
Fernanda.


¡La muy zorra!


Y a Pedro se le debía haber nublado la razón para enviarme ese regalo.


Creí que había entendido por qué me había largado furiosa de la tienda el día anterior. ¿Es que no veía que yo no iba a ponerme ni loca una lencería que le recordara a Fernanda?


Arrugué la nota reduciéndola a una pelotita y me la guardé en el bolsillo.


En un ataque de rabia, aporreé la caja. Como no me sirvió para calmarme, le clavé con saña el cuchillo que todavía empuñaba. Lo hice hasta dolerme el brazo. La caja de cartón quedó llena de trozos de prendas de encaje y de seda, pero no me bastó. Aún podía verlos, y sabía lo que eran y lo que representaban.


Me levanté de un salto y fui directa al armario del cuarto de la colada donde guardaban los productos para el hogar. Hurgué en su interior y encontré por fin lo que buscaba: líquido para encendedores.


Después fui corriendo a la cocina, cogí las cerillas jadeando, arrastré la ofensiva caja hasta el camino de entrada, y la rocié con el líquido sin dejar una sola gota en la lata. 


Encendí una cerilla y la eché en la caja. Cuando se formó una bola de fuego elevándose en el aire, tuve que dar un paso atrás.


Sí, sabía que estaba mostrando un comportamiento irracional y una reacción un tanto psicótica. Pero me daba igual, no pensaba ponerme algo que una de sus putas había elegido sabiendo que era lo que a él le gustaba.


Y quería que Pedro viera bien claro que ese regalo me había sentado fatal.


Como dice el refrán, no hay nada peor que una mujer despechada.


Le di la espalda a las llamas y me alejé del lugar. Aunque el fuego fuera relativamente pequeño y controlable, en mi mente era gigantesco. A decir verdad, estaba segura de que parecía tan imponente como los que la pequeña Drew Barrymore provocaba con su mente en la película Ojos de
fuego, con las llamas devorándolo todo a su alrededor, porque Samuel salió al porche con la boca abierta y los ojos desorbitados.


—¿Se encuentra bien, Pau? —me preguntó asustado.


—¡Oh!, estoy perfectamente… ahora.


Mientras pasaba por el lado de Samuel y cruzaba el umbral de la mansión quedándome tan ancha, oí el suave runruneo del motor de un coche y me giré para ver quién venía a visitarnos. Era Pedro. Conducía un reluciente coche deportivo negro de líneas elegantes que parecía haberle
costado incluso más dinero del que pagó por mí. Me recordó a un leopardo merodeando por el lugar.


Lo aparcó volando y salió de él a toda prisa sin preocuparse siquiera de cerrar la portezuela, y luego fue directo a la pequeña hoguera. Primero miró el fuego y después se fijó en mí.


—Tu regalo estaba contaminado —le solté con toda naturalidad y luego di media vuelta con la barbilla levantada y me alejé del lugar.


Pedro como era de esperar, salió corriendo tras de mí.


—Samuel, ve a buscar el extintor y apaga ese fuego —le ordenó.


—Déjalo, Samuel —le grité con voz tediosa, girando ligeramente la cabeza.


—¡Paula! —gritó Pedro, pero yo seguí andando—. ¡Paula! Haz el favor de pararte ahora mismo o juro por Dios que…


Me giré en redondo.


—¿Que harás qué?


Le vi desconcertado y con la cara crispada. Al apretar los dientes de rabia, se le tensaron los músculos de las mandíbulas, quería soltarme algo como respuesta, pero no se le ocurrió nada.


—Ya me lo esperaba —le espeté y luego me di la vuelta y seguí subiendo las escaleras de la entrada—. ¿Sabes que tienes un problema, Pedro Alfonso? Viste que estaba furiosa cuando fuimos a la tiendecita de tu amiga. Y sin embargo, por alguna estúpida razón, creíste que era una buena idea pedirle a una mujer que todavía sigue coladita por ti que me
enviara la lencería que ella misma eligió. ¿Y se supone que eres un gran magnate de los negocios? —me eché a reír con incredulidad, sacudiendo la cabeza—. ¡Estás pero que muuuuuy mal de la cabeza! ¡Ah!, a propósito — añadí deteniéndome en lo alto de las escaleras y volviéndome para mirarlo desde arriba mientras me metía la mano en el bolsillo—, ella me escribió esta nota.


Le arrojé la pelotita de papel y esta le dio en el pecho antes de caer al suelo. La agarró de un manotazo y alisó el arrugado papel para leerlo.


—¡Oh, por el amor de…! —comenzó a decir y luego lanzó un suspiro—. Paula, Fernanda es bisexual. Quería verte en ropa interior y se llevó un chasco porque creyó que tú y ella… —la voz se le fue apagando.


—¿Que nosotras…?


Pedro alzó las cejas y me echó una mirada esperando que lo captara.


¡Oh! Ohhhhh…


—Estás de guasa, ¿verdad? —le solté riéndome sin ganas.


—Bueno, no me lo dijo abiertamente, pero la conozco lo suficiente como para poder afirmar que ella esperaba divertirse haciendo un bocadillo los tres, conmigo en medio.


Un bocadillo de Pau. Debo admitir que me halagó un poco la
propuesta. Me refiero a que Fernanda era un bellezón. A la chica hetero que había en mí le picó la curiosidad, pero no creí poder hacer nunca semejante cosa. A mí solo me iban las pollas. Y sanseacabó. Pero ¿y a Dez?


—Cuando se lo cuente va a flipar —musité hablando conmigo misma.


—¿Qué dices?


—Nada. Esto no cambia nada. Tú fuiste el que compraste esa lencería, incluso después de saber el cabreo que me había agarrado. No quiero hablar más del asunto. Y por cierto, sigo enojada —tras decir esto, di media vuelta y me fui.


Le oí gruñir frustrado a mi espalda y creo que incluso dio un puñetazo en la pared, pero no estoy segura.