martes, 7 de julio de 2015

CAPITULO 60



No tuve más remedio que echarme para atrás cuando se adentró en la casa sin que yo lo invitara.


—No pillas las indirectas, ¿no? —le pregunté, enfurecida por su persistencia—. No quiero tener nada que ver contigo, imbécil.


Dario siguió avanzando hacia mí hasta que mi espalda chocó contra la pared y me tuvo acorralada.


Me enjauló con su cuerpo y me apartó un mechón de pelo de la cara con una de sus grotescas manos a la vez que me sonreía.


—¿Qué quieres, Dario?.


—A ti.


—Bueno, yo a ti no, así que ya te puedes ir.


—Creo que querrás escuchar mi proposición antes de rechazarme tan abiertamente, Pau.


Me cabreé al escuchar ese tono tan cercano.


—¿Qué acabas de llamarme?


Sonrió con suficiencia, pero se lo vio claramente confuso.


—¿Qué? Te he llamado Pau.


Eché los hombros hacia atrás y me enderecé todo lo que pude al tiempo que daba un paso decidido hacia adelante seguido de otro.


—Solo permito a aquellos que considero amigos míos que me llamen así. Y tú —le dije golpeándolo con un dedo en el pecho mientras él retrocedía—, no eres amigo mío.


Él me regaló una sonrisa más espeluznante que amable.


—Cariño —canturreó con las manos en alto a modo de rendición—, ¿por qué estamos siempre haciendo la guerra cuando podríamos estar haciendo el amor?


Sacudí la cabeza.


—Chico, de verdad que eres un poco cortito, ¿eh?


—Escúchame —dijo—. No tenemos por qué ser enemigos. Sé lo que vosotras las mujeres queréis en realidad y estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo en el que ambos estemos en lo más alto.


Me crucé de brazos y levanté una ceja.


—Vale —contestó encogiéndose de hombros—. Si prefieres estar tú encima, por mí perfecto.


—Eres asqueroso.


—¿Puedo acabar?


—De verdad que no tengo ningún interés en escuchar nada de lo que tengas que decir.


Caminé hacia la puerta, pero antes de poder abrirla, Dario apareció allí y apoyó un hombro en ella. Lo miré como si estuviera loco, porque obviamente había perdido el juicio, pero él me dedicó aquella sonrisa de oreja a oreja otra vez.


—Así que este es el trato. Te alías conmigo, pero te quedas por ahora aquí con Alfonso como si nada hubiera cambiado. Deja que el imbécil se enamore de ti, y cuando lo tengas comiendo de la palma de tu mano, tú y yo nos hacemos con todo. Tú me ayudas a conseguir el Loto Escarlata, y yo cuidaré de ti durante el resto de tu vida. Nunca volverás a necesitar ni una puñetera cosa. Incluyendo la mejor polla de todos los cincuenta estados.


No pude evitarlo. Me reí. A carcajadas. No creo que Dario apreciara lo gracioso de la situación tanto como yo porque su cara se contrajo en algo que no parecía siquiera humano.


—¿De qué cojones te estás riendo? —preguntó.


—De ti —le dije, señalándolo y todavía riéndome de él—. Has dicho todo eso con una cara tan seria que es casi como si te creyeras de verdad que abandonaría Pedro por alguien como tú. Pero claro que no puedes creértelo de verdad.


Su expresión cambió otra vez. El ceño fruncido que había tenido antes debido al enfado ahora había sido reemplazado por una deliberada sonrisa de suficiencia.


—Ah, ya lo pillo. Quieres dinero de antemano. Así es como mi socio te pagó, ¿cierto?


Dejé de reírme de golpe. Pude sentir cómo la sangre me abandonaba el rostro, y de repente me quedé paralizada de miedo.


—¿Cuánto me va a costar? ¿Mil? ¿Diez mil? ¿Cien mil? Ah, no, es verdad. El precio de salida es dos millones de dólares, ¿verdad? Joder, a ese coño más le vale estar bañado en oro.


Ay, Dios. Lo sabía.


—No sé de qué me estás hablando —le dije, aunque hasta para mis propios oídos la voz no me sonó para nada convincente.


—¿No? —A juzgar por la expresión de su rostro, podía decir sin miedo a equivocarme que sabía con certeza que yo sabía perfectamente de lo que me estaba hablando—. A ver si esto te suena. Pedro hizo un viajecito hasta ese club llamado Foreplay y luego entró por la puerta de atrás para asistir a una subasta secreta donde te compró por la friolera de dos millones… para ser su esclava sexual. ¿Te resulta familiar?


Mi cuerpo entero se sacudió con inquietud.


—¿Cómo te has enterado?


Dario se rió entre dientes.


—Puede que tenga acceso a cierto contrato.


¿Había encontrado el contrato? Pero ¿cómo?


—¿Qué quieres? —le pregunté, preparada para escuchar sus exigencias.


Me rodeó la cintura con un brazo y me pegó contra su cuerpo. Luego se inclinó y me susurró al oído.—
Ya te lo he dicho. Quiero el Loto Escarlata. Y también quiero probar ese coño de oro.


—¡No! —le dije, empujándolo, pero él era demasiado fuerte y no pude hacer que se moviera.


—Ay, ¿por qué eres tan tacaña? Te pagan para eso, ¿no? La diferencia es que yo te ofrezco mucho más que la mísera cantidad que mi socio pagó.
Puedes tenerlo todo, incluyéndome a mí. Al menos entonces llegarías a saber lo que es estar con un hombre de verdad —dijo y luego me lamió el cuello desde la clavícula hasta el lóbulo de la oreja—. O haces esto o el barco de Pedro se va a pique. Iré a la junta directiva y a los medios y revelaré tu pequeña transacción y él lo perderá todo; la compañía, la
dignidad, la fama. Además tus padres sabrán que su hija no es más que una puta. Así que, ¿qué va a ser, Paula?


Me tocó uno de los pechos y comenzó a tomarse libertades, estrujándolo como si fuera una pelota contra el estrés. Me sentía completamente vulnerable, y estaba acojonada de miedo. Su aliento caliente se extendió por mi piel y comenzó a plantarme besos llenos de baba por todo el cuello.


El corazón me latía con fuerza dentro de la caja torácica y me obligué a pensar en una forma de escapar del aprieto en el que me encontraba. Pedro.


Quería a mi Pedro. Él llegaría pronto a casa y luego…


Entonces caí en la cuenta. Dario estaba contando precisamente con eso. Quería que Pedro entrara y nos viera follando, tal y como había hecho cuando se lo encontró tirándose a Julieta. Dario quería destrozarlo por completo.


Así que las opciones que me quedaban era o bien dejar que consiguiera lo que quería y romperle el corazón a Pedro, o rechazarlo y ver cómo perdía la compañía en favor de Dario Stone sin poder hacer nada, una compañía que sus padres habían construido desde sus cimientos. Pedro estaría
arruinado y mis padres sabrían lo que había hecho.


Pero si Pedro entraba y nos veía juntos, podría hacer mucho más daño que lo otro. ¿Podría seguir amándome después de aquello? De una forma u otra, la respuesta parecía no ser sencilla.


Imágenes del rostro de Pedro me cruzaron la mente: la expresión de angustia cuando me dijo por primera vez que se había enamorado de mí, el brillo en sus ojos cuando por fin pude decírselo yo a él, la desesperación con la que había estado bajo la lluvia, medio desnudo y pidiéndome que me casara con él.


No podía arrancarle el corazón. Me negaba a volver a hacerle pasar por lo que Julieta hizo.


Las cosas materiales se podían reemplazar. Pedro era lo suficientemente listo y tenía el talento necesario como para volver a empezar de cero. Y en referencia a su caída en sociedad, la gente estaba sedienta de sangre y era implacable con las celebridades, pero en cuanto la siguiente estrella cayera del cielo, su pecado caería en el olvido. Y sí, siempre vería la decepción en los ojos de mis padres cuando se enteraran de que su hija había vendido su cuerpo por dos millones de dólares, pero la pérdida de su respeto era un precio justo que pagar cuando pensaba en la alternativa. Era mucho más difícil arreglar un corazón roto, y Pedro no podría soportar otro golpe como este. Le había costado mucho volver a confiar por fin en alguien otra vez y me había depositado en las palmas de las manos todo lo que le quedaba de sí mismo. Ni de coña iba a destruir un regalo tan valioso.


—No —le respondí a Dario—. Pertenezco a Pedro, y solo a Pedro. Soy suya.


Sentí cada músculo en el cuerpo de Dario tensarse mientras procesaba mis palabras. Un leve gruñido salió de su pecho y se apartó para fulminarme con la mirada.


—Te tendré. Lo quieras o no.


Antes de tener la oportunidad de reaccionar siquiera, me agarró la camisa y me la abrió a la fuerza; los botones salieron volando y cayeron desperdigados por el suelo.


—¡No! —grité, y entonces hice acopio de toda la fuerza que tenía en el cuerpo y lo empujé.


Fue suficiente para hacerlo tambalearse hacia atrás y darme espacio para deshacerme de su agarrón. Corrí hacia la puerta, pero Dario me siguió de cerca. Justo cuando alargué el brazo para agarrar el pomo de la puerta, me cogió del brazo y me apartó de un tirón. El movimiento me envió directa al suelo y me deslicé por la superficie hasta golpearme la cabeza contra la pared.


Dario se acercó a mí sigilosamente mientras se desabrochaba los pantalones.


Salí en desbandada en un intento de escapar, pero me volvió a atrapar en un nanosegundo. Así que hice lo único que pude: luchar. Si iba a violarme, no se lo iba a poner fácil. Se abalanzó sobre mí y yo saqué el pie y le di una patada en los huevos.


—¡Zorra!


Se dobló, pero la patada no fue suficiente para detenerlo. Con renovada determinación, me agarró de los brazos que no dejaba de sacudir y me inmovilizó contra el suelo. Estaba atrapada bajo su peso, era incapaz de moverme. Acopló las rodillas entre mis muslos y me obligó a abrirlos mientras me toqueteaba los pantalones con torpeza.


—¡Por favor! ¡No! —grité.


Las lágrimas me caían sin parar por las mejillas.


Cerré los ojos para bloquear la espantosa imagen de ese hombre asqueroso encima de mí. Era un puto animal; una bestia jadeante y fiera fuera de control con una resuelta lujuria. El hedor de su sudor me quemaba los orificios nasales y las lágrimas corrían libremente por mi rostro. Su salobridad se filtró por entre mis labios temblorosos. En aquel momento odiaba a Dario Stone lo suficiente como para querer matarlo.


Sus manos viajaron hasta el botón de mis vaqueros y yo luché para liberarme de su fuerza inflexible. Estaba decidida a no dejar que me tocara.


¡No era una puta!


Justo entonces la puerta principal se abrió de golpe.


— ¡Suéltala, hijo de puta!


Era la voz de Pedro, y sonaba demoníaco, como si estuviera poseído por el propio Satán.


Mi piel desnuda sintió un frío repentino antes de percatarme de que Dario ya no estaba encima de mí, sino volando por los aires. Su cuerpo se estrelló contra la mesa de la entrada con un enfermizo y a la vez agradable crujido al hacerse astillas la madera bajo su peso.


Pedro me miró fugazmente antes de ir a por Dario y vi la furia arder en sus oscurecidos ojos como dos víboras rojas lamiendo el cielo aterciopelado. Sus hombros subían y bajaban debido a las furiosas respiraciones que daba. Su cuerpo se tensó y se preparó para atacar. Nunca lo había visto actuar de forma tan aterradora.


Caminó sigilosamente hacia el lugar donde Dario yacía entre los escombros e intentaba recuperar la orientación, pero antes de poder ponerse de pie, Pedro llegó a su lado. Lo agarró del cuello de la camisa, echó el puño hacia atrás, y un estridente crujido se hizo eco a través de la habitación cuando descargó el primer puñetazo en la cara de Dario.


Dario contraatacó agarrando a Pedro y empujándolo lo bastante lejos como para darse tiempo suficiente para ponerse en pie. Tenía sangre en el labio y su rostro estaba hinchado y de un color rojo encendido. Luego lanzó al aire un grito de guerra y corrió con toda su fuerza hacia Pedro. Lo enganchó por la cintura y lo estampó contra la pared que tenía detrás.


—¡Pedro! —grité mientras me ponía de pie.


Corrí hacia ellos, salté sobre la espalda de Dario y le envolví el cuello con los brazos para estrangularlo. Tenía que admitir que probablemente no supusiera mucha amenaza para él. Dario me lo demostró cuando me agarró, me apartó y me tiró de nuevo al suelo.


Era la distracción que Pedro necesitaba. Lanzó otro puño y este aterrizó en la caja torácica de Dario.


Dario se dobló sobre sí mismo y Pedro aprovechó la oportunidad para soltarle un gancho en el mentón, que volvió a enviarlo en volandas hacia atrás.


Cuando aterrizó contra el suelo, la cabeza de Dario cayó hacia un lado y su cuerpo se quedó flácido. Tenía la cara ensangrentada y amoratada, pero eso no impidió que Pedro continuara atacándolo. Se sentó a horcajadas sobre él y siguió aporreándolo una y otra vez. Cuando estuvo satisfecho de que a Dario ya no le quedaran más fuerzas para luchar, sacudió su mano hinchada y se
puso de pie mientras miraba a su enemigo con disgusto.


Se giró hacia mí y su rostro se transformó al instante de enfurecido a desgarradoramente preocupado, y entonces se arrodilló a mi lado.


—¿Estás bien, gatita?


Todo el peso de la situación por fin cayó sobre mí y comencé a sollozar sin control. Dario lo sabía todo, y aun así seguía sin ser suficiente. No, él odiaba tanto a Pedro que iba a violarme solo para destruirlo. Iba a violarme.


Me agarré con fuerza a la camisa de Pedro y tiré de él hacia mí para poder enterrar la cabeza en su pecho.


—Quería que… Y no podía hacerte eso, y luego iba…


—Shh, shh, shh —dijo Pedro mientras me mecía en sus brazos—. Lo sé, gatita. No pasa nada. Ya estoy aquí y no voy a dejar que nadie te haga daño.


Curiosamente, no era el hecho de que casi me violaran lo que me había afectado tanto. Claro que tenía mucho que ver con eso, pero Dario no había tenido la oportunidad de cumplir su amenaza. Pedro me había protegido tal y como me prometió que haría. Lo que más me afectaba era el hecho de que Dario lo sabía todo y no se pararía ante nada hasta ver a Pedro hecho pedazos.


No era miedo por mi propio bienestar lo que me tenía tan inquieta; era miedo por el de Pedro.


Vi movimiento por el rabillo del ojo justo antes de que unas pesadas pisadas se dirigieran como locas hasta la puerta. 


Era Dario, y estaba huyendo. Pedro me soltó e hizo el amago de ir hacia él, pero yo lo detuve.


—¡No, no puedes! —grité agarrándome a él con todas mis fuerzas.


—Está escapándose —dijo Pedro a la vez que intentaba hacer que mis manos lo soltaran.


Le cogí la cara y lo obligué a mirarme.


—Lo sabe, Pedro. Lo sabe todo.


Y justo así, nuestra pequeña burbuja se rompió






CAPITULO 59





—¡Madre del amor hermoso!


Dez ahogó un grito cuando cruzamos las puertas principales del Loto Escarlata.


—Guau, es… impresionante —dije yo admirando la decoración del vestíbulo—. Al hombre con el que me voy a casar le va muy bien.


—De verdad que te odio ahora mismo —dijo Dez mirándome de par en par y celosa perdida—. Solo acuérdate de que lo que es tuyo es mío.


—Esto no será mío, Dez. —Localicé a Dolores y ella nos indicó que nos acercáramos con la mano—. No quiero nada de Pedro más que su amor. Y quizá… no, de quizá nada. Y su cuerpo.


—¡Enhorabuena! —gritó Dolores cuando llegamos hasta ella y luego me lanzó los brazos al cuello para darme un buen abrazo de oso.


Ofú, que mujer tan fuerte para lo pequeña cosa que era. Supongo que era verdad eso que decían de que las hormigas eran capaces de transportar cincuenta veces su propio peso.


Pensé que Dez le iba a sacar un cuchillo a Dolores cuando le hizo lo mismo a ella, pero por suerte Dolores fue demasiado rápida. Cuando se apartó, la mujer tenía ese brillo de emoción en los ojos.


—Vamos. Vamos arriba a ver a tu prometido.


Ella nos guió hasta un ascensor y entramos mientras ella pulsaba el botón de la planta en la que se encontraba la oficina de Pedro. Durante todo el camino, no paró de preguntarme cosas de la boda; quién iba a prepararla, cuál iba a ser el catering, la fecha, y la lista seguía y seguía. Pude ver el agravio en su cara cuando mi respuesta para cada pregunta fue «no lo sé».


—Dolores, me ha pedido que me case con él hace unas horas. ¿Cuándo he tenido tiempo para preparar la boda?


—Meh —dijo a la vez que movía la mano con un gesto desdeñoso—. Cielo, yo tenía mi boda planeada desde que tenía, eh, tres años.


No sabía por qué, pero no lo dudaba.


El ascensor repicó para señalar que habíamos llegado a nuestro destino y las puertas se abrieron para que pudiéramos salir. Seguimos a Dolores por un pasillo y reparé en que todo el mundo se paraba y se nos quedaba mirando como si estuviéramos en un escaparate. Reconocí algunas de las caras del baile de gala, pero todavía seguían haciéndome sentir ligeramente incómoda.


—¡Eh, esposa mía! ¿Qué estás haciendo aquí? — preguntó Mario, sorprendido, cuando entramos en su oficina. Y luego los ojos casi se le salieron de las órbitas cuando salí de detrás de Dolores—. ¡Hostia puta! ¿Qué estás haciendo tú aquí?


—Shh —le instó Dolores a la vez que le tapaba la boca con la mano—. ¿Está aquí?


Mario asintió solamente porque era todo lo que podía hacer.


—¿Y bien? ¿A qué estás esperando? Ve a por él — me ordenó Dolores con un gesto de la cabeza en dirección a la oficina de Pedro.


Me acerqué y abrí la puerta. Estaba sentado a su mesa, de espaldas a la puerta y mirando por la ventana como si estuviera a millones de kilómetros de distancia y no allí. Tenía el pelo despeinado y la barba ligeramente más desaliñada que de costumbre.


Al parecer su improvisado viajecito a Hillsboro lo había dejado sin tiempo para afeitarse.


Cerré la puerta a mis espaldas.


—¿Te estás arrepintiendo?


Pedro se dio la vuelta en la silla con las cejas levantadas y los ojos abiertos como platos.


—Sorpresa —le dije acercándome a él.


—¿Pau? ¿Qué estás haciendo aquí?


—Supongo que dos pueden jugar a ese juego de las visitas sorpresa —le respondí mientras tomaba asiento sobre su regazo—. Solo que yo no me voy a ir. Me quedo. Mi madre jura y perjura que está bien, y mi padre… bueno, tenemos su bendición.


Sentí su cuerpo relajarse junto al mío, como si cada ápice de tensión provocada por nuestra separación se hubiera desvanecido de repente gracias a mis palabras. Me abrazó con más fuerza cuando me incliné hacia delante y le acaricié la oreja con la nariz.


—Me parece que no te vas a librar de mí — susurré.


Pedro me rodeó la cara con las manos, y sus labios casi se tocaban con los míos cuando me dijo:
—Bienvenida a casa, gatita.


Y luego me besó con pasión.


Me fundí con él, en él, a la vez que sus palabras me
atravesaban la piel y se convertían en una parte de mí.


Había vuelto a donde pertenecía, a los brazos del hombre que me había robado el corazón para siempre. Mi madre se estaba curando, mi padre había vuelto al trabajo, y todo estaba bien en el mundo.


Nadie podía irrumpir en nuestra pequeña burbuja de felicidad en la que me encontraba.


—¡Oye, Alfonso!


La puerta de la oficina de Pedro se abrió, interrumpiendo así nuestro momento de «felices para siempre» mientras una voz que deseaba haber podido olvidar contaminaba nuestro aire puro con su oxígeno repulsivo.


—¿Qué quieres, Stone? ¿Y qué cojones haces entrando de esa forma en mi oficina y sin llamar? — gruñó Pedro.


La ira en su voz era más que evidente.


—Oh, guau. ¿Ibais a montároslo aquí? Porque estoy muy seguro de que va contra la política de la empresa. Siempre podemos preguntárselo a la junta directiva el lunes en la reunión para asegurarnos.


Me giré para mirarlo con todo el asco del mundo y él incluso retrocedió un paso.


—¿Vienes a por tu cena, perdedor? —pregunté.


—¡Paula! —dijo sonriéndome de oreja a oreja como saludo—. ¿Otra vez de paseo por los barrios bajos? ¿Cuándo vas a dejar a Alfonso y a darle una oportunidad a la Madre de las Pollas?


Pedro intentó lanzarse a su cuello desde la silla, pero me las arreglé para sujetarlo, aunque por los pelos. Por mucho que me hubiera encantado ver cómo Pedro le daba una paliza, no merecía la pena perder el Loto Escarlata en favor del segundón de Dario Stone.


—Pasa de él. No merece la pena. Solo tiene envidia de tu pene.


—Au, eso me ha dolido —se quejó Dario con la mano sobre el corazón y el labio inferior vuelto en un puchero.


Lo ignoré y me puse de pie de cara a Pedro.


—Me voy a casa a deshacer la maleta. Te veré cuando llegues. —Con toda la intención de la que pude hacer acopio para asegurarme de que Dario supiera quién me estaba llevando a la cama, le di a Pedro un beso tan candente que hasta mis propios dedos de los pies se estremecieron—. Te quiero —le dije a Pedro y luego me caminé hasta la puerta.


—Muévete —le ordené a Dario.


Fue lo bastante inteligente como para echarse a un lado, pero no sin regalarme una sonrisa sarcástica.


—Te quiero, amorcito.


Dez, Dolores y Mario acababan de volver a entrar en la oficina de este, cada uno con un café recién hecho en la mano.


Mario suspiró cuando vio la espalda de Dario antes de cerrar la puerta.


—Ah, mierda.


—Espera un segundo. ¿Quién es ese espécimen alto, moreno y… oh-la-la? —preguntó Dez dándole un repaso.


—Es lo que a nosotros nos gusta referirnos como «pedazo de escoria» —respondió Dolores.


—No, en serio. ¿Quién es? —preguntó Dez otra vez—. Creo que lo conozco.


—Pues esperemos que no —dije yo—. Es Dario Stone. Es el dueño de la otra mitad del Loto Escarlata.


—¿Estás segura? Porque me resulta extremadamente familiar.


Mario se sentó en una esquina de su mesa de escritorio y colocó a Dolores entre sus piernas.


—No te ofendas, Dez, pero dudo que él ande relacionándose con los mismos círculos que tú.


—Bueno, olvidadlo. No importa —dijo, restándole importancia. Luego se giró hacia mí—. ¿Lista? No tengo mucho más tiempo antes de tener que irme a trabajar.


—Sí, estoy lista —le contesté y luego me despedí de Dolores y de Mario. Por supuesto, Dolores me prometió pasarse por casa mañana a primera hora de la mañana para empezar con los preparativos de la boda. Me entró un escalofrío de solo pensarlo.


Dez y yo logramos volver a la mansión y, con la ayuda de Samuel, descargamos todas las cosas y las apilamos en el dormitorio de Pedro. Poco después Dez se fue para cubrir su turno en el Foreplay, el mercado humano donde Pedro y yo nos conocimos por primera vez. Acababa de entrar en la cocina para servirme un vaso de agua fría, cuando sonó el timbre de la puerta. Mientras emprendía el camino de vuelta
a la entradita, localicé la bufanda que se había quitado Dez antes.


La cogí porque sabía que era la razón por la que había vuelto y abrí la puerta para dársela.


—Te olvidaste la…


La voz se me apagó cuando me di cuenta de que no era Dez la que había llamado a la puerta.


—Cariño, ya estoy en casa.


Ahí estaba Dario Stone con una sonrisa falsa estampada en su cara.


Pedro no ha llegado todavía de la oficina.


Intenté cerrarle la puerta en las narices, pero logró meter el brazo dentro y evitó que lo hiciera.


—No estoy aquí para ver a Pedro. Estoy aquí para verte a ti.