viernes, 26 de junio de 2015
CAPITULO 25
Al mediodía me descubrí sentado ante el escritorio, incapaz de concentrarme por no estar pensando más que en Paula.
Oí a alguien llamar a la puerta.
—Cuatro lonchas de panceta, dos huevos no demasiado fritos y una tostada —dijo Mario al entrar, arqueando una ceja extrañado, dejando ante mí la cajita de la comida para llevar—. ¿Cómo es que comes esto para almorzar? —me preguntó curioso. Mario me había estado mirando de una
manera rara todo el santo día y ya me estaba empezando a mosquear.
Me encogí de hombros.
—Qué quieres que te diga. Me ha apetecido de golpe.
Dolores entró de sopetón en el despacho y se puso de su parte.
—Tienes suerte de que el restaurante de la esquina sirvan desayunos las veinticuatro horas del día.
Miré a Mario extrañado.
—Como ella estaba de camino, le pedí que fuera a buscarte el almuerzo —aclaró encogiéndose de hombros. Siempre me estás diciendo que he de aprender a delegar.
—¡Eh, oye! —protestó Dolores propinándole de broma un puñetazo en el brazo—, a tu dulce esposa no le puedes delegar tareas, cabrón.
—Sí, bueno, ¿por qué tú y tu dulce esposa no os largáis de mi despacho y os vais a dar un revolcón para dejarme comer en paz? —les sugerí levantando la tapa de la cajita.
El aroma a panceta me trajo enseguida a la memoria la escena de la mañana y la parte delantera de los pantalones se me tensó. Podía casi sentir el coño caliente y húmedo de Paula apretándome la polla mientras yo me movía dentro de ella. ¡Maldita sea!, la echaba de menos.
—La verdad es que tengo que hablar contigo de un asunto —dijo Dolores arrancándome de mi mundo fantástico.
Levanté la vista hacia ella y le señalé con la cabeza el almuerzo.
—¿No puedes decírmelo más tarde? Si se enfría la comida no va a saber igual.
—No, no puedo —repuso sentándose ante mi escritorio—. Por mí puedes empezar a comer, no me importa.
Y como sabía que ella estaría caminando nerviosamente arriba y abajo delante de mi puerta mientras yo me tomaba el almuerzo, interrumpiéndome varias veces para saber si había terminado, se lo permití. Dolores podía ser de lo más pesada cuando se le metía algo en la cabeza.
—De acuerdo. ¿Qué es eso tan importante que quieres decirme?
Mario, aclarándose la garganta, empezó a recular hacia la puerta.
—Estaré ante mi escritorio si me necesitas.
Vi por su mirada preocupada que no me iba a gustar aquello de lo que ella iba a hablarme. Como he dicho antes, Mario y Dolores eran como la noche y el día. Él sabía cuándo necesitabas que te dejaran solo, en cambio ella te presionaba hasta salirse con la suya.
Cogí una loncha de panceta y le pegué un bocado esperando que ella empezara a hablar.
—Este fin de semana mientras hacía cuadrar las cuentas, pagando las facturas y revisando los gastos, descubrí que habías transferido una gran suma de dinero de tu cuenta personal a una cuenta en Hillsboro, Illinois — comenzó a decirme en tono inquisitivo.
—¿Y? —repuse dándole un bocado a los huevos. Les faltaba sal.
—Y… ¿dos millones de dólares? Pedro, sé que no es asunto mío, ¿pero en qué diantres te los has gastado?
—Tienes razón, no es asunto tuyo —le solté perdiendo de golpe el apetito. Sabía que Dolores vería la transferencia, pero nunca me había preguntado sobre las descabelladas sumas de dinero que yo despilfarraba.
La última vez que había gastado una cantidad parecida había sido en mi Hennessey Venom GT Spyder.
Dolores frunció el ceño recelosa.
—¿Estás haciendo algo ilegal?
—Dolores, te lo advierto, no sigas por este camino —le solté en mi tono más amenazador—. La última vez que lo consulté, tú eras la empleada y yo el jefe, así es que no me vengas ahora a preguntar sobre algo que no es de tu incumbencia.
—¡No me asustas, Pedro Alfonso! —dijo levantándose y
blandiendo un dedo—. Estás metido en algún asunto turbio y no sé lo que es, pero no pararé hasta averiguarlo. Y no creas que no me he dado cuenta de que hiciste la transacción el mismo día que Pau apareció.
Dolores me estaba cabreando. Lo notaba porque la vena de la frente se me estaba hinchando.
—Paula —la corregí.
—No, me ha pedido que la llame Pau. Supongo que lo prefiere, pero tú deberías saberlo, ya que estáis enamorados —añadió cruzándose de brazos —. ¿Qué es lo que hay entre vosotros dos, Pedro? Porque no me trago la sandez de «nos conocimos en la puerta de un espectáculo de drag queens en Los Ángeles y nos enamoramos». Tú puedes ser muchas cosas, pero de lo que estoy segura es que a ti no te van los tíos.
Me quedé estupefacto y casi me ahogo con mi propia saliva al oírlo.
—¿Te dijo que nos habíamos conocido en un espectáculo de drag queens?
Aunque pensándolo mejor, Paula era muy capaz de inventarse esta clase de historias. En realidad, hasta resultaba divertido y todo. Fue entonces cuando se me ocurrió una idea para vengarme de las dos: de Dolores
por meter las narices donde no debía y de Paula por inventarse lo de las drag queens.
—¿Te dijo que tiene un pene?
—¡Me cago en la puta! —exclamó Dolores sorprendida quedándose con la boca abierta, y luego la cerró enseguida con cara de estar cavilando—. Espera un momento —añadió frunciendo el ceño con recelo, poniéndose una mano en la cadera—. La vi desnuda y sin duda no tenía pene.
—Ahora ya no lo tiene —añadí—. ¿Para qué crees si no que fue el dinero?
Casi podía ver el hámster girando en la ruedecita dentro de su cabeza mientras procesaba lo que le estaba diciendo.
—¡Oh, Dios mío! ¿Pau se ha hecho un cambio de sexo?
Me encogí de hombros.
—No veo por qué te asombra tanto. Antes se llamaba Pablo. Pero ahora es de lo más femenina, ¿verdad?
—Pero a ti no te gustan los tíos.
—Ella no es un tío… ahora —puntualicé entrelazando los dedos y poniéndome las manos alrededor de la nuca mientras me reclinaba en la silla—. ¿Tienes alguna otra pregunta que hacerme?
Dolores se quedó con la mirada perdida, anonadada, hasta que al final sacudió la cabeza sin dar crédito a lo que acababa de oír. Se dirigió hacia la puerta.
—¡Ah, y Dolores! —exclamé antes de que se fuera. Ella se giró—. Que esto quede entre tú y yo, no quiero que nadie se entere, sobre todo Paula. Es muy sensible en cuanto al tema y quiere que la acepten como la mujer que siempre ha sentido que es.
—Oh sí, de acuerdo, no te preocupes —dijo asintiendo vehemente con la cabeza, lanzándome una mirada de «pfff, y qué más», y luego agarró la manilla de la puerta para irse.
Me sentí muy orgulloso de mí mismo por habérseme ocurrido esta brillante idea en un parpadeo. Cuando Paula se enterara, agarraría un cabreo monumental. Y para mí esto se traduciría en otra escapada sexual de proporciones épicas. Ding, ding, ding, ding. Había conseguido estas tres
cosas de un plumazo.
—Una cosa más —añadí deteniéndola—. Era una puta broma.
—¿El qué?
—Todo, Dolores. Me lo acabo de inventar. Paula nunca fue un chico llamado Pablo y ahora tampoco lo es, ni nunca tuvo pene —añadí echándome a reír—. Pero qué lástima que no hayas visto la cara que has puesto
—¡Eres un granuja, Pedro Alfonso! —me soltó con los dientes apretados arrojándose contra mí—. ¡Vas a ver! —exclamó agitando el bolso en el aire y dándome con él en la nuca.
—¡Ay! —grité riendo y la esquivé para no recibir otro bolsazo.
—Se lo pienso contar a Pau —me soltó intentando arrearme con el bolso otra vez.
Era lo que yo quería.
Al final ella desistió y yo pude bajar por fin la guardia.
—Oye, no me sorprende que te dijera que me había conocido en un espectáculo de drag queens. Tiene un sentido del humor muy peculiar,
Dolores. Nunca sabes si lo que te dice es verdad o si te está tomando el pelo —le expliqué—. Es una de las muchas cosas que me encantan de ella. Pero lo cierto es que nos conocimos en una conferencia.
La verdad es que la mayoría de las cosas que había dicho eran ciertas.
—Por lo visto ella no es la única que va contando trolas por ahí — afirmó Dolores poniéndose en jarras—. De acuerdo, ha llegado la hora de confesarte la verdad —añadió suspirando—. Cuando vi esa transferencia descomunal me puse a pensar y nada me cuadraba. De modo que hice algunas pesquisas y hete aquí que no vi que ningún viaje de los que reservaste para ir a Los Ángeles coincidiera con los días en que te estuviste viendo con ella. Y aunque no supiera su apellido, tampoco encontré a ninguna pasajera llamada Paula o Pau en ninguno de los vuelos procedentes de Los Ángeles el día que llegó a tu casa —me contó haciendo una pausa—. Pero lo que descubrí fue un recibo de un club muy pijo regentado por un tal Sebastian Christopher. Y al investigar más sobre el susodicho, descubrí que estaba acusado de tráfico humano. En concreto, de mujeres. Así que —concluyó suspirando— es mejor que me digas quién es Pau en realidad.
¡Me cago en la puta! La jodida tipa había dado en el jodido blanco.
—Es complicado, Dolores —admití vencido. Maldita sea, necesito un cigarrillo y una copa de Patrón.
—Pedro —me dijo bajando la voz, echándome una mirada de pena mientras se volvía a sentar frente a mí—, la has comprado, ¿verdad?
Mordiéndome el interior de la mejilla, me la quedé mirando.
Ella se lo tomó como una afirmación.
—No voy a preguntarte la razón, porque estoy segura de saber la respuesta. Pero Pau… es una buena chica. ¿Por qué haría tal cosa?
—No lo sé —le respondí de verdad—. Decidimos no hablar del tema.
—¿Y no crees que ahora deberías descubrirlo? —me preguntó asombrada sacudiendo las manos en el aire—. Que tú no quieras hablar de ello no significa que no puedas indagar un poco por tu parte. ¡Por Dios, Pedro!, usa la cabeza que tienes sobre los hombros en lugar de utilizar la de entre las piernas. ¡Quién sabe el problema en el que estará metida!
Dolores se estaba jugando el pellejo de la forma en que me hablaba, pero si alguien podía hacerlo sin que le pasara nada era ella. No solo era una chica demasiado alegre y guapa como para ponerme hecho una furia, sino que además habría sido como atacar a una colegiala.
Y encima tenía razón. Y si últimamente no hubiera estado tan distraído, habría hecho exactamente lo que me sugería.
Paula me estaba haciendo olvidar a su propia manera quién era yo. Disponía de los contactos necesarios para averiguar más cosas sobre ella, probablemente incluso la razón por la que había decidido firmar ese contrato. Tal vez una parte de
mí solo quería vivir en el mundo fantástico que había creado con Paula.
Me refiero a que esto no cambiaba nada. La había comprado y punto.
Pero si estaba metida en un aprieto, quizá podía ayudarla.
Después de todo, una buena parte de lo que hacía en el Loto Escarlata era donar dinero para obras benéficas. Mi madre la habría ayudado. Ella no la habría comprado ni desvirgado, y seguramente me hubiese arrancado la cabeza si se hubiera
enterado de que yo lo había hecho, pero de todas maneras…
—¿Qué te parece? —me preguntó Dolores esperando una respuesta.
Lancé un suspiro.
—Haré algunas averiguaciones —transigí—. Y ahora por favor lárgate y deja de darme la lata, tocapelotas.
—Claro —me respondió con su alegre tono habitual, saliendo prácticamente volando de mi despacho—. De todos modos pensaba ir a hacerle una visita a Pau. Estoy segura de que se lo pasará bien cotilleando conmigo.
—No saques este tema con ella, Dolores. Hablo en serio.
—Vale, vale —respondió levantando las manos en el aire como si se rindiera.
—Por cierto, estás despedida.
Dolores puso los ojos en blanco, sabía que era mentira.
—Mmm, de acuerdo. He llevado tu ropa a la tintorería. Hasta mañana.
—Sí, hasta mañana.
En cuanto se fue, tiré a la papelera el almuerzo que apenas había probado. Y luego aporreé con el puño el escritorio frustrado, sobre todo conmigo mismo. Debería haber sido más inteligente sobre ello. Menos egoísta y pervertido, menos calenturiento.
Abrí la lista de contactos de mi ordenador y encontré el número de teléfono que andaba buscando. Bruno Sherman era un investigador privado implacable al que había contratado cuando las cosas se habían agriado con
Julieta. Como estaba seguro de que ella intentaría jugarme una mala pasada y chantajearme o algo por el estilo, le contraté para que hurgara en su vida y le sacara los trapos sucios antes de que ella pudiera intentarlo siquiera.
Desde entonces lo había contratado en varias ocasiones. El cabrón costaba un riñón, pero era tan bueno en su trabajo que merecía la pena hasta el último céntimo invertido.
Marqué el número y me llevé una grata sorpresa al contestar él a la primera llamada del teléfono.
—¿Diga? Soy Bruno Sherman.
—Bruno, soy Pedro Alfonso —le saludé.
—¡Señor Alfonso! ¿Qué puedo hacer por usted? —saltaba a la vista que se alegraba de que le hubiera llamado.
—Necesito que averigües algo sobre una señorita que se llama Paula Chaves de Hillsboro, en Illinois —le dije—. ¿Necesitas algún otro dato?
—Si supiese su edad me haría un favor.
Me sentí incluso más asqueado conmigo mismo porque había violado la intimidad de Paula de muchas maneras y ahora incluso planeaba seguir haciéndolo, y no sabía qué responder a una pregunta tan sencilla.
—Tiene veinte y pocos años —dije intentando adivinar su edad.
—Con estos datos ya me basta. Le llamaré el fin de semana —dijo y luego colgó sin más.
Sherman no se distinguía por su cortesía que digamos, pero a mí no me importaba, sabía que se pondría a trabajar en mi caso en cuanto colgara el teléfono.
—¡Pedro! —exclamó Dario irrumpiendo en mi despacho sin avisarme el muy cabrón, ni haberle yo invitado.
—¿Qué quieres? —le solté con una voz que traslucía que no estaba de humor para ocuparme de sus memeces.
—¿Es que he de querer algo para venir a charlar un poco con mi amigo? —me preguntó con una arrogante sonrisa, sentándose ante mí y poniendo los pies encima del escritorio.
—Tú y yo hace mucho que ya no somos amigos, Dario. Y dudo que lo fuéramos en el pasado —le solté apartándole los pies del escritorio sin demasiados miramientos.
—Oh, no seas así, Pedro —protestó haciendo un mohín burlón—. ¿No me digas que todavía sigues cabreado por esa Juana?
—Se llama Julieta y que te jodan.
—No, que te jodan a ti —replicó como si se hubiera ofendido—. No me puedo creer que dejaras que una mujer se inmiscuyera entre nosotros, macho. Nuestra amistad era mucho más importante que ninguna tía.
—El tiempo para charlar se ha acabado, Stone. Lárgate de mi despacho o te sacaré a patadas —le solté con los dientes apretados.
Dario se levantó y se dirigió a la puerta.
—Te lo juro, no sé por qué todavía me guardas rencor por esa puta. Ya te lo dije, tío. O al menos intenté decírtelo. Todas son unas zorras que solo quieren nuestro dinero. Tienes que follártelas y desaparecer, pasártelas por la piedra y largarte… o lo que sea —dijo encogiéndose de hombros—. Pero no les cojas cariño y no permitas nunca, jamás en la vida, que te vean afectado, hermano.
Me reí burlándome de él.
—Si crees que voy a seguir tus consejos sentimentales estás loco, tío.
—Di lo que quieras de mí, pero las chicas se pelean por salir conmigo — afirmó sonriendo, y luego agarró sus trastos disponiéndose a salir del despacho—. Ya verás cuando conozcas a la chica que me acompañará al baile. ¡Madre mía! Es un auténtico bellezón —añadió guiñándome el ojo.
—Pues yo creo que más bien será un putón —musité cuando se largaba.
Al oír al petulante cabrón saludar escandalosamente a Mario como si fueran viejos amigos de la universidad, me tembló el párpado de rabia. Le odiaba a muerte. A lo largo de nuestras vidas él siempre había deseado poseer todo cuanto yo tenía.
Creí que era una de esas cosas que los mejores amigos hacían, pero Dario lo había llevado a otro nivel. Quería quitármelo todo: mis amigos, mi chica e incluso mi compañía.
Pues ahora yo tenía algo que él nunca podría poseer. Tenía a Paula. Y sería un estúpido si dejaba que él se le acercara.
Ya tenía bastante por hoy, por lo que cogí el teléfono y le dije a Samuel que viniera a recogerme con el coche. De todos modos no estaba haciendo gran cosa en el despacho. Cogí mis bártulos y le dije a Mario que me llamara si surgía algo que requiriera mi inmediata atención. Estaba deseando ver a Paula para desestresarme un poco y cuando Samuel llegó
yo ya llevaba un buen rato caminando nerviosamente por la calle de un lado a otro.
Me abrió la portezuela de la limusina.
—¿A dónde quiere que le lleve, señor? —me preguntó al subir yo al coche.
—A casa, y cuando lleguemos asegúrate de que los empleados se tomen el día libre —le especifique—. Me gustaría estar a solas con Paula.
—Señor Alfonso, Pau se ha ido con Dolores. Creo que querían ir a comprar un vestido para el baile de gala.
—¿Es que te has olvidado de las formalidades, Samuel? —le amonesté con voz serena, porque acababa de llamarla Pau, algo muy impropio en él —. Se llama Paula.
—Le pido mis disculpas, señor, pero ella me pidió que la llamara así.
Apreté las mandíbulas y cerré la portezuela de un portazo.
No debería haberme enojado con Samuel, porque él no tenía la culpa, solo estaba haciendo lo que le habían pedido que hiciera, como de costumbre. Pero maldita sea la gracia que me hizo, estaba que trinaba, porque por lo visto toda la puta gente del jodido planeta podía llamarla por su diminutivo y a
mí en cambio nunca me había pedido que lo hiciera. Y lo más lógico era que el tío que se la estaba hincando hasta el fondo fuera al que le concediera este privilegio.
A eso de las cinco Dolores por fin la trajo de vuelta. Como yo no me había preocupado de llamar a Paula ni en decirle que llegaría a casa temprano, se sorprendió al abrir la puerta y encontrarme esperándola sentado en uno de los bancos del vestíbulo. Había estado repiqueteando con el pie el suelo
como un loco y tenía el pelo alborotado por habérmelo prácticamente arrancado de cuajo en mi impaciencia.
—¡Oh, Pedro! —exclamó ella sorprendida—. No creía que fueras a volver tan temprano.
—Ya lo veo —le respondí con un deje de resentimiento en la voz—. ¿Dónde coño te habías metido, Paula?
—Me fui de compras con Dolores. Me dijo que este fin de semana habría una especie de fiesta organizada por tu compañía e insistió en que fuéramos a hacerme un vestido a la medida —me explicó poniendo los ojos en blanco.
—Te dije que quería saber dónde estabas a todas horas. ¿Por qué no me has llamado? —le solté.
Me di cuenta de que yo daba la impresión de estar como un cencerro, pero me daba igual, me había cabreado.
El silencio nos envolvió mientras ella seguía mirándome como si esperara que la cabeza me fuera a estallar.
—Has tenido un mal día, ¿verdad? —me preguntó después de lo que me pareció una eternidad.
Agaché la cabeza clavando la vista en mis pies.
—Sí, más o menos —musité.
Paula dejó las bolsas en el suelo y se acercó al banco. Al ver que yo no alzaba la vista hacia ella, se arrodilló frente a mí buscándome la cara. Sin decir una palabra, me la rodeó con sus manos y unió sus labios a los míos.
Lo que comenzó como un dulce beso que se suponía era para calmarme, se transformó rápidamente en un apasionado intercambio de desesperación.
—¡Dios, yo también te he echado de menos! —me susurró entre besos.
Esta vez no la reprobé por no haber dicho mi nombre en lugar de «Dios», porque esas memeces no me importaban ahora que se estaba refregando contra mí, pegando con ardor sus tetas a mi pecho.
Me empezó a quitar la chaqueta y mientras yo acababa de hacerlo, ella fue directa a la hebilla del cinturón. Luego me desabrochó con rapidez los pantalones y tiró de la cinturilla de los bóxers para liberar mi polla.
Naturalmente ya se me había puesto dura por lo que me estaba haciendo.
De sus suculentos labios rosados se escapó un dulce gemido al contemplarla. Y entonces, sin bajarme los calzoncillos siquiera, me agarró la polla por la base y se la metió en la gruta caliente y deliciosamente húmeda de su boca. Siseé al sentirla deslizar los dientes a lo largo de mi
miembro mientras me miraba, rodeándomelo con sus carnosos labios y moviendo ávidamente la cabeza en un acompasado vaivén como si estuviera muerta de hambre. Luego, cerrando los ojos, dijo ¡mmm…! como si mi verga fuera lo más delicioso que hubiera probado en la vida. La
escena era divina.
—¡Paula! —exclamé jadeando, acariciándole la mejilla con el dorso de la mano.
Decir su nombre me hizo recordar que yo era el único hijo de puta que la llamaba así. Pero tampoco se lo tuve en cuenta, porque sentía la punta de mi polla topando con la pared de su garganta cada vez que yo se la hincaba hasta el fondo. Además sus gemidos de gusto, mezclados con los húmedos
chupeteos de sus esfuerzos, resonaban en el espacio vacío que nos rodeaba.
El vestíbulo tenía una acústica excelente.
—Métetela más adentro, nena. Cómemela más aún.
Ella gimió con la polla en la boca aceptando mi desafío.
Cambió de postura para hacerlo desde un mejor ángulo y siguió chupándomela de maravilla. Más rápido, con más ardor y —¡madre mía!—, hasta se la metió más adentro. Podía haberle empujado la cabeza para ayudarla, pero ella era la que estaba ahora al mando. Y yo quería que tomara la iniciativa.
De pronto bajó el ritmo y se la metió hasta el fondo de la boca. Luego sentí que se la tragaba, metiéndosela más adentro aún. Mi nena había aprendido a hacer eso de la garganta profunda de puta madre.
—Joder, joder, joder —canturreé mientras el orgasmo se apoderaba de pronto de mí, envolviéndome con sus espasmódicas sacudidas.
Tuve un orgasmo a lo bestia, derramando mi semilla a borbotones por su garganta. Ella cerrando los ojos susurró ¡mmm…!, engulléndosela toda mientras se metía más adentro mi polla cada vez que se la tragaba.
—¡Madre… mía… Paula! —exclamé mientras me corría. El corazón me martilleaba en el pecho con fuerza y brutalidad.
Después de tragarse mi miembro hasta el fondo por última vez, se lo sacó de la boca. Me besó en el glande y al hacerlo la polla se me movió por sí sola, lo cual pareció divertirle, porque soltó unas risitas y luego me lo volvió a besar.
—¿Dónde diablos has aprendido a metértela hasta el fondo de la garganta? —quizá debería haber esperado a respirar con normalidad antes de preguntárselo, pero quería saberlo enseguida—. Yo no te lo he enseñado.
Paula se encogió de hombros, limpiándose la comisura de la boca.
—Dolores me explicó cómo hacerlo y se me ocurrió probarlo. ¿Por qué? ¿Es que no te ha gustado? ¿Es que he hecho algo mal?
¡Dolores se había ganado mi perdón con creces!
Paula me miró tan preocupada que me enterneció. La abracé y le di un apasionado beso antes de pegar mi frente a la suya.
—Lo has hecho de puta madre, Pau. Ha sido una gozada.
Sí, la llamé Pau. Quería ver cómo reaccionaría.
Quedándose con los ojos abiertos de par en par, se separó de mí.
—Paula —me corrigió de manera cortante y luego se levantó, cogió las bolsas y se alejó.
Me metí la polla rápidamente dentro del calzoncillo y salí corriendo tras ella.
—¡Vaya!, ¿o sea que Samuel y Dolores pueden llamarte Pau y yo no? ¿A qué viene esto?
—Ellos no han pagado dos millones de dólares para poseerme durante dos años. No son mi jefe sino mis iguales, unos humildes sirvientes a los que pagas para que se ocupen de satisfacer todas tus necesidades.
—¿Es que te has vuelto loca? —exclamé poniéndome en jarras. Mi gesto hizo que Paula se fijara en mi entrepierna y se la quedara mirando, yo iba todavía con los pantalones y el cinturón desabrochados.
—Es lo que hay, Pedro. Es lo que hay —respondió dando media vuelta, y subiendo las escaleras puso fin a la conversación.
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