viernes, 3 de julio de 2015

CAPITULO 48





—¡No! —gritó mi madre.


Dez se rió de su reacción.


—Oh, sí. Deberías haberlo visto, Mamá Alejandra. Se puso en plan —Dez bajó la barbilla hasta tocar su pecho y extendió los hombros para imitar a mi padre —: «¡Esa es mi mujer, chaval, y que me zurzan si me voy a quedar aquí sentado mientras dejo que un celador con la cara llena de granos que apenas acaba de alcanzar la pubertad y que todavía está lleno de hormonas adolescentes bañe a mi mujer! ¡Yo soy el único que toca esas peras! Suelta la esponja y sepárate de la bañera, hijo, antes de que alguien salga herido».


Mi madre se estaba descojonando de risa para cuando Dez hubo acabado con su muy desacertada imitación. Aquellas carcajadas fueron música para mis oídos. No la había escuchado reír así desde hacía tantísimo tiempo que casi me había olvidado de cómo sonaba. Por supuesto, si mi padre hubiera escuchado la burla de Dez, él no la habría encontrado tan graciosa. Menos mal que estaba en casa preparándolo todo para cuando mamá volviera.


Habían pasado diez días desde el trasplante, y por ahora todo iba muy bien. El color de sus mejillas había regresado y ya se sentaba, se reía, comía, sonreía… vivía. La cicatriz que le había quedado en el pecho todavía estaba de un color rojo molesto, pero la herida también había curado considerablemente y ella aseguraba que solo le dolía un poco si tosía.


Aquello podría o no ser cierto, pero el brillo había vuelto a sus ojos y estaba absorbiendo toda la información que podía sobre cómo mantenerse sana para que su cuerpo no rechazara el corazón nuevo.


La única fuente de preocupación que podía encontrar era la preocupación que sentía Alejandra por la familia de la muchacha que le había regalado otra oportunidad para vivir. Quería ofrecer sus condolencias y agradecérselo en condiciones, igual que todos, pero Daniel nos dijo que la familia no quería que se revelaran sus datos personales. Tal y como nos sugirió, me senté con mi madre y ambas les escribimos una carta que él accedió a entregarles.


Esperábamos que algún día ellos encontraran paz con su pérdida. Yo también esperaba que mi madre encontrara paz con lo que había ganado, pero era una persona sentimental y sabía que la idea de que otro ser humano hubiera tenido que morir para que ella pudiera vivir la perseguiría durante el resto de su vida.



— Bueno, no fue exactamente así —se unió Dolores a
la conversación.


—Fue justo así —sostuvo Dez.


Yo sabía la verdad.


—Marcos no dice «peras».


Mi madre nos interrumpió con una sonrisa traviesa.


—Eh… sí. Sí que lo dice.


—¡Ah, mamá! ¡Ugh!


No me hacía falta tener esas imágenes mentales.


Ponderé la opción de ir a mirar si tenían lejía, o cualquier cosa que usaran los hospitales para mantenerlo todo tan estéril, y que pudiera usar para frotarme el cerebro. Iba a necesitar algún limpiador industrial y aun así todavía seguiría traumatizada de por vida.


Ella se mofó.


—Anda ya, Pau, por favor. ¿Cómo te crees que llegaste al mundo? Te aseguro que no fue gracias al espíritu santo. —Tenía una expresión soñadora en el rostro, como si estuviera rememorando—. Nos divertimos un montón concibiéndote. Las cosas que tu padre sabe hacer con su…


Me tapé los oídos con los dedos y empecé a cantar para amortiguar su voz. No funcionó. Todavía podía escucharla por encima de mis espantosos chillidos.


—…tu padre sentía fascinación por la Estatua de la Libertad, así que yo tenía un disfraz…


—¡Para! ¡Para! ¡Para! ¡Por favoooor para! — supliqué.


Alejandra por fin se calló ante mi arrebato y me lanzó
una mirada.


—No te hagas la inocente —dijo mientras estiraba la sábana que le cubría el torso—. Ya he visto a ese hombretón tuyo. Ninguno de los dos sois capaces de mantener las manos quietas. Apuesto a que también es bueno en la cama, ¿verdad? O sea, es Pedro Alfonso, el soltero más cotizado de Chicago.


—¿En serio? Voy a vomitar —dijo Lexi en un tono aburrido mientras se examinaba las uñas. Luego suspiró y se enderezó en la silla—. Quiero a mi primo y demás, pero de verdad que no quiero escuchar esto.


Mi madre hizo aquello que siempre hacía cuando intentaba ser menos como una madre y más como una de las chicas.


—Oh, cállate, nena. Quiero saberlo todo —le dijo a Lexi y luego se volvió a girar hacia mí—. ¿Cómo de grande la tiene el ricachón?


—No voy a responder esa pregunta —dije, avergonzada y sorprendida. Quería colocarme en posición fetal y chuparme el dedo pulgar hasta que todo desapareciera—. ¿Qué eres tú, una asaltacunas? ¿Necesitas que te recuerde que soy tu hija y que esta pregunta es más que inapropiada?


Dez salió en defensa de mi madre.


—Deja de ser tan mojigata, Sandra Dee, y haz que tu Cha Cha DiGregorio interior salga a la luz. Te has enfundado unos pantalones ceñidos de cuero, te has subido sobre unos tacones de punta abierta, te has pintado los labios de rojo y te has pillado a Danny Zuko.


Su obsesión con Grease rayaba en la locura.


—Déjanos vivir indirectamente a través de ti. O sea, te ha tocado el gordo, cariño, así que lo mínimo que podrías hacer es regodearte para las menos afortunadas. —Dez se cruzó de piernas y apoyó un codo sobre la rodilla y la barbilla sobre la palma de la mano—. ¿Con qué trabaja el hombre? Y no intentes mentir tampoco. He visto el tamaño de sus pies y de
sus manos.


—Ay, Dios. No me puedo creer que esto esté pasando —murmuré pasándome las manos por la cara—. Os estáis quedando conmigo, ¿verdad? ¿Dónde están las cámaras?


Dez formó un puño con una mano y empezó a rotar la otra como si estuviera manejando una cámara de cine que me apuntaba justo a mí.


—Paula Chaves, esta es tu vida —dijo con el tono de voz de un presentador de televisión—. Así que cuéntanos… ¿Salchicha vienesa o camión Peterbilt?


—Dínoslo ya —añadió Dolores.


Estaba impresionada. Lo había dicho como si estuviera a punto de desvelar el secreto de la vida eterna o algo parecido. Pedro era su jefe y su marido probablemente fuera el amigo más cercano que Pedro tenía, y aun así aquí estaba toda interesada en mis asuntos y queriendo saber lo grande que la tenía.


Lexi suspiró y puso los ojos en blanco.


—Díselo ya, por Dios, para que podamos cambiar este tema tan horrible de conversación.


—¡Vale! —grité mientras levantaba las manos a modo de rendición—. La tiene enorme, ¿vale? ¡Inmensa! ¡Y el sexo es épico! Se hace home run cada vez que le toca batear. Hace que hable en lenguas y que me dé vueltas la cabeza sobre los hombros como si estuviera poseída o algo así. Si el sexo más increíble y absoluto del universo se manifestara en forma humana, sería un clon de Pedro Alfonso. Es el mayor ejemplo de los orgasmos descomunales, y el alfa y la omega de todas las pollas. ¡Su falo tendría que estar colgado como un trofeo sobre una chimenea y expuesto tras un cristal antibalas y con alarmas que detecten el calor corporal y el movimiento en el Museo Smithsonian de los Mejores Penes! Es el santo grial de los penes, y solo él tiene la habilidad de utilizar todo su poder. En resumen, Pedro Alfonso es el epítome del sexo. Hace que los dedos de los pies se me enrosquen y se me sacuda el cuerpo. Ya está. ¿Felices?


La habitación estaba tan en silencio que hasta se podría escuchar caer a un alfiler. La mandíbula de mi madre estaba desencajada y a Dolores se le salieron los ojos de las órbitas. Y luego estaba Dez…


—Pero si tuvieras que darle una medida específica, ¿cuál sería?


Escuché a alguien aclararse la garganta en el umbral de la puerta y giré la cabeza en esa dirección solo para encontrarme a Pedro apoyado contra la jamba de la puerta y con las manos metidas en los bolsillos. A juzgar por la sonrisita arrogante que tenía plantada en la cara, diría que me había escuchado hablar lo suficiente como para hacerme la vida imposible durante el resto de mis días.


—Siento interrumpir, chicas —dijo mientras se enderezaba y entraba en la habitación—. Señora Chaves, tiene muy buen aspecto.


—Yo, eh… Bueno… eh… gracias —tartamudeó mi madre, imaginándose, aparentemente, a mi novio desnudo.


Una acción muy a lo Jerry Springer, el presentador de ese programa tan poco censurador que acaba siempre en desmadre.


Cuando vi a mi madre por primera vez en la sala de despertares hacía diez días, Pedro había estado justo a mi lado, y me acuerdo de cómo casi se le cae la boca al suelo frotándose repetidamente los ojos con las manos como si no fuera posible estar viendo lo que estaba viendo en ese momento. Sonrió con ganas como si fuera la madre de una de las participantes de un concurso de belleza que acabara de barrer el suelo con las otras quiero-y-no-puedo. Tampoco es que mi madre me haya tratado nunca así, pero sabía quién era Pedro Alfonso y le encantaba que su pequeña estuviera saliendo con él.


—Te he echado de menos. —Pedro se agachó detrás de mí y se inclinó para darme un beso muy dulce y casto en el cuello. Luego desde atrás me rodeó los hombros con sus brazos y se dirigió a mi madre —. He hablado con el señor Chaves cuando venía de camino hacia aquí y me ha dicho que todo el equipo médico llegó hoy y que ya está instalado. Parece que ya está todo preparado para que vuelva cuando Daniel le dé luz verde.


—En realidad, el doctor Alfonso dijo que a menos que hubiera alguna complicación no prevista, puedo volver a casa mañana. —Alejandra sonrió con emoción—. Quiero darte las gracias por hacer que todo esto fuera posible. Sé que seguramente nunca te considerarás responsable, pero también sé que si no hubiera sido por ti, yo no habría estado aquí ahora mismo, y mi hija no sería ni la mitad de feliz de lo que por fin parece ser. Has cambiado la vida de cada miembro de esta familia, Pedro, y nunca podremos compensarte lo suficiente por ello.


Él me abrazó con más fuerza.


—Haría lo que fuera por Pau. Además, solo hice lo que cualquier ser humano decente haría si tuviera los recursos necesarios, señora Chaves. No soy ningún santo.


—Bueno, a mis ojos sí, y no me resultará fácil olvidar lo que has hecho —dijo mi madre con los ojos empañados. Respiró hondo y se tranquilizó antes de empezar de nuevo—. Y, Pau, ¿qué planes tienes? ¿Vas a volver a la universidad?


Sí, ella y Marcos todavía pensaban que estaba oficialmente matriculada en la Universidad de Nueva York. ¿Cómo iba a salir de este embolado?


Lexi vino al rescate.


—En realidad he tirado de contactos con la oficina del decano y he conseguido que acceda a que Pau deje sus clases este semestre y se vuelva a matricular en el siguiente, sin que eso le afecte a la beca —dijo mirándome con una cara que decía que mejor le siguiera la corriente—. Así que puede quedarse aquí durante un tiempo.


Mi madre dio una palmada.


—¡Eso es genial! Entonces, ¿vendrás a casa?


—Eh…


Eso me pilló con la guardia baja. No había pensado en qué iba a hacer, o dónde iría una vez que le dieran el alta. Me giré para mirar a Pedroesperando que apareciera sobre su caballo blanco y viniera a rescatarme otra vez, pero su expresión derrotada no me ofreció ningún consuelo o esperanza de poder volver a casa con él. Pude deducir por el modo en que asintió y sonrió que él tampoco quería que nos separáramos. Pero al mismo tiempo tenía que haber sabido que esto ocurriría, señal de que se estaba sacrificando otra vez por mí y por mi familia.


Ojalá hubiera sido egoísta y me hubiera exigido que me quedara con él, pero sabía que no lo haría.


Me giré de nuevo hacia mi madre para no tener que ver cómo esa preciosa cara suya esperaba que tuviera la fuerza suficiente como para decir lo que tanto él como yo sabíamos que tenía que decir.


—Sí, mamá, vuelvo a casa.


Le sonreí sin muchas ganas, pero esperaba que fuera lo bastante convincente.


¿En qué clase de hija me había convertido?


Debería haber querido estar allí para ayudarla con la
recuperación porque todavía le quedaba un largo camino por delante. Pero no concebía la idea de dormir en mi cama fría, la misma cama en la que había pasado noche tras noche preguntándome si mi destino era no saber lo que se sentía al tener un cuerpo caliente acurrucado junto a mí, no conocer
nunca el fuego que hervía en mis venas bajo la caricia de un amante, no saber lo que se sentía cuando alguien bueno te adoraba.


Pude sentir el cálido aliento de Pedro en él hélix de la oreja mientras su voz ronca hablaba justo por encima de mi hombro.


—Si le parece bien, señora Chaves, me gustaría robarle a su hija por esta noche. A menos que la necesite aquí, por supuesto.


Siempre el caballero considerado de los cojones.


Lánzame sobre tu hombro como un Neandertal, ¡joder! ¡Llévame corriendo a tu cueva advirtiendo a gruñidos a cualquiera que se atreviera a intentar alejarme de ti!


Dios sabía que no parecía tener ningún problema con comportarse así cuando decidía antes que sabía lo que era mejor para mí día sí y día también. Puede que fuera muy depravado, pero una parte de mía quería que ese Pedro volviera. Al menos en aquel momento.


—No, no, no. Pau ha estado con su vieja madre enferma cada día y cada noche desde que llegó —dijo Alejandra—. Necesita salir. Vosotros idos y… eh… pasároslo bien.


Intentó contener la risa, pero entonces Dez, Dolores y Lexi empezaron a reírse disimuladamente y fue imposible.


Qué infantiles eran, pensé. Pero se había vuelto muy evidente que nunca me iban a dejar vivir en paz con el discursito que les había dado de «Pedro es un dios del sexo». Me imaginé el episodio del Show de Jerry Springer en el que todos podríamos aparecer: «Mi madre quiere acostarse con mi novio, pero está demasiado ocupado tirándose a su prima, su asistente casada sueña con el tamaño de su pene y mi mejor amiga podría estar embarazada de su bebé».


En un intento de sacarle el mayor jugo posible a la situación y de hacerlos sufrir a todos por avergonzarme, me saqué aquellos molestos pensamientos de la cabeza y me puse de pie. Tras darle un beso en la mejilla a mi madre, agarré a Pedro de la mano y lo arrastré conmigo a la vez que me giraba para dirigirme hacia la puerta.


—¿Adónde vas? —preguntó Dolores.


Me paré de golpe, miré a mis amigas por encima del hombro y, con una sonrisa cómplice de suficiencia, les dije:
—Al Smithsonian. Envidiadme, zorras.











CAPITULO 47





Me puse de rodillas, deslicé las manos por debajo del vestido de Pau y le subí la falda por encima de las caderas. No pude evitar la arrolladora urgencia de esconder mi cara entre sus piernas, así que saqué la lengua para degustar el dulce sabor de su flujo, que había empapado la tela negra de algodón.


—Mmm, entremeses. Creo que me los voy a guardar para luego.


Le quité las bragas de un tirón. Esas zorras habían estado prohibidas y no tenían permiso para crear una barrera entre yo y mi deseo.


Pau ahogó un grito de sorpresa y yo le sonreí con suficiencia.


—Nunca se sabe cuándo puedo tener hambre otra vez —dije encogiéndome de hombros—. Y no he olvidado tu descarado desacato a la norma de las bragas, señorita Chaves. Pagarás por ello. Luego.


Me metí sus bragas en el bolsillo delantero de los vaqueros. 


Una vez bien guardadas, coloqué las manos en la parte interna de sus rodillas y le abrí bien esos cremosos muslos para dejar paso a mi invasión. No me tomé mi tiempo, no fui con parsimonia ni con sensualidad; enterré la cara entre sus muslos y ataqué. La espalda de Pau se arqueó y sus rodillas cedieron, pero yo la mantuve en pie agarrándola firmemente de las caderas. No tenía escapatoria ni de mí ni de mi boca hasta que yo estuviera preparado para soltarla.


Me aparté mínimamente para mezclar la persuasión con la exigencia y vi de reojo que los dedos de sus manos se retorcían.


—Por favor, no muevas esas manos, gatita.
Odiaría tener que parar antes de darte lo que quieres, pero soy un hombre de palabra, y lo haré, así que no me pongas a prueba —le advertí tocando su punto sensible con los labios.


—Por favor, Pedro. Por favor, necesito…


Joder, me encantaba escucharla suplicar por lo que solo yo podía darle. Me ponía la polla más dura que una puta piedra y me vi abrumado por la urgencia de hundirla en su humedad.


En realidad no había ninguna razón por la que no pudiéramos aliviarnos los dos al mismo tiempo; matar dos pájaros de un tiro, o de una polla, más bien. Aunque era necesario primero llegar a los dientes, así que le mordisqueé el clítoris. Dejé que su gemido gutural durara y luego se convirtiera en algo mucho más brutal mientras devoraba ese tenso nódulo con un hambre vigorosa. Le di a su delicioso coño un último y largo lengüetazo, me puse de pie frente a ella y planté las manos en la pared a cada lado de su cabeza. Cuando presioné mi cuerpo contra el de Pau, me aseguré de que pudiera sentir mi erección.


—Esto es lo que me haces. Es bastante doloroso, pero te aseguro que el placer también está ahí —le dije mientras me deleitaba en sus gemidos de apreciación y continuaba restregándome contra su conejo de lo más desnudo y húmedo.


El objetivo era volverla loca, y lo hice, pero yo también estaba igual y no quería esperar ni un momento más.


Retrocedí rápidamente y me desabroché el cinturón y los pantalones en cero coma segundos antes de bajármelos lo suficiente como para que mi verga saliera de su escondite. Luego deslicé las manos entre sus muslos hasta apoyarlas en la pared. La obligué a abrirlos a la vez que la levantaba hasta estar a la perfecta altura con las piernas dobladas por encima de mis antebrazos.


—Voy a tomarme mi tiempo contigo cuando volvamos a casa, pero por ahora tendrá que ser rápido. Agárrate a mí, gatita —dije, por fin dándole permiso para que me tocara.


Paula enganchó los brazos bajo los míos y me agarró de los hombros, y yo la penetré… hasta el fondo. Cuando ambos gemimos de placer, tuve que amortiguar nuestros sonidos con la boca si no quería arriesgarme a atraer atención no deseada o que alguna enfermera cotilla —o, Dios no lo quisiera, su padre— viniera a investigar. Tenía clarísimo que no quería empezar mi relación oficial con la mujer que amaba con la amenaza de su padre de enviarme a la morgue. Aunque, aparentemente, el rigor mortis ya se había establecido, al menos en mi polla. Así de palote me ponía por ella.


Pero no había de qué preocuparse. Estaba bien enterrado en mi Pau con los huevos en contacto con su piel, y eso fue más que suficiente para encargarse del asunto en toda su extensión. Me moví dentro de ella una y otra vez, cada vez yendo más y más profundo con cada urgente embestida. Ella me hincó las uñas en el hombro y yo pude sentir las pequeñas heridas a través de la camisa, pero aquello no me detuvo porque era un jodido gustazo saber que eso venía derivado del placer que le estaba dando. Los besos de mi chica se volvieron más desesperados, mis arremetidas se enajenaron hasta sentir sus paredes vaginales contraerse alrededor de mi polla cual latido palpitante y ella gimió contra mi boca. Su cuerpo se tensó y sus muslos intentaron cerrarse por su cuenta a la vez que se estremecía entre mis brazos y llegaba al orgasmo. Fue todo el permiso que necesité para dejarme llevar y derramar mi semilla en su interior con un gruñido estrangulado. Mis caderas se sacudieron ligeramente hasta que me quedé seco.


Sin lugar a dudas este había sido el mejor quiqui que hubiera echado nunca. Admitiré que me sentí como un cabrón por habérmela follado así la primera vez después de nuestras declaraciones de amor, pero se lo iba a compensar con creces luego. Una y otra vez, hasta que estuviera perfectamente satisfecha. Y luego empezaríamos de nuevo otra vez, porque tal y como mi chica había apuntado, era insaciable.


Me retiré del interior de Pau y la bajé poco a poco por la pared hasta que tocara el suelo con los pies. Ella se bamboleó un poco entre mis brazos debido a su letargo, así que volví a estrecharla contra mí.


—Cuidado, gatita. ¿Estás bien?


Ella suspiró de satisfacción.


—Oh, sí. Estoy muy bien.


Me reí entre dientes de su respuesta. Ella provocaba el mismo efecto en mí, y no es que fuera ninguna sorpresa para mí porque había sido así desde la primerita semana que pasamos juntos, y siempre seguiría siéndolo.


¿Siempre? ¿Estaba pensando a largo plazo en referencia a nuestra relación?


Joder que sí. Era mía.








CAPITULO 46






La espera era insoportable; casi como cuando estás
esperando a ver si el palito blanco en el que acabas de
mear iba a mostrar una o dos líneas después de haberte cogido una cogorza y haber terminado yendo a casa y liándote con un tío sin trabajo, sin dinero y sin ningún control sobre sus necesidades fisiológicas.


Vale, en realidad no tenía ni idea de cómo sería aquello, pero tenía imaginación y veía mucha televisión por cable. Mi madre estaba en el quirófano; mi padre sentado pacientemente junto a mí mientras leía el periódico local; y Pedro, en algún lugar del edificio urdiendo solo Dios sabía qué plan para explicarle a Mario su presencia en este rinconcito mío del hemisferio oeste. Mi uñas no podrían soportar la tortura a la que mis dientes las estaban sometiendo durante mucho más tiempo, y estaba bastante segura de que si ponía un trozo de carbón entre mis pliegues del culo, conseguiría un diamante del tamaño de una pelota de béisbol.


Sandra, alias La Enfermera Barbie, había entrado en la habitación momentos antes para hacernos saber que todo había ido bien con mi madre y que estaba en recuperación. 


Daniel estaría con nosotros pronto para darnos los demás detalles. Era una noticia fantástica, pero todavía tenía otro dramón por el que preocuparme. Mi padre podía haber
estado ahora un poco lento, pero era tan bueno detectando mentiras que sabía que no nos íbamos a ir de rositas en lo que a él respectaba. Solo esperaba que el plan de Pedro fuera tan impecable como su cara y que mi padre no llevara consigo su arma.


De pronto la puerta se abrió y yo pegué tal bote en la silla que me puse de lado y me golpeé la cabeza contra la pared. 


Y eso dolió.


—¡Dios, Pau! Hemos venido en cuanto hemos podido —dijo Lexi mientras entraba precipitadamente en la habitación y me rodeaba con sus brazos—. ¿Estás bien? ¿Tu madre está bien? ¿Qué pasa?


¿Lexi? ¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté, confusa.


—Salvándote el culo —me susurró al oído.


Fue entonces cuando miré por encima del hombro y vi a Pedro entrar lentamente con toda la fanfarronería y la gracia de un modelo de pasarela.


No, borra eso. Parecía más una estrella del rock convertida en dios del sexo a bordo de un cohete con destino al planeta Orgasmo. La mano derecha la tenía metida en el bolsillo delantero de sus vaqueros y con los dedos de la otra se acariciaba el marcadísimo mentón de un modo casual. La yema de su dedo pulgar rozaba su labio inferior y su talentosa lengua apenas se vislumbraba para saludar con un hola-quétal.


El Chichi empezó a botar a la vez que daba palmaditas. Y cuando Pedro se recolocó los vaqueros como quien no quiere la cosa, se llevó el dorso de la mano a la frente y se desmayó. Sí, ese era el efecto que el hombre tenía sobre mi cuerpo. Y mi madre estaba bien, así que mi reacción no fue indecente en lo más mínimo, muchas gracias.


—¡Dios! ¿Este es tu padre?


Lexi me soltó de golpe y fue pavoneándose hacia él. Sí, se pavoneó, lo cual me hizo preguntarme si el plan ingenioso que se les había ocurrido a los cuatro tenía algo que ver con una infidelidad, porque parecía ir a por todas, moviendo las pestañas y meneando su pechonalidad. Estaba bastante segura de que las cortinas se abrirían para revelar una barra de stripper, un escenario y un DJ. No sabía si debía placarla, lanzarla al suelo y empezar a golpearle la cara con los puños o sacar todos los billetes que pudiera encontrar en mi cartera.


—Es un placer conocerlo, señor Chaves—dijo ofreciéndole la mano—. Soy Alexis Mavis, la compañera de cuarto de Pau.


¿Mi compañera de cuarto? Sí, aquello no me lo esperaba, pero decidí que probablemente debía mantener la boca cerrada y ver cómo se desarrollaba todo. La mirada que les eché a Dolores y a Dez, que estaban manteniendo la respiración, me dio la razón.


Marcos estaba anonadado con Lexi, y en parte quería darle un puñetazo por estar babeando por ella cuando su mujer, mi madre, descansaba en una sala de despertares al final del pasillo. No es que de verdad pensara que Marcos le fuera a poner los cuernos. Y para ser justos, tampoco es que fuera culpa suya. Me aventuré a suponer que Lexi tenía ese poder sobre cualquier hombre que no estuviera relacionado con ella, así que su reacción era muy normal. Además, se recuperó del trance inducido por las tetas de Lexi bastante rápido, así que tenía que al menos reconocerle ese mérito.


—¿Alexis Mavis, la agente deportiva? Tu marido es el jugador de la NFL, Brad Mavis, ¿verdad? — preguntó mi padre con una expresión llena de fascinación.


Ajá, así que eso explicaba el babeo. La única otra cosa que podría hacer que un hombre reaccionara así eran los deportes, y mi padre era un fanático.


—El mismito —dijo Lexi con una sonrisa digna de la alfombra roja estampada en la cara.


Oh, era buena.


Marcos parecía estar tan confundido como yo. Creo que yo escondí mi confusión bastante bien, principalmente porque estaba distraída por el modo en que respiraba Pedro. Bueno, no era exactamente por el modo en que respiraba, sino por el mero hecho de que existiera. Añádele a eso el hecho de que estaba ahí y de que me quería y ya andaba lista en lo que a la coherencia se refería.


—¿No te lo ha dicho Pau? —preguntó Lexi, mirándome y seguidamente devolviéndole la atención a mi padre. Ella suspiró y puso los ojos en blanco, exasperada, cuando me encogí de hombros como una tonta—. Cuando Pau llegó al campus, parece que hubo un lío con la asignación de dormitorios. Por lo visto había una cama menos de la que habían previsto. Y bueno, como informó tarde de su beca, básicamente la dejaron que se las apañara sola. »Yo soy una antigua alumna de NYU y mi marido y yo íbamos a ir a comer con el decano, pero al salir escuchamos por encima todo el jaleo y quisimos ayudar. Por suerte para Pau, nosotros teníamos una habitación extra en nuestro ático fuera del campus —explicó Lexi… y con mucha convicción,
debía añadir.


—¿Y no nos llamaste porque…? —preguntó Marcos, ladeando la cabeza mientras me dedicaba la misma mirada que me ponía cuando era más joven y me había metido en donde no me llamaban.


—Esto… yo…


Le pedí ayuda a Lexi con la mirada.


—En realidad la mujer iba a hacer las maletas otra vez y a volver a casa, pero yo creo rotundamente en la importancia de una buena educación y no pude dejar que lo echara todo por la borda por culpa de un tecnicismo. —Diría que Lexi se estaba arriesgando demasiado, pero si salía bien, le haría una enorme ovación y la nominaría a los Emmy—. Además, Brad está mucho tiempo fuera por los partidos y me venía
bien la compañía. Me acompaña a muchos de los actos sociales a los que Brad no puede ir debido a su horario, que es donde conoció a mi dulce y querido primo Pedro.


—¿Pedro? —preguntó girándose hacia mí—. ¿Quién es Pedro?


—Ese soy yo, señor. —Pedro dio un paso hacia adelante con el brazo extendido—. Pedro Alfonso.
Es un placer conocerlo por fin. Pau me ha contado muchas cosas de usted y de su esposa.


—¿Sí, no? —preguntó, mirándome de reojo otra vez—. Bueno, desearía poder decir lo mismo de ti.


Prácticamente pude escuchar cómo su bulómetro comenzaba a sonar y a pitar a toda hostia.


—Sí… eh… lo siento, papá.


Me puse de pie y me acerqué a Pedro para presentarlos en condiciones y para hacer un poco de control de daños. Pedro me pasó el brazo por la cintura y me pegó a su costado, señal de que formábamos un frente unido, pero en realidad no era más que una enorme distracción, porque podía tanto sentirlo como olerlo.


—Papá, me gustaría presentarte a mi… eh… novio, Pedro Alfonso —dije sin estar verdaderamente segura de cómo llamarlo, quizá por eso toda la frase salió más como una pregunta que como la constatación de un hecho.


Marcos me miró a mí, y luego a Pedro, y luego al brazo de Pedro, que se encontraba alrededor de mi cintura en una posición que decía mucho de nuestra familiaridad, y luego miró su mano extendida antes de estrechársela por fin.


—Ese Pedro Alfonso, ¿eh?


—Del Loto Escarlata —reconoció Pedro antes de retirar la mano y de volvérsela a meter en el bolsillo —. Siento mucho la enfermedad de su esposa. ¿Puedo preguntar cómo está?


—Está recuperándose de forma extraordinaria — dijo una voz desde detrás de nosotros.


Todo el mundo se giró para ver a Daniel entrar en la estancia con lo que suponía que era el historial de mi madre en la mano. Se paró en seco cuando vio a Lexi allí de pie junto a mi padre.


—Veo que ya ha conocido a mi hija y a mi sobrino —dijo con una sonrisa—. El mundo es un pañuelo, ¿eh?


—Sí, eso parece —replicó mi padre; su tono me indicó que sabía que le estábamos tomando el pelo—. ¿Y qué pasa con mi mujer?


—El trasplante fue pan comido —respondió Daniel; su comportamiento era completamente profesional—. A partir de aquí ya solo es cuestión de esperar a que su cuerpo no rechace su nuevo corazón.


—¿Podemos verla? —pregunté.


—Ahora mismo el descanso es imperativo para su recuperación. Cualquier tipo de emoción o sobresalto —dijo, mirando de forma significativa a las varias personas que había en la habitación antes de pararse en mí y en Pedro—, no será bueno. Así que, ¿qué tal si solo lo limitamos a usted por ahora, señor Chaves? Sandra lo llevará con ella en unos minutos.


—Pero Pau es su hija —comenzó a protestar Marcos.


Quiero verla —dije con firmeza.


—Y lo harás —respondió Daniel—. Solo sé paciente, por favor. Uno a uno por ahora.


—Tú primera, Pau—ofreció Marcos, aunque se le veía en cada arruga de la cara lo mucho que quería estar a su lado.


Le regalé una sonrisa tranquilizadora.


—No pasa nada, papá. Yo iré a verla luego.


—¿Por qué no te llevo a que comas algo? —Pedro me besó en la sien y me acarició la espalda con ternura—. Me preocupaba que estuvieras tan afectada que te olvidaras de hacerlo, y tenía razón.


Me dedicó una sonrisa arrogante de lo más irresistible y sexy y yo me mordí el labio inferior en un intento de no saltarle encima allí mismo. A mi padre no le habría hecho gracia ser testigo de ese pequeño momento porno.


—Iré con vosotros —ofreció Dolores, entrelazando el brazo con el de Dez.


Me derritió completamente el corazón ver cómo mis dos mundos se unían en uno solo tan perfectamente bien.


Me parecía una estupidez por mi parte haber pensado alguna vez que la vida de Pedro y la mía eran demasiado diferentes como para poder compartirlas juntos. Al fin y al cabo, cuando quitabas de en medio el dinero y las casas, los coches y la ropa extravagante, ¿no éramos todos unos simples humanos? El dinero no podía comprar el amor, y aunque podía cambiar a cierta gente, no quería decir que todo el mundo que tuviera alguna fortuna fuera un esnob. La verdad fuera dicha, yo era la esnob por haber pensado que Pedro y sus seres queridos no eran lo bastante buenos como para vivir en mi mundo. No solo eran más que buenos, sino que ya se habían convertido en una constante fija en él. No podía recordar mi vida antes de Pedro, y no quería imaginarme el futuro de la misma sin él en ella.


—Sí, creo que me gusta esa idea. Iremos todos juntos —dije mientras me separaba de Pedro y en cambio lo cogía de la mano antes de girarme de nuevo hacia mi padre—. Dile a mamá que la quiero y que iré a verla en cuanto me dejen, ¿vale?


—Claro, cariño —respondió.


Daniel nos dedicó una sonrisa cómplice a Pedro y a mí y luego se fue. Lexi, Dez y Dolores fueron los siguientes, pero cuando Pedro y yo fuimos a girarnos hacia la puerta, mi padre nos detuvo.


—Pau, ¿puedo hablar contigo? —preguntó y luego miró a Pedro—. En privado.


Le ofrecí una sonrisa de disculpa y a la vez nerviosa a Pedro. Por mucho que odiara verlo marchar, no podía negarle a mi padre la audiencia que pedía. 


Además, Pedro estaba aquí y se iba a quedar tanto tiempo como yo quisiera, según sus propias palabras. Esperaba que se diera cuenta de lo mucho que en realidad duraba toda una vida.


Como si me leyera la mente, Pedro me acunó una mejilla y me besó suavemente en la frente.


—Te estaré esperando en el ascensor —dijo antes de seguir a sus amigos hasta fuera.


Respiré hondo para aplacar los nervios y luego me giré para enfrentarme a mi padre con una sonrisa estampada en el rostro.


—¿Qué pasa?


—¿Por qué has tardado tanto en venir a ver a tu madre?


—¿A qué te refieres? Vine en cuanto Dez me lo dijo. 


Marcos levantó el periódico que había estado leyendo antes y me lo tendió. Allí, en el artículo de portada de la sección de entretenimiento del Chicago Times de ese día había una imagen de mí y de Pedro en la alfombra roja del baile de gala del Loto Escarlata. La leyenda rezaba: «¿El soltero más cotizado de Chicago ya no está disponible?»


—Papá, puedo explicar… —comencé.


Marcos levantó las manos y me detuvo.


—No hace falta, Pau. Todo lo que sé es que estabas en la ciudad, y aunque no hubiera visto ese artículo, ya me había estado preguntando cómo leches te las habías arreglado para haber llegado hasta aquí tan rápido desde Nueva York. He estado tan ocupado preocupándome por tu madre que no me di cuenta siquiera de lo sospechoso que era que justo ahora a última hora hubieras conseguido una beca completa y que te fueras volando a Nueva York en menos que canta un gallo. Y entonces un par de millones de dólares aparecen en la cuenta del banco sin ninguna pista de dónde han salido y el médico de tu madre abandona el caso para que un cardiólogo de prestigio, que da la casualidad de que es el padre de tu supuesta compañera de cuarto, que da la casualidad de que es la prima de… —volvió a señalar el periódico con la mano—, el soltero más cotizado de Chicago. El hombre tiene tanto dinero que no sabe ni en qué gastarlo, y mi hija, ¿una niña que era tan tímida que no pudo ir siquiera a su propia graduación, está saliendo con él y aparece en una foto publicada en un periódico?


Marcos suspiró y sacudió la cabeza.


—No tiene sentido, pero ahora mismo no me importa. Nos han regalado un milagro, y sospecho que todas esas coincidencias —dijo, usando los dedos de las manos como comillas— tienen todo que ver con él, pero no cuestionaré ese milagro porque significa que puedo disfrutar de mi mujer un poco más. Pero no hagas que me arrepienta.


Una sonrisa tan amplia que hasta dolía se extendió por mi rostro.


—No lo haré, papi. —No lo había llamado así desde que tenía siete años. Fui hacia él y le di un enorme y fuerte abrazo porque se lo merecía y porque ambos lo necesitábamos—. Gracias.


—Sí, sí, sí. Sal de aquí y ve a por algo de comer. Estás demasiado delgada —dijo, echándome con el movimiento de una mano—. Y cuando todo esto se acabe y tu madre haya vuelto a casa, quiero que los dos vengáis a cenar y nos lo presentes como es debido.


Traducción: quería presentarle a Pedro su Smith and Wesson.


Pese al hecho de que me estaba dejando a mi aire, le lancé mi mejor mirada de por-favor-no-saques-lapistola- y-me-avergüences. Pedro era importante para mí y lo último que necesitaba era que Marcos se pusiera en modo padre protector. Tenía veinticuatro años y era más que capaz de cuidar de mí misma. Marcos podría haber discutido conmigo sobre ese punto si supiera lo lejos que había llegado para ayudar a mi familia, pero vi que lo había hecho como una muestra de fuerza, no de debilidad. En cualquier caso, sabía que una vez que llegaran a conocer a Pedro, los tendría a sus pies igual que me tenía a mí.


—Es una cita —le dije a Marcos—. Volveré en un rato para ver qué tal está mamá.


En cuanto abandoné la habitación, solté un gran soplo de aire y suspiré de alivio antes de dirigirme hacia los ascensores. No había llegado lejos cuando un par de manos salieron de otra habitación y me agarraron para arrastrarme hasta dentro. No hubo grito de protesta, ni me quité de encima a mi supuesto atacante, porque lo olí incluso antes de verlo.— Pedro, ¿qué haces? —dije riendo mientras me pegaba de espaldas contra la pared y me apresaba con su cuerpo.


Él comenzó a devorarme el cuello a base de besos.


—Te dije que tenía hambre.


—No, no me lo dijiste. Yo fui la que dijo que tenía hambre —lo corregí con una risita.


Él se encogió de hombros y me colocó las manos por encima de la cabeza con una de las suyas.


—Lo mismo da.


Mi cuerpo se relajó bajo su contacto.


—Eres insaciable, señor Alfonso.


—Ah, así que por fin te das cuenta, señorita Chaves —dijo mientras me agarraba el pecho derecho con su mano libre y empezaba a masajearlo.


—¿Y qué estamos haciendo aquí entonces?


—Creo que necesitas… ¿cómo lo llamaste? ¿Desestresarte?


Su mano bajó por mi costado hasta deslizarse bajo mi falda y por encima de las bragas. Gemí en el segundo en que sus dedos entraron en contacto con mi suave carne y comenzaron a toquetearme el clítoris. El Chichi se estremeció de placer.


—Mmm, sí. Lo necesitas, ¿verdad?


Su lengua me rodeó el lóbulo de la oreja y se lo metió en la boca.


El Chichi asintió con la cabeza de un modo exagerado y lloró por su contacto. Intenté bajar las manos para poder hundirlas en su abundante pelo, pero él las mantuvo firmemente en su sitio.


—Ah-ah, Pau. No se toca. Solo se siente.


Enfatizó la palabra hundiendo uno de sus largos y anchos dedos en mi interior; lo metió lánguidamente antes de volver a sacarlo con la misma parsimonia. El talón de su mano hacía presión contra mi clítoris, lo masajeaba con sus movimientos hasta que sentí que las rodillas iban a doblárseme e iba a caerme redonda al suelo. Pero aquello no sucedería porque Pedro era muy capaz de mantenerme en pie.


Sentí en mi interior un segundo dedo y luego Pedro acarició las paredes de mi coño hasta conseguir que empujara mi pelvis contra su mano. Sacó y metió los dedos una y otra vez, primero con una lentitud exasperante y luego rápidamente antes de ralentizar el ritmo otra vez. Era suficiente y a la vez demasiado, todo al mismo tiempo, y sentí cómo mi cuerpo hervía lleno de sensaciones, preparado para explotar con la caricia adecuada.


—Todavía no —susurró Pedro contra mis labios y seguidamente reclamó mi boca con un beso abrasador.


Retiró los dedos y me dejó como si me faltara algo dentro. Cuando solté un quejido de protesta, él interrumpió el beso y me miró con esa sonrisa perversa que siempre hacía que mis partes femeninas comenzaran de pronto a cantar el aleluya.


—Paciencia, gatita. Sabes que siempre me encargo de ti.Cierto.


Pedro separó su cuerpo del mío y me bajó los brazos hasta que mis manos estuvieron pegadas contra la pared a cada lado de mi cuerpo. Gimió cuando me contempló y luego se mordió el labio inferior.


—Voy a soltarte las manos, Paula, pero quiero que las dejes donde están. Si las mueves, no obtendrás tu orgasmo. ¿Me entiendes?


—De verdad que te odio por esto —dije, pero yo sabía que haría cualquier cosa que me pidiera. Y él también.


Pedro sonrió con suficiencia otra vez.


—No. Ya me has dicho que me quieres, ahora no lo puedes retirar.


Me dio un beso en la punta de la nariz y luego poco a poco me liberó las manos.