sábado, 20 de junio de 2015

CAPITULO 5






A la mañana siguiente me desperté, medio dormido, con la polla dura como una puta piedra metida entre algo cálido y blando. Mi mano rodeaba algo inconfundiblemente femenino y precioso, y lo estrujé para asegurarme de que era real. 


Odio las tetas de silicona y aunque había visto las de
Paula a través del pedacito de tela que llevaba en el club —y luego cuando se sacó el sujetador anoche—, no sabes si son de verdad hasta que las palpas. A pesar de que la industria de la cirugía estética esté progresando a pasos agigantados en esta cuestión, las artificiales no se pueden comparar a un buen par de tetas reales en las manos de uno.


Y ahora ya no me cabía la menor duda, las suyas eran naturales y además innegablemente perfectas.


Deslicé el pulgar por su pezón, gozando con la forma en que se puso enhiesto al acariciarlo. Paula tenía una boca deliciosa —¡vaya qué boca! —, pero sospechaba que cuando hubiera sentido mis caricias, la usaría para suplicarme que quería más en lugar de para ver de cuántas formas me podía fastidiar en cuanto la abría.


Al levantarme de la cama a mi pesar, advertí que Paula gemía protestando por ello. Seguía durmiendo profundamente y no se había dado cuenta de que me echaba de menos. De haber estado despierta estoy seguro
de que se habría alegrado de perderme de vista.


Así que me tendría que haber sentido como un gilipollas, porque yo, un absoluto desconocido, la estaba obligando a hacer cosas que no quería, pero era ella la que había accedido a este trato. Además, había señales de que seguramente le gustaba que la obligaran a desatar la bestia sexual que llevaba dentro. Había visto la expresión de sus ojos mientras le metía la polla en la boca la noche anterior. 


Le había encantado, y yo me alegraba, porque pensaba metérsela muchas veces más.


Me dirigí pesadamente al baño y abrí el grifo del agua caliente para llenar el enorme jacuzzi. Era la primera vez que lo usaba desde que los había pillado en él en plena faena.


Yo era el principal accionista del Loto Escarlata, la compañía de mi padre. Mi madre, Elizabeth, que a lo largo de su vida había sido budista, fue la que le puso el nombre a la compañía. La flor de loto al principio no es más que una semilla en el lodoso fondo de un estanque y poco a poco va
creciendo hasta salir a la superficie para florecer. El color rojo simboliza el amor, la pasión, la compasión y todo lo relacionado con el corazón. Mi padre, Pedro sénior, pensó que el nombre le iba como anillo al dedo a la compañía. El Loto Escarlata era el lugar donde la gente podía llevar sus
más genuinas ideas —las ideas cercanas y queridas que no podían materializar por falta de capital— y verlas crecer hasta florecer. El Loto Escarlata les ayudaba a realizarlas a cambio de recibir una parte de las ganancias. Mi madre había insistido en que la compañía colaborara en mejorar el mundo, con lo que realizar obras benéficas era tan importante para nosotros como la idea de fomentar el desarrollo.


Hacía casi seis años que mis padres habían muerto en un accidente de coche, dejándomelo todo a mí: el dinero, la casa y las acciones de la compañía que mi padre había adquirido. Pero ninguna de estas cosas podía reemplazar su presencia y además no me las merecía en absoluto.


El socio de mi padre, Hector Stone, que llevaba jubilado ya tres años, había entregado todas sus acciones a Dario, su único hijo. Dario y yo habíamos sido amigos íntimos en la infancia. Al triunfar nuestros padres, era prácticamente imposible saber quiénes eran amigos nuestros de verdad
y quiénes nos lamían el culo para sacarnos tajada. Dario y yo habíamos aprendido a base de palos que solo podíamos depender el uno del otro. Nos metíamos continuamente en problemas, retándonos para hacer sin siquiera pensarlo las proezas más ridículas. Pero nuestros padres siempre acababan arreglando nuestros estropicios, no podían permitirse que los herederos de la fortuna del Loto Escarlata salieran en las noticias de los periódicos sensacionalistas. Habría sido muy malo para los negocios. Además algún
día seríamos los directores de la compañía y nadie en su sano juicio querría poner sus valiosas ideas en las manos de un par de gamberros que tenían fama de echarlo todo a perder.


Nunca pensé que tuviera que hacerme cargo de la compañía a los veintidós años, cuando me acababa de licenciar. Dario en aquella época ya empezaba a hacerle sombra a su padre y a aprender los entresijos del negocio. Juntos éramos invencibles y nos convertimos rápidamente en la comidilla del mundo empresarial. Al decidir asociarnos, como nuestros
padres, ya sabíamos que íbamos a formar un buen equipo.


O al menos eso creímos.


Resulta que Dario nunca estuvo de acuerdo en la cantidad de dinero que la compañía «derrochaba» en obras benéficas. Era un codicioso hijo de puta y creyó que llenar su propio bolsillo era muchísimo más importante que ayudar a los menos afortunados. Pero la beneficencia había sido la
pasión de mi madre, y también la de mi padre, por eso yo no daba mi brazo a torcer. Además me hacía sentir muy bien corresponderle al mundo de alguna manera.


Hacía cosa de un año que había volado a Nueva York para tener una cita con una agencia especializada en proyectos comunitarios dedicada a ayudar a los niños de la calle a llevar una vida mejor. Al volver me encontré a Dario en el jacuzzi con mi novia Julieta, con la que llevaba dos años saliendo.


Para ser más preciso, le estaba dando por el culo mientras ella gritaba:
«¡Tu polla es más grande que la de Pedro


Pero no era verdad. Entré para comprobarlo con mis propios ojos.


Además en aquella época eso no era algo que me preocupara, porque estaba enamorado de Julieta y Dario lo sabía. O al menos eso creía yo.


También sabía que iba a pedirle que se casara conmigo al volver de Nueva York y él había hecho todo lo posible para hacerme cambiar de idea.


Dario era un puto machista. Estaba convencido de que las mujeres solo servían para satisfacer sus deseos sexuales.


«La mujer con la pata quebrada y en casa, y asegúrate de que sepa que eres tú quien manda», me soltaba. «Hay demasiados coños en el mundo como para atarte al de una sola mujer.»


Me decía que los tipos como nosotros no se podían fiar de ninguna, porque todas eran un puñado de putas, unas buscadoras de oro que solo querían una gran cuenta bancaria o una gran polla. Creía que yo era un estúpido por enamorarme y que al querer a una mujer me convertía en un
calzonazos y un débil.


Y tenía razón. Después de pillarlo con Julieta me quedé hecho trizas, al igual que su nariz, su rótula y tres de sus costillas.


Se la había follado para demostrarme que él estaba en lo cierto. Y aunque nuestra amistad terminara, seguíamos siendo socios. Hice lo imposible por comprarle su parte de la compañía, pero se negó a vendérmela. Y yo no pensaba ni por asomo renunciar a la compañía que a mis padres les había costado tanto crear. Así que hice de tripas corazón y
fui a trabajar cada día con la cabeza bien alta, realizando los negocios habituales.


Aprendí mi lección y me negué a volver a enamorarme de una mujer para que no me hiciera daño de nuevo.


Pero me sentía solo. Y estaba un poco enganchado a los chochetes.


Por supuesto había tenido escarceos con varias mujeres, pero siempre cortaba la relación por lo sano en cuanto veía que se encariñaban demasiado conmigo. El sexo era para mí una forma muy terapéutica de sacarme las frustraciones de encima, pero las mujeres no parecían querer estar con un tipo con esta mentalidad. Había algunas que me habían dicho que entendían que solo las quisiera para follar, pero acababan siempre cogiéndome cariño y queriendo que sintiera cosas que yo no sentía ni quería sentir, con lo que no les quedaba otra que largarse.


Podía haber tenido ligues de una noche, pero eso era como jugar a la ruleta rusa con mi polla, incluso protegiéndome con un condón, y por suerte ya me había dado el lote en mi juventud.


Ahora lo que quería era tener a la misma mujer en mi cama cada noche y cada mañana, alguien que me recibiera al volver a casa después de una larga y agotadora jomada laboral, deseosa de complacerme. Alguien que colmara todas mis necesidades, sin compromisos de por medio. Sí, sé que era la fantasía de cualquier hombre y que muy pocos podían hacerla realidad, pero yo tenía bastante dinero como para comprar esa fantasía. Y lo hice.


Y así fue cómo acabé conociendo a Paula.


En mi mundo siempre se habían dado las típicas charlas entre hombres.


Se dice que las mujeres cotillean a todas horas, pero los hombres hacemos también lo mismo. La única diferencia es que nosotros somos más discretos.


Una tarde en la que había estado jugando al golf con un inversor del Loto Escarlata, me enteré de las subastas. Fui al lugar a investigar un poco y después de hablar con el propietario, me picó la curiosidad.


Evidentemente no quería poseer a nadie en contra de su voluntad, pero Sebastian me aseguró que las chicas del «menú» lo hacían por voluntad propia y que aquella noche en particular podía encontrar una virgen. Para mí esto era un requisito esencial. Me preocupaban las enfermedades venéreas o gastarme una cantidad estratosférica de dinero en una mujer para acabar descubriendo que estaba preñada de otro.


Y esto no me hacía ninguna gracia.


Mientras estaba sentado en aquel camarín, totalmente a oscuras porque no quería que nadie me reconociera, dejé que cada una de las chicas expuestas se fuera marchando sin pujar siquiera por ellas. Es decir, hasta que ella se subió a la plataforma. Paula Chaves.


Había leído en el prospecto las especificaciones y el contrato que había propuesto y estaba intrigado. Como es natural, me había preguntado por qué una chica que parecía llevar una vida tan saludable estaba dispuesta a hacer algo tan descabellado, pero reprimí mi curiosidad porque como ya he
dicho, no quería comprometerme con ella. En el contrato se ofrecía por dos años, y eso era justo lo que yo andaba buscando. Dos años en los que poder follar de todas las maneras que pudiera imaginar era un buen plazo para
olvidarme de mi novia o enamorarme de nuevo. Y cuando ella se fuera, podía dar a mis amigos la razón más antigua de todas: «Simplemente la relación se enfrió».


Cuando vi a Paula supe que tenía que ser mía.


Además de ser el contrato ideal, ella era el ejemplar perfecto. Se veía una chica tan saludable como sus especificaciones y su aspecto no era demasiado voluptuoso ni artificial que digamos. Al final de la subasta vacilé, no estaba seguro de si seguir pujando, pero entonces fue cuando ella me lanzó esa mirada, como si me suplicara en silencio que no la dejara en manos de la asquerosa bola de sebo del otro camarín.


Puede que ella me diera un poco de pena, lo cual probablemente debería haber sido la primera señal de que era una mala idea. Pero con todo, hice la última oferta.


Y la segunda señal fue cuando mientras estaba arrodillada me hincó el diente en la polla. Eso me hizo ver las malditas estrellas y me mostró que yo había pegado bocado a algo que era demasiado para mí, y lo más irónico es que era ella la que me había mordido. Pero la cuestión era que Paula
nunca había hecho una puta mamada. ¡Qué alucinante! Yo sabía que era virgen, pero según mi propia experiencia la mayoría de vírgenes habían hecho al menos otras cosas para correrse aunque estuvieran por estrenar, por decirlo de alguna manera.


¿Y la mayor señal de todas? Esa jodida boca suya que no paraba de meterse conmigo.


Pero el trato estaba hecho. Había metido la pata hasta el fondo, era el peor error de mi vida, pero un trato es un trato. 


Pensaba cumplir con los términos del contrato hasta el último día y esperaba que ella hiciera lo mismo.


Pero para serte sincero, pensé que sus sarcásticos comentarios me pondrían cachondo. No creo que se me hubiese puesto tan dura con alguien que hiciera todo cuanto yo le pidiera. Ella tenía fuego y hielo corriendo por las venas y no me lo iba a poner fácil.


Lo cual era precisamente lo que iba a hacer que esta situación fuera incluso más excitante para mí.


Normalmente yo no era un gilipollas, pero me tomaba los negocios muy en serio. Además era un jodido cachondo mental y ella me había demostrado tener grandes aptitudes cuando mientras la follaba por la boca me tocó los huevos sin yo pedírselo. Enseñarle a hacer las cosas que me
gustaban y ver su sexualidad despertar y crecer iba a ser una escena de lo más deliciosa. Y yo estaba en primera fila.









CAPITULO 4




Respiré hondo e intenté relajarme un poco. Aunque no me resultó fácil, porque como ya he dicho, era guapísimo y en unas circunstancias normales me habría gustado saltarle encima y apretar mi cuerpo contra el suyo en aquella especie de extravío.


Y de pronto me había bajado las medias y las tenía en los tobillos.


Me quedé plantada como Dios me trajo al mundo, totalmente expuesta y vulnerable ante el hombre que me acababa de comprar para su propio placer.


—No te lo has pasado tan mal después de todo, ¿verdad? —me dijo haciendo una pausa esperando oír una respuesta que no hacía falta que yo le diera porque era evidente que me había gustado, y él lo sabía—. Ahora me toca a mí. Puedes quedarte de espaldas o darte la vuelta y mirar.


Sabía lo que él estaba haciendo. Me dejaba elegir. Aunque en realidad no era así. Porque si me quedaba como estaba, parecería una niñita asustada.


Y si me daba la vuelta, parecería estármelo pasando tan bien como él.


Tanto si me quedaba quieta como si me volvía, él saldría ganando.


Entonces me giré. Si iba a perder, quería mi premio de consolación. Y a esas alturas verle el cuerpazo a un tío que estaba para comérselo era un buen premio.


Pedro me echó de nuevo una de esas irritantes miraditas sexis, era evidente que se alegraba de mi decisión. Y yo en el fondo también. Le contemplé mientras se desabrochaba los botones de la camisa, uno a uno, con sus ágiles dedos. 


Eran gruesos y largos y además pornotásticos, como Dez diría. Sacó su torneado pecho mientras se quitaba la camisa, revelando una camiseta sin mangas ceñida a su musculoso cuerpo que le quedaba estupenda.


Ya basta. Estaba ahí por una razón.


Me acerqué a él mientras se disponía a sacársela y poniendo mis manos sobre las suyas, le detuve. Él me miró alzando una ceja y yo hice lo mismo, retándole a impedírmelo. Pero no lo hizo. Le puse las manos en las caderas y deslizándolas hacia arriba le fui sacando la camiseta por su largo torso.


Levantando los brazos dejó que se la quitara y cuando lo hice la arrojé al suelo. Bueno, eso intenté, pero él atrapándola en el aire con rapidez la dejó con soltura sobre el respaldo de la silla, junto con la chaqueta y la camisa.


Antes de darle tiempo a volverse hacia mí, ya le estaba abriendo la hebilla del cinturón. Sin sacárselo, le desabroché los pantalones y luego le bajé la cremallera.


—Te mueres de ganas, ¿verdad? —me preguntó sonriendo
maliciosamente.


Mi única respuesta fue mirarle a los ojos y bajarle los pantalones un poco hasta las caderas. ¿Y qué había bajo los pantalones? Unos bóxers deliciosos. Rojos. Unos bóxers rojos que cobijaban un orgulloso soldado con casco.


Aunque ya hubiera visto antes su maravilloso platanazo de cerca, lo que más cachonda me puso fue lo sexi que le quedaban los calzoncillos. Te permitían ver con suficiente detalle lo que ocultaban sin desvelártelo todo, como una cesta llena de cosas deliciosas esperando a ser desenvuelta, por decirlo de alguna manera.


Pedro se metió los pulgares bajo la cinturilla de los bóxers, sin dejar de mirarme, y luego se sacó los calzoncillos. Pero solo fue después de cogerlos él y darme la espalda, cuando yo me atreví a mirarle con más detenimiento. Cruzó la habitación hasta llegar a una serie de puertas, supuse que sería un armario, y mientras tanto dejé que mis ojos vagaran
por sus fuertes hombros y su musculosa espalda hasta…


—Me estás mirando el culo, ¿verdad? —me preguntó sin volverse.


Aparté la cabeza rápidamente hacia otro lado para que no me pillara mirándole.


—Pues no —le repuse con voz quebrada por la deliciosa escena que acababa de ver, y me aclaré la garganta para disimular.


—¡Sí, claro! —me repuso con sorna cerrando las puertas del armario. Se dirigió hacia su chaqueta, cogió un paquete de cigarrillos y un mechero del bolsillo interior y luego se encaminó al sillón que había junto a la ventana y se sentó, totalmente desnudo. Como yo no sabía lo que se suponía que debía hacer, me lo quedé mirando mientras él encendía el cigarrillo y dejaba el mechero y la cajetilla en la mesita situada al lado.


Me quedé hipnotizada por la forma en que sus labios hacían el amor al cigarrillo a cada calada de nicotina. Se agarró la polla con la otra mano y se puso a frotársela comiéndome con los ojos.


—Ven aquí —me dijo meneando la cabeza para que me acercara.


Yo titubeé, viendo cómo la polla se le iba poniendo tiesa ante mis ojos.


—Es hora de que aprendas tu primera lección —añadió sin cortarse un pelo y sin parar de masturbarse—. Te voy a enseñar a chupar una polla como es debido.


Admito que tragué saliva. Y por una buena razón, teniendo en cuenta mi primer intento, ya que fue el funeral de su pene. Sabiendo que no tenía elección, me dirigí al lugar donde estaba sentado y me arrodillé entre sus piernas abiertas esperando sus instrucciones.


—Me has malentendido. Quiero que te sientes en el sofá —dijo apagando el cigarrillo en el cenicero que reposaba encima de la mesita antes de levantarse y tirar de mí. Me senté en el sofá al que Pedro me llevó y él se quedó plantado frente a mí. Totalmente desnudo.


—Ahora voy a follarte por la boca, Paula. Es la manera más fácil de enseñártelo. En cuanto veas lo que me gusta, lo harás mejor la próxima vez. Espero que lo aprendas rápido.


Se cogió la polla con una mano y me puso la otra en la nuca, empujándome la cabeza hasta pegar su glande a mis labios.


—Bésamelo, y no temas usar la lengua.


Abrí la boca y le acaricié la cabeza de la polla deslizando la lengua a su alrededor, cubriéndolo con mis labios.


Él gimió de placer.


—¡Joder, cómo me gusta! Sigue. Ahora chúpamela un poco.


Lamiéndole el glande, me lo metí en la boca y lo chupé como si fuera un pirulí. Además, después de escuchar sus instrucciones quería lucirme en ello.


—Ahora agarra la base de mi polla y apriétala un poco.


Hice lo que me pidió y la sentí enardecerse más todavía en mi boca. Él me presionó la cabeza hacia delante para que me la metiera más adentro mientras meneaba las caderas con un cadencioso vaivén.


—¡Oh, Dios, sí! Sigue así —dijo gruñendo de placer mientras me la metía hasta el fondo. Para que no fuera como las típicas actuaciones del Foreplay, se la agarré un poco más arriba de la base para que no me la hincara hasta la campanilla.


Agarrándome del pelo de la nunca, Pedro fue moviendo mi cabeza hacia adelante y atrás. En cuanto mi boca se acostumbró a su invasión, él meneó las caderas más deprisa. La habitación estaba sumida en el silencio, solo se
oían mis ávidos chupeteos y los profundos gemidos de placer que salían de su garganta mientras se miraba follándome por la boca.


Puso un pie sobre el sofá para empujar mejor con las caderas mientras me metía y sacaba la polla. Sus embestidas adquirieron un ritmo más rápido y empezó a gruñir a cada acometida. Me noté el surco entre mis muslos vergonzosamente mojado y me horroricé al pensar que pudiera mancharle el sofá. Gemí excitada al descubrir que le gustaba tanto y se ve que esto le inflamó, porque él también gimió hincándomela en la boca con más ardor aún.


—¡Joder! Cuando vi esa carnosa boca tuya tan follable supe que serías muy habilidosa en esto —susurró con voz jadeante y rasposa mientras seguía follándome por la boca, y yo estaba deseando que me tocara, porque Pedro estaba como un tren.


Cuanto más gemía él, suspiraba e incluso gruñía, más segura me sentía yo. Al advertir sus huevos oscilando con fuerza, quise palparlos para notar mejor cómo eran. Y los rodeé suavemente con mi otra mano.


—¡Mierda, mierda, mierda! Vas a hacer que me corra.


Era lo que yo quería, pero no tenía idea de lo que se suponía que debía hacer cuando le pasara.


—¡Oh… Dios! —gimió follándome por la boca más rápido aún.


Agarrándome por el pelo con sus largos dedos, empujaba y apartaba mi cabeza para que se acoplara al ritmo de sus ardientes acometidas. Me lo sujetaba con tanta fuerza que debería haberme dolido, pero solo me puso más cachonda aún.


—Veamos si te lo puedes tragar —me soltó con rudeza y antes de procesar yo lo que esto significaba, me hincó la polla hasta la campanilla.


De su pecho salió un profundo gemido de deleite y entonces noté un chorro espeso y caliente deslizándose por mi garganta.


Me atraganté hasta que, superando mis instintos, empecé a tragármelo.


Te mentiría si te dijera que era más rico que el chocolate, las gominolas o que alguna otra golosina parecida. Pero tampoco sabía tan mal. El sentido común me decía que debería estar asqueada, pero a juzgar por la reacción de este absoluto desconocido que había pagado dos millones de dólares para que yo fuera su esclava sexual y podérmelo hacer cuando le viniera en gana, no era para tanto.


Sacó su polla de mi boca y me sonrió.


—Me has hecho una mamada de puta madre.


Me limpié los restos de semen de la boca con el dorso de la mano intentando poner cara de asco, porque no quería que supiera que en cierto modo me había gustado. Pero él simplemente soltó unas risitas como respuesta.


—En el baño encontrarás un elixir bucal.


Apartándose, tiró de mí cogiéndome de la mano para que me levantara del sofá y me condujo a otra serie de puertas. Entramos juntos al baño y sacó una botella de elixir bucal de debajo de la pileta y me la entregó. Vertí un poco en el tapón y me enjuagué la boca mientras él cogía una toallita, la
humedecía con agua y se limpiaba. Hasta estando flácida su polla era gigantesca.


—Ten —me dijo entregándome un cepillo de clientes nuevo precintado aún.


Nos quedamos plantados cada uno ante una pileta, la suya y la de su pareja, y nos frotamos los dientes en medio de un incómodo silencio. Yo no cesaba de ver reflejada en el espejo su boca sonriendo socarronamente alrededor del cepillo de clientes, y estaba casi segura de que se lo estaba
pasando en grande mirando mis tetas bambolearse mientras me los cepillaba. Como no podía soportar su cara socarrona, aparté la vista y me puse a mirar el baño. Parecía diseñado para un rey y la bañera era la pieza principal. Consistía en un jacuzzi lo bastante grande para contener al menos cuatro personas, con un grifo de bronce en un extremo. Estaba
equipado con dos escalones de acceso y dos más en el interior. Dentro también había un par de bancos para sentarse, uno a cada lado, que llegaban hasta la mitad del jacuzzi. Estaba segura de que se podían montar unas juergas impresionantes dentro. Por alguna razón me dieron ganas de darle una colleja al venirme este pensamiento a la cabeza.


Pero ¿qué diablos me estaba pasando? Estaba plantada en bolas, cepillándome los dientes al lado del hombre que acababa de conocer sin saber aún nada de él, que hacía solo unos instantes me había follado por la boca hasta quedarse bien ancho, y encima quería darle una colleja por
celebrar unas salvajes orgías en su descomunal bañera. 


Debía haberme empalado el cerebro con su polla, porque esa reacción no tenía ningún sentido.


Reprimiendo mis horrendas ganas de arrojarle la pasta dental a la cara, la escupí en su lugar en la pileta. Mi boca estaba limpia, pero seguía sintiéndome sucia.


—Vayamos a acostarnos —dijo él después de escupir el dentífrico y enjuagarse la boca.


Le lancé una mirada asesina, pero le seguí de todos modos al dormitorio.


—Mm…, perdona —dije parándome en seco mientras se dirigía a la cama—. Estoy desnuda. ¿Dónde has dejado mis cosas?


—Yo duermo desnudo y ahora tú también lo harás —puntualizó apartando la colcha para que nos metiéramos debajo de ella.


Resoplando, rodeé la cama echa un basilisco y me tumbé en la otra punta, lo más lejos posible que pudiera estar de él sin caerme al suelo.


—Ven, Paula.


¿Estaba de guasa? ¿Es que no le bastaba que yo durmiera desnuda? ¿Que él durmiera desnudo? ¿Que los dos acabásemos de cepillarnos los dientes desnudos después de follarme por la boca desnudo y de haberme hecho pensar que celebraba orgías de lo más desenfrenadas desnudo en el baño?


¿Y ahora encima quería dormir abrazado a mí desnudo?


—Te he dicho que vengas —dijo alargando el brazo en medio de la cama. Rodeándome la cintura con él, me ciñó fuertemente contra su pecho —. Así es mejor —añadió mientras hundía su cara en mi nuca—. Ahora procura dormir un poco. Lo vas a necesitar.


¿Cómo quería que me durmiera con una polla descomunal pegada a mi culo?






CAPITULO 3





—Paula, me estás haciendo perder el tiempo y por lo visto también el dinero.


—¿Quieres que…? ¿Aquí? ¿Ahora? —le pregunté hecha un manojo de nervios.


—¿Es que no me has entendido? —me contestó el Hombre Misterioso arqueando una ceja.


Me arrodillé entre sus piernas, sintiendo un nudo en la garganta. Por suerte el suelo estaba frío, porque me hizo tomar conciencia del tórrido ambiente que se respiraba en el camarín. Invadida por una oleada de calor, noté que me había puesto más colorada que un hierro al rojo vivo. Intenté
respirar hondo para no vomitar sobre su regazo. No creo que esto le hubiera hecho ninguna gracia.


Suspiró irritado por la espera, por lo que me puse más nerviosa aún. El corazón me martilleaba en el pecho.


—Métete mi polla en la boca, señorita Chaves.


Me incliné hacia delante y al agarrársela descubrí que era tan gorda que ni siquiera la podía rodear con la mano. 


¡Válgame Dios! ¡Cómo esperaba que me cupiera en la boca algo de ese calibre! Cometí el error de alzar la vista. Lo descubrí levantando una ceja, expectante, y por un instante me pareció ver un tic en sus mandíbulas, como si él estuviera tan nervioso como yo. Pero me dije que no podía ser y volví a lo mío, un menester que sin duda esperaba que cumpliera hacendosamente.


Estoy segura de que mientras estudiaba su polla intentando descubrir la mejor manera de hacer lo que me pedía debí de parecer estúpida. Todas aquellas noches en las que me había quedado en casa de Dez para aprender a besar y a hacer mamadas llevada por su insistencia ahora ya no me
parecían tan absurdas. Vale, lo había hecho con un plátano, pero comparado con el viril atributo del Hombre Misterioso, le tendría que haber inyectado una tonelada de esteroides para que estuviera a su altura.


La cabeza de su polla estaba lubricada y me pregunté qué se suponía que debía hacer con eso que rezumaba, y abriendo la boca lo lamí con la punta de la lengua. Oí al Hombre Misterioso sisear ligeramente de placer y tomándomelo como una buena señal se la besé, pero no fue un beso para nada sexi. Más bien era como darle un beso en la calva a mi tío Fred, aunque en realidad no se pareció en nada a besar su pelada cabeza. ¡Madre mía!, no tenía idea de lo que estaba haciendo y mis intentos por salir airosa de la situación me estaban haciendo pensar cosas de lo más absurdas. Vi que esas elucubraciones eran mi mecanismo de defensa. Pero aun así, me estaba yendo por las ramas en el momento más inapropiado.


Cerré los ojos y exhalé el aire lentamente, intentando encontrar un hueco dentro de mí donde me sintiera como una voluptuosa zorra. La imagen de su rostro invadió mis pensamientos y de súbito, animada de una especie de
fogosidad, me volví más atrevida. Le rodeé el glande admirablemente abombado con los labios y se lo chupé un poco. Después abriendo más la boca, me metí su polla hasta el fondo, pero apenas conseguí cubrirla, porque como ya he dicho, era gigantesca. Estaba casi segura de que se me iban a trabar las mandíbulas.


—Venga, seguro que te la puedes meter más adentro —me retó.


Empujé hasta sentir la cabeza de su polla en mi garganta y creí que se me iban a desgarrar las comisuras de la boca. 


Sería más fácil si mis mandíbulas fueran como las de las boas, que se tragan a sus presas de una sola pieza. Y fue en ese momento cuando me puse a rezar para que no se me desencajaran.


Me saqué un poco la polla de la boca y me la volví a meter, pero esta vez supongo que mi reflejo nauseoso decidió no colaborar. Cuando me rozó la campanilla, me dieron arcadas y se produjo una reacción en cadena. Al intentar contenerme para no vomitarle encima, hinqué sin querer los dientes en la sensible piel del cipote. Él lanzó un grito de dolor y me apartó con brusquedad antes de volver casi a rastras a la poltrona para alejarse de mi boca asesina.


—¡Joder! —gritó y luego se puso a examinar su pene. Yo no le había hecho en absoluto un rasguño a su gran bebé—. Estás de broma, ¿verdad? ¿Es que no le has chupado nunca la polla a un tío? —me soltó enojado. Aunque frunciera el ceño, seguía siendo guapísimo—. Porque es la peor mamada que me han hecho en la vida.


Ahora sí que lo detestaba de verdad.


—Lo siento, yo nunca…


—¿Nunca has chupado una tranca? —me preguntó incrédulo. Negué con la cabeza—. ¡Por Dios! —murmuró sacudiendo la cabeza mientras se pasaba las manos por la cara sorprendido y respiraba hondo.


Su poca sensibilidad ante la situación, o tal vez su hipersensibilidad a ella, me sacó de mis casillas. Sabía que era mejor que me quedara calladita —porque no hay que olvidar que él podía hacer conmigo lo que quisiera—, pero acabé estallando.


—¡Tú y tu descomunal y prodigiosa verga os podéis ir a la mierda! —le grité con tanta vehemencia como pude—. Tal vez no sea la clase de chica que se pasa el día chupando pollas por ahí —estoy segura que de haberlo sido no habría pagado dos millones de dólares por mí— y lo siento si te he
hecho daño, pero aunque fuera una experta en este tipo de menesteres, yo… Es imposible que alguien se pueda tragar algo tan gordo. Eres un friki, pero al menos lo he intentado, gilipollas.


Yo y mi desinhibido cerebro habían contraído un serio caso de diarrea verbal. Estaba probablemente a punto de perder el contrato y de echarlo todo al garete. Se quedó sentado mirándome. Se le crispó la cara pasando de la sorpresa a la ira, y luego pareció estar confundido e incluso un poco
cortado. Abrió y cerró la boca un par de veces como si fuera a decir algo, pero cambió de opinión. Al cabo de unos instantes giró la cabeza a un lado y luego me miró de nuevo.


—¿Me estás diciendo que tengo una polla de un tamaño tan
insospechado que resulta incluso espectacular? —me preguntó con una sonrisita petulante.


Me senté sobre los talones y me crucé de brazos, no sabía dónde meterme, porque supongo que técnicamente eso era lo que le había dicho.


Pero no pensaba admitirlo de nuevo.


—¿Tienes alguna experiencia sexual?


Volví a sacudir la cabeza.


Suspiró pasándose los dedos por entre el cabello otra vez.


Parecía estar a miles de kilómetros de distancia, preguntándose si se quedaría o no conmigo. Y al final se subió los pantalones y se levantó cuan alto era. Yo parecía una pigmea a su lado.


—Vamos —me dijo.


—¿Adónde? —le pregunté dispuesta a suplicarle que no me vendiera a Jabba el cavernícola.


—A casa —respondió simplemente.


—¿Estás loco? —le solté levantándome apresuradamente. Y eché a correr para darle alcance mientras él salía furioso del camarín dando grandes zancadas.


—Me has puesto de muy mala leche, pero estoy intentando controlarme —dijo cruzando el pasillo sin volver siquiera la cabeza para mirarme—. Supongo que si me fijo en el lado bueno de la situación significa que puedo enseñarte a hacer todo lo que a mí me gusta. Pero ahora se me ha puesto tan dura y gorda como el estado de Texas y no me hace demasiada gracia que digamos. ¿Dónde están tus bártulos?


—En una de las habitaciones que dan al pasillo.


No cruzamos ni una palabra más mientras nos dirigíamos a la habitación donde me había cambiado y dejado mis cosas, incluyendo el móvil. Él me esperó fuera, junto a la puerta, mientras yo me sacaba las diminutas piezas que se suponía debían hacer la función de biquini y me volvía a poner la
camiseta sin mangas y la falda, ahora al menos ya no me sentía tan expuesta como antes. Luego el Hombre Misterioso me condujo afuera por la parte trasera del Foreplay. Supuse que era la puerta reservada a esa clase
de invitados. Cuando llegamos al aparcamiento, se encaminó hacia una limusina donde un tipo bajo y rubio con un traje negro y gorra de chófer le esperaba junto a la portezuela.


—Señor Alfonso —le saludó el tipo con la cabeza y un rostro inexpresivo, mientras le abría la puerta de atrás.


—Samuel —le respondió él protegiéndome la cabeza con la mano para hacerme subir al coche—, hoy pasaremos la noche en casa.


—De acuerdo, señor —dijo el chófer mientras el señor Alfonso, alias el Hombre Misterioso, se sentaba pegado a mi lado en el largo asiento trasero de la limusina, pese a lo amplio que era. Aunque probablemente el espacio vital era un lujo del que yo no podría gozar durante los dos próximos años.


El coche se puso a circular por las calles de Chicago en cuestión de segundos. El señor Alfonso lanzó un largo suspiro y cambió de postura mientras tiraba de sus pantalones. Tomando nota me dije: «¡No te metas con Texas!» Una sonrisita asomó a mis labios.


—¿Vives en Chicago? —me preguntó rompiendo el silencio.


—No. En Hillsboro —le respondí simplemente.


Contemplé las luces de la ciudad desfilando por la ventanilla. 


Las calles estaban llenas de transeúntes despreocupados que parecían no tener ningún problema en la vida. Supuse que en otras circunstancias, si el mundo no nos odiara tanto a mi familia y a mí, yo podría haber sido uno de ellos.


Pero tal como me iban las cosas, no era este el caso.


—¿Por qué haces esto, Paula?


No estaba preparada para divulgar esta información y sin duda no figuraba en mi contrato. Preferí no intimar demasiado con el hombre que me acababa de comprar.


—¿Y por qué lo haces tú? —le repliqué.


Por lo visto se me habían estropeado los filtros de mi cerebro.


Volvió a fruncir el ceño y en cierto modo me arrepentí de haber sido tan impertinente teniendo en cuenta todas las formas con las que él me podía castigar. Aunque solo se arrepintió una pequeña parte de mí.


—¿Eres consciente de que ahora me perteneces? Es mejor que no se te olvide. No soy un tipo cruel por naturaleza, pero tu descaro y tu irritante actitud están a punto de hacerme perder la paciencia —me advirtió con una expresión severa.


Seguramente yo debía parecer un gatito asustado, porque así era como me sentía, pero aun así le miré a los ojos, mi orgullo me impidió apartar la vista. O a lo mejor no despegaba los ojos de él por miedo, por si advertía algún movimiento repentino. Pero lo más probable es que se debiera a que era un ejemplar hermosísimo y maldije a la mujer fogosa que había en mí por ser tan débil.


—Oye, sé que no es la situación ideal para ti y que 
probablemente tienes tus razones para haberla aceptado, al igual que yo —empezó a decir—. Pero como tenemos que convivir durante dos años, será mucho más fácil para ambos si al menos intentamos llevarnos bien. No quiero estar
peleándome contigo a todas horas. Y no pienso hacerlo. Harás lo que te pida y sanseacabó. Si no quieres contarme nada de tu vida personal, de acuerdo. No te haré más preguntas. Pero ahora me perteneces y no toleraré el menor desacato, Paula. ¿Lo has entendido?


Arrugué el ceño y apreté los dientes.


—Perfectamente. Haré lo que me pides, pero no esperes que me guste.


Una perversa sonrisita afloró a sus labios y entonces puso una mano sobre mi muslo desnudo. Lentamente empezó a acariciarme la piel mientras sus dedos ascendían y se metían bajo mi falda. Se arrimó a mí hasta que noté su cálido aliento en mi cuello y se me erizó el vello con una
sacudida de placer.


—Oh, pues a mí me parece que sí te va a gustar, Paula.


Su voz rasposa me hizo sentir unas cosas que deberían darme asco y luego pegó sus labios debajo de mi oreja y me besó con la boca entreabierta mientras posaba sus largos dedos en el hueco de mis piernas.


Mi cuerpo estúpido y traidor respondió a sus caricias permitiendo que sus expertas manos hicieran conmigo lo que quisieran. Creo que incluso se escapó un gemido de mis labios cuando él apartó de súbito la mano.


—¡Ah, ya hemos llegado! Hogar, dulce hogar —exclamó al detenerse el coche.


Al arrancarme de la acometida de placer que el Hombre Misterioso me había provocado, miré por la ventanilla tintada. La casa no era siquiera una casa, sino una mansión. Era enorme. Podía albergar una ciudad entera. Si no lo conociera, hubiera pensado que era para intentar compensar su gusanito, pero por supuesto no era este el caso.


El señor Alfonso —¡por Dios!, odio llamarle así— bajó del coche y me ofreció su mano para ayudarme a salir. Decliné su ofrecimiento y me bajé yo sola. En medio del enorme camino circular de ladrillos de la entrada, había una fuente de piedra tenuemente iluminada con luces blancas. Unas
columnas de agua se alzaban de ella y caían en una piscina de cristal. Al volverme para contemplar el resto del entorno, no vi más que césped perfectamente cortado y arbustos tallados en forma de ciervos.


¡Jolín! ¿Es que era la casa de Eduardo Manostijeras o qué?


—Es por aquí, señorita —me indicó Samuel tomando la bolsa de mis manos y haciendo que me volviera a fijar en la casa.


La escalinata que conducía al porche estaba decorada a ambos lados con esculturas de cemento en forma también de ciervos. Tenían la cabeza agachada y una pata levantada, como preparándose para enfrentarse con sus gigantescas astas. Hasta juraría haber oído un débil bramido de combate y todo, pero no podía ser que estuvieran vivos.


Unas columnas blancas que se alzaban hasta la enorme galería de la segunda planta flanqueaban la entrada. Samuel abrió de par en par la puerta doble para que entrásemos y el Hombre Misterioso me indicó con un ademán que pasara yo primero. El suelo era de mármol y el alto techo tenía forma abovedada.


Pero lo que me llamó la atención sobre todo fueron las escaleras.


Estaban en medio de la entrada y se extendían hasta un rellano donde se dividían en dos tramos que conducían a direcciones opuestas de la casa.


Parecía uno de esos escenarios en los que una deslumbrante princesa aparece en lo alto de las escaleras y espera a que anuncien su llegada a la multitud que la observa pasmada a sus pies mientras ella desciende
grácilmente para saludar a los invitados.


Yo, en cambio, seguramente tropezaría en el primer escalón y bajaría rodando por la escalera como una pelota para acabar estampándome estrepitosamente contra el suelo. Y no sería un elegante descenso. Créeme.


—¿Qué te parece? —me preguntó el Hombre Misterioso abriendo los brazos con vehemencia para que admirara su mansión. Saltaba a la vista que estaba orgulloso de ella.


—¡Bah!, no está mal si lo que te gusta es alardear de estar forrado —le solté encogiendo los hombros como si me estuviera aburriendo soberanamente.


Pero en realidad estaba impresionada. Muy impresionada.


—Heredé la casa. Y no me gusta alardear de ser rico —añadió—. Subamos arriba para estar en un sitio más cómodo y dormir un poco. Ha sido un largo día y tengo el presentimiento de que mañana lo será todavía más, y seguramente cada día a lo largo de los siguientes dos años de mi vida.


Se giró y empezó a subir las escaleras, esperando que yo le siguiera.


—Por lo visto estamos de acuerdo en algo, señor Alfonso —le dije.


Se paró en seco y me lanzó una mirada exasperada.


—Me llamo Pedro —puntualizó en tono solemne, y luego siguió subiendo la escalera—. Solo los sirvientes me llaman señor Alfonso.


—¿No soy yo acaso una sirvienta? Porque me estás pagando para que me quede en tu casa, como a ellos —le solté.


—Créeme, a ellos no les pago tanto como a ti —replicó girando en el rellano para subir la escalera de la derecha—. Tú no te separarás de mí durante los próximos dos años y la gente tendrá que creer que somos una pareja de verdad. Y si vas por ahí llamándome señor Alfonso no se lo van a tragar.


—De acuerdo, Pedro —respondí pronunciando su nombre para ver cómo sonaba en mi boca—. ¿Cuál es mi habitación? —le pregunté al llegar a un largo pasillo con las paredes decoradas con pinturas de grandes dimensiones.


—Nuestra habitación es la del final del pasillo —repuso sin detenerse.


—¡Espera! ¿Has dicho nuestra habitación?


—Sí, dormirás conmigo. ¿Acaso no te lo especificaron?


—Pero si ni siquiera hemos hablado de los términos del contrato —le recordé.


Abrió la puerta del final del pasillo y yo le seguí. En cuanto entramos a la habitación, cerró la puerta y me inmovilizó contra ella arrimándose a mi cuerpo.


—Los términos del contrato son muy sencillos —dijo rozándome con los labios la piel del cuello—. Ahora tú me perteneces y yo puedo hacer contigo lo que se me antoje.


Me besó con ardor en la boca, pero no le devolví el beso. 


Luego deslizó con suavidad sus labios sobre los míos, intentando que yo le respondiera.


—Bésame,Paula —dijo pegando sus labios a los míos y presionando eso que abultaba bajo sus pantalones contra mi parte más femenina—. Te gustará, te lo garantizo.


No se me había ocurrido que quizá tuviera razón, pero yo sabía que había estado tentando mi buena suerte con él y que lo más probable es que no siguiera aguantando mis impertinencias. Mi madre necesitaba aquella intervención quirúrgica y estaba segura de que durante el tiempo que
íbamos a estar juntos haríamos cosas mucho más íntimas que esta, así que no me quedó otra que aguantarme y aceptarlo.


Respiré hondo, con mi pecho pegado al suyo, y entonces separé los labios y tomé su labio inferior entre los míos. Él gimió de placer y, poniendo su muslo entre mis piernas y agarrándome de las caderas, inclinó la cabeza para poder maniobrar mejor. Dejé que deslizara su lengua por mis labios y en ese instante supe que nunca me arrepentiría de ello.


No se podía decir que yo hubiera besado a muchos chicos ni que fuera ninguna experta en ese sentido, pero era increíble lo que él podía hacer con su lengua…


Posé mis manos en sus bíceps, notando sus fuertes músculos sobresaliendo bajo la chaqueta. Quería pegarme más a él y como creí que le gustaría que tomara la iniciativa, deslicé mis manos bajo su chaqueta para acariciarle el pecho. Luego se las puse sobre los hombros para sacársela. 


Pero él la atrapó con una mano y la dejó sobre la silla que había a nuestro lado antes de agarrarme las caderas de nuevo y pegarme a su cuerpo. Yo le rodeé el cuello con las manos y le envolví con mi lengua la suya, chupándosela con suavidad. Él gimió de placer con su boca unida a la mía pero de pronto se apartó, dejándome plantada allí con los ojos
cerrados, la cabeza ladeada, las manos alzadas en el aire y los labios fruncidos dispuestos a besarle.


Fue como la incómoda escena de Dirty Dancing en que Baby sigue moviendo el esqueleto embelesada sin darse cuenta de que Johnny se ha largado dejándola plantada en un lugar lleno de desconocidos.


—¿Lo ves? Ya te dije que te gustaría —afirmó con una ligera sonrisita.


No era justo que él estuviera tan campante mientras yo estaba a punto de reventar del calentón.


—No te preocupes, ya reemprenderemos más tarde lo que hemos dejado, pero primero son las obligaciones y después el placer —dijo dando un par de pasos hacia atrás—. En cuanto a los términos del contrato, me aseguraré de que te manden el dinero anónimamente al número de cuenta que has indicado, tal como especificaste. Espero que seas discreta en cuanto a los detalles de nuestra relación, y si tú lo eres, yo también lo seré. Mi familia y mis colegas creerán que nos hemos conocido en uno de mis numerosos viajes de negocios y que estamos locamente enamorados. Me acompañarás a diversos eventos sociales comportándote como la educada dama que se espera que seas. En casa, compartirás mi cama y estarás siempre disponible de cualquier forma física que yo necesite. Y te advierto que
tengo mucha imaginación. ¿Me he dejado algo?


Seguramente, pero todavía estaba flotando por el beso que me había dado y no tenía la cabeza clara, por lo que asentí con la cabeza simplemente.


—Estupendo —dijo tumbándose en la cama enorme (yo estaba empezando a descubrir que todo lo que tenía que ver con él era grande)—. Y ahora desnúdate —añadió apoyándose en los antebrazos.


—¿Qué? —le dije perpleja casi ahogándome del susto.


—Paula, veremos muchas otras partes de nuestro cuerpo desnudo, así que olvídate de tu modestia y pudor —puntualizó mirándome de arriba abajo al tiempo que se lamía sugerentemente los labios. Sus ojos se encontraron con los míos y la expresión de sus penetrantes ojos color avellana casi hicieron que me flaquearan las piernas—. Enséñame tú el tuyo y yo te enseñaré el mío.


Era un buen trato, ¿no? Me descalcé al tiempo que me agarraba la camiseta por el dobladillo y me la quitaba rápidamente.


—Más despacio —me dijo con voz ronca, haciendo que me detuviera.


Puse los ojos en blanco porque era la escena típica.


—Ahora solo falta la música para que te haga un striptease.


—Veo que ya estás captando mis gustos —respondió guiñándome el ojo, y luego cruzó la cama a gatas y cogió el control remoto de encima de la mesilla de noche. Pulsó un botón y una melodía sensual empezó a sonar, aunque no se veía de dónde procedía, porque parecía salir de todas partes.


—¡No! Yo… No puedo. Quiero decir… Que yo no…


—¡Era una broma! —exclamó apagando la música y volviendo al lugar de la cama donde estaba tendido. Tal vez te lo pida en otra ocasión.


Suspiré aliviada y luego me bajé la cremallera de detrás de la falda y dejé que esta me cayera a los pies antes de pasar por encima de ella.


—¡Párate! —exclamó Pedro levantándose de la cama. Se acercó a mí.


Sintiéndome de lo más cortada, me tapé el pecho con un brazo y el vientre con el otro, y clavé los ojos en el suelo. El dio una vuelta a mi alrededor.


Sentí sus ojos posados en mí, en todo mi cuerpo. Y entonces noté que arrimaba su pecho a mi espalda. Con las palmas vueltas hacia arriba, deslizó la punta de sus dedos a lo largo de mis brazos hasta llegar a mis manos y entonces me las agarró para apartármelas del cuerpo.


—No te cubras —me susurró deslizando sus labios por la curva de mi cuello.


Se apartó un poco y dejó caer mis manos a ambos lados de mi cuerpo antes de deslizarme las suyas por los brazos para llegar a los hombros y descender por mi espalda. No se detuvo hasta llegar al cierre del sujetador y antes de que me diera cuenta, ya me lo había desabrochado. Deslizó sus
dedos debajo de los tirantes y lentamente me los sacó por los hombros y los brazos, dejándome con el pecho al aire. 


Sentí de nuevo su cálido cuerpo contra el mío y su aliento tibio se extendió por mi piel al exhalar él lentamente. Fue besándome con la boca entreabierta a lo largo de mi cuello
y de mi hombro, dejando tras de sí un reguero de ardientes llamas. Me estremecí, pero estaba segura de que era por sus caricias y no por estar pasando frío. Mi cuerpo estaba tan caliente que pensé que me iba a arder.


Y entonces sentí sus manos en mis caderas. Hundió sus dedos bajo la cinturilla de mis medias y empezó a bajármelas despacio, tan despacio que me puse tensa sin saber qué debía hacer.


—Relájate, solo quiero verte. Toda entera —me susurró con voz tranquilizadora.