lunes, 22 de junio de 2015
CAPITULO 11
Al entrar al comedor —o más bien al comedorazo—, me lo encontré sentado a la cabecera de la mesa. Supongo que el plato y los cubiertos dispuestos a su derecha eran para mí, y tomé asiento. Pedro me miró de arriba abajo, notando que solo llevaba puesta la camisa, y lo vi tragar saliva.
—Espero que no te importe. No me ha quedado más remedio porque mi ropa ha desaparecido. ¿Qué has hecho con ella? —le pregunté.
—Como pensaba llevarte de compras esta tarde, se la he regalado a las sirvientas —me dijo cogiendo la servilleta—. No se me ocurrió que estuvieses durmiendo todo el día. Lo siento.
¿Les había regalado mis cosas?
—¡No puedes ir regalando mis cosas por ahí sin mi permiso! —le chillé.
—No se lo di todo, solo la ropa —puntualizó como si no tuviera ninguna importancia—. No era de mi estilo.
—Caramba, no sabía que fueras tan elitista. Lo siento. No he venido preparada para tu lujoso estilo de vida.
—No hace falta que te disculpes —me respondió hablando en serio—. Ya nos ocuparemos de ello mañana. Aunque debo admitir que mi camisa te queda muy sensual.
De la forma con la que me estaba mirando parecía que en lugar de tener ante él una fastuosa cena, estuviera hambriento por llevar días sin comer.
Al ver que se relamía desvié la mirada, interesándome de pronto por la comida para despistar. Ya nos habían servido la cena: una ensalada de primero, un jugoso bistec con patatas asadas de segundo y una porción de pastel de chocolate de tres capas acompañado de una bola de helado de vainilla de postre.
Desplegué la servilleta y me la puse en el regazo.
—¿Has preparado tú todo esto?
—Soy multimillonario. No me hace falta cocinar —dijo cogiendo el tenedor y clavándolo en la ensalada—. Pago a gente para que lo haga por mí.
—Ya veo. ¿Y también pagas por los coños? —le pregunté, y luego tomé un sorbo de la copa de agua que había frente a mí.
Pedro se atragantó con la ensalada al oírme y yo me felicité mentalmente por haberlo jorobado otra vez, sonriendo alrededor del borde de la copa mientras bebía.
—¿Por qué lo haces? —le pregunté sin importarme un bledo herirle con esta pregunta.
—No quiero hablar de ese tema —me respondió tomando un poco de vino—. ¿Cómo te encuentras? ¿Has sangrado o tienes calambres?
¡Por qué me había tenido que recordar mi visita al gilipollas del médico ahora que ya ni me acordaba de ella!
—Bueno, es una pregunta muy personal, pero si debo contestártela…
—Claro que sí, quiero saberlo todo de tu cuerpo durante los próximos dos años. Cuanto antes te metas esta idea en la cabeza, mejor nos irán las cosas. ¿Qué me dices al respecto?
Apreté los dientes, mordiéndome la lengua para no soltarle «¡que te jodan!», aunque ahora que lo pienso me pareció una escena muy tórrida.
Me la imaginé, contando rápidamente hasta diez para calmarme lo bastante como para responderle.
—Ya no tengo calambres ni el coño me ha sangrado. ¿Significa esto que me vas a follar ahora?
—Sí. ¿Qué te parece si lo hacemos en la mesa? —me soltó en tono de burla mientras comprobaba lo sólida que era sacudiéndola, y luego me ofreció una sonrisita para asegurarse de que viera que estaba bromeando—. Creo que puedo dejarte la noche libre para que te recuperes. Sé que me odias y que debes estar pensando cosas horribles de mí, pero no soy un monstruo. Ya sabes que soy capaz de mostrar algo de compasión de vez en cuando
La Agente Doble Coñocaliente ya se estaba sacando sus zapatos de puta para ponerse a bailar sobre la mesa y se llevó un buen chasco cuando él se desdijo. Me estaba amenazando con revolverse contra mí, pero mentalmente le di un sopapo en la cara a la puerca y le dije que se calmara.
—¿Has llamado a alguien para hacerle saber que estás bien? —me preguntó cortando el bistec que tenía en el plato.
No estaba segura de lo que se suponía que debía responder. Si le decía la verdad, tal vez se cabrearía lo bastante como para decidir quitarme el móvil. Pero no había establecido ninguna regla que tuviera que ver con contactar con mi familia o mis amigas, además él ya sabía que yo tenía un móvil. Detestaba mentir, porque una mentira siempre te lleva a otra, y a otra, hasta acabar envuelta en una buena red de engaños de la que es imposible que no te acaben pillando. Además, otra vez me estaba muriendo de ganas de ver esa cara suya tan atractiva, tan superatractiva, estallando.
¡Que le den! Ergo, le dije la verdad.
—He hablado con Dez, mi mejor amiga, antes de bajar a cenar.
—¿Y con tus padres? —me preguntó sin mostrar en su cara la más mínima señal de enojo por haberlo yo admitido.
Me llevé un gran chasco, por no decir más… y también tuve que quitarle a la Agente Doble Coñocaliente sus zapatos de tacón de aguja para meterle uno hasta el gaznate de su impertinente boquita.
—Creen que estoy estudiando en la universidad. Tendré que llamarles finalmente, pero no pueden enterarse de dónde vivo o de lo que estoy haciendo, porque se morirían del disgusto.
Pedro asintió con la cabeza y acodándose en la mesa, se cogió la barbilla meditabundo.
—Lo entiendo. Puedes mantenerte en contacto con quien lo necesites. Mientras cumplas con nuestro trato hasta el final, puedes gozar de la mayor parte de la libertad que antes tenías.
—¿De la mayor parte? —le pregunté levantando una ceja.
—Salvo la que tiene que ver con tu cuerpo, claro está. Ahora me pertenece —aclaró.
—¿O sea que puedo salir siempre que quiera? —le pregunté para ver hasta dónde podía llegar
—Espero que estés en casa cuando yo esté en ella, a no ser que te hubiera autorizado de antemano a hacer lo contrario. Digo autorizado de antemano porque quiero saber en todo momento dónde estás. Además, habrá ocasiones en las que sentiré la necesidad de volver a casa durante el día para desestresarme un poco —añadió con una sonrisita.
Que quede claro que no era una sonrisita cualquiera. El coño se me estaba mojando a una velocidad estratosférica y temía por la seguridad de la cara tapicería que recubría la silla en la que estaba sentada. Los pezones se me pusieron enhiestos y encorvé la espalda, esperando que no se notara
mi desvergonzada reacción. Pero no acabó todo aquí. ¡Ah, no! Por lo visto mi incipiente puta interior había tomado el mando.
—¿ Y ahora estás estresado? —le pregunté con voz voluptuosa.
No me preguntes de dónde me salió. Ni siquiera yo reconocí mi propia voz. Al parecer había bajado la guardia lo bastante como para dejar que el guarro de mi chochito se hiciera con el control, yendo directo a la función verbal de mi cerebro para sabotearla. Al menos esto fue lo que yo me dije a mí misma y quise tragármelo.
Pedro se atragantó al oírme y se lamió el labio inferior, lo cual me cabreó porque era yo la que quería lamérselo.
—Por lo que veo tengo en casa a una mujer increíblemente sexi por la que he pagado una fortuna para hacer con ella lo que me plazca y, sin embargo, no puedo porque ahora le duele un poco cierta parte por culpa mía. Así que sí, supongo que se puede decir que estoy estresado.
La Agente Doble Coñocaliente se apoderó de la parte de mi cerebro que controlaba la función motriz y plantó una bandera en ella. Había perdido el control de mi cuerpo. Dejé la servilleta junto al plato y me aparté de la mesa. Pedro no despegó los ojos de mí en todo ese tiempo. Mientras me acercaba a él, se reclinó en la silla y ladeó la cabeza esperándome con las cejas levantadas, sin saber lo que yo iba a hacerle. Me deslicé entré él y la mesa y me arrodillé ante su entrepierna.
—¿Qué estás haciendo, Paula? —me preguntó con voz grave y ronca.
—Intentando desestresarte —le respondí sonriendo mientras le desabrochaba el cinturón con una seguridad inaudita.
—Creía haberte dicho que esta noche la tenías libre —me recordó apartando un poco la silla de la mesa para darme más espacio.
—Y así es —dije bajándole la cremallera de los pantalones y besándole eso que tanto abultaba bajo sus Calvin Klein.
Pedro me pasó los dedos por entre el cabello y luego me levantó la barbilla rodeándomela con las manos para que le mirara a los ojos.
—Si sigues así, no seré capaz de detenerte.
—Entonces no lo hagas —le contesté metiendo la cabeza entre sus piernas para seguir con lo mío.
Apartó aún más la silla de la mesa para alejarse de mi alcance.
—No hasta que me haya comido el postre.
De súbito, me levantó del suelo, me sentó sobre el borde de la mesa y apartó los platos de en medio. Posando sus manos en mis rodillas, me separó las piernas y se acercó más a mí. Luego fue deslizando sus manos lentamente por mis muslos, hundiéndolas bajo el dobladillo de la camisa y
levantándomelo por encima de la cintura.
Nos quedamos los dos mirando el pequeño tesoro que había dejado al descubierto y di un grito ahogado al oír salir de lo más profundo de su pecho un salvaje gruñido de deseo. Por suerte tenía el felpudo lo bastante acicalado, porque nunca se sabe si un día tendrás alguna clase de accidente
inesperado y alguien habrá de echarte un vistazo ahí abajo.
Se lamió los labios al verme el coño y luego levantó sus ojos hacia los míos.
—Estoy seguro de que no te importará que te lo bese para que se sienta mejor.
Sin esperar mi respuesta, me abrió más las piernas y me empezó a chupar la piel del interior del muslo izquierdo.
—¿Mm, Pedro? —balbuceé con voz temblorosa.
—¿Mmm? —repuso él con la boca cerrada mientras seguía ascendiendo por mi muslo.
—¿De verdad crees que la mesa del comedor es el mejor sitio para hacer esto? Me refiero a que no creo que sea demasiado higiénico.
—Yo me como toda la comida en la mesa —masculló contra mi muslo.
Supongo que tenía razón y probablemente no le iba a ganar en este razonamiento, aunque quisiera. Además no importaba, porque a esas alturas ya había llegado al centro de mis muslos y tenía la nariz pegada a mi botoncito del amor. Sentí su lengua lamiéndome mis húmedos pliegues
y me agarré al pelo de su cabeza porque era como si el mundo se hubiera puesto a dar vueltas a mi alrededor demasiado aprisa.
—¡Qué bien hueles, Paula! Y sabes incluso mejor —gimió contra mi coño, y entonces deslizó la mano por el interior de mi muslo para levantarme la pierna y se la puso sobre el hombro. Le contemplé lamiéndome la carnosa hendidura y luego me agarró con los labios el clítoris y me lo chupó castamente antes de darle lengüetazos con ardor.
Alzó la vista mirándome a los ojos y, tras hacerme un guiño, me lo comió a un ritmo turbador con su lengua serpentina. Me estremecí con unas profundas sacudidas de placer, y me acometió una sensación tan extremadamente deleitosa que eché la cabeza atrás.
—Mírame —me ordenó con voz rasposa—. Quiero que me mires mientras te lo como.
—¡Oh, Dios! —gemí de gusto, levantando la cabeza al obedecerle.
Hundió primero uno y luego dos de sus dedos dentro de mí y empezó a meterlos y sacarlos en un cadencioso vaivén mientras me separaba los labios de mi almejita con la otra mano abierta. Chupándome el clítoris y envolviéndomelo con sus labios, me lo agarró y me hizo unas cosas tan increíbles con los dientes y la boca que aunque no pudiera verlas, me
inflamaron haciéndome agonizar de deleite. Después me metió los dedos hasta los nudillos y los dobló varias veces, y no pude evitar que me brotara del fondo de la garganta un gemido de placer como el de las actrices porno.
—Mmm, te gusta, ¿verdad? —me dijo lamiéndomelo de arriba abajo, desde la base de mi mojado coño hasta el clítoris, y entonces me lo volvió a comer.
—Esto es… madre mía. Increíble —gemí entre jadeos.
Respirando aguadamente y animada por un voluptuoso furor, le agarré del pelo con más fuerza mientras le empujaba la cara contra el centro de mis muslos moviendo las caderas. Él suspiró agradecido, aprobando que le
mostrara lo que más me gustaba. Me sacó los dedos del coño y yo me quejé protestando, pero entonces vi que él tenía una cucharadita llena de helado.
Me sonrió pícaramente antes de echármelo en el clítoris. Di un grito ahogado al sentir la fría sensación en la punta inflamada y turgente de mi botoncito del amor y casi perdí el poco control que me quedaba. Pedro se mordió el labio inferior al ver mi libidinosa reacción y luego siguió con sus acometidas, devorándome el coño como una fiera y lamiéndome hasta la última gota del dulce helado.
De pronto sentí una sacudida en mis entrañas, era como la que experimenté el otro día en la bañera. Se me tensó el cuerpo de golpe y le estrujé sin querer la cabeza entre mis muslos. Era como si mi coño se hubiera metamorfoseado en una planta carnívora y no quisiera soltar de sus garras la deliciosa cara de Pedro Alfonso.
Pedro me chupó el clítoris con más ardor aún y luego movió la cabeza a un ritmo turbador para estimulármelo, lo cual me excitó muchísimo, pero entonces hundió la cara entre mis piernas hasta el fondo, lamiéndome, chupándome, gimiendo y suspirando. Metiendo y sacando los dedos, y doblándolos varias veces en mi coño. Fui incapaz de contenerme por más tiempo. Sentirlo, verlo y oírlo fue demasiado para mí.
Como cuando se te sobrecargan los sentidos o se te nubla la razón.
El cuerpo entero se me estremeció en unas potentes e inacabables sacudidas y cerré los ojos con fuerza. Unas lucecitas azules y negras parpadearon tras mis párpados mientras me mordía el labio inferior y lanzaba un desgarrador gemido de placer en el culmen del frenesí. Mi
cuerpo fue presa de una sacudida tras otra mientras Pedro seguía lamiéndome y chupándome. Cuando por fin el intenso placer decreció y se me relajó el cuerpo, él se detuvo y alzando la vista, me miró a los ojos lamiéndose los labios.
—¿Qué te ha parecido? ¿Te sientes ahora mejor? —dijo soltando unas risitas con una expresión de lo más sexi.
—Mmmm, mmm —apenas logré susurrar, asintiendo con la cabeza como una idiota.
Se sentó en la silla con la barbilla brillándole por los restos de helado y de mi jugo. Me sentí tan avergonzada que hasta me ruboricé. Me refiero a que no era normal que estuviera tan mojada ahí abajo, ¿verdad?
—Coño a la moda, mi postre favorito —anunció cogiendo la servilleta, y luego se limpió la boca y la barbilla.
Me bajé la camisa para cubrirme el cuerpo y espero que parte de la vergüenza que sentía, y le dije lo primero que se me pasó por la cabeza.
—Todavía no has probado mi «cerecita» —le solté provocativamente.
Pedro lanzó una sonora carcajada, fregándose con las manos esa adorable, adorabilísima cara suya que acababa de hundir en mi Chichi unos minutos antes. Había bajado las escaleras deseando hacerle cabrear, pero esto había sido mucho mejor.
—Te estás muriendo de ganas, ¿verdad? —me preguntó—. Bueno… — añadió encogiéndose de hombros y dándose una palmada en los muslos al levantarse. Poniéndose en jarras, se metió los pulgares bajo la cinturilla de sus bóxers de «fóllala»—. Si esto es lo que realmente quieres…
De pronto la repercusión de lo que acababa de decir me golpeó como un camión Mack y cerré las piernas de golpe instintivamente.
—¡No! —grité más alto de lo que probablemente era necesario—. Todavía… me duele.
Era una mentira como un puño. Yo lo sabía. Al igual que la Agente Doble Coñocaliente. Y lo más importante es que él también lo sabía.
—¡No me digas! Mmm, si eso es lo que quieres… —dijo usando esa voz ronca que hacía que el coño se me mojara hasta hacer chup-chup.
Dio un paso hacia mí y me levantó la barbilla para darme un dulce beso, y luego otro, y otro. Sus manos se deslizaron por mis hombros y descendieron por mis brazos, rodeándome después la cintura mientras yo intentaba impedir que mis desvergonzados muslos se abrieran para invitarle a acariciármelos.
Pedro me soltó y me fue dando una retahíla de besos en la mandíbula hasta llegar a la sensible zona debajo de mi oreja.
—Pronto —me susurró rodeándome la cara con sus manos y
envolviéndome el labio inferior entre los suyos.
Apartándose, se aclaró la garganta.
—Esta noche tengo que adelantar un poco el trabajo para poder ir mañana de compras contigo —dijo pasándose las manos por entre el pelo —. Mientras tanto puedes hacer lo que te apetezca.
Y luego se fue sin más, dejándome sentada en la mesa, muda de perplejidad, envuelta en una placentera nube postcoital, cubierta solo con su camisa.
CAPITULO 10
—Paula —me susurró una voz ronca al oído mientras intentaba salir del pesado sueño que me envolvía. Percibí apenas una mano grande y cálida acariciándome el interior del muslo y gemí de placer sin darme cuenta.
—Deberías tener más cuidado con los sonidos que haces mientras duermes. Si sigues gimiendo de esta manera me harás perder el poco control que me queda. Me vuelven loco.
Sentí su cálido aliento en la piel de mi cuello y un delicioso
estremecimiento me recorrió la espalda. Noté su lengua chupándome el lóbulo de la oreja y luego me lo envolvió con sus suaves labios. Me deslizó la mano por el muslo subiendo lentamente y yo, dejándole hacer, me moví un poco adoptando la postura perfecta para su incursión.
—¡Mierda! —exclamó apartando la mano con demasiada rapidez.
Abriendo los ojos de golpe, di un grito ahogado al ver la traidora reacción que sus caricias, unidas a sus sensuales palabras, habían provocado en mi cuerpo.
Pedro se pasó la mano por entre el pelo, nervioso y enardecido.
—La cena está lista. Deberías levantarte e intentar comer algo.
—¿De veras? ¿Ya es de noche?
Me cubrí la cara con la colcha, porque verlo jadeante y cachondo me ponía a cien y ahora no era el momento de perder la compostura.
—No tengo hambre —farfullé pegada a la almohada.
—Aunque no tengas hambre, necesitas comer. Tienes dos opciones, o mueves el culo y te reúnes conmigo en el comedor o cargándote sobre el hombro, te llevo abajo y te obligo a cenar. ¿Cuál prefieres?
Gruñí frustrada y golpeé con el puño la almohada, pero no me moví de la cama.
—¡Muy bien! —exclamó apartando la colcha bruscamente y haciendo el ademán de ir a por mí para cargarme sobre su hombro.
—¡Espera! —grité sentándome rápidamente, pegando las rodillas al pecho—. Me levantaré. ¡Madre mía, eres un cavernícola! Déjame sola para que pueda acabar de despertarme, enseguida bajo. ¿De acuerdo?
—Vale —respondió echándose para atrás—. Pero no me hagas esperar demasiado. Detesto comer solo.
Asentí con la cabeza y le contemplé mientras salía, sin poder evitar que mis ojos se posaran en su culo. ¡Dios, qué puerca era, estaba obsesionada con su culo!
En cuanto se fue, cogí el móvil de la mesita de noche y pulsé la tecla de marcación rápida para hablar con mi mejor amiga.
Al otro lado de la línea no oí ningún «hola», pero sabía que ella había cogido la llamada.
—¡Ya era hora, joder! ¿Qué diablos te ha pasado?—me gritó Dez con el ruido de la música de fondo. Por lo visto estaba trabajando—. ¿Va todo bien?
—Me duele el coño, pero aparte de esto estoy perfectamente —salvo que me estaba haciendo pis, de ahí que me levanté de la cama para ir al baño.
Dez se echó a reír.
—¡Vaya! ¿Ha sido él quien te ha dejado en este estado?
—En realidad mi himen sigue intacto, pero no sé hasta cuándo —le dije, pero de pronto dejé de hablar al ver mi reflejo en el espejo—. ¡Madre mía, estoy hecha un desastre!
—Tú siempre estás hecha un desastre, así que suelta los detalles. ¿Quién te ha comprado? ¿Está bueno?
—Mm…, Pedro Alfonso. Y sí, el tío está buenísimo. A decir verdad está tan bueno que se podría decir que es un enloquecedor infierno de ardientes llamas —admití, sobre todo porque como no le podía mentir a mi mejor amiga, sería una blasfemia mentir sobre el nivel de torridez de Pedro Alfonso. El tío superaba todos los récords.
—¿Que es tortillero? ¿Te refieres a que le gusta el bacalao en lugar de la chicha? ¡Ay, lo siento, cariño! —dijo riendo.
—No, he dicho que es un enloquecedor «infierno», y no creo que sea homosexual —respondí intentando desenredarme el pelo—. Ha hundido la cara entre mis muslos, por tanto supongo que lo que le ponen son las tías.
Dez dio un grito ahogado, excitada por la noticia.
—¿Te lo ha comido? ¡Oh, Dios mío! ¿Te ha gustado? Sí, te ha gustado, ¿verdad? No te ha parecido lo mejor de…
—¡Dez! ¡Céntrate! —le dije intentando que prestara más atención—. Llevaba pantalones, así que aún no me lo ha hecho y tampoco dispongo de demasiado tiempo para hablar por teléfono. Aprovechemos el ratito libre que me queda para hablar de algo importante, ¿no te parece? ¿Cómo están mis padres? ¿Les han transferido ya el dinero a su cuenta?
—Sí, ya se lo han ingresado y maldita sea, cabrona… ¿dieron dos millones por ti? Yo que creía que esos pervertidos querían una mujer de mundo que supiera cómo hacerles pasar un buen rato y ahora resulta que quieren a una inocente jovencita. ¡No hay quien los entienda!
—Dez —dije intentando que se centrara en mis padres antes de que se fuera por las ramas de nuevo—. ¿Cómo está Alejandra?
—He pasado a verla hace un rato. Está igual, cariño. No hay ninguna novedad —dijo con voz más seria—. Pero ahora tenemos el dinero para la intervención, gracias a tu valeroso esfuerzo —añadió suspirando—. No sabes cuánto te admiro, Pau—. ¡Mira que sacrificar tus pequeños tesoros! Es una heroicidad. Hablo muy en serio, nena.
—Si es para que mamá se cure, a mí no me importa.
—Mmmmm. Y además ya que los vas a sacrificar, no hay nada malo en gozar de paso de un poco de ñacañaca.
Sonreí.
—Sí —repuse soltando unas risitas. Supongo que así es. Oye, te tengo que dejar. Dile a mis padres que estoy agobiada de trabajo por los estudios, pero que los llamaré en cuanto pueda, ¿vale? Te quiero.
—Ya lo sé, nena. Y yo también —me respondió con un deje de sentimentalismo en la voz. Al menos del poco del que era capaz—. ¡Disfruta de tu comechochos y tu chupatetas, cabrona!
Colgué el teléfono y decidí darme una ducha rápida. Al terminar, fui a vestirme al dormitorio, pero no pude encontrar mi ropa por ninguna parte.
Hasta miré en el gigantesco armario de Pedro. Así que cogí una de sus camisas, que por suerte era lo bastante larga como para no ir enseñándolo todo por ahí. Sí, sabía que probablemente a él le fastidiaría, porque era un obseso con su ropa, pero qué esperaba ¿que fuera en pelotas a todas horas?
Me cepillé los dientes y me miré al espejo, satisfecha de que él fuera a subirse por las paredes al ver que llevaba su camisa, así le obligaría a decirme dónde había dejado mis cosas con tal de que me la sacara. Y luego moví el culo para apresurarme a bajar al comedor antes de que se cabreara por hacerle esperar demasiado.
CAPITULO 9
La portezuela de los pasajeros se abrió y Samuel nos saludó con una sonrisa. Pedro se bajó del coche y me ofreció una mano para ayudarme a salir. Acepté su ofrecimiento, pero solo porque quería estrujarle los dedos
como venganza, y lo hice, pero tampoco pareció inmutarse por ello, el cabrón.
Tan rabiosa me sentía por mi frustración sexual que apenas me di cuenta de haber entrado en una especie de centro médico y de que Pedro me estaba llevando, tras cruzar el vestíbulo, a la zona de recepción. La recepcionista saludó a Pedro con profesionalidad, pero le desnudó con la mirada, pasando olímpicamente de mí. Yo sabía que no era mi novio ni nada parecido, pero ella no, por lo que su desvergonzado flirteo me jorobó en grado sumo.
La muy fresca probablemente ni siquiera se habría cortado un pelo aunque yo me hubiera puesto a gritar a los cuatro vientos que él acababa de hundir su cabeza entre mis muslos.
Antes de que a mi arpía interior le diera tiempo a arrancarle esas pestañas postizas de los párpados, nos acompañaron a la consulta donde la enfermera me tomó las constantes vitales y luego me dijo que me desvistiera, entregándome una bata de papel. También me dio una especie de formulario para que lo rellenara con mis datos, pero Pedro lo cogió en mi lugar.
—Este centro médico es de mi tío Daniel —me contó Pedro en cuanto la enfermera se fue, mientras rellenaba el formulario—. Como no es ginecólogo y yo no quería que te sintieras incómoda cuando os vierais de nuevo, Everett, uno de sus colegas, es quien te hará la revisión.
Asentí con la cabeza, detestando lo que se avecinaba.
—¿Tienes algún problema de salud que deban conocer?
Sacudí la cabeza como respuesta, y él me entregó el formulario para que lo firmase. Cuando se lo devolví, me hizo una seña con la cabeza para que me desnudara y se giró de espaldas mientras seguía hablando.
—Le he dicho a mi familia y a mis amigos que nos conocimos en uno de mis viajes a Los Ángeles. Creen que nos hemos estado viendo en secreto durante los últimos siete meses y que al final te convencí para que te vinieras a vivir conmigo a Oak Brook. No le he dicho a nadie cómo te
llamas, o sea que puedes darles tu nombre real si quieres, o algún otro.
—Como ya has escrito mi nombre en el formulario, supongo que es mejor conservarlo —dije sacándome los téjanos y doblándolos pulcramente antes de coger la bata azul de papel. Le oí murmurar una palabrota por lo bajo. Por lo visto no había caído en ese detalle antes de rellenar el formulario—. Además si usara el de otra persona seguramente acabaría estropeándolo todo. A propósito, gracias.
—¿Por qué?
—Por inventarte al menos una historia medio decente sobre mí para que no parezca la puta que tú y yo sabemos que soy.
Al oírlo se dio la vuelta, cruzó con dos largas zancadas el espacio que nos separaba y se arrimó tanto a mí que podía sentir el calor de su cuerpo llegándome a oleadas.
Me puso un dedo bajo la barbilla para que le mirara a los ojos.
—A mí no me parece que una virgen sea una puta —me dijo.
No pude llegar a responderle porque se oyó a alguien llamando suavemente a la puerta. Se separó de mí antes de decirle al que estaba al otro lado que pasara.
—¡Pedro, chico! —exclamó un tipo jovial con una bata blanca al entrar a la habitación, y le abrazó—. Me alegro de verte. ¿Cómo estás?
—Voy tirando —respondió Pedro con una sonrisa genuina en la cara mientras le devolvía el abrazo.
El médico se giró entonces hacia mí, intentando disculparse con la mirada.
—Lo siento pero como no tengo tu ficha me temo que no sé cómo te llamas.
—Paula. Paula Chaves—le dije, y de pronto sintiéndome violenta, clavé los ojos en las baldosas blancas del suelo como si fueran lo más fascinante del mundo.
—Me alegro de conocerte, señorita Chaves —dijo estrechándome la mano, y luego hizo un ademán para que me sentara en la mesa de exploración mientras él lo hacía a su vez frente a mí en un taburete provisto de ruedecitas—. Dime, ¿qué puedo hacer por ti?
—Paula necesita una revisión de rutina y además le gustaría que le aconsejaras un método anticonceptivo —respondió Pedro por mí.
—Creo que el método anticonceptivo más práctico es el de las inyecciones. ¿Te gustaría probarlo? —me preguntó sonriéndome amablemente.
—Mm… —leí algo sobre él la última vez que fui a ver a mi médico, pero como fue en el último momento, no me acabé de decidir.
—Cada inyección dura tres meses y una de las ventajas para la mayoría de mis pacientes es que normalmente acorta el ciclo menstrual o lo interrumpe del todo. Es un método anticonceptivo muy popular desde hace varios años.
—Sí, de acuerdo. Me parece bien —repuse asintiendo con la cabeza.
—En este caso pongámonos manos a la obra, ¿no te parece? —su sonrisa era auténtica y tranquilizadora.
Me tumbé en la mesa y Pedro acercándose, se quedó plantado junto a mi cabeza antes de que yo pusiera los pies en los estribos. No era la primera vez que me hacían un Papanicolau, pero abrirte de piernas enseñándoselo todo a un desconocido siempre me ponía nerviosa. Los ginecólogos se pasan el día viendo toda clase de entrepiernas, y entonces te preguntas si la tuya es distinta de las de las demás o si tiene alguna dase de deformidad que debas conocer. Pero antes de terminar siquiera todas mis
elucubraciones, él ya se separaba de la mesa y me decía dándome unas palmaditas en la pierna que ya había terminado.
—Durante los próximos días tendrás calambres. Puedes tomarte ibuprofeno para el dolor. Y tal vez te sangre un poco dadas tus circunstancias, pero aparte de estas pequeñas molestias te sentirás como siempre —me dijo quitándose los guantes y desechándolos—. Si notas alguna irregularidad, no dudes en venir.
Su ayudante se acercó a mí, me friccionó el brazo con alcohol y me dio la inyección.
—Ahora te dejaré para que te vistas y luego ya te puedes ir —añadió dirigiéndose a la puerta—. Me he alegrado mucho de volver a verte, Pedro.
—Yo también, Everett, y gracias por todo —le respondió antes de volverse hacia mí—. Voy a ocuparme de la factura, nos vemos fuera —me dijo.
Se fue detrás del médico y de su ayudante y yo salté de la mesa, pero me arrepentí al instante del movimiento brusco, porque ya me estaba empezando a doler. Me vestí lo más aprisa posible, deseando largarme cuanto antes de este lugar, y al salir Pedro ya me estaba esperando fuera.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó, seguramente porque yo tenía el brazo sobre el vientre.
—Sí, solo me duele un poco, pero si vamos a casa y me echo en la cama, creo que estaré bien.
—De acuerdo —respondió asintiendo con la cabeza y luego sacó el móvil y pulsó una tecla—. Buenos días a ti también Dolores —dijo por el teléfono—, necesito que acabes con lo que estás haciendo en casa porque ya voy de camino y mi invitada y yo necesitaremos un poco de privacidad… Sí, Dolores, es ella —añadió poniendo los ojos en blanco, pero
sujetándome por el codo, me condujo a la salida para llevarme a la limusina que nos estaba esperando ya—. En este momento no está en condiciones de ver a nadie. Tal vez dentro de un par de días. Llama a Mario y dile que llegaré al despacho de aquí a una hora. Gracias, Polly.
Dando por terminada la conversación, se sentó a mi lado, rodeándome los hombros con el brazo.
—Dolores se ocupa de mis asuntos personales, incluyendo mi hogar. Tiene buenas intenciones, pero a veces es un poco pesada —me explicó—. Es la que más miedo me da que descubra nuestro secretillo, porque tiene muy buen olfato la cabrona, así que no bajes la guardia cuando esté cerca.
Asentí y él rodeándome la cabeza con una mano, me la empujó suavemente para que la apoyara sobre su pecho.
Probablemente era un gesto demasiado íntimo por su parte, teniendo en cuenta que nos habíamos conocido el día anterior, pero considerando la intimidad que ya habíamos
mantenido, supongo que era normal.
Escuché los latidos de su corazón mientras circulábamos en silencio. Y por primera vez me fijé en cómo Pedro olía.
Reconocí el aroma de su jabón y el del desodorante de esta mañana, pero también percibí otro aroma más particular y muy… suyo.
Me acarició el pelo con los dedos y yo cerré los ojos, gozando del silencio y de sus tiernas caricias. Era tan relajante que de no haber sido por los calambres seguramente me habría quedado dormida.
El trayecto se me hizo corto. Pedro se bajó primero del coche y me ofreció la mano para ayudarme a salir, rechazando los intentos de Samuel por hacer su trabajo. Yo me encorvé porque los calambres se habían vuelto un poco más fuertes.
—Mierda, ¿te encuentras bien? —me preguntó muy preocupado.
—Sí, solo es un calambre —le respondí intentando que no se me notara en la voz el daño que me hacía. No quería que pensara que en el fondo era como una niña grande que no podía soportar un poco de dolor.
Sin avisarme, me levantó en brazos y cruzó la puerta de su casa, que Samuel ya había abierto de par en par, como si yo fuera una novia. Intenté que me dejara en el suelo, pero no me hizo caso. En su lugar subió las escaleras conmigo a cuestas y me llevó hasta su dormitorio. Me sentó en la cama, apartó la colcha para que pudiera meterme debajo y luego se fue.
—Ten, tómatelas —me dijo al volver entregándome dos pastillas y un vaso de agua.
Las cogí y me las tragué. Pedro tomó el vaso de mis manos y lo dejó en la mesita de noche que había junto a la cama.
—¿Te importa que me vaya a trabajar o prefieres que me quede? —me preguntó con voz inquieta.
—No te preocupes, estoy bien. Solo necesito echar un sueñecito —le dije conteniendo un bostezo—. Ya te puedes ir. De todos modos me relajo mejor si no estás aquí.
—¡Uy, esto me ha dolido! —me dijo llevándose la mano al pecho y soltando unas risitas—. Me alegra ver que no has perdido tu mala leche.
Estoy seguro de que te pondrás bien y de que en un abrir y cerrar de ojos ya estarás de humor para volver a intentar arrancarme la polla de un bocado.
Se inclinó para darme un beso en los labios y luego se enderezó.
—¿Tienes un móvil?
—Sí, está ahí, en mi bolso. ¿Por qué? No vas a quitármelo, ¿verdad? — le pregunté aterrada por si lo hacía.
—No, a no ser que me des una razón —repuso acercándose para coger el bolso.
Me lo entregó y, suponiendo que quería el móvil, lo saqué y se lo di.
Pulsó varias teclas antes de devolvérmelo. Su móvil se puso a sonar y él se lo sacó del bolsillo interior de la chaqueta y lo silenció.
—Ahora te ha quedado grabado mi número en el móvil y yo también tengo el tuyo. Asegúrate de tenerlo siempre encendido, no solo por una cuestión de seguridad, sino también porque no me hará nada de gracia que me hagas esperar cuando yo te necesite —añadió guardándose el móvil en el bolsillo—. No dudes en llamarme si me necesitas para algo. Lo digo en serio.
Aunque intentara ser duro, vi por su expresión que lo decía de corazón.
Poniendo los ojos en blanco, asentí con la cabeza porque me encantaba hacerle cabrear.
—¡Vete de una vez! —le solté—. Solo de ver tu cara me duele ya el útero —farfullé dándole la espalda.
Era verdad, pero solo porque tenía una cara tan adorable que quería montarme sobre ella y no podía. Y lo más curioso es que además de no habérsela comido yo a nadie, a mí tampoco me lo habían hecho. Pero ahora, de repente, no me podía sacar de la cabeza la imagen de su rostro
metido entre mis muslos. ¡Qué locura!
Te lo juro, la culpa la tenía esa condenada cara suya tan atractiva.
—Mmmmmm, de acuerdo —dijo como si no me creyera ni una sola palabra—. Hasta la noche.
Le oí cerrar silenciosamente la puerta tras él y me acurruqué sobre su almohada, aspirando su aroma de nuevo.
Si bien una parte de mí se alegraba de estar libre al menos el resto del día, admito que otra parte, mi incipiente miniputa interior, estaba de lo más jorobada por no poder gozar de otra ronda con el Rey de los Dedos Folladores. Me fui durmiendo poco a poco con este deprimente pensamiento flotando en la trastienda de mi mente.
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