domingo, 28 de junio de 2015
CAPITULO 31
A la mañana siguiente me descubrí ante el escritorio tirándome del pelo frustrado. Había dormido fatal. No me había podido sacar de la cabeza esa mirada de Paula. Me tenía obsesionado. En sus ojos había algo distinto. Había visto antes esta clase de mirada, pero no la sabía interpretar.
Me había mentido. Había estado llorando, pero como no me había querido decir por qué, tuve que sacar mis propias conclusiones.
Y no tardé en hacerlo. Se sentía prisionera en mi propia casa. Aunque le hubiera dicho que podía hacer lo que quisiera dentro de ciertos límites, seguía siendo una prisionera que debía someterse a mis primitivas pulsiones cuando a mí se me antojara. ¿Cómo no se me había ocurrido antes que esta situación tal vez le resultaba denigrante? Había muchas mujeres que se habían arrojado a mis brazos, pero era porque lo deseaban y no por haberles yo pagado y no quedarles más remedio.
Me levanté y me dirigí a mi baño privado. Abrí el grifo del agua fría y la dejé correr en mis manos ahuecadas antes de refrescarme la cara. Lo hice una y otra vez hasta ver que era inútil. Nada me iba a sacar de mi aturdimiento. Cogí una toalla para secarme la cara y al ver de pronto mi reflejo en el espejo, me quedé paralizado. Entonces me di cuenta. Me había convertido en la persona a la que más despreciaba del planeta: Dario Stone.
Después de todo, yo había hecho algo que él también habría hecho, la única diferencia era que yo había pagado por un contrato a largo plazo en lugar de usar a Paula para una sola noche. La estaba usando en mi propio beneficio sin importarme cómo le acabaría afectando esto. Y lo había hecho diciéndome que ella lo había elegido, que sabía dónde se metía. Y aunque esto fuera verdad, no significaba que yo pudiera aprovecharme de ello. ¿Y si Paula no estaba bien de la cabeza? A mí no me lo parecía, pero ¿quién en su sano juicio haría tamaña cosa? Solo alguien que se encontrara en una situación desesperada.
Si me estaba aprovechando de su desesperación, ¿acaso no era como Dario? Mi ignorancia no era una buena excusa, debería haber sabido que cualquier persona, fuera Paula o una puta desquiciada, solo haría algo parecido como último recurso. De forma que pese a todo, el mío era un acto reprobable.
Volví a mi estudio y me quedé mirando el teléfono sobre mi escritorio, esperando a que sonara. Como el masoquista que por lo visto era, quería saber qué había sucedido en su vida para obligarla a tomar ese camino. El sabio que había en mí quería ayudarla. Pero al fin y al cabo yo no era un sabio, sino una persona que se aprovechaba de las desgracias ajenas.
Quizá tuviera una especie de superpoderes paranormales, porque en ese mismo instante el maldito teléfono se puso a sonar. De pronto, no estaba seguro de si quería que fuera Sherman, porque si me decía lo que yo sospechaba, que Paula había decidido hacer esto por encontrarse en una situación horrible, no sabía cómo me lo iba a tomar.
Respiré hondo para calmarme y controlar mis nervios y luego cogí el auricular.
—¿Diga?, soy Alfonso.
—Hola, Alfonso, soy Sherman. Tengo la información que quería. Espero haberlo pillado esta vez en mejor momento.
Lancé un suspiro.
—Pues es tan bueno como cualquier otro —le solté sonando abatido incluso a mis propios oídos. Y luego esperé ansioso.
—Sí, bueno, ¿tiene un bolígrafo y un papel a mano? —me respondió Sherman sin inmutarse yendo al grano.
Cogí un bolígrafo de mi bolsillo y deslicé el bloc frente a mí.
—Venga, suéltalo ya.
—Paula Chaves, alias Pau Chaves —me dijo. ¡Vaya, solo me faltaba que me lo recordara!—. Tiene veinticuatro años y vive en Hillsboro, Illinois, con Alejandra y Marcos Chaves, sus padres. Tengo su dirección si la quiere —añadió.
—¿No es eso por lo que te pago? —le solté, exasperado.
Sherman me la dio de un tirón y luego volvió a lo suyo.
—En el instituto siempre sacaba sobresalientes, pero no he podido encontrar nada que indique que haya ido a la universidad.
No me sorprendió saber que era una chica inteligente, tal vez no tuviera dinero para hacer una carrera.
—Además no parece frecuentar el escenario social. Aunque no es de extrañar, porque los estudiantes que sacan tan buenas notas suelen llevar una vida de ermitaño.
Yo había sido uno de ellos y sabía que lo que afirmaba no era para nada verdad.
—Si quiere saber mi opinión, creo que su vida es de lo más normal — me dijo, aunque yo no se la hubiera pedido al muy jodido—. Por eso decidí indagar en la de sus padres. Su padre trabajaba en una fábrica hasta que hace poco lo despidieron por ausentarse demasiado. En su informe laboral pone que se debía a problemas médicos, aunque no era él quien los tenía.
Por lo visto cuida de Alejandra, su mujer enferma. Alejandra Chaves está muy enferma, es decir, a las puertas de la muerte, y necesita un trasplante de corazón —me dijo y luego hizo una pausa.
Me vino a la memoria el ataúd cerrado de mi madre y se me cayó el bolígrafo de las manos al no poder controlar de pronto mis funciones motoras. Yo había perdido a la vez a las dos únicas personas que de verdad quería y sabía perfectamente cómo se debía sentir Paula.
Y ella había decidido vivir conmigo en lugar de estar al lado de su madre. ¿Por qué?
Oí a Sherman hojeando papeles en el fondo.
—Hace poco —prosiguió— recibieron una gran suma de dinero de un donante anónimo. Antes de recibirla por lo visto se estaban hundiendo muy deprisa. Debían un montón de facturas médicas y tenían las tarjetas de crédito al límite… Y encima el seguro médico no les cubría ningún gasto por haberse quedado sin trabajo el padre.
¡Joder!
—Paula no tiene antecedentes. Es toda la información que he conseguido —dijo suspirando, y esperó a que yo le respondiera. El problema era que no sabía qué decirle. Mi cerebro seguía procesando el hecho de que la madre de Paula se estaba muriendo. Por primera vez desde la muerte de mi madre me entraron ganas de llorar.
—¿Alfonso? ¿Alfonso, me oye? —dijo él.
Yo era incapaz de hablar. Me estaba ahogando en la oleada de emociones que de pronto se había precipitado sobre mí, amenazándome con romper la presa que con tanto esmero había construido para mantenerlas a raya, como si estuviera hecha de ramitas en lugar de un muro de 100 metros de espesor de cemento reforzado. El dolor por la pérdida de mis padres había estado a punto de destruirme. De haber sido
posible, habría hecho cualquier cosa por salvarles. Cualquier cosa.
Sumido en un estado de choque, colgué el teléfono sin apenas darme cuenta.
Paula había hecho el acto más altruista que cualquier ser humano sobre la faz de la tierra podría haber realizado.
Había dado su propio cuerpo, su vida… para salvar a su madre moribunda.
Era toda una santa y yo la había tratado como a una esclava sexual.
Me empezó a corroer el mayor sentimiento de culpa de mi vida, porque saber lo que ella había hecho y la razón por la que había tomado aquella decisión me rompió el puto corazón.
CAPITULO 30
Qué previsibles son los hombres.
Lo único que tuve que hacer era aparecer semidesnuda e insinuarle que quería que me prestara un poco de atención y ya tenía a Pedro comiendo de la palma de mi mano como quien dice. Bueno, tal vez quisiera en realidad comerme otra cosa, pero de cualquier manera yo había conseguido lo que quería.
Había estado pensando en la historia que Dolores me había contado por la mañana sobre la furcia de la ex de Pedro que le puso los cuernos, y decidí darle la atención que él anhelaba para asegurarme de que supiera que podía contar conmigo. Porque bien pensado, esa era la razón por la que Pedro había caído tan bajo como para comprar a una mujer. Yo era una apuesta segura: nuestro contrato le garantizaba que me ocuparía de cada uno de sus caprichos y deseos, que estaría por él y solo por él.
Y a mí esto ya me iba bien. Aunque debería haberme sentido asqueada conmigo misma por decidir participar en esa clase de trato, y en cierto modo así me sentía, también era una mujer con unas necesidades que estaban siendo satisfechas por un hombre con el que, en circunstancias normales, me habría acostado sin esperar a que me lo pidiera dos veces.
Además, fui yo quien decidió firmar el contrato, ¿verdad?
Sabía dónde me metía. Al fin y al cabo «disfrutar» de la «tarea» que debía hacer era una ventaja adicional. Me refiero a que podía haber acabado fácilmente teniendo que pasar dos años con Jabba el cavernícola.
El Chichi estaba asintiendo enfáticamente con la cabeza coincidiendo conmigo, hasta que se me ocurrió nombrar a ese gordo y repugnante cabrón y entonces se estremeció solo de imaginárselo.
Pedro me cargó sobre su hombro como un saco de patatas y soltó unas risitas como una colegiala al girar la cabeza y mordisquearme el culo con esos dientes blancos tan adorables. Por lo visto yo no era la única que tenía la manía de morder culos.
Por fin llegamos a la sala de música. Lo supe porque su runruneo de felino dientes de sable se había convertido en un constante murmullo que además de oírlo se notaba. Con la mayor delicadeza de la que fue capaz, me sentó sobre su piano de media cola y se quedó plantado entre mis piernas abiertas.
—¿Eso es lo que querías? —me preguntó con una voz grave y sensual que le salió del cuerpo y viajó por sus manos, posadas en el piano a uno y otro lado de mí. De hecho hasta noté la vibración que producía en mis partes femeninas, trayéndome a la memoria mi nuevo mejor amigo, el vibrador de Alfonso.
—En realidad te imaginé más bien sentado en el banco, toqueteando con tus talentosos dedos las marfileñas teclas —le dije deslizando mis manos por su pecho—. ¿Crees que puedes hacer esto por mí, Pedro? ¿Tocar algo inspirado en la imagen de mi… de tu… coño?
Pegué mis labios a los suyos reverentemente, pero él ni se movió. Se había quedado quieto como una estatua, una estatua de Adonis. Cuando empezaba a creer que quizá mi guarra forma de hablar no le había resultado tan sensual como yo esperaba, él arrimó su boca a mi oído.
—¿Paula? —me susurró.
—¿Mmm?
—Creo que me he corrido un poco.
Antes de poder responderle, se apartó rápidamente de mí y se sentó en la banqueta del piano.
Con la barbilla girada apuntando hacia él, contemplé sus manos deslizándose ágilmente por las teclas sin emitir ningún sonido. Tenía una mirada de pura maravilla y concentración en el rostro, era un hombre que sin duda veneraba su instrumento. Y yo lo entendía, porque a mí su «instrumento» también me embelesaba.
Lamiéndose los labios, adoptó una postura más cómoda y luego me miró de nuevo expectante.
—Me prometiste inspirarme si tocaba el piano.
Pero había un problema. Si intentaba girar mi culo sobre su reluciente piano, que no era para nada tan deslizante como parecía por más lustroso que estuviera, lo más probable es que me chirriara la piel. Y no sé si mi dignidad podría aguantar un momento tan embarazoso como ese cuando
estaba intentando ser sexi y seductora. Por eso hice lo único que podía hacer.
Me bajé dando un brinco del piano y por suerte logré sorprendentemente aterrizar derecha sobre los tacones de vértigo que llevaba (el Chichi los había elegido porque conjuntaban con mi exigua vestimenta), y luego agité ufana mi culo desnudo delante de las narices de Pedro imitando a todas las modelos de pasarela que podía recordar de los innumerables programas de moda que mi madre me había obligado a ver.
Creo que mi treta funcionó, porque Pedro me miró como uno de esos lobos de los dibujos animados de Walt Disney lamiéndose las pezuñas como si yo fuera un suculento cordero. Sintiéndome probablemente más segura de lo que debería haberme sentido, puse un pie sobre la banqueta
junto a él. ¿Conoces la expresión «fulminarte con la mirada»? Bueno, pues si te pudieran magrear con la mirada, te juro que eso fue lo que Pedro le hizo a mis piernas, a mi culo, a mis tetas y al Chichi. ¡Caramba!, sus ojos tenían tantos apéndices como los de un pulpo.
Hablando de chochos, el mío ya me estaba goteando. Pero lo curioso es que no era porque a la Agente Doble Coñocaliente se le estuviera haciendo la boca agua, sino por estar la muy retorcida llorando de alegría por lo que le esperaba. Sí, llorando a mares. Así que monté un buen espectáculo plantando mi culo de nuevo sobre el piano y cruzando las piernas para ocultar ese pequeño hecho.
Aunque había aprendido que esto le ponía muy cachondo a Pedro, quería juguetear un poco con él. Después de todo, tenía que incentivarlo para que me diera lo que yo quería antes de darle yo lo que quería él.
Pedro despegando los ojos del piano, me miró y me empezó a desabrochar poco a poco la hebilla tachonada de la sandalia sujeta alrededor de mi tobillo. Después me descalzó sin prisas y me dio un largo beso en la punta del pie.
—Ponlos en mis queridas teclas, gatita —me dijo con voz ronca y sensual soltándome el pie para descalzarme el otro—. A propósito recuérdame que le suba el sueldo a Dolores.
—Si quieres agradecérselo, cómprale unos zapatos como los míos y verás la alegría que le das.
Dejando él mis zapatos a su lado en el suelo, me dio una retahíla de besos en la espinilla hasta llegar a la rodilla.
Luego me puso los pies sobre las teclas del piano con las piernas lo más abiertas posible. El sonido que hice al pisarlas fue bastante horroroso y los dos nos encogimos a la vez haciendo una mueca, pero de pronto vi que tenía los ojos clavados en mi Chichi y que se le había cambiado la cara.
—¡Me encanta lo mojada que te pones por mí!
El Chichi se puso a hidratarse la piel con aceite y a cepillarse la boca con Binaca, preparándose para el gran espectáculo.
—¿Sabías Paula que hasta ahora nunca había dejado que nadie pusiera un dedo sobre mi piano de media cola y menos todavía los pies?
—Lo siento, si quieres los saco —le dije, pero antes de que me diera tiempo a alzar siquiera el dedo pequeño del pie, me lo impidió.
—No —la voz calmada con la que me lo dijo estaba más cargada de sentimiento que una orden dada a gritos.
Pedro no despegó los ojos de mi entrepierna mientras se remangaba la camisa hasta los codos. Luego enderezó la espalda y dobló ligeramente los hombros para colocar los dedos sobre las teclas del piano.
—Mm…, he perdido un poco de práctica porque llevo una buena temporada sin tocarlo —observó nerviosamente, encogiéndose de hombros.
Yo ya lo sabía. Antes de que Pedro me llamara para pedirme que le esperara en la limusina cuando Samuel fuera a recogerle al trabajo, Dolores me había telefoneado para saber cómo estaba. Charlamos un poco mientras yo vagaba por la casa y descubrí la sala en la que ahora estábamos.
Fue entonces cuando ella me contó que Pedro antes de sufrir la debacle con Julieta tocaba el piano a diario. Pero al decirme que desde entonces había dejado de hacerlo, supe que debía intentar que lo volviera a tocar. Después de todo, la música amansaba a las fieras. No estaba segura de si quería que estuviera manso justo antes de follarme a lo bestia, sobre todo porque creía que Pedro necesitaba sacar su frustración o la rabia acumulada o lo que fuera, pero vete a saber, tal vez le iría bien volver a cogerle el gusto a algo que antes le hacía feliz.
¿Era un plan arriesgado? Sí. Pero pensé que tenía muchas posibilidades de triunfar si lo hacía estimulando su naturaleza sexual. Dolores creía que yo podía ser un punto débil para el señor Alfonso y aunque yo no tenía ninguna intención de aprovecharme de la información, definitivamente no iba a negarme el placer que podría sentir de paso al ayudarle a aprender a vivir de nuevo.
En cuanto le oí tocar el primer acorde, ya sentí el coño haciéndome chup-chup. Sus dedos se movían con rapidez y maestría por las teclas, hilvanando una melodía que no creí haber escuchado antes, pero que sin embargo era hermosísima. Temí por el pobre piano, porque si seguía tocando así me iba a correr encima sin que él ni siquiera me tocara.
Aunque supongo que en cierto modo ya lo estaba haciendo, porque los dedos que interpretaban esa música tan bella que hacía vibrar el piano y mis partes femeninas eran los de Pedro.
—Acódate en el piano, gatita —me dijo sin saltarse una sola nota.
Al menos eso era lo que yo creía. Atraque no fuera una experta en música, la pieza sonaba bien. A decir verdad, hasta sonaba erótica y todo.
No se podía decir que fuera exactamente una banda sonora para una película porno, pero teniendo en cuenta que esa música era una prolongación más de Pedro —tanto como sus dedos, su lengua y su colosal polla—, era lógico que mi coño también se estremeciera al oírla. Me conmovió, me hizo sentir unas cosas que eran probablemente ilegales en los cuarenta y ocho estados de América. Además, por la forma en que sus dedos se deslizaban por las teclas, era evidente de dónde había adquirido la soltura para otras cosas. De modo que comprendí que el Rey de los Dedos Folladores se había transformado en el Rey del Piano Follador.
Me acodé en el piano de media cola, aunque sin dejar de mirarle. Pedro también me miraba. Y no me refiero al Chichi, sino a mis ojos. Me miraba con tanta intensidad que pensé que hasta podría ponerme a arder de pronto.
Y entonces ocurrió.
Sin romper el contacto visual conmigo ni interrumpir la sexi musiquilla que interpretaba, me dio un beso en el clítoris. Me quedé con la boca abierta mientras cogía aire y lo retenía al tiempo que las piernas se me movieron sin querer.
Naturalmente su canción angelical se estropeó al pisar yo con los dedos de los pies las teclas y todo lo demás, pero Pedro me ofreció una de esas sonrisas petulantes suyas y siguió tocando. La única diferencia entre lo que tocaba antes y lo que había empezado a tocar ahora era que las notas sonaban más fuertes, más apremiantes.
También siguió haciendo esa cosa que hacía con sus seductores labios y su lengua serpentina. Su boca estaba caliente y húmeda, sus labios se posaron dulcemente en la boca de mis muslos mientras su experta lengua estimulaba cada terminación nerviosa de mi pequeño y delicioso botoncito entre mis piernas.
Yo no tardaría demasiado.
El Chichi se estaba calentando las cuerdas vocales, preparándose para dar el concierto de su vida. Tal vez era capaz de cantar y todo, pero Pedro le había hecho susurrar locamente en el breve tiempo que hacía que nos conocíamos. Lo que quiero decir es que era un profesor de canto extraordinario.
Y hablando de susurrar, él estaba haciendo justamente eso contra mi cuerpo, manteniendo una perfecta armonía con la música que tocaba, como si hubiera escrito él mismo la pieza. Y vete a saber, igual lo había hecho.
Los músculos de mis muslos se agitaron incontrolablemente y levanté las caderas intentando arrimarme más a esa deliciosa boca suya. Me moría de ganas de correrme y me descubrí suplicándoselo. La música se detuvo de pronto y Pedro se pegó a la hinchada protuberancia llena de terminaciones nerviosas de entre mis piernas, chupándomela con ardor como si su vida dependiera de ello.
Enderezándome de golpe, le agarré del pelo para mantenerle la cara aplastada contra mi coño. Al mismo tiempo, presa del orgasmo, doblé el cuello hacia atrás y atrapé la cabeza de Pedro entre mis muslos. De mis labios salió una ristra de blasfemias indescifrables en una voz que no sonaba para nada como la mía. Te juro por Dios —¡ups!, por Pedro—, que era como si estuviera poseída por uno
de esos malvados íncubos que te provocan orgasmos o por algo parecido.
No me preocupé por si Pedro podía respirar hasta que las sacudidas de placer amainaron y la tensión de mi cuerpo se relajó un poco. No creo que en un certificado de defunción pusieran muerte por coñofixia en lugar de por asfixia, pero yo creo que no estaría mal después de todo.
—¡Oh, Dios mío! ¿Estás bien? —exclamé asustada, tirándole del pelo para levantarle la cabeza y poder verle la cara.
Me miró con una de esas sonrisitas de «estoy de puta madre» y luego se lamió de los labios los restos de mi orgasmo.
—No, pero estoy seguro de que pronto lo estaré —me respondió.
No sé cómo o cuándo pudo hacerlo, pero al ponerse de pie ya tenía los pantalones bajados hasta los tobillos y su polla colosal se erguía enhiesta delante de mí, saludándome.
Pedro me levantó del piano y luego se sentó en la banqueta, conmigo a horcajadas en su regazo. No le llevó más que dos segundos levantar mi culo, pegar su polla a mi golosa abertura y empujarme hacia abajo encima de él. Me empezó a penetrar con un cadencioso vaivén sin perder el ritmo.
Una y otra vez alzó mis caderas y volvió a bajarlas con fuerza sobre él. Al estrecharle contra mi cuerpo, me rodeó con la boca un pezón. Aunque yo estuviera encima, era él quien controlaba la situación. No había más que Pedro: dentro de mí, a mi alrededor, sobre mí… estaba por todas partes.
Me fue penetrando cada vez con más fuerza y profundidad a cada embestida, hasta cubrírsele la frente de sudor y humedecérsele el pelo. Se me empezaron a poner los ojos en blanco y tal vez estuviera en verdad poseída, aunque no lo sabría del todo hasta que la cabeza me empezara a girar o me entraran ganas de vomitar sopa de guisantes verdes dejándolo todo perdido. Pero en el fondo no creí que me fuera a pasar, porque ¡cómo iba a ser malo algo que te producía una sensación tan deliciosa!
Volví a correrme, clavándole las uñas en la espalda, y me importaba un pimiento si le estaba destrozando o no la camisa de diseño exclusivo. Lo único que sabía era que necesitaba agarrarme a él y no volver a soltarlo nunca más.
Y eso fue lo que hice, incluso después de dejar él escapar ese gruñido salvaje que debería haberme asustado y de correrse dentro de mí.
Al cabo de un par de embestidas más, ya se había quedado al fin relajado y exhausto.
Pedro se quedó con la cara pegada de lado a mi pecho, rodeándome por la cintura. Ni siquiera se preocupó de sacar su miembro de mí. Permaneció en silencio. El único sonido que se oía en la habitación era el eco de nuestros jadeos mientras los dos intentábamos recuperar la calma después de nuestro subidón, o tal vez procurando alargarlo.
Yo tampoco le solté. Me pasé un rato acariciándole el pelo y besándole la cima de la cabeza, hasta pegar mi mejilla a ella. No podía separarme de Pedro. Maldita sea, no podía.
Por primera vez desde que había decidido meterme en esto, es decir, vender mi cuerpo en un trato tan jodido, estaba
aterrada.
¿Qué había pasado?
En ese momento vi lo inexperta e insensata que era, una chica pueblerina que se había metido en una situación que le superaba con un hombre que era más grande que la vida misma.
Después de lo que me pareció una eternidad, nos separamos por fin y yo me fui al baño para darme otra ducha. Tal vez la necesitara, pero lo hice sobre todo porque quería estar sola para aclararme un poco. Al sentir el agua deslizándose por mi piel, fue cuando finalmente rompí a llorar en silencio.
Las pretensiones… ¡oh, Dios mío! Las pretensiones que había estado ocultando detrás de aquella fachada de «soy una mujer de armas tomar» se derrumbaron de golpe una detrás de otra. Yo no era más que una chica locamente enamorada de un hombre que solo me veía como su propiedad.
Y él me poseía de verdad en todo los sentidos de la palabra.
Me vino a la cabeza aquel momento después de nuestro revolcón en la limusina, cuando yo creí que Pedro me había dicho que me quería y el corazón se me paró de golpe, como si se me hubiera caído a los pies y esperara volver a latir y ser entregado a quien yo creía poder dárselo encantada.
Pero entonces él había añadido algo más, ¿verdad? Lo cual demostraba lo inexperta que era. ¡Qué boba e insensata había sido!
Pedro Alfonso era un hombre que tenía el mundo en la palma de la mano y yo no tenía nada que ofrecerle. Pero, ¡válgame Dios!, me estaba enamorando locamente de él.
Pedro apareció de pronto y abrió la puerta de la ducha, cogiéndome desprevenida.
—¡Eh!, voy a ducharme en una de las suites de los invitados. Te lo digo por si acabas antes que yo —de pronto dejó de hablar frunciendo el ceño—. ¿Has estado llorando?
Volví la cabeza hacia otro lado y me sequé los ojos.
—Mm…, no. Claro que no —le mentí—. ¡Qué cosas dices! ¿Por qué iba yo a llorar? Es que me ha entrado jabón en los ojos.
Pedro me alzó lentamente la barbilla para mirarme a la cara y entonces vi algo en sus ojos, pero antes de que mi mente se pudiera adentrar en el país de los lelos que se hacen falsas ilusiones, comprendí que no era más que un reflejo de lo que había en los míos. Y este hallazgo me aterró. De
nuevo. Porque me estremecí al pensar en las consecuencias si él descubría lo que yo sentía. Probablemente me llevaría de vuelta como un paquete al servicio de atención al cliente de Sebastian y exigiría que le devolvieran el dinero.
Pedro no sentía lo mismo por mí. Ni nunca lo haría. Nunca podría sentirlo.
—Vale, ¿de verdad? Voy a… —me soltó disponiéndose a salir del baño.
—Sí, no me pasa nada —le interrumpí sonriendo para que no me descubriera—. Ve a ducharte y cierra la puerta de la ducha que me estoy helando.
—Sí, aquí no es un buen sitio para hablar de ello, ¿verdad? —dijo y luego se arrimó a mí, con el agua de la ducha salpicándole el pecho, para darle a cada una de sus nenas, y luego a mis labios, un casto beso. Tras guiñarme el ojo y sonreírme pícaramente, desapareció.
Igual como habría también desaparecido de haber descubierto que me estaba enamorando de él. Lo cual no entraba en el contrato, porque iba en contra de la cláusula de mantener una relación sin compromisos. Tenía que
recuperar la cordura y superar mi momento de debilidad. Y podía hacerlo.
Podía superarlo y centrarme en darle lo que él necesitaba y nada más.
Había superado en el pasado situaciones mucho peores.
Yo no era una mujer vulnerable. Era fuerte. Tenía aguante.
Había hecho todo cuanto estaba en mis manos para ayudar a mis padres a evitar la muerte inminente de mi madre, el pilar de la familia. Me había vendido ciegamente al postor más alto para asegurarme de que ella, y todos nosotros, pudiéramos al menos intentarlo.
Lo superaría. Tenía que hacerlo.
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