martes, 23 de junio de 2015

CAPITULO 14






—¿Hola? ¿Hay alguien en casa? —oí que decía una voz cantarina desde la entrada—. ¿Paula? Soy yo, Dolores. Ha llegado tu extraordinaria compradora personal para sacarte del paraíso.


Me apresuré a bajar, cubierta con la misma camisa que me había puesto la noche anterior para cenar. Y por más corte que me diera encontrarme por primera vez con una desconocida llevando solo una camisa de puta, no tenía elección.


—Asegúrate de pulir esta semana los objetos de plata, y dile al cocinero que esta noche cambie el menú por carne asada —dijo Dolores garabateando algo en la hoja de una tablilla provista de sujetapapeles, y luego se la entregó a la misma doncella que me había indicado la mañana anterior el
camino para ir a la cocina—. Gracias, Beatriz, estás haciendo un gran trabajo, como de costumbre.


Luego alzó la vista y me vio.


—¡Ah, hola! —exclamó.


Saltaba a la vista que se trataba de una de esas risueñas personas madrugadoras. Era una rubia platino de pelo vaporoso, tan sonriente y despampanante que me recordó a la capitana de las animadoras de un instituto que salía en una película de los ochenta. Casi me contagia su vitalidad y una parte de mí quería darle un sopapo por hacerme sentir de esa forma.


—Mm…, hola —repuse sintiéndome incómoda—. Soy Pau Chaves.


—Y yo, Dolores Hunt —dijo esbozando una amplia sonrisa—. ¡No sabes cuánto me alegro de conocerte por fin!


Le ofrecí la mano con un cordial gesto para que me la estrechara, pero ella puso los ojos en blanco juguetonamente.


—¡Oh, por favor! —exclamó en voz baja a través de su respingona nariz, rechazando con un ademán mi formal saludo—. Vamos a pasar todo el día juntas de compras. Y en mi mundo esto es como tener sexo —añadió soltando unas risitas, y luego me agarró para darme un fugaz abrazo—. A propósito, esto es para ti —dijo entregándome una bolsa rosa.


—¿Es ropa? —le pregunté para confirmarlo.


—Sí, señorita. ¿Qué le ha pasado a la tuya?


—Pues… —le empecé a decir sin tener ni idea de lo que iba a contarle —, como decidí venir a vivir con Pedro a última hora, no tuve tiempo de hacer las maletas. Y lo poco que me traje no encajaba con el estilo ni la tendencia de la ropa que lleváis, así que me desprendí de ella.


Por lo menos daría la impresión de saber algo de moda, ¿no?


Dolores arqueó una ceja perfectamente depilada y hasta vi las ruedecitas dentadas rodando en su cabeza para averiguar si le decía la verdad.


—¿Y cuando te pusiste la camisa ibas desnuda? —me preguntó mirándome como si no se lo hubiera tragado.


—Mm…, no —repuse medio riendo—. ¡Claro que no, qué cosas dices! La ropa que llevaba está sucia. Sí, está sucia.


—Ajá —contestó mirándome con desconfianza—. Entonces ¿por qué no vas a cambiarte para ponemos en marcha enseguida? ¿Te parece bien?



***


Viajar en un Beamer, el cochecito rojo de Dolores, fue un auténtico suplicio. Ser capaz de hacer mil y una cosas a la vez es un don, pero yo no estaba segura de que ese don debiera usarse mientras conduces. Fue a toda leche sobrepasando con creces el límite de velocidad, con la radio puesta y hablando incluso más deprisa de lo que circulaba, sin hacer ninguna pausa.


De vez en cuando pegaba algún que otro bocinazo y le soltaba una impertinencia a un motorista por circular demasiado lento o por cambiar de carril cuando a ella no le convenía.


—Es Chicago. ¡Aprende a conducir o no circules por la carretera, gilipollas!


Me miró y sacudió la cabeza poniendo los ojos en blanco.


—Los que van con miedo son peligrosos y no tendrían que ponerse al volante.


Coincidí con ella, pero en ese caso a las conductoras hiperactivas y violentas con un chute de cafeína tampoco tendrían que permitirles conducir.


Se metió en un hueco libre, y por «libre» me refiero a que se coló en él sin esperar apenas a que saliera el coche que lo ocupaba. Aparcó en batería sin reducir la velocidad, subiéndose al bordillo y obligando a algunos peatones que caminaban por la acera a esquivarla de golpe.


Despegué mis crispados dedos del salpicadero, donde seguro que dejé mis huellas impresas de la fuerza con la que me había agarrado y salí del coche. Incluso habría estado dispuesta a besar el suelo de no haber sido una escena demasiado grotesca. Las calles y las aceras públicas eran como placas de petri cultivando cócteles de esos que te dejan tieso.


—Vamos, chica —dijo Dolores poniéndose las gafas de sol y colgándose luego el bolso al hombro.


Yo no me habría puesto ni loca sus zapatos de tacón de aguja de infarto ni su exiguo vestido que parecía estar hecho para una quinceañera en lugar de para una mujer adulta, pero ella lo sabía llevar como si nada. En serio, estaba despampanante y se movía contoneando las caderas como diciendo «ven aquí bomboncito».


Cuando entramos en la primera tienda, las dependientas que estaban detrás del mostrador la reconocieron enseguida, incluso la llamaron por su nombre.


—¿Son amigas tuyas? —le pregunté.


—Profesionalmente sí, no socialmente —me respondió en voz baja—. Visito esta tienda cada dos por tres. Y además les doy buenas propinas.


—Señoritas —anunció volviéndose hacia ellas blandiendo la visa de oro de Pedro en el aire—, ¿seríais tan amables de sacarle a mi nueva amiga vuestras mejores prendas?


Me llevaron a toda prisa a un probador para que me desnudara y antes de darme tiempo a sacarme la ropa, ya me habían colgado sobre la puerta varios vestidos. Gruñí en mi interior, porque ir de compras no era lo mío, pero debo admitir que me sentí como una especie de Julia Roberts en
Pretty Woman al ser el centro de tantas atenciones.


Dolores se quedó junto a la puerta elogiando la ropa que le gustaba y burlándose de la que desechaba. Creí que al menos estaba segura en ese pequeño espacio, aislada del resto del mundo. Pero Dolores no me lo iba a permitir. 


Abriendo la puerta de un empujón, irrumpió en el probador como si yo no tuviera nada que ella no hubiera visto antes. 


Supongo que así era, pero con todo me habría gustado gozar de un poco de privacidad.


Estaba aprendiendo a marchas forzadas que en el mundo de Pedro por lo visto todo quisqui podía verme en bolas. 


Ergo, olvidándome de mi pudor, me quedé con todo al aire tal como mi madre me trajo al mundo, como una modelo que es la envidia de todas las mujeres, aunque yo no me considerara nada del otro mundo.


—¿Y? —me dijo Dolores suspirando mientras se sentaba en el banco del probador y me miraba—. Cuéntame cómo tú y Pedro os conocisteis.


—Mm…, supongo que como cualquier otra pareja —repuse intentando averiguar cómo diablos iba a ponerme el extravagante vestido que acababa de darme para que me lo probara.


—No todas las parejas se conocen de la misma manera. Cada una tiene su propia historia. Cuéntame los detalles, nena —dijo ayudándome a ponérmelo.


Y entonces me entusiasmé, porque su curiosidad me permitiría jugar con Pedro un poco. Él me había dicho que podía contarle lo que quisiera.


—Como probablemente se subiría por las paredes si se enterara de que te lo he contado, tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie.


—Te doy mi palabra de bruja —repuso poniéndose el dedo corazón y el índice debajo de los ojos como hacía Samantha en Embrujada. Me conquistó al instante con ese gesto, era una auténtica psicópata que iba tras mi corazón.


—Lo conocí en la entrada de un espectáculo de drag queens —le susurré al oído—. Era tan guapo que lo tomé por uno de los actores.


—¿Pedro Alfonso asistió a un espectáculo de drag queens? —gritó Dolores soltando unas risitas, y yo le tapé la boca con la mano para hacerla callar.


—Me dijo que no solía ir por aquel barrio, que solo quería tomar una copa y que acabó allí por casualidad —añadí adornando la historia—. Cuando me lo encontré estaba junto a la entrada fumándose un pitillo y me he estado preguntando si estaría allí porque acababa de follar.


Dolores y yo nos echamos a reír pasándonoslo en grande.


—¿Y luego qué ocurrió? —me preguntó de lo más interesada.


—Cuando estaba a punto de echarle esa mirada de «Venga ya, a mí no me la das», vi que se comía con los ojos a las chicas —dije sacando las tetas—. Estoy segura de que lo hizo para demostrarme que no le iban los tíos.


—Tienes unos bonitos melones —señaló encogiéndose de hombros como diciendo, con ese par es lógico que le gustaras.


—Luego me dijo si quería ir con él a tomar una copa y como era tan guapo y me estaba intentando demostrar lo machote que era, le dejé que me follara. Y desde entonces no me lo he podido sacar de encima —añadí riendo.


—Me alegro de que por fin haya decidido salir con una chica, sobre todo después de lo que le pasó con Julieta —me contó recolocándome las tetas para que me quedara bien el vestido. Creo que en el fondo quería manoseármelas. Si hubiera sido ese el caso, no me habría importado, pero sentí curiosidad por lo que me acababa de decir.


—¿Julieta? ¿Quién es Julieta? —le pregunté deseando conocer esta información del pasado de Pedro, no porque me interesara sino para usarla como arma arrojadiza si lo necesitaba en el futuro.


—Nadie. No importa. No debería habértelo dicho —repuso enseguida—. Sí, estás de lo más atractiva con este vestido.



Por qué cambias de tema, tramposilla. Te lo acabaré sonsacando, pensé.







CAPITULO 13




A la mañana siguiente me desperté con la polla embutida en la misma precaria postura, entre sus aterciopelados muslos, igual que el día anterior.


Pero hoy sería distinto. Ella estaba aquí por una razón y yo aunque no fuera del todo un cabrón, tenía mis necesidades fisiológicas.


Estaba con el brazo izquierdo rodeándole la cintura y con la otra mano cubriéndole sus fabulosas tetas. (¿De verdad acabas de emplear la palabra «tetas»?, preguntó el idiota del hombre crecidito que por lo visto se había revertido en un adolescente de diecisiete años tocando tetas. ¡Madre mía!,
el contacto con sus melones me estaba sorbiendo los sesos.) Deslicé la base del pulgar por su pezón… y nada. 


Bueno, probaré con otra cosa, me dije.


Entonces intenté excitarla pellizcándoselo un poquito con el pulgar y el índice cada vez que se lo acariciaba.


¡Houston, tenemos guijarritos enhiestos!


Se retorció un poco en sueños y esperé que fuera porque le resultara agradable y no porque pudiera oír mis inmaduras divagaciones. Al moverse me di cuenta del hierro al rojo vivo que tenía pegado al cuerpo y del demencial gusto que me daba cuando lo meneaba entre sus cálidos muslos.


Solo necesitaba un poco de lubricación para correrme sin hundir mi verga en su virginal coño. Todavía no estaba ella preparada para eso,aunque yo me muriera por conseguirlo.


Le besé el hombro desnudo y se lo cubrí con una lenta sucesión de besos hasta llegar a su cuello. Mientras tanto, meneé las caderas haciendo rodar entre mis dedos su pezón. Paula gimió un poco y posó su mano sobre la
mía. Me quedé paralizado un segundo, preocupado por si su protesta se debía a lo que le estaba haciendo, y de pronto me dije que me la traía floja si ella quería o no que yo continuara.


Para mi sorpresa, no intentó sacarme la mano. En su lugar, se puso a masajearla, animándome a tocar su pecho con más ardor. Este acto tan sugerente para mí hizo que la embistiera con mis caderas y sentí cómo ella se tensaba al ponerse la mano entre las piernas y encontrar mi polla.


—Todavía no —le susurré con los labios pegados a su cuello, y entonces me puse a chuparle la piel de esa zona.


Ella se estremeció entre mis brazos y al sentirla temblar la polla se me puso dura a más no poder. Necesitaba más fricción. Le metí la mano con la que le cubría el vientre entre las piernas y le abrí sus pliegues para que me humedeciera la polla con su coño mojado. Meneando las caderas, se la deslicé un par de veces por su carnosa hendidura y lancé un gemido de placer sin poder evitarlo al sentir sus cálidos jugos.


—¡Ah, cómo me gusta… sentirte… ahí! —le susurré jadeando a cada suave acometida de mis caderas.


Paula arqueó la espalda cambiando el ángulo contra el que mi polla frotaba, pero yo sabía que aquello aún no era lo que ella necesitaba. Le cogí la mano y se la llevé más abajo para que sintiera cómo nos movíamos juntos. Arqueó más aún la espalda al presionar yo con más fuerza nuestras manos contra la parte inferior de mi polla, y como mis dedos eran más largos, extendí el pulgar para presionar mi glande contra su clítoris.


—¡Ah! —gimió de placer con voz ahogada y entonces movió la espalda para deslizar su coño por mi polla hasta sentir la punta de nuevo contra su clítoris.


—¡Más! —gemí con la cara pegada a su hombro.


Saqué la polla un poco y se la volví a meter entre las piernas, pegando tanto el glande a sus carnosos pliegues que sin querer se lo hundí en ellos.


La punta le entró apenas antes de sacarla yo y volvérsela a meter. Pero lo que me dejó pasmado es que ella empujaba para sentirla más adentro y ni siquiera se tensó cuando yo estaba en la abertura de su sexo.


Me mantuvo con su mano ceñido a ella mientras yo meneaba las caderas y seguía con más ardor mis acometidas entre sus húmedos pliegues. Como Paula ya no necesitaba que la siguiera sujetando, me separé un poco y la
agarré de las caderas para empujar mejor.


¡Qué suave, caliente y mojada estaba! Mi polla estaba empapada con sus jugos, me moría por follarla. Mis embestidas se volvieron más fuertes y veloces, y entonces ella deslizó su resbaladizo pulgar por la hendidura de la punta de mi polla y luego por el ribete del abombado glande. 


Me estaba volviendo loco.


Tenía que calmarme, así que meneé las caderas con amplias acometidas dejando que la punta de mi polla le penetrara un poco de nuevo. Ella empujó y yo le hinqué el glande en sus carnosos pliegues. Se quedó paralizada al instante, conteniendo el aliento y tensando todo el cuerpo.


—Relájate, nena —le susurré al oído entre jadeos, pegándome a su cuello para intentar calmarme mientras la punta de mi polla seguía en su mojada grieta. Joder, qué bien olía, e incluso sabía mejor aún.


—Me muero por follarte —musité jadeando sin moverme por miedo a hacerla mía—. Joder, ¿por qué me gustará tanto?


Mi palpitante polla estaba deseando penetrar su apretado coño. Una vocecita en mi cabeza gritaba para que se la metiera hasta el fondo y se la sacara, se la metiera hasta el fondo y se la sacara. Tal vez si empujaba un poco más con la punta…


—No te muevas, gatita —le susurré contra su nunca.


Se la metí un poco más, sintiendo las apretadas paredes de su coño ciñéndose alrededor de mi polla mientras le hincaba la punta entera. Solo me permití moverme muy poco para no perder el control.


—No te… muevas —le susurré casi suplicándoselo, cerrando con fuerza los ojos e intentando reprimir las ganas de hincársela hasta el fondo.


De su garganta salió un pequeño gemido y sentí que deslizaba su mano entre sus muslos para acariciarme la polla.


—¡Joder! —exclamé sacándola de golpe y saltando de la cama.


—¿Qué? ¿Qué pasa? —me preguntó ella sentándose en la cama, perpleja.


—¡Me cago en la leche! ¡No puedes hacer eso, Paula! No sabes cuánto me cuesta aguantarme para no follarte en este mismo instante y vas y me excitas más aún. ¿En qué coño estabas pensando?


Ella agachó la cabeza dejando que el pelo le cayera como una cortina, para que yo no le viera la cara.


—No lo sé —respondió balanceándose con la frente pegada a las rodillas —. Seguramente pensé que iba a gustarte. Era tan agradable —refunfuñó.


¡No jodas! Por lo visto ella también lo estaba deseando.


Una amplia sonrisa se dibujó en mi cara y me apresuré a volver a la cama, con la verga tiesa como un mástil, dispuesta a darle a Paula lo que quería. Y entonces el inflagaitas de mi puto móvil se puso a sonar. Estuve a punto de arrojar el maldito teléfono por la ventana, pero sabía que no podía hacerlo.


Gruñendo, me dirigí a la mesita de noche donde reposaba, con la polla bamboleándome al caminar.


—¡Diga! —grité respondiendo la llamada.


—Buenos días, señor Alfonso. Espero no haberle despertado — contestó la voz nasal de la secretaria de Dario.


—¿Qué quieres, Miranda?


—El señor Stone me ha pedido que le haga saber que ha convocado una reunión de emergencia de la junta directiva por la reciente crisis —dijo.


—¿Qué crisis?


—¿Es que no ha visto las noticias? La Bolsa está cayendo en picado en todo el país por el derramamiento de petróleo. Las acciones del Loto Escarlata están bajando mucho.


—¡Hijo de…! —exclamé dándome una palmada en la cara—. De acuerdo. Ahora mismo voy. Dile a Mario que me espere abajo con los últimos informes.


Colgué el teléfono sin más.


—Lo siento, pero hoy no podré ir de compras contigo —le dije a Paula.


—¿Y yo qué debo hacer? ¿Seguir poniéndome tu ropa? —me preguntó mosqueada alzando por fin la vista mirándome a los ojos.


—Por más que me encante verte con mi ropa, no tengo nada lo bastante pequeño para ti —le dije, pero de pronto tuve una idea—. Le pediré a Dolores que te lleve de compras. Tiene muy buen gusto para la ropa.


Cogí la cartera del cajón de la mesita de noche y saqué una tarjeta de oro.


—Toma. No te preocupes, gasta todo el dinero que quieras. Estoy seguro de que a Dolores tampoco le preocupará. La llamaré para explicarle lo que te hará falta, pero puedes comprar cualquier otra cosa si quieres.


—¿Y mientras tanto qué me pongo? —me preguntó mirándose—. No puedo salir de casa con esta pinta.


—Le diré a Dolores que te preste algunas prendas suyas.


Marqué el número de Dolores mientras me dirigía al baño y le indiqué el vestuario que Paula necesitaría, salvo la ropa interior, claro está, porque quería ir con ella a comprarla. 


Habría fiestas a las que tendríamos que asistir y quería asegurarme de que vistiera adecuadamente. Por supuesto a
Dolores le entusiasmó ir de compras con Paula gastando mi dinero a lo loco. Le advertí que no la presionara demasiado en cuanto a la ropa y que le dejara escoger algunas prendas por sí misma. También le especifiqué que no intentara husmear. Si a Paula le apetecía contarle algo, lo haría
por su propia voluntad.


Cuando terminé de vestirme, le di a Paula unas instrucciones de última hora.


—No le cuentes nada de nuestro trato, por más que intente sonsacarte información. Cuéntale lo que quieras de tu vida personal, pero recuerda que nos conocimos en Los Ángeles. Volveré a eso de las seis. No te olvides de estar esperándome junto a la puerta.


Dicho esto, la cogí en brazos, le planté un brusco beso en la boca y la dejé caer en la cama.


—Estaba deseando verte hoy con una lencería de modelo exclusivo. Pero otro día será —le dije haciéndole un guiño y dándole juguetonamente un azote en el culo antes de coger la cartera y la chaqueta.


Detestaba tener que dejar que se las apañara sola con Dolores en su primer encuentro, pero no tenía elección. Con un poco de suerte Paula sería lo bastante fuerte para manejarla o lo bastante evasiva para mantenerla a raya
por el momento. Además, yo estaba deseando que Dolores se lo pasara tan bien visitando tiendas y gastando a manos llenas, que se olvidara de husmear.


Al menos eso esperaba.






CAPITULO 12




Tuve que largarme pitando de allí.


Su sabor y su olor se encontraban por todas partes, y ella estaba sentada con mi maldita camisa, tan sexi que me volvía loco. Y encima me estaba ofreciendo su puta cereza.


¿Es que no tenía idea de la fuerza de voluntad que me exigía no empalarla con mi polla en ese mismo instante?


Pero seguro que todavía le dolía, e hincarle la polla sin ningún reparo no haría más que empeorar la situación. 


Entonces tendría que esperar más tiempo aún para volvérsela a meter. Y en cuanto la penetrara, sabía que no
podría evitar hacérselo una y otra vez, en cada superficie de la casa. Y mi casa, como mi polla, era enorme.


Controlarme. Debía controlarme y tener un poco más de paciencia. Las cosas buenas se hacen esperar. ¿Verdad?


Me senté ante el escritorio y me llevé a la nariz los dedos que le había metido en su prieto coño, inhalando su aroma una vez más. Sí, era una acción masoquista, peor que cualquier otra clase de tortura imaginable — salvo claro está, la de ver a otro follándosela hasta reventar ante mis ojos
—, pero no podía resistir el encanto de l’eau de Paula.


De pronto me di cuenta que se me había puesto dura como una piedra desde que entró en el comedor cubierta solo con mi puta camisa. Gemí del dolor que me producía mi tiesa polla, retorcida y aplastada en la incómoda postura en la que estaba. Me metí la mano bajo los calzoncillos e hice una
mueca de dolor al liberarla. Tan dura la tenía que la habría podido usar para perforar las traviesas de la vía férrea.


No podía dejarla en ese estado. No podría trabajar con eso meneándose delante de mis narices, sobre todo sintiendo aún el sabor de Paula en mi lengua y con su olor perdurando en mis dedos y en mi incipiente barba.


Metí la mano en el cajón superior de mi escritorio y saqué una botella de leche corporal que guardaba allí.


Me eché un buen chorro en la palma y empecé a hacerme una paja. Cerré los ojos y me imaginé a mi nena de dos millones de dólares, cubierta solo con mi camisa, arrodillada entre mis piernas mientras yo estaba sentado ante la mesa. Deslicé el pulgar alrededor de la cabeza de mi polla y siseé
de placer, imaginándome que Paula me la lamía con la lengua, chupándome la temprana gota que rezumaba al lubricárseme. Ella cerró los ojos y gimió de gusto al saborearla.


Se lamió el labio inferior anhelante, deseando más mientras su ávida boquita me devoraba la polla y se la tragaba hasta el fondo. Sentí las paredes de su garganta rodeándome la punta de la polla y ella gimió de gusto meneando rítmicamente la cabeza, arriba y abajo. Acoplé mi mano a
la cadencia de los movimientos imaginarios de Paula. Me froté con más rapidez y presión la polla, recordando la noche en la que la follé por la boca, entrando y saliendo de sus labios fruncidos de un perfecto color rosado.


La Paula imaginaria alzó la vista para mirarme y yo me apreté más aún la base de la dura polla, meneando las caderas enardecido para metérsela hasta el fondo. Con la mano libre que me quedaba, me agarré al borde del escritorio con tanta fuerza que creí oír la madera crujir bajo la punta de mis dedos. Pero sus ojos —azules y llenos de vida, tan cálidos, tan ávidos— no se apartaron de los míos. 


Me la chupó con ardor y rapidez.


Luego dejó que mi polla se le saliera de la boca emitiendo un sonido de succión antes de echarse el pelo sobre el hombro, y después me la lamió de la base a la punta y se la volvió a meter hasta el fondo de la boca, gimiendo de placer.


Agarrando a Paula por detrás de la cabeza, la mantuve pegada a mi polla mientras el calor del orgasmo se extendía por mi cuerpo antes de derramar a chorros mi blanca semilla por su garganta en rítmicas y potentes sacudidas. Cuando me vacié del todo, abrí los ojos. Ella había desaparecido y mi mano estaba cubierta de mi propia leche.


Lanzando un suspiro busqué dentro del cajón del escritorio y saqué una toallita húmeda desinfectante. Me limpié el fluido blancuzco y viscoso.


En cuanto estuve limpio de bacterias, me concentré en mi ordenador.


Abrí el programa del sistema de seguridad y descubrí a Paula en la cocina. Le había dicho que podía hacer lo que quisiera ¿y esto es lo que había decidido hacer? Estaba lavando los platos mientras bailaba por la cocina al ritmo de una melodía que sonaba en su cabeza. Tenía que acordarme de comprarle un iPod cuando fuéramos de compras. Meneaba las caderas brincando por la cocina con el pelo moviéndosele de un lado para otro. Pompas de jabón flotaban a su alrededor y Paula giró sobre sí misma con la cabeza echada atrás, bailando y riendo como si no tuviera
ninguna preocupación en la vida. No pude evitar soltar unas risitas cuando se le metió un mechón de pelo en la boca y al escupirlo apartándolo de un manotazo, la punta de la nariz se le llenó de burbujitas. Se las sacó soplando y las burbujitas se elevaron flotando en el aire mientras ella seguía lavando los platos.


Cerré el programa, sabiendo que si me distraía contemplándola no revisaría los archivos que debía repasar ni le escribiría el e-mail a Mario para que lo enviara a los de la junta directiva por la mañana.


Un par de horas más tarde, ya veía doble antes de terminar mi trabajo.


Apagué el ordenador y la lámpara del escritorio y fui a acostarme.


Cuando llegué al dormitorio vi que Paula ya estaba durmiendo con un aspecto angelical. Pero sabía que ella era en realidad el demonio disfrazado. Me di una rápida ducha y me metí en la cama, alegrándome al descubrir que estaba desnuda, tal como le había pedido. Por tanto me acurruqué contra su espalda rodeándole el vientre con los brazos. Ella se revolvió un poco en sueños y masculló algo ininteligible antes de dejar de moverse y de que su respiración se normalizara de nuevo.


De repente se me ocurrió que tal vez lo de Paula se me estuviera yendo de las manos y que no me lo podía permitir. 


Mañana volvería a reafirmarme en mi postura y le recordaría tanto a ella como a mí la razón por la que Paula estaba aquí.


Lo haría mañana…