jueves, 25 de junio de 2015
CAPITULO 20
Las cosas no iban como yo esperaba.
La chica me estaba matando, me la ponía dura como el hierro a todas horas. ¡Tenía los putos cojones a punto de reventar!
Paula era demasiado complaciente, demasiado tentadora, demasiado difícil de rechazar. Pero yo lo había conseguido.
Gracias a Dios, lo había conseguido. Incluso me había logrado resistir cuando ella sacó ese voluptuoso labio inferior suyo en un mohín. Bienvenido a la santidad, Pedro Alfonso.
La noche anterior había sido una gozada. Una auténtica gozada. Pero después me sentí fatal. Le había quitado la virginidad a la chica, ¡por Dios!
Le faltó todo aquello de lo que debería haber gozado en un día tan importante como ese. No sucedió en un lugar romántico, ni le prometí amarla hasta que la muerte nos separara. Solo fue un acto de lo más carnal.
Me la había follado. Lisa y llanamente.
Y si bien yo había gozado como un loco, me costaba creer que para ella hubiera sido el momento más importante de su vida. Sí, es cierto que me había pedido más. Pero Paula Chaves debía de ser una masoquista.
Aunque ¿acaso no era eso lo que yo quería? Alguien que satisficiera todos mis deseos y mis fantasías sexuales, una mujer que se ocupara de mis necesidades sin que yo me tuviera que preocupar lo más mínimo por las suyas. Sin lazos emocionales, sin peleas sobre dónde íbamos a ir a
cenar, ni un incómodo primer beso o un encuentro con sus padres, ni la posibilidad de pillarla en mi cama con cualquiera de mis supuestos mejores amigos, sin compromisos de por medio. Y punto.
Paula y ese contrato me proporcionaban exactamente todo eso. ¿Por qué entonces me lo estaba cuestionando?
Porque de alguna manera me sentía distinto. Pero sentirme distinto era bueno. Y cuando eso distinto me estaba envolviendo la polla era una auténtica gozada.
De acuerdo, esto resolvía mi misterioso lapsus en mi modo de comportarme. Tras haber recuperado el juicio y recordado lo que yo quería, esperé a que Paula se reuniera conmigo en la limusina para ir de compras. A una tienda de lencería. Era algo que yo esperaba con ilusión, pese a saber que el permanente paquetón que sobresalía de mis Levis solo
iba a crecer aún más. Pero no me importaba, porque esta vez me había puesto mis pantalones holgados de comando.
Al menos así no se me saldría al reventárseme la cremallera, ¿verdad?
Pues estaba muy equivocado.
Samuel le abrió la portezuela del coche a Paula cuando por fin ella bajó para reunirse conmigo, y te juro que podría haberle arrancado la cabeza a Dolores Hunt con mis propias manos. O pensándolo mejor, tal vez debería subirle el sueldo.
Mi nena de dos millones de dólares llevaba una minifalda negra de algodón que apenas le tapaba el culo y una camiseta sin mangas azul, del mismo color que sus ojos, y encima iba sin sujetador. A juzgar por lo tiesos que tenía los pezones, yo diría que en la limusina hacía algo de frío y que debía pedirle a Samuel que bajara un poco el aire acondicionado. O no.
Una coleta de caballo y unos zapatos negros de tacón abiertos por la punta completaban su atuendo, y mentalmente me dije que sería una gozada follarla desnuda con estos dos complementos en un futuro muy cercano,
cercanísimo.
—¿Cómo te fue con Dolores? —le pregunté intentando calmarme, porque me encontraba a cinco segundos de ese futuro tan cercano, en el sentido figurado y literal.
—Me lo pasé muy bien con ella —respondió—. Pero tuviste razón. Es una entrometida. Por suerte para ti la calé enseguida.
Se echó a reír de una forma que casi me pareció delicada, era muy distinta a como yo la había visto comportarse hasta ahora. Y no supe cómo tomármelo. Me refiero a que si Paula empezaba a actuar de un modo tan inocente y jodido, me podría sentir peor aún por lo que yo estaba haciendo.
Necesitaba cabrearla o hacer que ella me cabreara a mí.
—Mmm, mmm, qué bien —le respondí rápidamente—. Así es que no llevas nada debajo de la camisa, ¿verdad?
—¿Qué? —me preguntó pasmada—. Pues no. Te deshiciste de toda mi ropa, ¿recuerdas? Y no me dejaste comprar ninguna braguita cuando fui de tiendas con Dolores.
—Deja que lo vea —dije asintiendo con la cabeza.
—¿Qué te deje ver el qué? —me preguntó con un deje de irritación en la voz.
—Ese bonito coño tuyo.
Arqueó una ceja desafiante, pero yo le sostuve la mirada.
—¿Lo dices en serio? —me preguntó sin dar crédito a lo que acababa de oír.
—Sí, muy en serio. ¡Levántate la falda, joder!
Era un hijo de puta y lo sabía. Pero tenía que alzar la voz para cabrearla de verdad.
—Eres un gilipollas —masculló poniendo los ojos en blanco, pero de todos modos se levantó la falda a regañadientes para mostrarme mi juguetito.
Paula me estaba mirando como si hubiera perdido mi puta cabeza y he de admitir que seguramente la había perdido. Pero su expresión cambió cuando me desabroché los téjanos y me saqué la polla.
—¿Qué estás haciendo?
—Ven aquí y escupe sobre ella —le ordené ignorando su pregunta.
—Intenté sentarme a horcajadas sobre tu polla en el jacuzzi y me dijiste que aún no lo podíamos hacer y ahora que estamos circulando con alguien sentado al otro lado de una fina barrera de cristal, rodeados de un montón de transeúntes, ¿quieres hacerlo?
—Te he dicho que «escupas» y no que «te sientes a horcajadas» —la corregí, y entonces puso cara de asco. De modo que tuve que aclararle la razón. Me refiero a que no quería que pensara que era alguna clase de friki fetichista—. Necesito lubricación.
—¿Para qué?
—La polla se me ha puesto más dura que una maldita barra de titanio y no puedo follarte, y entonces vas y llegas con los pezones tiesos y una minifalda que apenas te tapa el culo, y ¡ya no lo aguanto más! Necesito descargar. Así que si no te importa —y aunque te importe, me da igual— me la voy a cascar antes de que acabe poseyéndote como un cavernícola.Porque en mi estado actual ni siquiera puedo pensar en tu puta lencería.
—¡Oh! —exclamó ella simplemente, con la boca en forma de O durante más tiempo del necesario.
Me sentí como un viejo verde pagando por un coño. ¡Oh, Dios mío, había pagado por un coño!
—¿Y por qué no me ordenas que te la chupe? —me soltó ella.
Pensándolo bien, siempre podía tener en cuenta la impertinente actitud de Paula para sacarme el sentimiento de culpa de encima y hacer que se me pasaran las manías en cuanto a nuestra relación—. Después de todo has pagado una cantidad exorbitante de dinero por mí para que te hiciera gozar en la cama.
—Porque creo que te está gustando demasiado meterte mi polla en la boca —le respondí con una petulante sonrisa.
Ella cruzó el espacio que nos separaba y me dio un bofetón.
Uno sonado.
Por fin estábamos yendo a algún lado.
Agarrándole la muñeca, la arrojé en mi regazo y le di la vuelta para que quedara tendida sobre mis piernas, con su maravilloso culo aterciopelado y redondo al aire delante de mi cara.
—Es evidente que te has olvidado de tu papel en esta relación, Paula, y ahora tengo que castigarte por ser una mocosa tan descarada —dije levantando la mano y dejándola caer con fuerza sobre su culo respingón.
Le dejé la marca roja de mi palma en su piel de porcelana y noté que los cojones se me arrimaban al cuerpo. La había marcado y eso me había puesto de lo más cachondo.
Ella era mía.
Paula forcejeó para zafarse de mí, pero volví a darle un buen azote, a juzgar por cómo el culo se le bamboleó un poco.
—¡Cabrón! ¡Suéltame! —gritó con la cara roja de rabia.
—¡Vamos! ¡Vamos! —le reñí—. Está mal decir palabrotas, pillina.
Volví a darle otro azote en el culo, está vez con más fuerza y luego le froté con la mano el círculo rosado que le estaba empezando a salir. Agitó las piernas, abriéndolas sin querer y ofreciéndome una vista fantástica de su dulce coño. Incliné un poco la muñeca para darle un azote en los labios de entre sus muslos. Una, dos, tres veces. Y la pillina gimió de placer.
—¿Te gusta, eh? —le dije con esa voz ronca que yo sabía que a ella le ponía tan cachonda.
Le di otro azote en el culo al no responderme. Después le acaricié la marca roja con la lengua para calmarle el dolorcillo al tiempo que le daba una suave palmada en sus carnosos pliegues, notando y escuchando lo mojado que se le había puesto el coño. Deslicé el pulpejo de mis dedos
trazando círculos por él, ganándome otro gemido de placer que Paula soltó con los dientes apretados.
Le azoté el chochete con los tres dedos húmedos en una rápida sucesión antes de meterle dos dentro.
—¡Uy…! —exclamó retorciéndose en mi regazo.
—¡Estate quietecita! —le ordené y luego le saqué los dedos para darle un azote en el culo.
Ella asintió como respuesta, pero dejó de moverse. Como se merecía una recompensa por haberme obedecido, deslicé los dedos entre sus húmedos pliegues y le masajeé el clítoris antes de arrastrar mis dedos mojados hasta la ranura de sus nalgas y alrededor de su otro agujerito. Cuando apliqué un
poco de presión en él,Paula empujó con las caderas para que se lo metiera.
Decir que se mostraba receptiva a mis caricias sería quedarme corto. Me mordí el labio inferior, encendido de excitación, incapaz apenas de contenerme por más tiempo, porque sabía que le iba a hincar la polla en su bonito culito.
—Quieres que haga que te corras, ¿verdad?
—No. Te odio —me soltó y luego gimió, un sonido totalmente contradictorio con las palabras que me acababa de decir.
—¿Ah sí? —le dije con una sonrisita perversa.
Le separé con suavidad los labios del coño para asegurarme de darle un azote en su inflamado clítoris. Ella alzó el trasero al aire, intentando ponerse en el ángulo correcto para obtener la mayor satisfacción posible de esa pequeña protuberancia repleta de terminaciones nerviosas. Le di lo que ella quería, pero al sentir tensársele el cuerpo, indicándome que estaba al borde del orgasmo, me detuve y le propiné un buen azote en el culo como broche final. Antes de procesar ella lo que estaba sucediendo, la levanté y la senté en el asiento que había frente al mío. Se quedó jadeando con fuerza, con el pecho agitándosele. Bajando la barbilla, me miró rabiosa echando fuego por los ojos, lo cual solo me divirtió aún más.
Noté que el coche se detenía y supe que habíamos llegado a nuestro destino. Todavía no me había dado tiempo a correrme, pero ya no nos quedaba tiempo y tendría que dejarlo para más tarde. No me importó, sabía que en la tienda había una zona privada de probadores y conocía a la
dependienta. Era una auténtica fiera en la cama, deseosa de complacerte y dispuesta a probar lo que fuera una vez o incluso cinco.
Me metí la polla en los pantalones e inclinando el cuerpo sobre el espacio que nos separaba, le cogí la barbilla a Paula y la obligué a mirarme, aunque ella intentara zafarse de mí.
—Para que lo sepas, los bofetones me ponen cachondo. Y a juzgar por la forma en que ese bonito gatito tuyo ronroneaba cuando te azotaba, creo que a ti también te va el sexo a lo bestia. Lo tendré en cuenta en el futuro.
Me agaché para darle un beso y ella metió los labios hacia dentro, negándose a recibirlo.
—Bésame —le ordené agarrándola de la barbilla con expresión severa —, o te quitaré tu encantadora ropa nueva y te obligaré a andar por la casa en bolas durante los próximos dos años.
—A Dolores le…
La interrumpí a mitad de la frase y reclamé su boca con la mía. Esto debió cabrearla, porque me mordió el labio inferior con fuerza. Un leve gruñido salió de mi pecho, pero seguí metiéndole la lengua por sus labios entreabiertos. Me empujó por el pecho mientras yo ahogaba sus gritos de
protesta, ignorando sus intentos de librarse de mí.
Al final la solté y le ofrecí una sonrisita de chulo.
—Te lo dije, me gusta el sexo a lo bestia. Ahora ya puedes bajarte la falda.
Ella clavó los ojos en su regazo y se bajó la exigua pieza de algodón justo en el momento en que yo daba unos golpecitos en la ventanilla para que Samuel nos abriera la portezuela.
—Le Petit Boudoir— dije con mi perfecto acento francés al salir del coche—. Ven Paula, vayamos a la tienda.
Resoplando, se apeó del coche para reunirse conmigo en la acera.
—Como quieras. Cuanto antes acabemos con esta murga, mejor —me soltó.
Me giré hacia ella, harto.
—Al menos podrías apreciar un poco las cosas que hago por ti. Cuando firmaste aceptando este curro sabías en lo que te metías. O sea que no entiendo tu actitud de intentar siempre joderme. No creo que te esté tratando mal. A decir verdad, creo estar tratándote muy bien, mejor que la mayoría de otras mujeres en la misma situación que tú.
—Sí, bueno, dudo mucho de que encontraras muchas otras mujeres en la misma situación que yo, señor Alfonso, por lo que no tienes ninguna prueba para demostrar esta afirmación —me soltó girando en redondo y dándome con la cola de caballo en medio de la cara al adelantarme ofendida—. Me follaste por la boca, regalaste mi ropa, me obligaste a
esperarte junto a la puerta para que te hiciera una mamada y me desvirgaste. Ergo, tendrás que perdonarme por no querer disculparme por haber herido tus sentimientos.
Advertí que no había mencionado los azotes en el culo que acababa de darle.
Abrió la puerta de la tienda con un poco más de fuerza de la necesaria y sin siquiera girar la cabeza para mirarme, se metió dentro.
—¿Ah, sí? ¡Pues parecías estar gozando como una loca! —
le grité a su espalda, pero por lo visto no me oyó. Aunque la media docena de personas que pasaban por allí en aquel momento sí que lo hicieron.
Yo era el gran Pedro Alfonso, el soltero más cotizado de Chicago, y ella me había hecho parecer un psicótico majara gritándole al vacío. Al girar la cabeza vi a Samuel junto al coche intentando reprimir una sonrisita.
—Me alegra que te lo estés pasando tan bien. Espéranos aquí. No tardaremos demasiado —le solté y luego fui tras Paula.
La busqué rastreando el lugar con los ojos y la encontré en medio de la tienda hurgando entre una pila de ropa interior.
—Pedro Alfonso—susurró una sensual voz latina a mis espaldas.
Paula alzó la vista en el momento en que un par de manos me rodeaban la cintura por detrás y un cálido aliento me rozaba la piel.
—Te he echado de menos, mi amor. ¿Dónde te has estado escondiendo? —me susurró Fernanda al oído.
Mirándola por encima del hombro, le ofrecí mi mejor sonrisa sin despegar los ojos de Paula, porque su reacción no tenía precio, incluso resultaba cómica y todo. Su forma desafiante de arquear una ceja y de levantar la barbilla revelaban que estaba celosa.
Ahora la cosa se iba a poner interesante.
—¡Fernanda! —exclamé al volverme, saludando a mi antigua amante, y le di un largo beso en la mejilla—. ¿Qué es de tu vida?
—Pues la verdad es que estoy más sola que la una —dijo haciendo un mohín.
Levanté el pulgar en el aire aprobando su mohín y le acaricié la mejilla.
—¡Oh, qué lástima! ¿Cómo es posible que una mujer tan guapa como tú esté sola? Me cuesta creerlo.
Paula se aclaró la garganta, y al alzar yo la vista para mirarla, giró la cabeza hacia otro lado y siguió curioseando por la tienda como si no le prestara atención a nuestra conversación. Pero era obvio que nos estaba escuchando sin perderse detalle.
Cogí a Fernanda de la mano y la llevé hacia mi chica.
—Me gustaría presentarte a alguien. Fernanda, esta es Paula. Paula, te presento a mi voluptuosísima Fernanda.
Añadí el adjetivo para chincharla. Pero era en verdad una mujer voluptuosa: tenía unas piernas de vértigo, una lustrosa cabellera de azabache, labios carnosos y un tipazo que hacía que a los hombres maduros se les saltaran las lágrimas. En realidad Le Petit Boudoir solo le servía para
sacarse un sobresueldo. De lo que vivía era de posar desnuda para varias importantes revistas dirigidas a un refinado público masculino.
—Encantada de conocerte, Paula —dijo Fernanda con una agradable sonrisa, dándole la mano.
Paula primero me miró a mí y luego a Fernanda antes de estrechársela.
—Yo también —dijo secamente en un tono tan cortante que hubiera partido hasta el vidrio.
—Así que hoy le vas a comprar algo a esta encantadora señorita ¿verdad? —dijo Fernanda retirando la mano y enlazándola a mi brazo al tiempo que me presionaba el pecho con la otra posesivamente.
Paula frunció el ceño, fijándose en la familiaridad con la que Fernanda me tocaba.
Le ofrecí a Fernanda una insinuante sonrisa para que Paula se pusiera más celosa aún.
—Pues sí. ¿Tienes disponible un probador privado?
—Tú ya sabes que puedes disponer de cualquier cosa y de todo cuanto tengo, Pedro—dijo riendo y luego se echó sensualmente su larga cabellera sobre el hombro antes de acompañarme al fondo.
Dejamos a Paula siguiéndonos a la zaga y tuve que contenerme para no sonreír. Me lo estaba pasando en grande con mi venganza y a ella le hervía la sangre de celos.
Se los podía sentir saliéndole por los poros como el calor que despide una carretera en medio del desierto.
Fernanda nos acompañó a un probador privado. Tres de sus cuatro paredes estaban cubiertas con espejos y había una habitación más pequeña donde las clientas se probaban los distintos conjuntos de lencería antes de salir a mostrárselos a quienquiera que hubieran llevado con ellas para el
espectáculo. En un rincón, al lado de un minibar, había dos largos percheros con lencería de la que más se vendía.
Y en el rincón opuesto, un banco tapizado con terciopelo rojo. Fernanda me llevó al centro de la habitación y me hizo sentar en un gran sillón colocado de manera idónea para verlo todo.
Paula se sentó en el banco con los brazos cruzados.
—Escoge lo que te guste y pruébatelo —le dije señalándole con la cabeza los percheros con ropa interior.
—Pedro, no creo… —empezó a decir.
Fernanda la interrumpió. Notaba la tensión que flotaba en el ambiente y quería ayudar.
—¿Quieres que elija algunas piezas por ti? Por lo que veo tenemos la misma talla. Sé lo que le gusta a Pedro.
A Paula le salieron dos colmillos como si fuera la hija del Lobezno Inmortal. O al menos a mí me lo pareció, aunque tal vez solo me lo había imaginado. Sin esperar una respuesta, Fernanda salió de la habitación para ir a la tienda.
En cuanto se fue, Paula se giró en el acto hacia mí.
—¿Te la has follado? —me soltó sin preocuparse de bajar la voz.
—¿Acaso importa?—le respondí levantándome, y me dirigí al bar para servirme una copa.
—Sí, claro que importa.
—¿Por qué? ¿Estás celosa? Porque también te he follado a ti y tú te has beneficiado muchísimo más de la follamenta que ella. ¿Te sientes ahora mejor? —repliqué tomando un sorbo del whisky que me había servido.
—¡Eres un asqueroso! —me espetó dándome de nuevo la espalda.
—Más bien soy un insaciable, que es muy distinto.
—¿Por qué diablos te gastaste dos millones de dólares en mí cuando la pequeña Miss Cuchi Cuchi Charo estaba deseando poner a tu disposición cualquier cosa y todo cuanto tiene? —me preguntó imitando el acento de Fernanda burlándose. La verdad es que Paula era una monada hablando de ese modo.
—Charo es un nombre español. Fernanda es argentina —le corregí—. Y si bien Fernanda está de muy buen ver, ha complacido a un montón de ojos —señalé haciéndole un guiño e inclinando el vaso hacia ella—. No puedo hacerla pasar por mi pareja porque no colaría. Pero es una tía muy legal.
Ella me entiende.
Paula empezó a responderme algo, pero entonces Fernanda llegó y se puso a colgar piezas de ropa interior en el pequeño probador.
—He elegido algunas piezas de lencería que resaltarán tu figura.
—Pruébatelas, Paula —le dije sentándome en el sillón. Muéstramelas.
Ella con actitud rebelde, siguió sentada en el banco. Fernanda miró a Paula y luego me miró a mí sin saber qué hacer.
—Es muy tímida —le dije encogiéndome de hombros.
—¡Oh, no te preocupes! Si quieres puedo presentarte yo mismo los distintos modelos.
¡Vaya con Fernanda y con su deseo de complacerme! Las cosas se estaban poniendo más jugosas de lo que había planeado.
—¡Qué idea más fantástica, Fernanda! —le soltó Paula con voz dura y sarcástica levantándose enfurruñada—. De todos modos estoy segura de que Pedro preferirá verte a ti presentando los modelitos de ropa interior. De hecho, hasta os dejaré solos para que gocéis de privacidad. Te espero en el coche —añadió girándose hacia mí con el ceño fruncido.
Salió echa una furia de la habitación, dando un portazo.
—¿Se ha enfadado conmigo? —preguntó Fernanda.
—No, tú no tienes la culpa —la tranquilicé—. Envuelve la ropa interior que creas más idónea y cárgamela a mi cuenta. Me la llevaré —le dije levantándome—. Me alegro de haberte visto de nuevo, Fernanda.
—Yo también, Pedro —respondió dándome un caluroso abrazo y besándome en la mejilla—. Haré que te la lleven a tu casa por la mañana.Ve con ella, cariño.
Le di las gracias asintiendo con la cabeza y me dirigí al coche. Al entrar me encontré a Pau sentada con los brazos cruzados y la cara vuelta hacia la ventanilla.
—Llévanos a casa, Samuel —le dije antes de que él cerrara la portezuela —. ¿Te importaría explicarme por qué te has puesto así? —le pregunté a Paula.
—En el futuro si quieres ir a ver a una de tus antiguas novias para pegarte el lote —me soltó ella volviendo enojada la cabeza y mirándome fijamente—, ten al menos la decencia de no llevarme contigo. A mí no me van ese tipo de cosas.
—Ella no es mi antigua novia.
—¡O tu follamiga… qué más da! —replicó estudiándome el rostro, y luego sacudió la cabeza antes de apartar la mirada—. Y si no te importa, límpiate la mancha de carmín que esa zorra te ha dejado en la mejilla.
Me pasé la mano por la cara y me miré la mano. Tenía la punta de los dedos manchada con el pintalabios de Fernanda.
—Oye, no te he traído aquí para darme el lote con mi antigua novia. Aunque tengo todo el derecho a dármelo si quiero. El contrato establece que eres tú la que no puedes ir con otros hombres. No dice nada sobre mí.
—¡Eres un cabrón! —me espetó volviendo bruscamente la cabeza hacia mí—.¡Si crees que me voy a quedar de brazos cruzados mientras te follas a cada mujer que pillas para acabar pegándome alguna extraña enfermedad venérea estás muy equivocado! Me largaré de esta casa tan deprisa que te quedarás con la cabeza dándote vueltas.
—Y entonces te demandaré por incumplir el contrato —afirmé con toda naturalidad—. Pero no te preocupes, porque no pienso acostarme con nadie más, al menos durante los próximos dos años. Tú eres la única mujer con la que quiero follar, Paula. Y ahora ¿podrías por favor olvidarte de esta
pueril rabieta para que pueda gozar de ti?
Ella poniendo morritos, suavizó un poco su expresión. Pero mirando hacia otro lado, siguió a la defensiva. Me tomé su silencio como que aceptaba a regañadientes mi petición.
—Estupendo. Y ahora te mereces un castigo por perder la compostura delante de una buena amiga mía y ponerme en una situación tan embarazosa —le solté. Ella me miró sorprendida y abrió la boca para responderme—. Pensaba comprarte lencería —añadí sin dejarla hablar—, pero ahora como castigo tendrás que ir sin bragas a todas horas —le
anuncié con una sonrisa burlona al verla abrir y cerrar la boca pasmada—. Debería darte las gracias por no poder controlar ese geniecillo tuyo, porque al final he salido ganando. De modo que te lo agradezco, Paula.
—¡Oh… eres… me das asco! —resopló mirando hacia otro lado de nuevo.
Nos pasamos el resto del trayecto en silencio. Ella negándose a mirarme, y yo en cambio sin dejar de mirarla.
Me había llevado una buena desilusión por no haber podido verla luciendo para mí los modelos de ropa interior en la tienda, pero supongo que yo también era posesivo y entendía por qué estaba tan disgustada. Se me había estado insinuando toda la mañana, pero aparte del regalito que le hice en el jacuzzi, había rechazado todos sus intentos de hacerme gozar. Debo admitir que a mí también me habría
fastidiado de estar en su pellejo. Lo que pasaba era que yo ya me había acostumbrado a su renuencia ante mis perversos jueguecitos, en cambio ella todavía no se había hecho a la mía.
Paula no entendía que lo que yo estaba intentando hacer era portarme bien con ella. Al menos, por el momento. Pero todo esto iba a cambiar en cuanto ese bonito gatito suyo se hubiera recuperado. Después de lo mucho que me la pensaba follar, estaba seguro de que me acabaría suplicando que me fuera «a dar el lote» con mi antigua, novia.
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