Pedro me dejó sola después del épico fracaso de nuestra visita a la tienda de lencería.
No estaba celosa. Lo juro. La culpa la tenía el Chichi. Se había agarrado un cabreo monumental mostrándolo de mil y una maneras por toda la tienda. El Vergazo Prodigioso tendría que besarle algo más aparte del culo para ganárselo de nuevo. Tal vez Pedro lograra solucionarlo con otra ronda
de azotes, pero yo no podía asegurárselo.
Me acosté antes que Pedro y cuando él se metió en la cama sin hacer ruido fingí dormir. Me dolió un poco que se acostara dándome la espalda y dejando tanto espacio entre los dos, sin adoptar desnudo la postura de las cucharillas o la del misionero conmigo, sin manoseos, sin nada de nada.
A la mañana siguiente me desperté antes que él. Cuando me levanté para darme una ducha Pedro siguió durmiendo, y eso que hice mucho ruido. No me preguntes por qué quería despertarle, ya que no lo sé. A lo mejor echaba de menos a ese cabrón.
Incluso me fui al baño desnuda, hurgué en su armario buscando algo que ponerme, tiré aposta un par de zapatos suyos al suelo (y los dejé allí) y cerré la puerta del armario con más fuerza de la necesaria. Pero nada. Así que tenía que averiguar hasta dónde podía llegar, ¿no crees? Me refiero a que era imposible que siguiera durmiendo con todo ese jaleo.
Pero de pronto me rugieron las tripas, era hora de desayunar, y acordándome de haber visto en la despensa una caja de copos de maíz, me olvidé en un santiamén de cómo era posible que Pedro Alfonso siguiera durmiendo como un bendito.
Cuando me acababa de tragar la última gota de leche endulzada de mis cereales y de dejar el bol en la pileta, apareció Pedro. ¡Dios santo!, se quedó plantado en la cocina con el pelo húmedo recién lavado y unos vaqueros envejecidos de cintura baja y nada más, aparte de la cinturilla negra de los calzoncillos Calvin Klein. El Pedro desnudo estaba de vértigo, pero este Pedro semidesnudo, que no llevaba más que tejanos… estaba para desmayarse.
Y el caminito de vello que desde el ombligo conducía a esa deliciosa maravilla suya estaba para comérselo a lametazos.
Y al decir «maravilla» me refiero a que su plátano mañanero estaba en plena forma, porque el bulto que se le marcaba bajo los vaqueros era descomunal.
El Chichi cruzándose de brazos desafiante, le dio la espalda.
Se negó a mirar o incluso a reconocer la presencia del Vergazo Prodigioso.
—Buenos días, Paula —dijo él pasándose sus pornotásticos dedos por entre el cabello.
—Buenos días, Vergazo Prodigioso. Mm…, quiero decir Pedro.
Pedro arqueó una ceja y luego se movió, apuntando con sus pies descalzos hacia donde yo estaba. Cuanto más se acercaba a mí, más reculaba yo, hasta que me quedé contra la pileta. Él apoyó las manos en la encimera y me encerró en medio de sus brazos antes de inclinar la cabeza y
darme un bochornoso beso.
La Agente Doble Coñocaliente le miró por encima del hombro y luego volvió a darle la espalda, recordando que seguía cabreada con él.
Su boca sabía a menta fresca y por un momento se me pasó por la cabeza chuparle la lengua, pero entonces él hubiera pensado que yo quería acaparar su atención. Y aunque fuera verdad, él no lo sabía, y yo no vi ninguna razón para dárselo a entender.
Redondeó el beso chupándome el labio inferior y luego hundió la cabeza en mi cuello, pegando su cuerpo al mío. Al sentir su descomunal bulto aplastado contra mis partes femeninas, la resistencia del Chichi flaqueó.
Pedro me rodeó la cintura con sus fuertes brazos y me ciñó más a él mientras seguía sobándome licenciosamente. Su cuello estaba ante mis labios, con sus tensos y seductores tendones. No podía contenerme por más tiempo, tenía que saborearlo.
Inclinándome hacia él, le chupé la piel de la cavidad del cuello y él gimió de gusto a mi oído. Se la chupé con todas mis fuerzas, porque por alguna razón que desconocía, seguía cabreada por lo del día anterior y me sentía un poco posesiva.
—¿Estás intentando marcarme, Paula? —me susurró al oído con voz ronca.
Ignoré su risita entre dientes y le mordí la piel para irritarle más aún.
Pero por lo visto le gustó, porque me estrechó con más fuerza hasta que no quedó ningún espacio entre nuestros cuerpos. Echó la cabeza atrás ladeándola, exponiendo todavía más su preciosa carne. Sin perder un segundo, devoré su ofrenda con mi húmeda y ávida boca. Agarrándole los mechones más largos de la parte superior de la cabeza, tiré de ellos sin la menor delicadeza. Al notar el sabor metálico de su sangre aflorando a la superficie de la piel, me entraron unas ganas locas de sorbérsela. Sin pensar, le clavé las uñas en el cuero cabelludo, rasgándole la tierna carne de esa zona. Luego le chupé el cuello cada vez con más fuerza, gozando del sabor salado de su piel. Pero yo seguía queriendo más. Te lo juro, en otra vida debí de ser una vampiresa, porque podía imaginarme mis colmillos
hundiéndose en su carne y perdiéndome en su misma esencia.
—¡Ya basta! —rugió con voz autoritaria apartando el cuello antes de liberarse rápidamente de mi abrazo.
Ambos estábamos jadeando con fuerza y en mi boca todavía perduraba el sabor de su piel. No me avergüenza admitir que gimoteé un poco y todo.
Me habían negado la oportunidad de vivir una de mis perversas fantasías de vampiresa. Pero entonces mis ojos se posaron en su cuello y la Agente Doble Coñocaliente soltó unas risitas entusiasmada.
¡Menudo chupetón le había hecho a Pedro Alfonso!
La piel de su cuello tras adquirir un precioso color encarnado oscuro, se le empezó a hinchar. Le había dejado una buena marca en su bonita piel.
Una petulante sonrisa afloró en la comisura de su boca.
Alzando uno de sus largos dedos, me acarició la mejilla sin rozármela apenas y me miró embelesado los pechos agitándose con mis jadeos.
—Te he dejado que me marcaras solo porque pienso marcarte yo a ti más tarde —me anunció deslizando suavemente el dorso de su mano por uno de mis pechos—. Aunque mi marca no será un mero chupetón en el cuello. Todo el mundo sabrá que me perteneces.
Sus palabras me produjeron escalofríos y noté que se me ponía la carne de gallina. Sus ojos se posaron en mis pezones y suspiró complacido al ver lo cachonda que me había puesto al oírlas.
—¡Así me gusta! —exclamó antes de hacer rodar uno de mis botoncitos rosados entre sus dedos—. No llevas sujetador.
Puse los ojos en blanco y crucé los brazos.
Apartándomelos, se acercó a mí.
—Veamos qué tenemos por aquí, ¿te parece?
Hundió las manos bajo el dobladillo de mi blusa y las deslizó lentamente por mi vientre y mis costillas, antes de encontrar la carne de mis pechos desnudos. Luego los rodeó con las manos al tiempo que me acariciaba con sus pulgares los turgentes pezones.
—Me gusta que vayas sin sujetador. Así te puedo tocar las tetas mejor —dijo agachando la cabeza, y tomando un pezón en su boca me lo chupó castamente y después me hizo lo mismo con el otro.
Esto tal vez tuviera que ver con la igualdad de oportunidades en el trabajo o lo que fuera. Me refiero a que técnicamente hablando, yo trabajaba para él. Al menos, mi cuerpo. El Chichi había sido un empleado modélico antes de que Pedro se quedara babeando por la zorra latina. Era una de esas mujeres que conseguía lo que se proponía y que intentaba «superar siempre las expectativas con creces» en sus resultados anuales.
¡Pfff, menuda lameculos! Supongo que su teoría era que si triunfaba, le subirían el sueldo.
—¿Y qué hay de las bragas? Veamos si estás obedeciendo las normas que te puse como castigo —dijo deslizando una mano por mi vientre. Con un ágil movimiento de sus dedos, me desabrochó el botón de los pantalones cortos y me metió la mano ahí abajo. Debería haberme sentido como una vaquilla en una subasta de ganado siendo manoseada por algún joven granjero solitario muy desesperado. Pero recuerdas lo que te dije de sus dedos pornotásticos, ¿verdad? Sí, pues lo seguían siendo.
Deslizó con destreza dos dedos entre mis carnosos pliegues antes de metérmelos dentro. Los dobló varias veces, tocando ese pequeño punto que te hace deshacer de placer hasta que casi se me pusieron los ojos en blanco y se me escapó por los labios un gemido de gusto. Luego sacó los dedos, me acarició fugazmente varias veces el botoncito del amor, y después me los volvió a hundir en el coño. Las piernas estuvieron a punto de flaquearme.
Pedro me los sacó con rapidez.
—Tal vez deberías irte a cambiar los pantalones cortos —observó con una mirada burlona. Después se llevó los dedos a la boca y se los chupó concienzudamente.
Su broma me dejó un poco tocada.
—¿Has acabado? ¿He pasado la inspección?
—Sí —admitió—. Hoy tengo que ir a recoger algo —añadió volviéndose hacia la nevera—. Por cierto, traerán un paquete. Samuel puede firmar el recibo, pero el contenido es para ti, ábrelo con toda libertad.
—¿Qué es?
—Un regalo —dijo encogiéndose de hombros mientras se servía un vaso de leche.
—¿Has pagado dos millones de dólares por mí y ahora encima me compras regalos?
—Es un regalo tanto para ti como para mí —puntualizó dándome un beso en la frente y luego unas palmaditas en el trasero antes de salir de la cocina y dejarme ahí plantada.
No tenía idea de la clase de regalo que podía ser, pero me picó la curiosidad. ¿Acaso hay alguna mujer a la que no le guste recibir regalos?
Lo averigüé más tarde. Sonó el timbre de la puerta —por cierto, era uno de esos timbres pretenciosos que parecen no acabar nunca de sonar— y Samuel firmó el recibo del paquete.
—Aquí tiene, señorita Paula —me dijo amablemente,
entregándomelo.
—Por favor, Samuel, llámame Pau —le dije sonriendo. Él asintió respetuoso con la cabeza y luego se fue.
No me avergüenza admitir que me sentí como una niña en la mañana de Navidad, cuando me arrodillé sobre mi falda en el suelo —sí, me había cambiado de ropa— y rasgué la caja.
Aunque no fue una tarea fácil.
Quienquiera que hubiera empaquetado el regalo lo había sellado como el Fuerte Knox. Hasta tuve que ir a la cocina a coger un cuchillo del taco de madera. Pero no te preocupes, me cuidé mucho de no destruir el pequeño tesoro de su interior.
Cuando por fin descubrí las estupideces que contenía, arrojé el paquete por la ventana en un arrebato de furia. En el papel de regalo aparecía impreso por todas partes «Le Petit Boudoir» y había, cómo no, una nota escrita a mano por la misma Fernanda. La abrí y, lo siento pero su caligrafía no era ni por asomo tan bella como ella.
Querida Paula:
Pedro me ha pedido que te envíe esto. Cuando te
lo pongas le va a encantar, he de admitir que me
das un poco de envidia.
Siento no haber tenido la oportunidad de
juguetear contigo.
¡Espero que te guste!
Fernanda.
¡La muy zorra!
Y a Pedro se le debía haber nublado la razón para enviarme ese regalo.
Creí que había entendido por qué me había largado furiosa de la tienda el día anterior. ¿Es que no veía que yo no iba a ponerme ni loca una lencería que le recordara a Fernanda?
Arrugué la nota reduciéndola a una pelotita y me la guardé en el bolsillo.
En un ataque de rabia, aporreé la caja. Como no me sirvió para calmarme, le clavé con saña el cuchillo que todavía empuñaba. Lo hice hasta dolerme el brazo. La caja de cartón quedó llena de trozos de prendas de encaje y de seda, pero no me bastó. Aún podía verlos, y sabía lo que eran y lo que representaban.
Me levanté de un salto y fui directa al armario del cuarto de la colada donde guardaban los productos para el hogar. Hurgué en su interior y encontré por fin lo que buscaba: líquido para encendedores.
Después fui corriendo a la cocina, cogí las cerillas jadeando, arrastré la ofensiva caja hasta el camino de entrada, y la rocié con el líquido sin dejar una sola gota en la lata.
Encendí una cerilla y la eché en la caja. Cuando se formó una bola de fuego elevándose en el aire, tuve que dar un paso atrás.
Sí, sabía que estaba mostrando un comportamiento irracional y una reacción un tanto psicótica. Pero me daba igual, no pensaba ponerme algo que una de sus putas había elegido sabiendo que era lo que a él le gustaba.
Y quería que Pedro viera bien claro que ese regalo me había sentado fatal.
Como dice el refrán, no hay nada peor que una mujer despechada.
Le di la espalda a las llamas y me alejé del lugar. Aunque el fuego fuera relativamente pequeño y controlable, en mi mente era gigantesco. A decir verdad, estaba segura de que parecía tan imponente como los que la pequeña Drew Barrymore provocaba con su mente en la película Ojos de
fuego, con las llamas devorándolo todo a su alrededor, porque Samuel salió al porche con la boca abierta y los ojos desorbitados.
—¿Se encuentra bien, Pau? —me preguntó asustado.
—¡Oh!, estoy perfectamente… ahora.
Mientras pasaba por el lado de Samuel y cruzaba el umbral de la mansión quedándome tan ancha, oí el suave runruneo del motor de un coche y me giré para ver quién venía a visitarnos. Era Pedro. Conducía un reluciente coche deportivo negro de líneas elegantes que parecía haberle
costado incluso más dinero del que pagó por mí. Me recordó a un leopardo merodeando por el lugar.
Lo aparcó volando y salió de él a toda prisa sin preocuparse siquiera de cerrar la portezuela, y luego fue directo a la pequeña hoguera. Primero miró el fuego y después se fijó en mí.
—Tu regalo estaba contaminado —le solté con toda naturalidad y luego di media vuelta con la barbilla levantada y me alejé del lugar.
Pedro como era de esperar, salió corriendo tras de mí.
—Samuel, ve a buscar el extintor y apaga ese fuego —le ordenó.
—Déjalo, Samuel —le grité con voz tediosa, girando ligeramente la cabeza.
—¡Paula! —gritó Pedro, pero yo seguí andando—. ¡Paula! Haz el favor de pararte ahora mismo o juro por Dios que…
Me giré en redondo.
—¿Que harás qué?
Le vi desconcertado y con la cara crispada. Al apretar los dientes de rabia, se le tensaron los músculos de las mandíbulas, quería soltarme algo como respuesta, pero no se le ocurrió nada.
—Ya me lo esperaba —le espeté y luego me di la vuelta y seguí subiendo las escaleras de la entrada—. ¿Sabes que tienes un problema, Pedro Alfonso? Viste que estaba furiosa cuando fuimos a la tiendecita de tu amiga. Y sin embargo, por alguna estúpida razón, creíste que era una buena idea pedirle a una mujer que todavía sigue coladita por ti que me
enviara la lencería que ella misma eligió. ¿Y se supone que eres un gran magnate de los negocios? —me eché a reír con incredulidad, sacudiendo la cabeza—. ¡Estás pero que muuuuuy mal de la cabeza! ¡Ah!, a propósito — añadí deteniéndome en lo alto de las escaleras y volviéndome para mirarlo desde arriba mientras me metía la mano en el bolsillo—, ella me escribió esta nota.
Le arrojé la pelotita de papel y esta le dio en el pecho antes de caer al suelo. La agarró de un manotazo y alisó el arrugado papel para leerlo.
—¡Oh, por el amor de…! —comenzó a decir y luego lanzó un suspiro—. Paula, Fernanda es bisexual. Quería verte en ropa interior y se llevó un chasco porque creyó que tú y ella… —la voz se le fue apagando.
—¿Que nosotras…?
Pedro alzó las cejas y me echó una mirada esperando que lo captara.
¡Oh! Ohhhhh…
—Estás de guasa, ¿verdad? —le solté riéndome sin ganas.
—Bueno, no me lo dijo abiertamente, pero la conozco lo suficiente como para poder afirmar que ella esperaba divertirse haciendo un bocadillo los tres, conmigo en medio.
Un bocadillo de Pau. Debo admitir que me halagó un poco la
propuesta. Me refiero a que Fernanda era un bellezón. A la chica hetero que había en mí le picó la curiosidad, pero no creí poder hacer nunca semejante cosa. A mí solo me iban las pollas. Y sanseacabó. Pero ¿y a Dez?
—Cuando se lo cuente va a flipar —musité hablando conmigo misma.
—¿Qué dices?
—Nada. Esto no cambia nada. Tú fuiste el que compraste esa lencería, incluso después de saber el cabreo que me había agarrado. No quiero hablar más del asunto. Y por cierto, sigo enojada —tras decir esto, di media vuelta y me fui.
Le oí gruñir frustrado a mi espalda y creo que incluso dio un puñetazo en la pared, pero no estoy segura.
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