viernes, 26 de junio de 2015
CAPITULO 23
Me llamo Pau Chaves y… soy una adicta a los culos.
En mi defensa debo decir que el de Pedro era para flipar.
Redondo, firme y respingón. Coronado por dos hoyuelos en la parte baja de la espalda y con una suave pendiente que se redondeaba deliciosamente formando dos musculares nalgas que se ahuecaban al contraerlas. Y si a todo esto le
añades su encantadora piel de melocotón, te encontrabas ante la imagen de la culidad divina.
Era por la mañana. Pedro yacía boca abajo y yo estaba tendida de lado junto a él. Todavía dormía y yo me había quedado papando moscas ante su adorable cuerpo desnudo. Por la noche se había apartado las sábanas de un
puntapié en algún momento y al despertarme me había encontrado con la espectacular imagen de su delicioso cuerpo en su forma natural. Era espléndido. Aunque me encantaba lo bien que le caía la ropa, en cueros me
gustaba mucho más todavía.
Le contemplé la espalda subiendo y bajando al ritmo de su acompasada respiración. Cada músculo estaba definido y mis dedos se morían por reseguirlos. Tenía la cara vuelta hacia mí y me maravilló lo largas que eran sus oscuras y espesas pestañas. Como no se había afeitado el fin de
semana, una deliciosa barba incipiente cubría sus fuertes mandíbulas. Me gustaba y tomé nota de ello mentalmente para intentar convencerle de algún modo de que se la dejara así más a menudo, aunque en el mundo empresarial no estuviera bien visto. Dormía con la boca algo fruncida y en
el labio inferior se veía una marquita, el recordatorio de nuestra sesión erótica del día anterior, cuando él había hecho realidad con creces mi perversa fantasía vampírica.
De pronto una sonrisa asomó a mis labios y le rodeé con dulzura la cara con mi mano. Al deslizar delicadamente el pulpejo del pulgar por su labio inferior, gimió de placer y luego se revolvió en la cama. Sabía que probablemente no debía haberlo despertado hasta que sonara la alarma del
despertador, pero no pude evitarlo. Tenía que tocar unos labios tan sensuales como los suyos.
Se despertó parpadeando y sus ojos se encontraron al instante con los míos: eran unas lagunas con remolinos de color verde, marrón, azul y ámbar tan cálidas y profundas que te daban ganas de ahogarte en ellas.
—Bu… días —me saludó con su ronca voz matutina. Frunciendo los labios, me beso el pulpejo del pulgar.
—Lo siento. No quería despertarte —le mentí apartando la mano.
—No pas… nada. ¿Qué hora es? —preguntó acodándose en la cama para mirar el despertador de la mesita de noche que tenía al lado. Refunfuñó al ver la hora y se tendió de espaldas—. ¡Joder! Tengo que levantarme para ir a trabajar —suspiró pasándose las manos por la cara.
—¿Quieres que te prepare el desayuno?
Se apartó las manos del rostro y me miró sorprendido.
—¿Sabes cocinar?
Solté unas risitas, porque por lo visto Pedro me estaba conquistando.
—Sí. Los asalariados tenemos que hacer esta clase de cosas a no ser que queramos morirnos de inanición.
—¿Podrías prepararme dos huevos fritos con panceta? —me pidió con una expresión un tanto esperanzada en su adorable cara.
Puse los ojos en blanco y asentí con la cabeza.
—¿Cómo te gustan los huevos?
—No demasiado fritos.
—Si quieres lo puedo hacer, Pedro. Puedo prepararte esta clase de desayuno —le dije seductoramente, imitando su forma de hablar de la noche anterior. Parecía que le estuviera ofreciendo lo mismo que él me había ofrecido, porque te juro que se le puso dura.
—¡Qué encantadora! Voy a darme una ducha y a vestirme —dijo levantándose de la cama en un abrir y cerrar de ojos, ofreciéndome la oportunidad de contemplar su cuerpo. Sí, me comí con los ojos la obra maestra de su culo, la culoestra.
Yo también me levanté y me puse de momento unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes, hasta que me diera una ducha. En cuanto bajé, cogí una sartén de entre los lujosísimos chismes pijoteros que colgaban en medio de la isla de la cocina, y la puse en un fogón. ¡Los fogones!
Deja que te diga una cosa. Ni el mismo cocinero Gordon Ramsey sabría cómo hacerlos funcionar. Había botones y teclas a manos llenas y, como es lógico, no sabía para qué servía cualquiera de ellos. De manera que empecé a pulsar al tuntún los botones, como hice con el control remoto universal.
Tuve un breve flash-back de aquel día y me estremecí, pero sentí un gran alivio al pulsar el correcto al segundo intento. ¿Y el primero? Prefiero no hablar de él. Al menos conservé las cejas intactas y solo quedó flotando en el aire un ligero tufillo a pelo chamuscado.
Fui bailando a la nevera y tuve que apartar varios productos a un lado para encontrar —no te lo pierdas—, panceta de carnicería. Mmm, mmm.
Por lo visto Pedro Alfonso no consumía carne corriente y moliente del súper. Sacudí la cabeza ante tamaña absurdidad y cogí los huevos. Después de lavarme las manos a conciencia, preparé mi zafarrancho de combate.
Cuando la panceta se estaba friendo en la sartén y ya era casi el momento de darle la vuelta, Pedro me rodeó la cintura por detrás. Sentí su mano rozarme el hombro y me tiró del pelo con suavidad para dejar al descubierto mi cuello. Instintivamente, ladeé la cabeza para tentarle y me estremecí en sus brazos cuando me resiguió el cuello con la punta de la nariz, inhalando profundamente.
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