viernes, 26 de junio de 2015

CAPITULO 24





—Dios mío, qué bien hueles —le susurré al oído—. Y el olor de la comida tampoco está mal.


El aroma del desayuno era delicioso, pero verla en mi cocina
preparándome el desayuno me hizo desear saborearla más todavía. Le chupé el lóbulo de la oreja y se lo acaricié con la lengua al tiempo que deslizaba mis manos por su sedosa piel.


Pedro, estoy intentando cocinar—me dijo soltando unas risitas, y este sonido hizo que la polla se me estremeciera llena de deseo.


—Pues cocina —repuse metiéndole la mano por debajo de la camiseta y jugueteando con la cinturilla de sus pantalones cortos de algodón. Sentí su pulso acelerarse bajo mi lengua mientras le daba besos sensuales a lo largo de la tierna carne de su cuello.


—A no ser que te guste la panceta quemada, es mejor que no sigas. Me distraigo demasiado.


—No quemes la panceta,Paula —le ordené con voz seductora, tal como sabía que en el fondo le gustaba. 


Deslicé la mano por debajo de sus pantalones cortos y le rodeé el coño con toda mi manaza. Ella dio un grito ahogado e intentó volverse hacia mí, pero yo se lo impedí.


—No, no, Paula. Tienes que estar pendiente de la sartén —le recordé —. Porque si me quemas la panceta te tendré que castigar.


Ella me ofreció una seductora media sonrisa. Sí, quería que la castigara tanto como yo. Dios mío, me encantaban nuestros jueguecitos.


Le separé los labios de los muslos y le hundí mis largos dedos entre sus ya húmedos pliegues. Era una gozada verla siempre tan receptiva a mis caricias. Pegué mi cuerpo a su espalda para tocarla mejor. Sabía que ella estaba sintiendo mi polla ponerse dura contra su espalda y también que esto la ponía tan cachonda como a mí. Seguí con mi sensual acometida a su cuello, deslizando los dedos de mi otra mano hasta encontrar un pezón erecto. Paula arqueó la espalda y pegó su culo contra mi miembro enhiesto al pellizcárselo yo un poco.


Pedro


—Shh… sigue con la panceta —le susurré al oído.


Quería juguetear con ella, ver hasta qué punto era capaz de hacer varias cosas a la vez. Por tanto le bajé lentamente los pantalones cortos por las curvas de sus caderas hasta los tobillos.


—¿Qué estás…?


Le respondí a su pregunta cuando le separé las piernas y le metí dos dedos en el coño por detrás. Mientras le hurgaba los húmedos pliegues con la mano derecha, me desabroché rápidamente los pantalones con la izquierda liberando mi polla. Sabía que a partir de ahora yo seguramente asociaría siempre el olor a panceta con lo que estaba a punto de suceder. Y que como los perros de Pavlov, se me pondría dura como una piedra cada vez que flotara ese aroma en el aire. Pero era un riesgo que estaba dispuesto a correr.


—¿Y qué hay de mis huevos? —le pregunté doblando varias veces mis dedos en su chochito—. Venga, Paula, estoy muerto de hambre.


Cogió dos huevos con sus manos temblorosas y los hizo entrechocar para romper uno. Iba a seguir mi juego. Me encantaba su espíritu aventurero.


Saqué mis dedos de su coño mientras ella echaba con cuidado el primer huevo a la sartén. Luego rompió el otro golpeándolo contra el borde de esta mientras yo tiraba de sus caderas empujando hacia abajo un poco su zona lumbar para conseguir que la arqueara en el ángulo perfecto.


—No rompas la yema —le advertí penetrándola al tiempo que ella echaba el otro huevo a la sartén. Paula se tensó sobresaltada y estuvo en un tris de romperlo, pero recuperándose rápidamente se las ingenió para conservar la yema intacta.


Follar a Paula era una gozada. Por primera vez en todos mis escarceos amorosos me encontraba con un coño tan mojado como el suyo. Era caliente y con una piel sedosa que me apretaba la polla más que en cualquier otro que me hubiera metido. Me atraía y apretaba posesivamente como si no me quisiera soltar. Yo me había convertido en su esclavo y lo
más irónico es que se suponía que era ella la esclava. 


Paula desempeñaba bien su papel, sin ningún error, pero ese chochito suyo se había adueñado de mí. Y no me importaba un puto bledo.


Doblé un poco las rodillas y la sujeté mientras la penetraba lentamente con un acompasado vaivén. Sentí que su coño me envolvía la polla de una manera tan deliciosa que me pregunté si algún día me llegaría a cansar de ello. Cuando Paula giró la cabeza y me miró mordiéndose ese labio
inferior suyo, supe que la respuesta era no, nunca me hartaría de follarla.


Agarrándole un puñado de cabello, tiré de ella obligándola a arquear aún más la espalda hasta tener a mi alcance esa deliciosa boquita suya. Se la reclamé con un ardiente beso y ella gimió de placer en mi boca.


—¿Es la panceta lo que huele a quemado? —le pregunté con mis labios pegados a los suyos.


Se giró hacia la sartén y le dio la vuelta con manos temblorosas.


Agarrándola aún con una mano el pelo y con la otra la cadera, aumenté la velocidad y la urgencia de mis embestidas. Las nalgas de su perfecto culito se bamboleaban a cada acometida y me resultó imposible dejar de mirarlas. Deseando ver el tesoro oculto entre esas dos posaderas celestiales, la agarré por las caderas con ambas manos y se las abrí con los pulgares. Gruñí de gusto al revelárseme el jardín del placer prohibido. El agujerito de su trasero me incitó con su estrechez y sentí que la polla se me
ponía dura a más no poder.


—Joder, nena —gemí—. Qué culo más precioso tienes. Me muero por hincarte la polla en él.


Sentí que se le tensaba el cuerpo y ella me miró de nuevo.


—Ahora no,Paula, pero lo haré pronto —le aseguré—. Créeme, por más rara que seas, te va a encantar.


Le pasé el pulgar por el ojete y lo empujé hasta metérselo. 


Ella dio un grito ahogado y entonces noté las paredes de su coño apretándome la polla.


Lo sentí palpitar mientras Paula presa del orgasmo, agachaba la cabeza y se agarraba a la encimera para no desplomarse, gimiendo cada vez con más fuerza a cada sacudida de placer.


—Sí, nena, esto no es más que una muestra de lo que vas a sentir.


Me mordí el labio inferior y me agarré de sus caderas mientras le penetraba su dulce chochito, aumentando su placer. Los cojones se me tensaron de golpe y me sentí invadido por una inaudita sensación de euforia hasta que estalló saliendo de mí como fuegos artificiales. La agarré con más fuerza de las caderas, pero en ese momento no me dio la sensación de tener que preocuparme por si le dejaba un moratón.


Cuando Paula meneó y pegó las caderas a mi cuerpo una y otra vez, salió de mi pecho un largo y salvaje gruñido de gusto hasta dejarme sin una gota de leche. Después le solté las caderas y posé mis manos junto a las suyas en la encimera, arrimándome a ella para inmovilizarla, jadeando
contra su hombro. Entre jadeo y jadeo logré darle varios castos besos aquí y allí. Sobre todo porque no me cansaba de desearla, pero también como una forma de darle las gracias.


¡Sí, qué bajo había caído! Esta mujer estaba obligada a follar conmigo y yo le agradecía que se lo dejara hacer. Pero era mejor que nada, ¿verdad?


Su voz queda rompió el silencio.


—Mm… ¿Pedro? Creo que la panceta se me ha quemado.


Levantando la cabeza, miré la sartén. La panceta estaba carbonizada y las yemas de los ahora correosos huevos, se habían roto. Dejando caer la cabeza, me reí contra su hombro rodeándola con los brazos.


—No te preocupes, nena. De todos modos no tenía demasiada hambre.


—Pero… aun así me vas a castigar, ¿verdad? —Dios santo, parecía estar deseándolo.


—¡Oh, sí, y no sabes cuánto!















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