domingo, 21 de junio de 2015
CAPITULO 7
Durante todo el trayecto de camino al trabajo no pude evitar lucir una sonrisa de satisfacción en la cara. Saber que Paula me estaría esperando en casa cuando volviera me haría sin duda el día más soportable. O más insoportable según como se mire, considerando que seguramente estaría pensando en todas las marranadas que iba hacer con mi chica de dos
millones de dólares y las que ella tendría que hacerme a mí.
Hasta ese pensamiento tan efímero me obligó a recolocarme lo que al parecer había decidido ponérseme tan incómodamente duro bajo los pantalones.
Pero yo era un hombre de negocios, y los negocios debían anteponerse al placer. De ahí que tan pronto como Samuel abrió la portezuela de la limusina y salí a la calle que conducía a la puerta giratoria acristalada de mi segundo hogar, la sonrisa se me había esfumado de los labios. El
Alfonso con cara de duro acababa de entrar.
En el despacho tenía fama de ser un tipo duro de pelar.
Incluso a los empleados que llevaban trabajando desde que mi padre dirigía el negocio les chocó ver a su revoltoso hijo metamorfosearse en un estratega implacable. Pero el mundo empresarial era jodidamente frío y cruel, y para llevarle la delantera a la competencia tenías que mantenerte siempre en guardia, porque a la primera señal de debilidad te cortaban los cojones a machetazos.
Mario, el único tipo en el que confiaba en este lugar, me saludó en cuanto crucé la puerta.
Mario Hunt era mi mano derecha, mi asistente personal y seguramente lo más parecido a un amigo. Él y su mujer, Dolores, se encargaban de todos los aspectos de mi vida.
Mario se ocupaba del despacho y Dolores de mi vida
personal. Era mi ama de llaves, la que supervisaba el personal y mis gastos, con lo que nunca tenía que preocuparme de tales tareas. Las sirvientas, los jardineros y los cocineros que trabajaban aquí se iban antes de que yo volviera a casa, lo cual era de agradecer. Dolores también era mi compradora personal y la que se aseguraba de que yo tuviera una pinta estupenda tanto en los negocios como en mis escarceos. Poseía una habilidad portentosa para ocuparse de mil y una tareas a la vez.
Era una joya en su especialidad, al igual que Mario.
Trabajaban en equipo con una precisión de reloj suizo. Me gustaba creer que se habían conocido gracias a mí.
Después de todo, sus caminos se habían cruzado al
ocuparse a diario de distintos aspectos de mi vida. Pese a sus diferencias, se complementaban muy bien. Mario era un tipo tranquilo y relajado que se tomaba las cosas con calma, alto, sureño, y luciendo siempre sus botas de vaquero favoritas. Dolores en cambio era una tipa menuda e hiperactiva que no paraba nunca. Bajita y de lo más sociable, por lo visto nunca se ponía la misma ropa más de una vez. No era algo en lo que me hubiera fijado, pero me enteré de este detalle durante una de sus peroratas, de las
que intentaba escaquearme. Dolores era el yin y Mario el yang, así que al parecer era inevitable que acabaran juntos.
—Hola Hunt —le respondí mientras nos dirigíamos hombro con hombro a mi ascensor personal. Sí, tenía un ascensor personal. No soportaba estar metido en una lata de sardinas rodeado de veinte personas más, cada una impregnada de una colonia distinta, o tosiendo y estornudando por todo el
puto lugar.
Mario introdujo la llave en la cerradura y abrió las puertas para que pasara yo primero. Dejé la cartera en el suelo y me senté en el amplio sofá de terciopelo rojo adosado al fondo. El techo y las paredes estaban cubiertos con espejos para que el pequeño espacio pareciera mayor. Cuanto
más grande fuera todo, mejor.
—¿Cómo te ha ido? —me preguntó mientras pulsaba el botón para subir a la planta 40 y se sentaba al otro extremo del sofá.
Yo llevaba viviendo solo desde hacía un tiempo y Dolores no había dejado de intentar concertarme citas con mujeres a las que consideraba un buen partido para mí. Para zafarme de sus latosos intentos al final tuve que inventarme la trola de que había conocido en secreto a alguien durante uno de mis viajes a Los Ángeles. Ella se la tragó y dejó de intentar jugar a la celestina, pero entonces empezó a darme el coñazo con que quería conocer a la misteriosa mujer. Normalmente cuando la gente se ponía pesada me la sacaba de encima echándole una de mis «miraditas asesinas», pero con Dolo no tenía nada que hacer, porque no la intimidaba en lo más mínimo.
Le dije que aquella noche le iba a pedir a mi misteriosa dama que se viniera a vivir conmigo, por si acaso encontraba en el Foreplay un ejemplar que me gustara y lo adquiría, y así había sido.
—Pues me dijo que sí —le contesté a Mario—. Le pedí que lo dejara todo y que se viniera a vivir conmigo. Y anoche tomamos el avión. Ahora ya está en casa.
—¡Vaya, enhorabuena! —exclamó dándome una palmadita en el hombro y felicitándome por la mejor decisión que había tomado en mi vida.
—Sí, ya era hora de tener pareja —le dije sonriendo, porque era verdad.
La polla secundándome se me puso algo dura coincidiendo conmigo.
Nos pasamos el resto del trayecto hablando de temas intrascendentes por cortesía. Mario nunca metía las narices en mi vida personal a no ser que Dolores lo amenazara con tenerlo a dos velas si no intentaba sonsacarme al menos algo. Yo de vez en cuando le arrojaba alguna que otra migaja para que me dejara en paz, pero él nunca me presionaba. Y hoy hizo tres cuartos de lo mismo. Sabía que la chica misteriosa ya vivía conmigo, pero aún no
¿ les había dicho a ninguno de los dos quién era ella.
Mario me recordó que Dolores se pasaría por casa después de comer para ocuparse de las compras y supervisar a los empleados del hogar. Al oírlo se me pusieron los pelos de punta. Paula y yo no habíamos hablado de la versión que les íbamos a dar a mis conocidos o ni siquiera si ella quería conservar su nombre real. Sabía que las doncellas mantendrían la boca cerrada y se limitarían a hacer su trabajo, pero Polly era otra cosa.
Salí del ascensor y saludé con la cabeza amablemente a un par de empleados al pasar por su lado mientras me dirigía a la suite de la parte oeste del edificio donde estaba mi despacho. El escritorio de Mario se hallaba justo a la entrada de la suite. La planta estaba decorada con grandes
ventanales que llegaban del suelo al techo, alfombras rojas y paredes blancas adornadas con un toque de verde, imitando los colores de un loto carmesí.
Abrí de un empujón la pesada puerta de madera de la suite y la cerré tras de mí antes de precipitarme al escritorio para coger el teléfono y marcar el número de mi casa. Tenía que hablar con Paula cuanto antes para asegurarme de ponernos de acuerdo en la versión que daríamos antes de
que el Huracán Dolores se presentara. Porque empezaría a husmear como un sabueso y, atando cabos, acabaría saliendo a la luz la verdad de nuestro acuerdo antes siquiera de que a mi polla le diera tiempo a humedecerse.
Probablemente debería haber resuelto este detalle antes de decidir adquirir una chica, pero está visto que los hombres no pensamos con la cabeza sino con otra cosa.
Paula no cogió el teléfono.
¡Claro que no lo iba a coger! Seguramente le incomodaba hacerlo por no saber qué decir, pero ahora yo estaba empezando a sudar la gota gorda, imaginándome todas las formas en que esto me podía estallar en la cara cuando Dolores se presentara en mi casa para hacer su trabajo.
Aterrado, cogí el maletín, salí del despacho y mientras pasaba por delante del escritorio de Mario marqué el número de Samuel para decirle que diera media vuelta y viniera a recogerme. Mario me detuvo antes de que yo pudiera escaquearme.
—Daniel ha llamado y me ha dicho que está esperando a que le digas si hoy vas a pasarte por allí —me dejó confundido.
Daniel Alfonso, mi tío el doctor.
—¡Mierda!, lo había olvidado. Le llamaré por el móvil. No estoy seguro de la hora a la que volveré, tengo que ocuparme de algunos asuntos — respondí empujando la puerta para desaparecer por el pasillo.
Parecía que Paula me hubiera sorbido las putas neuronas de mi cerebro por cómo estaba llevando yo las cosas. Y a lo mejor así era.
Y de pronto se me empezó a poner dura otra vez…
—¡Alfonso! —gritó Dario desde la otra punta del pasillo, donde se hallaba la suite de su despacho, antes de dirigirse a mi encuentro—. ¿Cómo se te ha ocurrido?
Lanzando un suspiro, me giré hacia él con la mano cerrada dispuesto a romperle otra vez la nariz si empezaba a fastidiarme. De momento habíamos conseguido convivir sin hacemos la vida imposible, pero como éramos socios resultaba imposible evitar encontrarnos en un momento u otro.
—¿Cómo se me ha ocurrido el qué? —le solté con los dientes apretados.
—¡Dar el diez por ciento de nuestras ganancias del último trimestre para obras benéficas! —protestó blandiendo el informe trimestral para mostrármelo como si yo aún no lo hubiera visto.
—¿Y qué problema hay?
—Acordamos el cinco por ciento.
—Siempre me vienes con el mismo cuento a la primera de cambio y no quiero hablar más de ello, ya te lo he dicho un millón de veces —le solté exasperado. No estaba de humor para oír sus estupideces, en realidad no lo estaría nunca—. Con la crisis que hay, los centros de beneficencia necesitan ahora más que nunca que les echemos un cable, Stone. Las
grandes reducciones fiscales que nos comportan y el hecho de que una buena parte de los clientes contraten nuestros servicios precisamente por nuestras generosas aportaciones a la sociedad, demuestra con creces que estas donaciones además de ser adecuadas, son una gran idea. Por otro lado
tenemos dinero de sobra y tú lo sabes.
No fue hasta ese momento cuando advertí que los empleados habían dejado sus ocupaciones diarias para contemplar nuestra trifulca. No era la primera vez que teníamos una ni probablemente sería la última. Por supuesto Dario intentó aprovecharse del corrito que se había formado.
—En este caso tal vez deberías venderme algunas de tus acciones y donar ese dinero —me soltó sonriendo petulantemente con su cara de mierda antes de darme la espalda y dirigirse hacia la dirección opuesta, donde estaba su despacho.
Cuanto más insistía yo en que me vendiera sus acciones, más intentaba él hacer lo mismo conmigo. Ambos éramos demasiado tercos como para dejar que el otro se saliera con la suya.
Su comportamiento aborrecible delante de nuestros empleados y saber que no le importaba una mierda el sueño de mi madre acerca de que el Loto Escarlata prosperara, por decirlo de alguna manera, me dieron ganas de hacerle saltar todos los putos dientes de su enorme crisma. Pero de niño
había aprendido que aquello del ojo por ojo y diente por diente era absurdo y como no tenía tiempo que perder, conté lentamente hasta diez para calmarme y obligué a mis pies a avanzar hacia la dirección opuesta. Si era necesario ya resolvería este problema con él más tarde.
Crucé el vestíbulo y al salir a la calle suspiré aliviado al descubrir que Samuel ya me estaba esperando en el bordillo. En Chicago la hora punta es una lata, pero de algún modo Samuel siempre era más mañoso que los otros conductores y les obligaba con la limusina a apartarse de en medio.
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