lunes, 22 de junio de 2015

CAPITULO 9




La portezuela de los pasajeros se abrió y Samuel nos saludó con una sonrisa. Pedro se bajó del coche y me ofreció una mano para ayudarme a salir. Acepté su ofrecimiento, pero solo porque quería estrujarle los dedos
como venganza, y lo hice, pero tampoco pareció inmutarse por ello, el cabrón.


Tan rabiosa me sentía por mi frustración sexual que apenas me di cuenta de haber entrado en una especie de centro médico y de que Pedro me estaba llevando, tras cruzar el vestíbulo, a la zona de recepción. La recepcionista saludó a Pedro con profesionalidad, pero le desnudó con la mirada, pasando olímpicamente de mí. Yo sabía que no era mi novio ni nada parecido, pero ella no, por lo que su desvergonzado flirteo me jorobó en grado sumo.


La muy fresca probablemente ni siquiera se habría cortado un pelo aunque yo me hubiera puesto a gritar a los cuatro vientos que él acababa de hundir su cabeza entre mis muslos.


Antes de que a mi arpía interior le diera tiempo a arrancarle esas pestañas postizas de los párpados, nos acompañaron a la consulta donde la enfermera me tomó las constantes vitales y luego me dijo que me desvistiera, entregándome una bata de papel. También me dio una especie de formulario para que lo rellenara con mis datos, pero Pedro lo cogió en mi lugar.


—Este centro médico es de mi tío Daniel —me contó Pedro en cuanto la enfermera se fue, mientras rellenaba el formulario—. Como no es ginecólogo y yo no quería que te sintieras incómoda cuando os vierais de nuevo, Everett, uno de sus colegas, es quien te hará la revisión.


Asentí con la cabeza, detestando lo que se avecinaba.


—¿Tienes algún problema de salud que deban conocer?


Sacudí la cabeza como respuesta, y él me entregó el formulario para que lo firmase. Cuando se lo devolví, me hizo una seña con la cabeza para que me desnudara y se giró de espaldas mientras seguía hablando.


—Le he dicho a mi familia y a mis amigos que nos conocimos en uno de mis viajes a Los Ángeles. Creen que nos hemos estado viendo en secreto durante los últimos siete meses y que al final te convencí para que te vinieras a vivir conmigo a Oak Brook. No le he dicho a nadie cómo te
llamas, o sea que puedes darles tu nombre real si quieres, o algún otro.


—Como ya has escrito mi nombre en el formulario, supongo que es mejor conservarlo —dije sacándome los téjanos y doblándolos pulcramente antes de coger la bata azul de papel. Le oí murmurar una palabrota por lo bajo. Por lo visto no había caído en ese detalle antes de rellenar el formulario—. Además si usara el de otra persona seguramente acabaría estropeándolo todo. A propósito, gracias.


—¿Por qué?


—Por inventarte al menos una historia medio decente sobre mí para que no parezca la puta que tú y yo sabemos que soy.


Al oírlo se dio la vuelta, cruzó con dos largas zancadas el espacio que nos separaba y se arrimó tanto a mí que podía sentir el calor de su cuerpo llegándome a oleadas.


Me puso un dedo bajo la barbilla para que le mirara a los ojos.


—A mí no me parece que una virgen sea una puta —me dijo.


No pude llegar a responderle porque se oyó a alguien llamando suavemente a la puerta. Se separó de mí antes de decirle al que estaba al otro lado que pasara.


—¡Pedro, chico! —exclamó un tipo jovial con una bata blanca al entrar a la habitación, y le abrazó—. Me alegro de verte. ¿Cómo estás?


—Voy tirando —respondió Pedro con una sonrisa genuina en la cara mientras le devolvía el abrazo.


El médico se giró entonces hacia mí, intentando disculparse con la mirada.


—Lo siento pero como no tengo tu ficha me temo que no sé cómo te llamas.


—Paula. Paula Chaves—le dije, y de pronto sintiéndome violenta, clavé los ojos en las baldosas blancas del suelo como si fueran lo más fascinante del mundo.


—Me alegro de conocerte, señorita Chaves —dijo estrechándome la mano, y luego hizo un ademán para que me sentara en la mesa de exploración mientras él lo hacía a su vez frente a mí en un taburete provisto de ruedecitas—. Dime, ¿qué puedo hacer por ti?


—Paula necesita una revisión de rutina y además le gustaría que le aconsejaras un método anticonceptivo —respondió Pedro por mí.


—Creo que el método anticonceptivo más práctico es el de las inyecciones. ¿Te gustaría probarlo? —me preguntó sonriéndome amablemente.


—Mm… —leí algo sobre él la última vez que fui a ver a mi médico, pero como fue en el último momento, no me acabé de decidir.


—Cada inyección dura tres meses y una de las ventajas para la mayoría de mis pacientes es que normalmente acorta el ciclo menstrual o lo interrumpe del todo. Es un método anticonceptivo muy popular desde hace varios años.


—Sí, de acuerdo. Me parece bien —repuse asintiendo con la cabeza.


—En este caso pongámonos manos a la obra, ¿no te parece? —su sonrisa era auténtica y tranquilizadora.


Me tumbé en la mesa y Pedro acercándose, se quedó plantado junto a mi cabeza antes de que yo pusiera los pies en los estribos. No era la primera vez que me hacían un Papanicolau, pero abrirte de piernas enseñándoselo todo a un desconocido siempre me ponía nerviosa. Los ginecólogos se pasan el día viendo toda clase de entrepiernas, y entonces te preguntas si la tuya es distinta de las de las demás o si tiene alguna dase de deformidad que debas conocer. Pero antes de terminar siquiera todas mis
elucubraciones, él ya se separaba de la mesa y me decía dándome unas palmaditas en la pierna que ya había terminado.


—Durante los próximos días tendrás calambres. Puedes tomarte ibuprofeno para el dolor. Y tal vez te sangre un poco dadas tus circunstancias, pero aparte de estas pequeñas molestias te sentirás como siempre —me dijo quitándose los guantes y desechándolos—. Si notas alguna irregularidad, no dudes en venir.


Su ayudante se acercó a mí, me friccionó el brazo con alcohol y me dio la inyección.


—Ahora te dejaré para que te vistas y luego ya te puedes ir —añadió dirigiéndose a la puerta—. Me he alegrado mucho de volver a verte, Pedro.


—Yo también, Everett, y gracias por todo —le respondió antes de volverse hacia mí—. Voy a ocuparme de la factura, nos vemos fuera —me dijo.


Se fue detrás del médico y de su ayudante y yo salté de la mesa, pero me arrepentí al instante del movimiento brusco, porque ya me estaba empezando a doler. Me vestí lo más aprisa posible, deseando largarme cuanto antes de este lugar, y al salir Pedro ya me estaba esperando fuera.


—¿Te encuentras bien? —me preguntó, seguramente porque yo tenía el brazo sobre el vientre.


—Sí, solo me duele un poco, pero si vamos a casa y me echo en la cama, creo que estaré bien.


—De acuerdo —respondió asintiendo con la cabeza y luego sacó el móvil y pulsó una tecla—. Buenos días a ti también Dolores —dijo por el teléfono—, necesito que acabes con lo que estás haciendo en casa porque ya voy de camino y mi invitada y yo necesitaremos un poco de privacidad… Sí, Dolores, es ella —añadió poniendo los ojos en blanco, pero
sujetándome por el codo, me condujo a la salida para llevarme a la limusina que nos estaba esperando ya—. En este momento no está en condiciones de ver a nadie. Tal vez dentro de un par de días. Llama a Mario y dile que llegaré al despacho de aquí a una hora. Gracias, Polly.


Dando por terminada la conversación, se sentó a mi lado, rodeándome los hombros con el brazo.


—Dolores se ocupa de mis asuntos personales, incluyendo mi hogar. Tiene buenas intenciones, pero a veces es un poco pesada —me explicó—. Es la que más miedo me da que descubra nuestro secretillo, porque tiene muy buen olfato la cabrona, así que no bajes la guardia cuando esté cerca.


Asentí y él rodeándome la cabeza con una mano, me la empujó suavemente para que la apoyara sobre su pecho. 


Probablemente era un gesto demasiado íntimo por su parte, teniendo en cuenta que nos habíamos conocido el día anterior, pero considerando la intimidad que ya habíamos
mantenido, supongo que era normal.


Escuché los latidos de su corazón mientras circulábamos en silencio. Y por primera vez me fijé en cómo Pedro olía. 


Reconocí el aroma de su jabón y el del desodorante de esta mañana, pero también percibí otro aroma más particular y muy… suyo.


Me acarició el pelo con los dedos y yo cerré los ojos, gozando del silencio y de sus tiernas caricias. Era tan relajante que de no haber sido por los calambres seguramente me habría quedado dormida.


El trayecto se me hizo corto. Pedro se bajó primero del coche y me ofreció la mano para ayudarme a salir, rechazando los intentos de Samuel por hacer su trabajo. Yo me encorvé porque los calambres se habían vuelto un poco más fuertes.


—Mierda, ¿te encuentras bien? —me preguntó muy preocupado.


—Sí, solo es un calambre —le respondí intentando que no se me notara en la voz el daño que me hacía. No quería que pensara que en el fondo era como una niña grande que no podía soportar un poco de dolor.


Sin avisarme, me levantó en brazos y cruzó la puerta de su casa, que Samuel ya había abierto de par en par, como si yo fuera una novia. Intenté que me dejara en el suelo, pero no me hizo caso. En su lugar subió las escaleras conmigo a cuestas y me llevó hasta su dormitorio. Me sentó en la cama, apartó la colcha para que pudiera meterme debajo y luego se fue.


—Ten, tómatelas —me dijo al volver entregándome dos pastillas y un vaso de agua.


Las cogí y me las tragué. Pedro tomó el vaso de mis manos y lo dejó en la mesita de noche que había junto a la cama.


—¿Te importa que me vaya a trabajar o prefieres que me quede? —me preguntó con voz inquieta.


—No te preocupes, estoy bien. Solo necesito echar un sueñecito —le dije conteniendo un bostezo—. Ya te puedes ir. De todos modos me relajo mejor si no estás aquí.


—¡Uy, esto me ha dolido! —me dijo llevándose la mano al pecho y soltando unas risitas—. Me alegra ver que no has perdido tu mala leche.
Estoy seguro de que te pondrás bien y de que en un abrir y cerrar de ojos ya estarás de humor para volver a intentar arrancarme la polla de un bocado.


Se inclinó para darme un beso en los labios y luego se enderezó.


—¿Tienes un móvil?


—Sí, está ahí, en mi bolso. ¿Por qué? No vas a quitármelo, ¿verdad? — le pregunté aterrada por si lo hacía.


—No, a no ser que me des una razón —repuso acercándose para coger el bolso.


Me lo entregó y, suponiendo que quería el móvil, lo saqué y se lo di.


Pulsó varias teclas antes de devolvérmelo. Su móvil se puso a sonar y él se lo sacó del bolsillo interior de la chaqueta y lo silenció.


—Ahora te ha quedado grabado mi número en el móvil y yo también tengo el tuyo. Asegúrate de tenerlo siempre encendido, no solo por una cuestión de seguridad, sino también porque no me hará nada de gracia que me hagas esperar cuando yo te necesite —añadió guardándose el móvil en el bolsillo—. No dudes en llamarme si me necesitas para algo. Lo digo en serio.


Aunque intentara ser duro, vi por su expresión que lo decía de corazón.


Poniendo los ojos en blanco, asentí con la cabeza porque me encantaba hacerle cabrear.


—¡Vete de una vez! —le solté—. Solo de ver tu cara me duele ya el útero —farfullé dándole la espalda.


Era verdad, pero solo porque tenía una cara tan adorable que quería montarme sobre ella y no podía. Y lo más curioso es que además de no habérsela comido yo a nadie, a mí tampoco me lo habían hecho. Pero ahora, de repente, no me podía sacar de la cabeza la imagen de su rostro
metido entre mis muslos. ¡Qué locura!


Te lo juro, la culpa la tenía esa condenada cara suya tan atractiva.


—Mmmmmm, de acuerdo —dijo como si no me creyera ni una sola palabra—. Hasta la noche.


Le oí cerrar silenciosamente la puerta tras él y me acurruqué sobre su almohada, aspirando su aroma de nuevo.


Si bien una parte de mí se alegraba de estar libre al menos el resto del día, admito que otra parte, mi incipiente miniputa interior, estaba de lo más jorobada por no poder gozar de otra ronda con el Rey de los Dedos Folladores. Me fui durmiendo poco a poco con este deprimente pensamiento flotando en la trastienda de mi mente.






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