sábado, 4 de julio de 2015

CAPITULO 50




Pedro abrió la puerta, salió y me tendió la mano.


Mis pensamientos se desviaron hasta la primera noche que pasé aquí, cuando nunca habría sido capaz de imaginarme en lo que nos convertiríamos el uno para el otro desde entonces. Cogí su mano, la prueba de que estábamos en esto juntos y de que juntos encontraríamos la manera de hacer que funcionara.


En cuanto pisé el suelo, Pedro me levantó en brazos, me lanzó por encima del hombro y subió las escaleras que llevaban hasta la puerta principal. Me reí, ya no sentía las punzadas de separación y estaba contenta de vivir en el momento. Si los pequeños momentos robados era todo lo que teníamos por ahora, iba a vivirlos al máximo y a esperar que todo fuera bien.


Una vez dentro, Pedro me llevó hasta su oficina, abrió un cajón y sacó algo que no pude ver hasta que no estuve colgando bocabajo, cara a cara con su culo.


Toda la sangre se me estaba subiendo a la cabeza, pero la vista era fabulosa, así que no me quejé.


—¿Qué estás haciendo? —dije riéndome.


—Ya verás —contestó, y luego se giró para salir de la oficina.


Me llevó hasta la primera planta y luego por el pasillo. Me conocía ese camino bien; me estaba llevando hasta el dormitorio para disfrutar de un buen rato de jueguecitos. 


Cuando por fin me dejó de pie en el suelo, la sangre se me bajó de la cabeza y comenzó a fluir por el resto de mi cuerpo, lo cual hizo que de pronto me mareara.


—Primero lo primero —dijo Pedro manteniéndome sujeta. Tenía una regla en la mano—. Si vas a estar alardeando de mí, creo que deberías tener pleno conocimiento de los hechos.


—¿Una regla? —le pregunté.


Él sonrió con suficiencia.


—Cierto. A lo mejor un metro es más apropiado.


¿Quería que le midiera el pene?


Y así comienza la egomanía…


Me encogí de hombros. Si no puedes vencerlos, únete a ellos. Además, yo misma me moría de curiosidad por saber la cifra exacta.


Cogí la regla y me acerqué a sus pantalones.


—¡Eh, eh, eh! —Pedro me detuvo y dio un paso atrás—. No puedes medirla estando flácida. Tienes que esperar a que esté dura.


—Oh… ya veo —dije, y luego volví a cerrar la distancia que se extendía entre nosotros—. Bueno, veamos si podemos ocuparnos de eso. Por el bien de la ciencia, claro.


Lo pegué contra la pared y comencé a besarlo en el cuello. Al mismo tiempo, lo agarré a través de los vaqueros y le masajeé la polla. Incluso relajada ya tenía un tamaño considerable, pero no pasó mucho tiempo hasta que el bulto en sus pantalones ganó grosor y dureza bajo mis manipulaciones. No pude contener la sonrisa de autosatisfacción que se extendió por mi rostro.


Pedro gimió.


—Tienes… mucho talento.


—Tengo un gran profesor. —Retrocedí y me deshice de sus pantalones en un periquete—. Creo que ya podemos ir al lío, hombretón.


El Vergazo Prodigioso se liberó y yo lo rodeé con la mano para dejarlo quieto y poder medirlo en condiciones. Estaba impresionada. Muy, muy impresionada. Pedro medía unos veintitrés centímetros y todo eso había estado en mi interior y en breve iba a estar dentro de mi culo. Debía admitir que estaba un poco intimidada.


—Ahí lo tienes —dijo con una sonrisa arrogante y un brillo en los ojos—. La prueba de que la polla de tu novio de verdad es el santo grial de todos los penes.


Puse los ojos en blanco y arrojé la regla a un lado.


—¿Cuánto escuchaste de ese discursito?


—Todo.


Dio un paso hacia mí y agarró la parte inferior de mi camisa y me la quitó por la cabeza.


—Y ahora se te ha subido a la cabeza, ¿eh? — pregunté, desabotonando su camisa.


Lo besé en la piel recién expuesta, inhalé su olor y memoricé cada hendidura de los músculos de su pecho.


—Bueno, creo que acabamos de demostrarlo, ¿no? —Se quitó los zapatos de una patada y estiró los brazos para desabrocharme el enganche frontal del sujetador antes de que los tirantes me cayeran por los brazos—. Y es todo tuyo, nena —dijo antes de agarrarme los pechos y de mamar uno de los pezones —. Joder, te deseo tanto.


No nos llevó mucho más tiempo a ninguno de los dos desnudarnos por completo el uno al otro, y antes de que nos diéramos cuenta siquiera, me encontré abierta de piernas sobre la cama con la cabeza de Pedro entre mis muslos.


—Mmm… que dulce, gatita —murmuró contra mi carne húmeda.


Su lengua se movió sobre mi clítoris con rapidez antes de cubrirlo con la boca y de succionarlo con suavidad, todo eso a la vez que seguía manipulándolo con su lengua prodigiosa. Levanté las rodillas y cerré los muslos alrededor de su cabeza, gimiendo ante la sensación de su barba desaliñada contra mi piel sensible mientras me lamía entera. Introdujo dos dedos en mi interior al mismo tiempo que con otros dos seguía jugueteando con mi ano. Estaba preparándome para la invasión, así que me relajé todo lo que pude y disfruté de las otras sensaciones que me estaba dando como distracción. No mucho después fui yo misma la que movía las caderas para buscar la fricción con sus dedos. 


Quería incluso más.


—Sí, tú también lo quieres, ¿verdad? —Solo pude gemir como respuesta—. No te preocupes, gatita. Voy a dártelo. Solo necesito asegurarme de que estés bien preparada primero.


Me corrí con mucha fuerza. Moví las caderas adelante y atrás y luego me tensé cuando el orgasmo se apoderó de mi cuerpo y me dejó incapaz de moverme. Pedro retiró los dedos con cuidado y se subió a la cama para tumbarse de costado a mi lado.


Me dio besos tiernos en el hombro y en el cuello hasta que la respiración por fin se me reguló y pude volver a ver bien otra vez. Entonces me estrechó entre sus brazos y me giró de modo que mi espalda estuviera en contacto con su pecho. Y luego me penetró desde atrás, en el sentido tradicional.


Me hizo el amor con parsimonia, abrazándome fuerte mientras me susurraba palabras de admiración y de amor al oído.


—Te quiero mucho —le dije, besándolo en la palma de la mano porque era una de las poquísimas partes de él a las que tenía acceso.


—Ya lo sé, nena. —Acercó su nariz a la piel sensible de mi nuca—. Yo también te quiero. Dios… qué gustazo.


Pero podía darle más.


Pedro, estoy lista —le dije al percatarme de que estaba esperando mi permiso antes de ir más allá.


—¿Estás segura? —Me besó en el hueco entre el cuello y la oreja—. Yo quiero… me estoy muriendo de ganas, pero no quiero hacerte daño.


—Tanto tú como yo sabemos que nunca podrías hacerme daño —lo tranquilicé—. ¿Por favor?


Pedro alargó el brazo por delante de mí y cogió el bote de lubricante que se había traído de la oficina.
No se retiró de mi interior cuando se echó un poco en la yema de los dedos y luego lo extendió por mi ano.
Entretanto, él todavía seguía moviéndose en mi interior.


—Esta también será una primera vez para mí — susurró y luego depositó un beso en mi hombro. Se salió de mi cuerpo y empezó a cubrirse él también de lubricante.


—¿Nunca has hecho esto antes? —pregunté, estupefacta.


—No. Así que si te duele mucho, necesito que me lo digas. ¿Vale?


Podía sentir la cabeza de su miembro en mi ano ejerciendo un poco de presión.


Asentí conteniendo la respiración porque estaba nerviosa, pero sí que quería que esta fuera nuestra primera vez juntos. 


Por fin algo que él y yo tendríamos que nadie más podría quitarnos nunca.


Sentí cómo poco a poco ejercía más presión conforme fue moviéndose hacia adelante. Y luego, con un movimiento muy rápido y seco, me penetró.


Ahogué un grito ante la sensación de ardor, me tensé, contuve la respiración una vez más y deseé que el fuego del dolor de su invasión remitiera. Las lágrimas se me acumularon en los ojos sin darme cuenta siquiera, como una niña pequeña que acabara de caerse y de hacerse daño en la rodilla, pero esto era mucho más grande que eso. El instinto natural de mi cuerpo era expulsarlo de mi interior, pero, en cambio, me quedé quieta y cerré los ojos con fuerza, dispuesta a no moverme ni respirar por miedo a que solo empeorara la sensación.


—Respira, gatita. Tienes que respirar. —La voz tensa de Pedro fue casi un suspiro mientras sus manos temblorosas me acariciaban los brazos con cariño y depositaba tiernos besos en mis hombros—. Solo respira e intenta relajarte. Mejorará.


Solté una larga exhalación e intenté relajar los músculos del cuerpo todo lo que pude. Tenía razón, una vez que intenté relajarme, el dolor remitió un poco.— Sigue —le dije.


La voz de Pedro era rasposa, y su cuerpo temblaba.


—¿Estás segura? Todavía no estoy dentro del todo. Eso solo era la cabeza.


¿¡Qué!?


Asentí rápidamente con la cabeza. Mi mandíbula sentía la presión de mis dientes apretados. Inhalé profundamente y luego volví a soltar el aire a modo de preparación para sentir más dolor. Podía hacerlo.


Podía hacerlo por él.


—Pero ve… lento —dije, incapaz de deshacerme de la tensión en la voz.


—Te estoy haciendo daño. No lo vamos a hacer —dijo y lo sentí retroceder como si estuviera a punto de retirarse, cosa que no podía dejar que ocurriera bajo ningún concepto.


—¡No! Yo quiero. Por favor, Pedro, déjame darte esto. Dámelo a mí —le supliqué y luego me moví contra él ligeramente para demostrarle lo mucho que lo deseaba.


Lo escuché gemir. Un gemido de placer, no de frustración. 


Yo le hacía eso. Luego sentí sus labios cálidos, suaves y húmedos en mis hombros otra vez cuando comenzó a moverse una vez más en mi interior muy, muy despacito. No fue tan doloroso como antes, solo incómodo. Pero cuanto más se movía, cuanto más profundo llegaba, más me relajaba y empezaba a disfrutar de las sensaciones.


Un gemido involuntario se me escapó de los labios y sentí cómo sus brazos se tensaban a mi alrededor y su respiración se volvía más pesada. Quería saber que él también estaba disfrutando; quería oírselo decir.


—¿Cómo es? —le pregunté—. ¿Te gusta?


—Ah, joder, gatita. No tienes ni idea —gimió con esa voz ronca y su cálido aliento se desperdigó por la piel de mi nuca—. Qué gusto.


—Más. Dame más —le urgí, sabiendo que se estaba conteniendo por miedo a hacerme daño.


Pero quería que disfrutara de la experiencia al completo, y la verdad fuera dicha, a mí también me gustaba, más o menos. 


Sabía que no me correría esta primera vez, pero eso también me parecía bien.


Pedro me mantuvo quieta con firmeza cuando movió las caderas y se enterró todavía más adentro y con más rapidez.


—Eso es, nene —lo animé—. Haz lo que te haga sentir bien. Quiero que te corras y te derrames como nunca antes.


—¡Mierda! Me encanta cuando me dices cosas guarras —se las apañó para decir entre respiraciones, apenas sin aliento.


Eso fue todo lo que necesitó decir. Si le gustaba, le iba a dar más.


Pedro, tu enorme polla está en mi culo —gemí. Quería que también tuviera el efecto mental al igual que el físico—. Ay, Dios, nene. Me estás follando por el culo, poseyéndome por completo.


Eso debió de haber dado en la diana.


—¡Joder, joder, joder! —gruñó a través de su mandíbula apretada—. No puedo… parar. Ay, Dios. Me voy a… Joder, me voy a correr, gatita.


Pedro me embistió, sus caderas chocaron contra mi trasero y su mano me agarró de la cadera con tanta fuerza que supe que por la mañana tendría un moratón. Me mordió en la parte de atrás del cuello y gruñó mientras se vaciaba con tanta ferocidad que pareció un auténtico animal. Todo lo que yo pude hacer fue esperar mientras sonreía cual gato que se acabara de comer un canario. Yo conseguía aquello en él. 


Yo le di lo que nadie le había dado nunca, ni se lo iban a dar tampoco si es que yo tenía algo que decir en el asunto. Y lo haría mil veces más. Porque podía.


Dolió como un puto condenado. Pero la incomodidad que experimenté mereció la pena al final, porque fue una conexión que solo él y yo compartimos. Pude sentir todo el placer que le di, y me deleité en el hecho de que un hombre que aparentemente siempre tenía el control no lo tuviera en lo referente a mí. Era una libertad que se merecía y yo siempre quise que se sintiera así.


Llegué a Pedro como una virgen en todos los sentidos de la palabra, física y emocionalmente, y él me introdujo en un mundo de indecible placer. Puede que hubiera pagado dos millones de dólares por mí, pero yo le debía muchísimo más que eso por lo que me había dado a cambio. Le debía mi corazón, mi alma, mi cuerpo… y todos eran suyos.


—Te quiero mucho, Pedro Alfonso. —Mi voz apenas fue un susurro. Alargué la mano y le acaricié el trasero desnudo con la palma de la mano—. Gracias.


—Yo también te quiero, Paula Chaves—me devolvió también entre susurros. Pude sentir su corazón latiendo con fuerza contra mi espalda mientras su pecho subía y bajaba debido a su respiración dificultosa—. No me imagino compartiendo nunca algo tan íntimo con nadie que no seas tú. Gracias por confiar en mí.










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