lunes, 6 de julio de 2015

CAPITULO 56




Se tardaba unas cuatro horas en llegar hasta Hillsboro, ocho horas ida y vuelta. Lo cual quería decir que tenía tiempo suficiente para llegar y volver a tiempo para ir a trabajar. 


Había hecho la cuenta al menos una docena de veces en mi cabeza mientras estaba ahí tumbado sobre la cama observando los minutos pasar en el reloj para llegar a medianoche.


Pese al orgasmo que había tenido hacía dos horas, me fue imposible conciliar el sueño… otra vez. Había una fina línea que separaba el amor de la obsesión, y yo temí estar peligrosamente cerca de cruzarla, aunque bien podría haber sido esa cosita molesta llamada falta de sueño la que me hizo pensar así.


Necesitaba una cura y rápido, pero sabía que me quedaban todavía dos días para conseguirla. El problema era que no tenía intención alguna de malgastar el par de días que tuviera con ella durmiendo, así que el ciclo se iba a estar repitiendo hasta que se nos ocurriera una forma mejor de estar juntos. O hasta que me volviera loco, lo que viniera antes. Me bajé de la cama y me puse un par de vaqueros antes de bajar hasta la cocina para beberme un vaso de leche o un chupito de Patrón, lo que más efecto me hiciera para quedarme sopa. Pero me distraje en cuanto llegué a la planta baja, porque a cada cosa que miraba, veía una imagen de ella. Pau de rodillas frente a la puerta; Pau saliendo como una furia por dicha puerta tras haberle prendido fuego a la lencería que obviamente no quería; Pau bajando las escaleras como Cenicienta de camino al baile; Pau en las escaleras, con las lágrimas empapándole el rostro tras habérmela follado allí, enfadado. Cerré los ojos ante aquella imagen y me recompensé con una de Pau en la ducha inmediatamente después, con su precioso cuerpo mojado y temblando mientras me abrazaba bajo la alcachofa.


Caminé por la casa hasta llegar a la habitación del piano, y también estaba allí, abierta de piernas sobre mi piano de cola, sentada a horcajas en mi regazo y en la banqueta mientras hacíamos el amor.


Allí estaba Pau en mi oficina, con nada puesto encima excepto mi corbata de seda mientras me esperaba de pie en la puerta.


La echaba muchísimo de menos. El corazón me dolía cuando mi mente repasaba incontables imágenes sobre ella, algunas inocentes, otras no tanto: sus preciosas sonrisas, sus muecas sexys de cuando me odiaba, la expresión erótica de su rostro mientras se corría una y otra vez gracias a mí, la mirada de alegría que tenía cuando me dijo que me quería… Todo. Quizá pudiera sobrevivir sin ella a mi lado, pero estaba más que seguro de que no quería hacerlo.


A la mierda la distancia; necesitaba verla.


Descalzo y sin camisa, me precipité hacia la entradita, cogí las llaves y la cartera de la bandejita de la mesa de al lado y salí corriendo hacia mi Lamborghini. Unas pocas gotas de lluvia me mojaron el parabrisas cuando lo saqué del garaje y emprendí mi viaje rumbo a Hillsboro, hacia ella.


Corrí como un maníaco. Las carreteras mojadas no es que fueran el mejor terreno donde conducir un cochazo deportivo, pero no me importó. Tenía que llegar hasta ella con tiempo de sobra para estrecharla entre mis brazos antes de tener que regresar y volverla a dejar, y el Lamborghini era mi medio de transporte más rápido en aquel momento. Tomé nota mental para invertir en un helicóptero al mismito día siguiente.


La lluvia empezó a caer con más fuerza a lo largo del camino, y con cada chapoteo de agua bajo mis ruedas, con cada movimiento del limpiaparabrisas, me perdí más y más en pensamientos de Pau.


Me atormentaban las fantasías, y la realidad que se desplegó el día que la llevé de regreso a casa de sus padres dos semanas atrás. Aquella casita de campo, el prado, su risa, la sonrisa en su rostro… Fue como un sueño hecho realidad frente a mis ojos.


Aún podía escuchar el sonido de su voz, triste y solitaria, cuando me dijo que me echaba de menos. Se repetía una y otra vez en mi mente y provocó que se me formara un nudo en el pecho. Yo también me sentía triste y solo. Y no me importaba una mierda si aquello significaba que era un bragazas. No se me ocurrían ningunas otras bragas a las que prefiriera estar sometido.


Pisé el acelerador y obligué al Lamborghini a correr incluso más rápido por la carretera rumbo a mi destino.


La noche me envolvía mientras recorría flechado las carreteras vacías; hasta las luces delanteras reflejaban el asfalto mojado delante. Ya casi había llegado. Unos cuantos kilómetros más y la tendría entre mis brazos.


Para cuando llegué a su calle, la lluvia se había vuelto torrencial. Apagué las luces del coche, ya que no quería alertar a Pau o a sus padres de mi presencia, y aparqué un poco más abajo de su casa.


Había una luz tenue y titilante que procedía de la ventana de su cuarto y proyectaba sombras que bailaban por toda su pared; obviamente una vela. El resto de la casa estaba sumido en la oscuridad y no había ni un alma por la calle.


Salí del coche y cerré la puerta lo más silenciosamente que pude, pero al parecer incluso así hice demasiado ruido. Primero un perro y luego otro comenzaron a ladrar hasta que aquello sonó como si una manada entera de aquellos cabrones me tuviera rodeado.


La fría lluvia me bombardeó la piel desnuda mientras que el viento cruel la convertía en cortinas de agua. En cuestión de segundos estaba empapado de los pies a la cabeza y tenía los huevos congelados, pero no me importó una mierda pinchada en un palo.


Mi cuerpo comenzó a temblar bajo los elementos, pero solo tenía una cosa en mente: mi chica. Claro que, si hubiera usado una mínima parte de esa energía en darle unas cuantas vueltas más a mi plan, habría sabido cuál sería mi siguiente movimiento. No podía llamar al timbre porque me recibiría el cañón de la pistola de Marcos apuntando a mis chicos.


Examiné el árbol que crecía justo bajo la ventana de Lanie y calculé las posibilidades de poder escalarlo para llegar hasta su habitación. Había un par de ramas de baja altura, así que me imaginé que la probabilidad era bastante alta. Eso fue hasta que intenté escalarlo de verdad.


Gracias a mis pies descalzos y al tronco cubierto de musgo, no pude mantenerme sujeto a la maldita cosa. Agarré la rama que tenía encima y me propulsé hacia arriba, y estuve casi a punto de lograr sentarme a horcajadas sobre ella cuando se rompió bajo mi peso y me envió derechito al suelo con un golpetazo.


Me quedé sin aire durante un breve instante, pero no había conducido cuatro horas para rendirme tan fácilmente. Justo cuando me puse de pie para volverlo a intentar, vi que las cortinas tras la ventana de guillotina se movieron y que esta se abrió para dejarla a ella a la vista.


—¿Pedro? —me llamó la voz confusa de Pau, quien aparentemente se despertó debido al ruido que hizo la rama al partirse—. ¿Estás loco? ¿Qué estás haciendo aquí?


Giré la cabeza hacia el cielo oscurecido. Las gotas de lluvia me caían sobre los ojos, pero parpadeé contra ellas para poder seguir observándola. Me la quedé mirando con asombro, era incapaz de apartar los ojos de la mujer de mis sueños. Tenía el pelo recogido en una desordenada coleta de caballo, aunque unos cuantos mechones estaban sueltos para acunar su rostro, y sus ojos estaban ligeramente hinchados por el sueño. Tenía un aspecto perfectamente imperfecto, y quise hacerla mía para siempre. Y luego dos palabritas salieron de mis labios, espontáneas e incesantes.


No fueron una pregunta. Ni tampoco una orden.


Joder, fueron una súplica.


—Cásate conmigo.






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