lunes, 6 de julio de 2015

CAPITULO 57






Me quedé allí de pie en la ventana y mirando a Pedro.


Estaba medio desnudo. No llevaba camisa, ni zapatos, solo un par de empapados vaqueros que se habían amoldado a su exquisita figura. Tenía el pelo pegado a la frente, sus largas pestañas lucharon contra las gotas de lluvia y su lengua salió para capturar una de aquellas perfectas gotas que colgaban peligrosamente de su labio inferior. Y me miraba como si fuera la imagen más preciosa del mundo, aunque yo supiera que tenía un aspecto de lo más espantoso.


—Cásate conmigo.


Sus palabras vagaron hasta mí y atravesaron el implacable viento que amenazaba con aporrearlo hasta dejarlo todo golpeado y hecho un Cristo.


Sentí el corazón como si alguien hubiera usado desfibriladores conmigo. Las rodillas me temblaron y el suelo bajo mis pies pareció desvanecerse, así que me agarré con más fuerza al alféizar para intentar mantener el equilibrio.


Lo intenté y fracasé.


Me balanceé hacia delante hasta casi caerme por la ventana abierta, pero me agarré a la rama que tenía delante justo a tiempo.


—¡Pau!


Pedro me llamó con el miedo claramente patente en su voz ronca.


Tenía que llegar hasta él, saltar a sus brazos y envolverme en él. Bajar por las escaleras me llevaría demasiado tiempo y, maldita sea, era demasiado tradicional para nosotros. A la mierda, me dije. Ya que tenía medio cuerpo agarrado a la rama, gateé hasta ella con las gotas heladas pinchándome la piel desnuda y empapándome la camisa blanca que llevaba, la de Pedro, la que me había traído conmigo.


—¡Vuelve a entrar por esa puta ventana, Paula, antes de que te partas el cuello! —me ordenó Pedro.


Pero ¿desde cuándo escuchaba lo que me decía?


Conseguí pasar de esa rama a la otra inferior; ya solo me quedaba una antes de poder saltar a sus brazos. Fue entonces cuando la patosa que vivía en mi interior decidió hacer acto de aparición. Sí, ahí estaba yo intentando hacer una gran hazaña, y esa loca asquerosa se dispuso a partirse la crisma, fea y deforme.


—¡Ah, mierda! —grité y perdí el equilibrio.


Imagina mi sorpresa cuando mi cuerpo no tocó el suelo duro y frío, sino una pared de piel. Pedro había evitado mi caída con su cuerpo, pero el impacto hizo que ambos nos tambaleáramos.


Me puse de pie y bajé la mirada hasta él todavía fascinada por que estuviera allí de verdad. Un trueno rugió en la distancia, pero nosotros no compartimos ni una palabra. Nos quedamos allí tumbados en el barro mirándonos el uno al otro. Su mirada estaba absorta sobre la mía, y yo busqué sus ojos para ver si podía encontrar algún ápice de arrepentimiento con respecto a su inesperada proposición.


No lo vi.


Lo que sí vi fue un anhelo que competía con el mío, una certeza que disipaba cualquier duda, una verdad que reflejaba la mía propia. Amaba a ese hombre, y él me amaba a mí, y todo tenía sentido.


Tensó los músculos de la mandíbula. Alargó las manos y me acunó el rostro con ellas. Luego exhaló lentamente y me apartó un mechón de pelo mojado que tenía sobre la frente.


—No quiero volver a estar separado de ti. No puedo hacerlo.


Su voz estaba rota, abatida.


Yo me sentía de la misma forma, pero las palabras se me quedaron estancadas en la garganta, sepultadas tras una miríada de emociones insondables. Así que como mis habilidades de comunicación verbal habían dejado claramente de funcionar, hice todo lo que pude para expresar mis sentimientos a través de otros medios. Lo besé como nunca lo hube besado antes. Me perdí en Pedro Alfonso. Todo lo demás en el mundo dejó de existir: la implacable tormenta, el hecho de que eran las cuatro de la mañana, los ladridos de los perros de los vecinos.


Pedro nos giró hasta estar retorciéndome debajo de él, haciendo todo lo que podía por acercarme más y más a él. Al sentir mi desesperación, enganchó mi pierna desnuda a su cadera. La empapada tela de sus vaqueros presionaba justo contra mi sexo y gemí contra su boca. Él siempre sabía lo que necesitaba, y siempre se ocuparía de mí tal y como me había prometido.


Mis manos deambularon por su pecho desnudo, sus hombros musculosos, sus gruesos bíceps. Cada centímetro de piel que tocaba estaba mojado y resbaladizo. Lo rodeé con la otra pierna para mantenerlo cautivo, reticente a dejarlo escapar otra vez.


Pedro me agarró el culo con una mano y movió sus caderas; su beso se volvió pasional y exigente.


Cuando sus labios por fin se separaron de los míos, su boca prodigiosa dejó un reguero de besos por la parte inferior de mi mandíbula hasta llegar a ese punto sensible bajo mi oreja.


Y luego se detuvo y se apartó y me miró a los ojos. Tenía el ceño fruncido y los labios abiertos, y su mirada reflejaba confusión. La lluvia caía cual lágrimas de las puntas de su pelo, y una gota lo hizo sobre mi mejilla y se deslizó hacia un lado de mi cara.


Qué extraño que miles y miles de otras gotas estuvieran aporreándonos y solo esa hubiera hecho que me estremeciera y que la piel me vibrara.


—¿Qué pasa? —pregunté, no muy segura de por qué había parado.


—No has respondido a mi pregunta.


Me reí tontamente y puse los ojos en blanco.


Pedro, he bajado por una ventana y me he caído de un árbol, caída en la que casi me parto el cuello, para llegar hasta ti. ¿De verdad necesitas que te lo diga?


Bueno, sí, la verdad es que sí. —La expresión en su cara era muy sincera—. Te estoy pidiendo que seas mi mujer, la madre de mis hijos, que envejezcas conmigo a tu lado. Te estoy pidiendo que te cases conmigo, Paula Chaves, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte nos separe. ¿Crees que puede ser algo que quisieras hacer para el resto de tu vida?


Me mordí el labio inferior para detener la sonrisa de imbécil que se me estaba dibujando en la cara y me encogí de hombros.


—A lo mejor.


Él me sonrió; sus dientes eran blancos y perfectos.
Quería lamerlos—. ¿Solo a lo mejor?


—Estoy loca por ti, Pedro Alfonso. Y estoy bastante segura de que es porque estoy enamorada de ti y no porque me vuelvas loca de verdad. Así que sí, creo que puede ser algo que quisiera hacer para el resto de mi vida.


—¿Eso es un sí?


Me reí ante su persistencia.


—Sí, Pedro.


Pareció aliviado, y su sonrisa se volvió celestial.


—Vale, bien.


Le pasé los dedos por entre su pelo húmedo.


—Muy bien.


Mis ojos vagaron sobre los rasgos de su cara. Sus ojos color avellana contenían muchísimo amor y adoración. Era feliz, y yo era la causante de su felicidad.


Le recorrí su prominente mentón con un dedo y noté cómo se tensaba bajo mi caricia hasta que avancé para sentir la suavidad de sus labios. Pedro cerró los ojos y me besó los dedos. Arqueó el cuello mientras seguía mi camino hacia su barbilla y más abajo todavía, hacia su nuez. Su cuello era ancho y musculado; la arteria que residía bajo la piel palpitaba con la esencia de vida que fluía por todo su cuerpo perfecto. Casi no era justo lo guapo que era.


Pero no me quejaba, porque iba a ser mío para siempre.


—¿Me haces el amor?


Pedro abrió los ojos y con una incuestionable certeza dijo:
—Siempre, pero tengo que sacarte de debajo de la lluvia. —Se puso de pie y me ayudó a hacer lo mismo —. Marcos seguramente me arranque las pelotas por esto. 


Pese a mis protestas, me rodeó los hombros con sus brazos para que estuviera apiñada contra su costado y me llevó hasta la puerta principal. Pero entonces, cuando él intentó girar el pomo, caí en la cuenta: había bajado por la ventana y la puerta principal estaba cerrada con llave.


—Eh… está cerrada con llave —le dije, afirmando lo obvio.


—Bueno, no vas a volver a subir por el maldito árbol, eso está claro. —Miró en derredor otra vez y encontró otro camino—. ¿Y la puerta de atrás?


—Cerrada.


Pedro volvió a mirar hacia su coche.


—Tendrás que llamarlos para que te dejen entrar. Iré a por mi teléfono… —Su voz se apagó y blasfemó mientras se pasaba las manos por el pelo mojado—. ¡Mierda! Soy un idiota. Me he dejado el teléfono en casa.


— ¿Has conducido todo el camino hasta aquí sin teléfono?


—Sin teléfono, ni zapatos, ni camisa —dijo con un brillo travieso en los ojos—. Si no hubiera tenido los pantalones puestos, me los habría dejado también. ¿Ves lo loco que me vuelves?


Me puse de puntillas y lo besé en la punta de la nariz.—
Vale, analicemos la situación. Los dos estamos medio desnudos, es de noche, está lloviendo, no tenemos forma alguna de entrar y te deseo… ahora. Ven conmigo.


Lo cogí de la mano y lo guié por los escalones del porche en dirección al bosquecillo que había junto a mi casa.


—¿Adónde vamos?


—Ya lo verás —dije y le sonreí con picardía.


Una vez que nos adentramos entre los gruesos árboles, lo llevé hasta un claro que había en el centro.


Me paré y alcé la mirada, que solo consiguió atraer su
atención hasta el frondoso follaje que teníamos encima y que formaba una barrera que nos protegía contra los elementos.


—¿Y ahora qué? —preguntó mientras me acercaba hacia él.


—Ahora —le dije tirando del botón de sus vaqueros—, vamos a quitarte esos pantalones mojados antes de que cojas una pulmonía.


Pedro suspiró y llevó las manos hacia el botón superior de mi camisa.


—Sí, no podemos permitirlo, ¿verdad?


Negué con la cabeza y luego me estiré para chuparle la piel que cubría la vena palpitante de su cuello a la vez que ambos nos despojábamos el uno al otro de las prendas que nos quedaban. En cuanto eliminamos todas las barreras, Pedro me levantó en volandas para que pudiera rodearle la cintura con las piernas y nuestros labios volvieron a encontrarse otra vez. Lentamente volvió a bajarnos hasta el suelo hasta estar él apoyado contra el tronco de un árbol y yo sentada cómodamente en su regazo.


Mientras mi lengua buscaba la suya, mi mano viajó en dirección sur por su pecho y abdomen hasta encontrar su miembro acuñado entre nuestros cuerpos. Pedro siseó y echó la cabeza hacia atrás cuando por fin lo toqué, movimiento que me dio un amplio acceso a su cuello y a sus hombros. No desperdicié ni un solo segundo de tiempo y bañé su deliciosa piel con mi lengua, mis labios, mis dientes.


Su polla tenía la tersura del titanio en la palma de mi mano, y yo la presioné contra mí para cubrirla con mi humedad.


A continuación sus manos me agarraron del culo y me levantaron para poder guiarlo hacia mi hendidura. Pedro me llenó por completo, tal y como siempre había hecho, tal y como siempre haría.


Ambos gemimos ante la sensación de unir nuestros cuerpos como si fueran piezas de un puzle perfectamente alineadas la una con la otra. Por primera vez en un par de semanas pude cabalgar al verdadero él y no a una versión sintética que nunca podría llegar a comparársele de verdad.


Pedro me soltó el pelo de la goma que lo mantenía en su sitio y luego agachó la cabeza para capturar uno de mis pezones con su boca. Sus dientes me arañaban el botón enhiesto a la vez que sus labios lo succionaban y su lengua se movía de arriba abajo a un ritmo exasperante. Arqueé la espalda y lo acogí por completo dentro de mí mientras lo cabalgaba.


Hicimos el amor despacio y con ternura susurrándonos al oído palabras de amor eterno.


No nos costó mucho a ninguno de los dos llegar a nuestro clímax. El haber pasado tanto tiempo separados nos había dado mucha cuerda. Además, el giro que nuestra relación había dado —la promesa de pasar tantos años en la compañía de la persona a la que amábamos, nuestra alma gemela— nos había puesto tan cardíacos que solo queríamos consumirnos mutuamente.


La consumación tenía sus ventajas.


Antes de que pasara mucho tiempo, Pedro me acurrucó entre sus brazos; el calor de nuestros cuerpos nos proporcionaba todo el calor que necesitábamos. Estábamos completamente agotados, innegablemente satisfechos.


—Tengo que irme. —La voz de Pedro fue un susurro reluctante—. No quiero, pero Stone está tramando algo y no puedo arriesgarme a perder otro día de trabajo antes de que tengamos la reunión con la junta directiva el lunes.


Me enderecé y le di un besito.


—No pasa nada. Lo entiendo.


Me apartó el pelo de los hombros y luego me acunó el rostro para darme otro beso mucho más profundo. Yo hasta gimoteé cuando se apartó.


—¿Cómo lo vamos a hacer para que vuelvas a entrar?


Me encogí de hombros.


—Tú te vas y yo echo la puerta abajo.


—¿Y qué, mujer de Dios, es lo que le vas a decir a Marcos cuando te pregunte cómo te has quedado encerrada fuera, vestida con nada más que mi camisa? Que te queda cojonuda, por cierto.


—No te preocupes por mi padre. Puedo manejarlo —le dije. No tenía ni idea de cómo iba a explicárselo, pero ya se me ocurriría algo—. Eh, soy la futura señora Paula Alfonso. Algo de tu ingenio se me tiene que haber pegado, ¿verdad?


Pedro se mordió el labio; sus ojos estaban fijos en mi boca.


—Dios… eso suena muy bien.


Me abrazó y luego me robó el aliento con un beso hambriento.







3 comentarios:

  1. Ayyyyyyyyy, qué lindo lo que hizo Pedro!!!!!!!!!! Me fascina eta historia.

    ResponderEliminar
  2. Por dios estoa dos !! Cuanto Amor y cuanta pasión !!! Me encanta esta novela !!!!

    ResponderEliminar
  3. Ayyyy ame lo q hizo pedro, cuánto amooooor hayyyy!!!!! Me.encanta esta historia!espero el prox ansiosa @GraciasxTodoPYP

    ResponderEliminar