martes, 7 de julio de 2015
CAPITULO 59
—¡Madre del amor hermoso!
Dez ahogó un grito cuando cruzamos las puertas principales del Loto Escarlata.
—Guau, es… impresionante —dije yo admirando la decoración del vestíbulo—. Al hombre con el que me voy a casar le va muy bien.
—De verdad que te odio ahora mismo —dijo Dez mirándome de par en par y celosa perdida—. Solo acuérdate de que lo que es tuyo es mío.
—Esto no será mío, Dez. —Localicé a Dolores y ella nos indicó que nos acercáramos con la mano—. No quiero nada de Pedro más que su amor. Y quizá… no, de quizá nada. Y su cuerpo.
—¡Enhorabuena! —gritó Dolores cuando llegamos hasta ella y luego me lanzó los brazos al cuello para darme un buen abrazo de oso.
Ofú, que mujer tan fuerte para lo pequeña cosa que era. Supongo que era verdad eso que decían de que las hormigas eran capaces de transportar cincuenta veces su propio peso.
Pensé que Dez le iba a sacar un cuchillo a Dolores cuando le hizo lo mismo a ella, pero por suerte Dolores fue demasiado rápida. Cuando se apartó, la mujer tenía ese brillo de emoción en los ojos.
—Vamos. Vamos arriba a ver a tu prometido.
Ella nos guió hasta un ascensor y entramos mientras ella pulsaba el botón de la planta en la que se encontraba la oficina de Pedro. Durante todo el camino, no paró de preguntarme cosas de la boda; quién iba a prepararla, cuál iba a ser el catering, la fecha, y la lista seguía y seguía. Pude ver el agravio en su cara cuando mi respuesta para cada pregunta fue «no lo sé».
—Dolores, me ha pedido que me case con él hace unas horas. ¿Cuándo he tenido tiempo para preparar la boda?
—Meh —dijo a la vez que movía la mano con un gesto desdeñoso—. Cielo, yo tenía mi boda planeada desde que tenía, eh, tres años.
No sabía por qué, pero no lo dudaba.
El ascensor repicó para señalar que habíamos llegado a nuestro destino y las puertas se abrieron para que pudiéramos salir. Seguimos a Dolores por un pasillo y reparé en que todo el mundo se paraba y se nos quedaba mirando como si estuviéramos en un escaparate. Reconocí algunas de las caras del baile de gala, pero todavía seguían haciéndome sentir ligeramente incómoda.
—¡Eh, esposa mía! ¿Qué estás haciendo aquí? — preguntó Mario, sorprendido, cuando entramos en su oficina. Y luego los ojos casi se le salieron de las órbitas cuando salí de detrás de Dolores—. ¡Hostia puta! ¿Qué estás haciendo tú aquí?
—Shh —le instó Dolores a la vez que le tapaba la boca con la mano—. ¿Está aquí?
Mario asintió solamente porque era todo lo que podía hacer.
—¿Y bien? ¿A qué estás esperando? Ve a por él — me ordenó Dolores con un gesto de la cabeza en dirección a la oficina de Pedro.
Me acerqué y abrí la puerta. Estaba sentado a su mesa, de espaldas a la puerta y mirando por la ventana como si estuviera a millones de kilómetros de distancia y no allí. Tenía el pelo despeinado y la barba ligeramente más desaliñada que de costumbre.
Al parecer su improvisado viajecito a Hillsboro lo había dejado sin tiempo para afeitarse.
Cerré la puerta a mis espaldas.
—¿Te estás arrepintiendo?
Pedro se dio la vuelta en la silla con las cejas levantadas y los ojos abiertos como platos.
—Sorpresa —le dije acercándome a él.
—¿Pau? ¿Qué estás haciendo aquí?
—Supongo que dos pueden jugar a ese juego de las visitas sorpresa —le respondí mientras tomaba asiento sobre su regazo—. Solo que yo no me voy a ir. Me quedo. Mi madre jura y perjura que está bien, y mi padre… bueno, tenemos su bendición.
Sentí su cuerpo relajarse junto al mío, como si cada ápice de tensión provocada por nuestra separación se hubiera desvanecido de repente gracias a mis palabras. Me abrazó con más fuerza cuando me incliné hacia delante y le acaricié la oreja con la nariz.
—Me parece que no te vas a librar de mí — susurré.
Pedro me rodeó la cara con las manos, y sus labios casi se tocaban con los míos cuando me dijo:
—Bienvenida a casa, gatita.
Y luego me besó con pasión.
Me fundí con él, en él, a la vez que sus palabras me
atravesaban la piel y se convertían en una parte de mí.
Había vuelto a donde pertenecía, a los brazos del hombre que me había robado el corazón para siempre. Mi madre se estaba curando, mi padre había vuelto al trabajo, y todo estaba bien en el mundo.
Nadie podía irrumpir en nuestra pequeña burbuja de felicidad en la que me encontraba.
—¡Oye, Alfonso!
La puerta de la oficina de Pedro se abrió, interrumpiendo así nuestro momento de «felices para siempre» mientras una voz que deseaba haber podido olvidar contaminaba nuestro aire puro con su oxígeno repulsivo.
—¿Qué quieres, Stone? ¿Y qué cojones haces entrando de esa forma en mi oficina y sin llamar? — gruñó Pedro.
La ira en su voz era más que evidente.
—Oh, guau. ¿Ibais a montároslo aquí? Porque estoy muy seguro de que va contra la política de la empresa. Siempre podemos preguntárselo a la junta directiva el lunes en la reunión para asegurarnos.
Me giré para mirarlo con todo el asco del mundo y él incluso retrocedió un paso.
—¿Vienes a por tu cena, perdedor? —pregunté.
—¡Paula! —dijo sonriéndome de oreja a oreja como saludo—. ¿Otra vez de paseo por los barrios bajos? ¿Cuándo vas a dejar a Alfonso y a darle una oportunidad a la Madre de las Pollas?
Pedro intentó lanzarse a su cuello desde la silla, pero me las arreglé para sujetarlo, aunque por los pelos. Por mucho que me hubiera encantado ver cómo Pedro le daba una paliza, no merecía la pena perder el Loto Escarlata en favor del segundón de Dario Stone.
—Pasa de él. No merece la pena. Solo tiene envidia de tu pene.
—Au, eso me ha dolido —se quejó Dario con la mano sobre el corazón y el labio inferior vuelto en un puchero.
Lo ignoré y me puse de pie de cara a Pedro.
—Me voy a casa a deshacer la maleta. Te veré cuando llegues. —Con toda la intención de la que pude hacer acopio para asegurarme de que Dario supiera quién me estaba llevando a la cama, le di a Pedro un beso tan candente que hasta mis propios dedos de los pies se estremecieron—. Te quiero —le dije a Pedro y luego me caminé hasta la puerta.
—Muévete —le ordené a Dario.
Fue lo bastante inteligente como para echarse a un lado, pero no sin regalarme una sonrisa sarcástica.
—Te quiero, amorcito.
Dez, Dolores y Mario acababan de volver a entrar en la oficina de este, cada uno con un café recién hecho en la mano.
Mario suspiró cuando vio la espalda de Dario antes de cerrar la puerta.
—Ah, mierda.
—Espera un segundo. ¿Quién es ese espécimen alto, moreno y… oh-la-la? —preguntó Dez dándole un repaso.
—Es lo que a nosotros nos gusta referirnos como «pedazo de escoria» —respondió Dolores.
—No, en serio. ¿Quién es? —preguntó Dez otra vez—. Creo que lo conozco.
—Pues esperemos que no —dije yo—. Es Dario Stone. Es el dueño de la otra mitad del Loto Escarlata.
—¿Estás segura? Porque me resulta extremadamente familiar.
Mario se sentó en una esquina de su mesa de escritorio y colocó a Dolores entre sus piernas.
—No te ofendas, Dez, pero dudo que él ande relacionándose con los mismos círculos que tú.
—Bueno, olvidadlo. No importa —dijo, restándole importancia. Luego se giró hacia mí—. ¿Lista? No tengo mucho más tiempo antes de tener que irme a trabajar.
—Sí, estoy lista —le contesté y luego me despedí de Dolores y de Mario. Por supuesto, Dolores me prometió pasarse por casa mañana a primera hora de la mañana para empezar con los preparativos de la boda. Me entró un escalofrío de solo pensarlo.
Dez y yo logramos volver a la mansión y, con la ayuda de Samuel, descargamos todas las cosas y las apilamos en el dormitorio de Pedro. Poco después Dez se fue para cubrir su turno en el Foreplay, el mercado humano donde Pedro y yo nos conocimos por primera vez. Acababa de entrar en la cocina para servirme un vaso de agua fría, cuando sonó el timbre de la puerta. Mientras emprendía el camino de vuelta
a la entradita, localicé la bufanda que se había quitado Dez antes.
La cogí porque sabía que era la razón por la que había vuelto y abrí la puerta para dársela.
—Te olvidaste la…
La voz se me apagó cuando me di cuenta de que no era Dez la que había llamado a la puerta.
—Cariño, ya estoy en casa.
Ahí estaba Dario Stone con una sonrisa falsa estampada en su cara.
—Pedro no ha llegado todavía de la oficina.
Intenté cerrarle la puerta en las narices, pero logró meter el brazo dentro y evitó que lo hiciera.
—No estoy aquí para ver a Pedro. Estoy aquí para verte a ti.
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