Momentos después, tras mucho convencer a Pedro para que levantara el culo del suelo o llegaría tarde al trabajo, me encontré sola en el porche delantero de la casa de mis padres golpeando la puerta con el puño como si me fuera la vida en ello.
Tal y como esperé, Marcos abrió la puerta aletargado.
Abrió los ojos como platos cuando me vio allí de pie.
—¿Pau? ¿Qué leches estás haciendo fuera bajo la lluvia y en medio de la noche?
Entré y él cerró la puerta justo antes de girarse en busca de una respuesta.
Mi madre apareció en el pasillo; estaba claro la había despertado a ella también.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó y se restregó los ojos.
Allí de pie contra la jamba de la puerta parecía la perfecta imagen de la salud.
—Yo mismo estaba a punto de averiguar la respuesta a esa pregunta —le dijo Marcos sin dejar de mirarme ni una sola vez—. ¿Pau?
Así que les conté la verdad.
—Pedro vino y me pidió que me casara con él.
—¿Que qué?
Los ojos de Alejandra se abrieron como platos de la emoción, y una sonrisa enorme se dibujó en su rostro.
—¿Que qué? —preguntó también mi padre, aunque su voz no sonó ni la mitad de contenta que la de mi madre.
Me giré hacia él y levanté la barbilla con determinación.
—Me pidió que me casara con él, y le dije que sí.
—¡Eso es maravilloso! —gritó mi madre acercándose para abrazarme.
Marcos se pasó las manos por la cara, exasperado.
—¿Y cómo leches has acabado tú encerrada fuera bajo la lluvia?
—Bajé por el árbol para llegar hasta él —le dije como si nada.
—Oh, qué romántico.
Mi madre tenía un deje soñador en la voz.
—¡Qué estupidez! —rebatió Marcos—. Te podrías haber partido el cuello, jovencita. ¿Dónde está?
—Oh, para el carro, Marcos —dijo mi madre, viniendo en mi rescate—. Esta es una noticia fantástica y no voy a dejar que nos la arruines.
Sabía que mi madre nunca tuvo una proposición de matrimonio muy romántica que digamos. Tal y como me contó la historia, Marcos la recogió para una cita, se giró para mirarla y le dijo: «¿Quieres pasar por el altar?» Ella le dijo que vale, y él le respondió «Vale, muy bien» antes de volver a girarse para arrancar el coche. Ella no se quejaba, los dos eran así.
Igual que la proposición de Pedro y mi aceptación fueron tal y como nosotros éramos.
—Vamos a hacernos un café —dijo mi madre arrastrándome hasta la cocina—. Me lo tienes que contar todo.
Mi padre suspiró, resignado, y puso los ojos en blanco.
—Me vuelvo a la cama.
Alejandra y yo todavía nos encontrábamos sentadas en la cocina cuando la tormenta por fin remitió y el sol sacó la cabecita por el horizonte. Le conté toda la historia, incluso la parte donde hacíamos el amor bajo la fronda de árboles de al lado de casa. Ella escuchó cada palabra con atención cual niña que escuchara el cuento de Papá Noel.
—Déjame ver el anillo —dijo tras levantarme la mano y no ver nada allí.
Me encogí de hombros.
—Fue muy espontáneo. Además, no me hace falta ningún anillo.
—Pau, es Pedro Alfonso. Va a asegurarse de que tengas uno.
—Como sea, no me importa. Solo con saber que me quiere ya es suficiente.
Y lo era. Yo nunca había sido ostentosa, pero mi madre tenía razón: Pedro se aseguraría de que tuviera un anillo. Solo esperaba que no fuera nada demasiado enorme y que costara un riñón. Por Dios, si hasta podía regalarme un anillo de juguete de los que regalaban con las patatas y a mí me parecería perfecto. Dolores y Lexi se pondrían echas una furia por aquello, pero a mí me daría igual.
—Nena —me dijo mi madre con sinceridad al tiempo que me cogía de la mano—, tienes que irte con él. No puedes quedarte aquí.
—Mamá, a él le parece bien —dije, cortándola—. Cuando estés mejor, entonces me iré.
—Ahora escúchame, Paula Chaves —me dijo con ese tono de voz de madre autoritaria—. Yo estoy bien. De hecho, nunca me he sentido mejor. Ya es hora de que dejes de vivir a expensas mías y de tu padre y de que te vayas a vivir tu propia vida. Ese hombre está loco por ti, y tú estás igual por él. Ve, insisto.
—¿Me estás echando de casa? —le pregunté como indignada.
—Sí —me respondió para seguirme el juego—. Recoge tus cosas y sal de mi puñetera casa.
Ambas compartimos unas risas y nos abrazamos.
Estaba toda atolondrada por dentro al saber que por fin Pedro y yo podríamos estar juntos sin que nada nos separara. El Chichi también estaba sumamente emocionado ante aquella perspectiva. Él y el Vergazo Prodigioso volverían a reunirse, y lo único que se interponía en su camino hacia la felicidad era la obsesión del Chichi con el culo de Pedro. No obstante, yo no tenía duda alguna de que al final solucionarían las cosas para que pudiera tener lo mejor de ambos mundos.
Pedro me llamó para avisarme de que había llegado bien y de que iba de camino al trabajo. Decidí no decirle nada sobre lo de volver a casa con él, ni de que les había contado a mis padres lo de nuestro compromiso. Quería ver la expresión de sorpresa en su cara cuando me presentara allí y se lo contara en vivo y en directo.
Llamé a Dez a esa casa de sus padres y levanté a la pedazo de vaga para contarle la buena noticia.
Cuando pasaron tres minutos completos en los que no había hecho más que escucharla quejarse por haberla despertado, la corté y le solté las palabras de sopetón.
Y lo primero que me dijo fue:
—¿Y supongo que quieres que sea tu dama de honor?
Me reí de su despreocupación.
—Si no estás muy ocupada, me encantaría.
Dez suspiró.
—Supongo que sí que puedo hacerlo, pero que sepas que habrá, seguro, strippers en la fiesta de matrimonio.
—¿Te refieres a la despedida de soltera?
—Sí, eso también.
Me reí.
—Eh, ¿te hacen descuento por haberte acostado con todos ellos?
—Que te jodan, bonita, y espero que sí. —Se rió conmigo y luego nos pusimos serias—. Me alegro mucho por ti, Paula. Pero todavía sigo dispuesta a prenderle fuego a sus huevos si la caga.
—Ay, eres adorable. Ahora mueve el culo hasta aquí. Necesito que me lleves hasta Chicago.
—Tienes suerte de que no tengo que ir a trabajar hasta esta noche —soltó enfadada—. Estaré allí en menos de lo que se tarda en decir «polla».
Había acabado de empaquetar mis cosas y de colocarlas junto a la puerta de la calle cuando entré como si nada en la cocina y vi a mi padre sentado allí, almorzando. Levantó la mirada para mirarme con los ojos llenos de tristeza, y luego volvió a centrar su atención en el sándwich.
Sabía que estaba molesto y que se estaba conteniendo la lengua por el bien de mi madre.
—¿Papá? —dije mientras me adentraba en la cocina y me sentaba a su lado.
Él carraspeó y apoyó la espalda sobre el respaldo de la silla; estaba intentando parecer despreocupado.
—¿Qué te pasa, cariño?
—Sabes que voy a estar bien, ¿verdad?
—Deja que te diga lo que sé —me dijo, cruzándose de brazos a la defensiva—. Nada, eso es lo que sé. Te vas a la universidad, el dinero aparece de la nada en nuestra cuenta, tu madre consigue al mejor cirujano del estado, qué digo, del país; te presentas con ese ricachón que tiene más dinero de lo que puede gastar, y así de repente mi niña se va para casarse con él. Joder, si ni siquiera me ha pedido tu mano en matrimonio. Ahora dime tú, Pau, ¿no tengo nada de lo que preocuparme?
—Tienes que confiar en mí. Ya no soy una niña pequeña. Sé lo que me hago.
Él giró la cabeza para mirar por la ventana y luego volvió a suspirar.
—¿Lo quieres?
Le puse la mano en el hombro y él se volvió para mirarme otra vez.
—Más de lo que nunca creí posible. Y él me quiere también, muchísimo.
El silencio se instaló entre nosotros antes de que él por fin dijera:
—¿Sabes? Cuando te tuve por primera vez en brazos, juré que te protegería y mantendría a salvo de todo lo que este mundo tan cruel tiene que ofrecer.
Pero también me prometí no ser tan sobreprotector como para apartarte de la felicidad.
—Pedro me hace feliz, papi —declaré, intentando expresar mi sinceridad a través de los ojos—. Me deprimo sin él. Quiero pasar el resto de mi vida queriéndolo y dejando que él me quiera a mí. Pero no puedo ser verdaderamente feliz sin tener tu bendición. Quiero que me lleves de tu brazo al altar y que me entregues a Pedro sabiendo que estaré segura con él. Así que, ¿tenemos tu bendición?
Marcos bajó la mirada hasta la mesa, cogió una patata y se encogió de hombros.
—Supongo. Pero si se pasa de la raya aunque sea un milímetro, voy a estar respirándole en el cogote — dijo y luego se metió la patata en la boca.
Le arrojé los brazos al cuello y lo abracé con fuerza.
—¡Gracias, papá! Siempre te querré más a ti.
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