domingo, 28 de junio de 2015
CAPITULO 29
—De acuerdo, aquí lo tiene —dijo Sherman.
Le oí acomodarse en la silla y hojear unos papeles mientras yo esperaba ansiosamente la información que iba a darme sobre Paula Chaves, ya que mi nena era un auténtico rompecabezas.
De pronto oí a alguien llamar tímidamente a mi estudio y la puerta se abrió. Era Paula. Apoyando la espalda contra el marco de la puerta, se quedó en la entrada con los brazos extendidos seductoramente por encima de la cabeza. Iba con la melena húmeda echada sobre la espalda y dobló una de sus largas piernas por la rodilla adoptando una postura sexi. Llevaba sandalias negras de tacón de aguja, el brazalete con el blasón de mi familia, una de mis corbatas negras y nada más.
—Lo siento, ¿estás ocupado? —me susurró con una voz cargada de erótica concupiscencia, jugueteando con la corbata que le colgaba sobre el valle de sus jodidamente imponentes tetas cubriéndoselas apenas—. Si quieres me voy.
El corazón se me puso a martillear en el pecho y estaba seguro de que me había quedado con la boca abierta.
Paula era una zorra, una actriz porno… una diosa.
Noté mi polla comprimida contra la cremallera de mis pantalones caqui, que ahora me oprimían de pronto porque toda mi sangre había ido a parar ahí abajo en un milisegundo. Por un momento pensé que quizá mi soldadito estaba intentando excavar una trinchera para poder echar él
también un vistazo, pero era imposible, ¿verdad? Aunque yo estaba aprendiendo rápidamente que con Paula cualquier cosa era posible.
—¿Alfonso? —oí la voz de Sherman llamándome, convertida en un vago eco al fondo. Mi mente se había volcado por completo en mi nena de dos millones de dólares, su cuerpo era la sirena distrayéndome de mi previa obsesión. Ahora no existía nada más que ella. Me había olvidado de todo lo demás.
—Mientras me duchaba —dijo Paula—, el agua caliente deslizándose por mi piel me trajo a la memoria tu cuerpo apretado contra el mío y las cosas mágicas que haces con los dedos… y con la lengua —añadió, y luego cerró los ojos y apoyó la cabeza en el marco de la puerta acariciándose el
cuello desnudo con una mano y deslizándose la otra por la entrepierna lanzando un suspiro—. Necesito que me toques.
—¿Holaaa? ¿Está todavía ahí, Alfonso?
Intenté salir de mi embobamiento lo mejor que pude y me aclaré la garganta, obligándome a despegar los ojos del delicioso cuerpo de Paula.
—Mm…, sí, es que hay alguien… bueno, es que hay algo que tengo que hacer. Llámame mañana a primera hora.
Colgué el teléfono sin esperar su respuesta. Seguro que me volvería a llamar, porque Sherman deseaba cobrar sus honorarios. Y me dije que si me había pasado dos semanas sin conocer la información que le había encargado, podía esperar diez horas más.
Con una velocidad supersónica, me quedé plantado ante Paula y me agarré con ambas manos al marco de la puerta.
No me atreví a tocarla por miedo a lastimarla o romperla.
—Si dices esta clase de cosas, no me hago responsable de…
Fui incapaz de acabar la frase, porque Paula estaba ahí de pie, pecaminosamente desnuda y oliendo perversamente a cachondez. Sin poder evitarlo, hinqué una rodilla en el suelo, apoyé uno de sus delicados pies en mi hombro y luego me incliné dispuesto a pegarle un buen vapuleo dándole a la lengua. Naturalmente no era más que un castigo por haber
interrumpido una llamada importante. Aunque a mí me iba a resultar mucho más molesto que a ella por lo dura que se me iba a poner.
Sí, aunque en realidad lo estaba deseando.
—Mmm… —dijo empujándome ligeramente por el hombro con su sandalia de tacón de aguja para obligarme a volver a enderezarme—. Me preguntaba… si tocabas el piano. Porque he encontrado esta sexi y elegante corbata negra en la planta baja, en lo que supongo es tu sala de música, y se
me ocurrió lo increíblemente erótico que sería… oh, bueno… si yo te lo enseñaba mientras tú tocabas para mí. Me refiero a que, fíjate en esta corbata negra. Después de todo voy vestida de etiqueta.
¡Madre mía, saltaba a la vista que las palabras sobraban!
Sin abrir la boca —porque como acabo de decir, no hacía falta hablar—, me cargué a Paula sobre el hombro y me dirigí a lo que ella tan acertadamente había llamado la sala de música. La acústica allí era incluso mejor que la del vestíbulo, y me moría de ganas de oír el eco de Paula
gritando mi nombre. Y vaya si ella lo iba a gritar.
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