sábado, 20 de junio de 2015

CAPITULO 3





—Paula, me estás haciendo perder el tiempo y por lo visto también el dinero.


—¿Quieres que…? ¿Aquí? ¿Ahora? —le pregunté hecha un manojo de nervios.


—¿Es que no me has entendido? —me contestó el Hombre Misterioso arqueando una ceja.


Me arrodillé entre sus piernas, sintiendo un nudo en la garganta. Por suerte el suelo estaba frío, porque me hizo tomar conciencia del tórrido ambiente que se respiraba en el camarín. Invadida por una oleada de calor, noté que me había puesto más colorada que un hierro al rojo vivo. Intenté
respirar hondo para no vomitar sobre su regazo. No creo que esto le hubiera hecho ninguna gracia.


Suspiró irritado por la espera, por lo que me puse más nerviosa aún. El corazón me martilleaba en el pecho.


—Métete mi polla en la boca, señorita Chaves.


Me incliné hacia delante y al agarrársela descubrí que era tan gorda que ni siquiera la podía rodear con la mano. 


¡Válgame Dios! ¡Cómo esperaba que me cupiera en la boca algo de ese calibre! Cometí el error de alzar la vista. Lo descubrí levantando una ceja, expectante, y por un instante me pareció ver un tic en sus mandíbulas, como si él estuviera tan nervioso como yo. Pero me dije que no podía ser y volví a lo mío, un menester que sin duda esperaba que cumpliera hacendosamente.


Estoy segura de que mientras estudiaba su polla intentando descubrir la mejor manera de hacer lo que me pedía debí de parecer estúpida. Todas aquellas noches en las que me había quedado en casa de Dez para aprender a besar y a hacer mamadas llevada por su insistencia ahora ya no me
parecían tan absurdas. Vale, lo había hecho con un plátano, pero comparado con el viril atributo del Hombre Misterioso, le tendría que haber inyectado una tonelada de esteroides para que estuviera a su altura.


La cabeza de su polla estaba lubricada y me pregunté qué se suponía que debía hacer con eso que rezumaba, y abriendo la boca lo lamí con la punta de la lengua. Oí al Hombre Misterioso sisear ligeramente de placer y tomándomelo como una buena señal se la besé, pero no fue un beso para nada sexi. Más bien era como darle un beso en la calva a mi tío Fred, aunque en realidad no se pareció en nada a besar su pelada cabeza. ¡Madre mía!, no tenía idea de lo que estaba haciendo y mis intentos por salir airosa de la situación me estaban haciendo pensar cosas de lo más absurdas. Vi que esas elucubraciones eran mi mecanismo de defensa. Pero aun así, me estaba yendo por las ramas en el momento más inapropiado.


Cerré los ojos y exhalé el aire lentamente, intentando encontrar un hueco dentro de mí donde me sintiera como una voluptuosa zorra. La imagen de su rostro invadió mis pensamientos y de súbito, animada de una especie de
fogosidad, me volví más atrevida. Le rodeé el glande admirablemente abombado con los labios y se lo chupé un poco. Después abriendo más la boca, me metí su polla hasta el fondo, pero apenas conseguí cubrirla, porque como ya he dicho, era gigantesca. Estaba casi segura de que se me iban a trabar las mandíbulas.


—Venga, seguro que te la puedes meter más adentro —me retó.


Empujé hasta sentir la cabeza de su polla en mi garganta y creí que se me iban a desgarrar las comisuras de la boca. 


Sería más fácil si mis mandíbulas fueran como las de las boas, que se tragan a sus presas de una sola pieza. Y fue en ese momento cuando me puse a rezar para que no se me desencajaran.


Me saqué un poco la polla de la boca y me la volví a meter, pero esta vez supongo que mi reflejo nauseoso decidió no colaborar. Cuando me rozó la campanilla, me dieron arcadas y se produjo una reacción en cadena. Al intentar contenerme para no vomitarle encima, hinqué sin querer los dientes en la sensible piel del cipote. Él lanzó un grito de dolor y me apartó con brusquedad antes de volver casi a rastras a la poltrona para alejarse de mi boca asesina.


—¡Joder! —gritó y luego se puso a examinar su pene. Yo no le había hecho en absoluto un rasguño a su gran bebé—. Estás de broma, ¿verdad? ¿Es que no le has chupado nunca la polla a un tío? —me soltó enojado. Aunque frunciera el ceño, seguía siendo guapísimo—. Porque es la peor mamada que me han hecho en la vida.


Ahora sí que lo detestaba de verdad.


—Lo siento, yo nunca…


—¿Nunca has chupado una tranca? —me preguntó incrédulo. Negué con la cabeza—. ¡Por Dios! —murmuró sacudiendo la cabeza mientras se pasaba las manos por la cara sorprendido y respiraba hondo.


Su poca sensibilidad ante la situación, o tal vez su hipersensibilidad a ella, me sacó de mis casillas. Sabía que era mejor que me quedara calladita —porque no hay que olvidar que él podía hacer conmigo lo que quisiera—, pero acabé estallando.


—¡Tú y tu descomunal y prodigiosa verga os podéis ir a la mierda! —le grité con tanta vehemencia como pude—. Tal vez no sea la clase de chica que se pasa el día chupando pollas por ahí —estoy segura que de haberlo sido no habría pagado dos millones de dólares por mí— y lo siento si te he
hecho daño, pero aunque fuera una experta en este tipo de menesteres, yo… Es imposible que alguien se pueda tragar algo tan gordo. Eres un friki, pero al menos lo he intentado, gilipollas.


Yo y mi desinhibido cerebro habían contraído un serio caso de diarrea verbal. Estaba probablemente a punto de perder el contrato y de echarlo todo al garete. Se quedó sentado mirándome. Se le crispó la cara pasando de la sorpresa a la ira, y luego pareció estar confundido e incluso un poco
cortado. Abrió y cerró la boca un par de veces como si fuera a decir algo, pero cambió de opinión. Al cabo de unos instantes giró la cabeza a un lado y luego me miró de nuevo.


—¿Me estás diciendo que tengo una polla de un tamaño tan
insospechado que resulta incluso espectacular? —me preguntó con una sonrisita petulante.


Me senté sobre los talones y me crucé de brazos, no sabía dónde meterme, porque supongo que técnicamente eso era lo que le había dicho.


Pero no pensaba admitirlo de nuevo.


—¿Tienes alguna experiencia sexual?


Volví a sacudir la cabeza.


Suspiró pasándose los dedos por entre el cabello otra vez.


Parecía estar a miles de kilómetros de distancia, preguntándose si se quedaría o no conmigo. Y al final se subió los pantalones y se levantó cuan alto era. Yo parecía una pigmea a su lado.


—Vamos —me dijo.


—¿Adónde? —le pregunté dispuesta a suplicarle que no me vendiera a Jabba el cavernícola.


—A casa —respondió simplemente.


—¿Estás loco? —le solté levantándome apresuradamente. Y eché a correr para darle alcance mientras él salía furioso del camarín dando grandes zancadas.


—Me has puesto de muy mala leche, pero estoy intentando controlarme —dijo cruzando el pasillo sin volver siquiera la cabeza para mirarme—. Supongo que si me fijo en el lado bueno de la situación significa que puedo enseñarte a hacer todo lo que a mí me gusta. Pero ahora se me ha puesto tan dura y gorda como el estado de Texas y no me hace demasiada gracia que digamos. ¿Dónde están tus bártulos?


—En una de las habitaciones que dan al pasillo.


No cruzamos ni una palabra más mientras nos dirigíamos a la habitación donde me había cambiado y dejado mis cosas, incluyendo el móvil. Él me esperó fuera, junto a la puerta, mientras yo me sacaba las diminutas piezas que se suponía debían hacer la función de biquini y me volvía a poner la
camiseta sin mangas y la falda, ahora al menos ya no me sentía tan expuesta como antes. Luego el Hombre Misterioso me condujo afuera por la parte trasera del Foreplay. Supuse que era la puerta reservada a esa clase
de invitados. Cuando llegamos al aparcamiento, se encaminó hacia una limusina donde un tipo bajo y rubio con un traje negro y gorra de chófer le esperaba junto a la portezuela.


—Señor Alfonso —le saludó el tipo con la cabeza y un rostro inexpresivo, mientras le abría la puerta de atrás.


—Samuel —le respondió él protegiéndome la cabeza con la mano para hacerme subir al coche—, hoy pasaremos la noche en casa.


—De acuerdo, señor —dijo el chófer mientras el señor Alfonso, alias el Hombre Misterioso, se sentaba pegado a mi lado en el largo asiento trasero de la limusina, pese a lo amplio que era. Aunque probablemente el espacio vital era un lujo del que yo no podría gozar durante los dos próximos años.


El coche se puso a circular por las calles de Chicago en cuestión de segundos. El señor Alfonso lanzó un largo suspiro y cambió de postura mientras tiraba de sus pantalones. Tomando nota me dije: «¡No te metas con Texas!» Una sonrisita asomó a mis labios.


—¿Vives en Chicago? —me preguntó rompiendo el silencio.


—No. En Hillsboro —le respondí simplemente.


Contemplé las luces de la ciudad desfilando por la ventanilla. 


Las calles estaban llenas de transeúntes despreocupados que parecían no tener ningún problema en la vida. Supuse que en otras circunstancias, si el mundo no nos odiara tanto a mi familia y a mí, yo podría haber sido uno de ellos.


Pero tal como me iban las cosas, no era este el caso.


—¿Por qué haces esto, Paula?


No estaba preparada para divulgar esta información y sin duda no figuraba en mi contrato. Preferí no intimar demasiado con el hombre que me acababa de comprar.


—¿Y por qué lo haces tú? —le repliqué.


Por lo visto se me habían estropeado los filtros de mi cerebro.


Volvió a fruncir el ceño y en cierto modo me arrepentí de haber sido tan impertinente teniendo en cuenta todas las formas con las que él me podía castigar. Aunque solo se arrepintió una pequeña parte de mí.


—¿Eres consciente de que ahora me perteneces? Es mejor que no se te olvide. No soy un tipo cruel por naturaleza, pero tu descaro y tu irritante actitud están a punto de hacerme perder la paciencia —me advirtió con una expresión severa.


Seguramente yo debía parecer un gatito asustado, porque así era como me sentía, pero aun así le miré a los ojos, mi orgullo me impidió apartar la vista. O a lo mejor no despegaba los ojos de él por miedo, por si advertía algún movimiento repentino. Pero lo más probable es que se debiera a que era un ejemplar hermosísimo y maldije a la mujer fogosa que había en mí por ser tan débil.


—Oye, sé que no es la situación ideal para ti y que 
probablemente tienes tus razones para haberla aceptado, al igual que yo —empezó a decir—. Pero como tenemos que convivir durante dos años, será mucho más fácil para ambos si al menos intentamos llevarnos bien. No quiero estar
peleándome contigo a todas horas. Y no pienso hacerlo. Harás lo que te pida y sanseacabó. Si no quieres contarme nada de tu vida personal, de acuerdo. No te haré más preguntas. Pero ahora me perteneces y no toleraré el menor desacato, Paula. ¿Lo has entendido?


Arrugué el ceño y apreté los dientes.


—Perfectamente. Haré lo que me pides, pero no esperes que me guste.


Una perversa sonrisita afloró a sus labios y entonces puso una mano sobre mi muslo desnudo. Lentamente empezó a acariciarme la piel mientras sus dedos ascendían y se metían bajo mi falda. Se arrimó a mí hasta que noté su cálido aliento en mi cuello y se me erizó el vello con una
sacudida de placer.


—Oh, pues a mí me parece que sí te va a gustar, Paula.


Su voz rasposa me hizo sentir unas cosas que deberían darme asco y luego pegó sus labios debajo de mi oreja y me besó con la boca entreabierta mientras posaba sus largos dedos en el hueco de mis piernas.


Mi cuerpo estúpido y traidor respondió a sus caricias permitiendo que sus expertas manos hicieran conmigo lo que quisieran. Creo que incluso se escapó un gemido de mis labios cuando él apartó de súbito la mano.


—¡Ah, ya hemos llegado! Hogar, dulce hogar —exclamó al detenerse el coche.


Al arrancarme de la acometida de placer que el Hombre Misterioso me había provocado, miré por la ventanilla tintada. La casa no era siquiera una casa, sino una mansión. Era enorme. Podía albergar una ciudad entera. Si no lo conociera, hubiera pensado que era para intentar compensar su gusanito, pero por supuesto no era este el caso.


El señor Alfonso —¡por Dios!, odio llamarle así— bajó del coche y me ofreció su mano para ayudarme a salir. Decliné su ofrecimiento y me bajé yo sola. En medio del enorme camino circular de ladrillos de la entrada, había una fuente de piedra tenuemente iluminada con luces blancas. Unas
columnas de agua se alzaban de ella y caían en una piscina de cristal. Al volverme para contemplar el resto del entorno, no vi más que césped perfectamente cortado y arbustos tallados en forma de ciervos.


¡Jolín! ¿Es que era la casa de Eduardo Manostijeras o qué?


—Es por aquí, señorita —me indicó Samuel tomando la bolsa de mis manos y haciendo que me volviera a fijar en la casa.


La escalinata que conducía al porche estaba decorada a ambos lados con esculturas de cemento en forma también de ciervos. Tenían la cabeza agachada y una pata levantada, como preparándose para enfrentarse con sus gigantescas astas. Hasta juraría haber oído un débil bramido de combate y todo, pero no podía ser que estuvieran vivos.


Unas columnas blancas que se alzaban hasta la enorme galería de la segunda planta flanqueaban la entrada. Samuel abrió de par en par la puerta doble para que entrásemos y el Hombre Misterioso me indicó con un ademán que pasara yo primero. El suelo era de mármol y el alto techo tenía forma abovedada.


Pero lo que me llamó la atención sobre todo fueron las escaleras.


Estaban en medio de la entrada y se extendían hasta un rellano donde se dividían en dos tramos que conducían a direcciones opuestas de la casa.


Parecía uno de esos escenarios en los que una deslumbrante princesa aparece en lo alto de las escaleras y espera a que anuncien su llegada a la multitud que la observa pasmada a sus pies mientras ella desciende
grácilmente para saludar a los invitados.


Yo, en cambio, seguramente tropezaría en el primer escalón y bajaría rodando por la escalera como una pelota para acabar estampándome estrepitosamente contra el suelo. Y no sería un elegante descenso. Créeme.


—¿Qué te parece? —me preguntó el Hombre Misterioso abriendo los brazos con vehemencia para que admirara su mansión. Saltaba a la vista que estaba orgulloso de ella.


—¡Bah!, no está mal si lo que te gusta es alardear de estar forrado —le solté encogiendo los hombros como si me estuviera aburriendo soberanamente.


Pero en realidad estaba impresionada. Muy impresionada.


—Heredé la casa. Y no me gusta alardear de ser rico —añadió—. Subamos arriba para estar en un sitio más cómodo y dormir un poco. Ha sido un largo día y tengo el presentimiento de que mañana lo será todavía más, y seguramente cada día a lo largo de los siguientes dos años de mi vida.


Se giró y empezó a subir las escaleras, esperando que yo le siguiera.


—Por lo visto estamos de acuerdo en algo, señor Alfonso —le dije.


Se paró en seco y me lanzó una mirada exasperada.


—Me llamo Pedro —puntualizó en tono solemne, y luego siguió subiendo la escalera—. Solo los sirvientes me llaman señor Alfonso.


—¿No soy yo acaso una sirvienta? Porque me estás pagando para que me quede en tu casa, como a ellos —le solté.


—Créeme, a ellos no les pago tanto como a ti —replicó girando en el rellano para subir la escalera de la derecha—. Tú no te separarás de mí durante los próximos dos años y la gente tendrá que creer que somos una pareja de verdad. Y si vas por ahí llamándome señor Alfonso no se lo van a tragar.


—De acuerdo, Pedro —respondí pronunciando su nombre para ver cómo sonaba en mi boca—. ¿Cuál es mi habitación? —le pregunté al llegar a un largo pasillo con las paredes decoradas con pinturas de grandes dimensiones.


—Nuestra habitación es la del final del pasillo —repuso sin detenerse.


—¡Espera! ¿Has dicho nuestra habitación?


—Sí, dormirás conmigo. ¿Acaso no te lo especificaron?


—Pero si ni siquiera hemos hablado de los términos del contrato —le recordé.


Abrió la puerta del final del pasillo y yo le seguí. En cuanto entramos a la habitación, cerró la puerta y me inmovilizó contra ella arrimándose a mi cuerpo.


—Los términos del contrato son muy sencillos —dijo rozándome con los labios la piel del cuello—. Ahora tú me perteneces y yo puedo hacer contigo lo que se me antoje.


Me besó con ardor en la boca, pero no le devolví el beso. 


Luego deslizó con suavidad sus labios sobre los míos, intentando que yo le respondiera.


—Bésame,Paula —dijo pegando sus labios a los míos y presionando eso que abultaba bajo sus pantalones contra mi parte más femenina—. Te gustará, te lo garantizo.


No se me había ocurrido que quizá tuviera razón, pero yo sabía que había estado tentando mi buena suerte con él y que lo más probable es que no siguiera aguantando mis impertinencias. Mi madre necesitaba aquella intervención quirúrgica y estaba segura de que durante el tiempo que
íbamos a estar juntos haríamos cosas mucho más íntimas que esta, así que no me quedó otra que aguantarme y aceptarlo.


Respiré hondo, con mi pecho pegado al suyo, y entonces separé los labios y tomé su labio inferior entre los míos. Él gimió de placer y, poniendo su muslo entre mis piernas y agarrándome de las caderas, inclinó la cabeza para poder maniobrar mejor. Dejé que deslizara su lengua por mis labios y en ese instante supe que nunca me arrepentiría de ello.


No se podía decir que yo hubiera besado a muchos chicos ni que fuera ninguna experta en ese sentido, pero era increíble lo que él podía hacer con su lengua…


Posé mis manos en sus bíceps, notando sus fuertes músculos sobresaliendo bajo la chaqueta. Quería pegarme más a él y como creí que le gustaría que tomara la iniciativa, deslicé mis manos bajo su chaqueta para acariciarle el pecho. Luego se las puse sobre los hombros para sacársela. 


Pero él la atrapó con una mano y la dejó sobre la silla que había a nuestro lado antes de agarrarme las caderas de nuevo y pegarme a su cuerpo. Yo le rodeé el cuello con las manos y le envolví con mi lengua la suya, chupándosela con suavidad. Él gimió de placer con su boca unida a la mía pero de pronto se apartó, dejándome plantada allí con los ojos
cerrados, la cabeza ladeada, las manos alzadas en el aire y los labios fruncidos dispuestos a besarle.


Fue como la incómoda escena de Dirty Dancing en que Baby sigue moviendo el esqueleto embelesada sin darse cuenta de que Johnny se ha largado dejándola plantada en un lugar lleno de desconocidos.


—¿Lo ves? Ya te dije que te gustaría —afirmó con una ligera sonrisita.


No era justo que él estuviera tan campante mientras yo estaba a punto de reventar del calentón.


—No te preocupes, ya reemprenderemos más tarde lo que hemos dejado, pero primero son las obligaciones y después el placer —dijo dando un par de pasos hacia atrás—. En cuanto a los términos del contrato, me aseguraré de que te manden el dinero anónimamente al número de cuenta que has indicado, tal como especificaste. Espero que seas discreta en cuanto a los detalles de nuestra relación, y si tú lo eres, yo también lo seré. Mi familia y mis colegas creerán que nos hemos conocido en uno de mis numerosos viajes de negocios y que estamos locamente enamorados. Me acompañarás a diversos eventos sociales comportándote como la educada dama que se espera que seas. En casa, compartirás mi cama y estarás siempre disponible de cualquier forma física que yo necesite. Y te advierto que
tengo mucha imaginación. ¿Me he dejado algo?


Seguramente, pero todavía estaba flotando por el beso que me había dado y no tenía la cabeza clara, por lo que asentí con la cabeza simplemente.


—Estupendo —dijo tumbándose en la cama enorme (yo estaba empezando a descubrir que todo lo que tenía que ver con él era grande)—. Y ahora desnúdate —añadió apoyándose en los antebrazos.


—¿Qué? —le dije perpleja casi ahogándome del susto.


—Paula, veremos muchas otras partes de nuestro cuerpo desnudo, así que olvídate de tu modestia y pudor —puntualizó mirándome de arriba abajo al tiempo que se lamía sugerentemente los labios. Sus ojos se encontraron con los míos y la expresión de sus penetrantes ojos color avellana casi hicieron que me flaquearan las piernas—. Enséñame tú el tuyo y yo te enseñaré el mío.


Era un buen trato, ¿no? Me descalcé al tiempo que me agarraba la camiseta por el dobladillo y me la quitaba rápidamente.


—Más despacio —me dijo con voz ronca, haciendo que me detuviera.


Puse los ojos en blanco porque era la escena típica.


—Ahora solo falta la música para que te haga un striptease.


—Veo que ya estás captando mis gustos —respondió guiñándome el ojo, y luego cruzó la cama a gatas y cogió el control remoto de encima de la mesilla de noche. Pulsó un botón y una melodía sensual empezó a sonar, aunque no se veía de dónde procedía, porque parecía salir de todas partes.


—¡No! Yo… No puedo. Quiero decir… Que yo no…


—¡Era una broma! —exclamó apagando la música y volviendo al lugar de la cama donde estaba tendido. Tal vez te lo pida en otra ocasión.


Suspiré aliviada y luego me bajé la cremallera de detrás de la falda y dejé que esta me cayera a los pies antes de pasar por encima de ella.


—¡Párate! —exclamó Pedro levantándose de la cama. Se acercó a mí.


Sintiéndome de lo más cortada, me tapé el pecho con un brazo y el vientre con el otro, y clavé los ojos en el suelo. El dio una vuelta a mi alrededor.


Sentí sus ojos posados en mí, en todo mi cuerpo. Y entonces noté que arrimaba su pecho a mi espalda. Con las palmas vueltas hacia arriba, deslizó la punta de sus dedos a lo largo de mis brazos hasta llegar a mis manos y entonces me las agarró para apartármelas del cuerpo.


—No te cubras —me susurró deslizando sus labios por la curva de mi cuello.


Se apartó un poco y dejó caer mis manos a ambos lados de mi cuerpo antes de deslizarme las suyas por los brazos para llegar a los hombros y descender por mi espalda. No se detuvo hasta llegar al cierre del sujetador y antes de que me diera cuenta, ya me lo había desabrochado. Deslizó sus
dedos debajo de los tirantes y lentamente me los sacó por los hombros y los brazos, dejándome con el pecho al aire. 


Sentí de nuevo su cálido cuerpo contra el mío y su aliento tibio se extendió por mi piel al exhalar él lentamente. Fue besándome con la boca entreabierta a lo largo de mi cuello
y de mi hombro, dejando tras de sí un reguero de ardientes llamas. Me estremecí, pero estaba segura de que era por sus caricias y no por estar pasando frío. Mi cuerpo estaba tan caliente que pensé que me iba a arder.


Y entonces sentí sus manos en mis caderas. Hundió sus dedos bajo la cinturilla de mis medias y empezó a bajármelas despacio, tan despacio que me puse tensa sin saber qué debía hacer.


—Relájate, solo quiero verte. Toda entera —me susurró con voz tranquilizadora.










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