domingo, 5 de julio de 2015

CAPITULO 52




El olor a jacintos me rodeaba gracias a una brisa fresquita que envolvía la fragancia alrededor de mi cuerpo. Pude oír la melodía proveniente de un cuarteto de cuerdas y la risa animada de amigos y familiares mientras se reunían. El sol golpeaba cálido mi rostro y mis manos. Habría sido sofocante de no ser por la ligera brisa que soplaba.


Era feliz. Este era un momento trascendental en mi vida, aunque no terminaba de saber exactamente qué era lo que estaba aconteciendo.


—Oh, Pedro, es espectacular. Justo la clase de chica que siempre esperé que conocieras —arrulló una voz suave desde detrás.


Yo conocía esa voz. Me giré rápidamente y allí estaba: mi madre, entre la hierba alta y con ramitos de flores moradas, blancas y amarillas floreciendo alrededor de todo su vestido rojo. Su brazo estaba ligado al de mi padre, quien se encontraba a su lado con una sonrisa llena de orgullo dibujada en el rostro; su pelo todavía seguía siendo negro por encima y blanco a la altura de las sienes. Mi madre tenía razón, aquello lo hacía parecer muy eminente.


—¿Mamá? ¿Papá? ¿Qué estáis haciendo aquí? —
pregunté, confuso.


Y mientras una parte de mí sentía como algo normal que estuvieran aquí, otra certificaba que no deberían estarlo.


—Y es muy atrevida también. Me recuerda un poco a tu madre.


Mi padre miró a mi madre con adoración.


Mi madre se rió y luego lo besó en la mejilla.


—Eso es bueno. Vosotros, los hombres Alfonso, necesitáis una mujer fuerte para que os mantenga a raya.


De pronto aparecieron justo delante de mí. No me había dado cuenta siquiera del movimiento. Mi madre se giró hacia mí y me sonrió con cariño mientras me acunaba el rostro con una mano.


—Es una entre un millón, Pedro. Nunca la dejes escapar. Recuerda: «La flor roja florece del barro y de la oscuridad, derrotándolo todo y creciendo hasta la luna llegar».


Recordé que lo solía decir todo el tiempo cuando era más pequeño, pero por aquel entonces no había tenido ni idea de lo que significaba, y todavía seguía sin saberlo.


—El loto escarlata —susurré.


Ella asintió y sonrió de oreja a oreja, claramente feliz de que me acordara.


—Te queremos, Pedro. Estamos muy orgullosos de ti.


Mi padre carraspeó a su lado y yo me giré hacia él.


—Nos tenemos que ir ya, hijo. No podemos quedarnos.


¿Ir? ¿Ir adónde?


—Solo queríamos darte la enhorabuena. —Me rodeó los hombros con un brazo y me abrazó—. Ah, y gracias por la copa —me susurró al oído.


Mi madre me besó en la mejilla y yo cerré los ojos e inhalé el olor de ese perfume floral tan familiar.


Cuando los volví a abrir ya no estaban. Me giré a izquierda y a derecha, en círculos, buscándolos, pero no estaban por ninguna parte. Me paré en seco cuando a lo lejos vi a una mujer vestida de blanco, de espaldas a mí. Tenía el pelo recogido y le caía un velo por delante y movía la cabeza hacia un lado mientras jugueteaba con su vestido. Tenía un ramo de flores rojas en una mano. La brisa arreció de nuevo, me trajo su olor y confirmó lo que yo ya sabía que era cierto. Podía decir de quién se trataba por el modo en que el corazón comenzó a latirme en el pecho, como si estuviera a punto de estallar. Una sonrisa enorme se extendió por mi cara, expectante. Era ella.


—¿Paula?


La llamé pero no me respondió. Ella me miró y, aunque no pude ver su sonrisa, la sentí en mi corazón. Pero entonces dio media vuelta y salió corriendo. Su tenue risa me hacía cosquillas en la oreja.— ¡Pau! —la llamé y seguidamente comencé a correr tras de ella, confuso—. ¿Por qué huyes de mí?


Corrí y corrí aunque sentía las piernas pesadas y arrastraba los pies como si de ladrillos de cemento se trataran. Cuando pensé que la había alcanzado, estiré el brazo para agarrarla, pero la frágil tela de su vestido de deslizó entre mis dedos y ella volvió a desaparecer.


Soltó otra tenue risita. Estaba jugando conmigo, retándome.


—Vamos, Pedro. Atrápame.


Con toda la fuerza de la que pude hacer acopio, salté hacia adelante y agarré a Pau por la cintura y la estreché entre mis brazos. Incluso a través del velo de gasa podía verle los ojos, ardientes y llenos de felicidad cuando me miraban.


Echó la cabeza hacia atrás y soltó unas carcajadas alegres que se instalaron en el cálido aire que nos rodeaba. Su cuerpo era suave y flexible a la vez que se derretía contra el mío.


—¿Adónde te crees que vas, gatita? —pregunté pegándola a mí.


Podía sentir la calidez de su mano sobre mi bíceps y el delicado hormigueo de sus dedos mientras los enterraba en mi pelo.


—Bésame, Pedro. Hazme tuya para siempre — susurró.


Alargué la mano para levantarle el velo y así poder contemplar su absoluta belleza y buscar mi premio. Cuando mis labios tocaron los de ella, Pau desapareció.


Pedro, despierta. Despierta, Pedro, estás soñando.


Me desperté de golpe, aunque todavía sentía los retazos de sueño en mi cuerpo parcialmente paralizado. Abrí los ojos y ahí estaba ella, con su cuerpo pegado al mío y con una mano sobre mi brazo mientras sus dedos me masajeaban con suavidad el cuero cabelludo por un lado.


Era solo un sueño.


Bajó la mirada hacia mí con una sonrisa cariñosa iluminando su rostro perfecto.


—¿Estás bien?


—Sí —grazné con una voz aletargada. Me froté los ojos—. Estoy bien. ¿Te he despertado?


—Algo así —dijo con una sonrisa juguetona—. Me estabas abrazando con tanta fuerza que me era un poquito difícil respirar. La falta de oxígeno por lo visto tiende a despertarte. Creo que se llama instinto de supervivencia.


Se rió.


Le aparté un mechón de pelo de la cara y se lo coloqué detrás de la oreja, luego le di un beso en la punta de su nariz de garbanzo.


—Lo siento.


—Eh, no me estoy quejando. En realidad me gusta tu lado posesivo —dijo tocándome la barba incipiente—. ¿Quieres contarme lo que estabas soñando?


No era que el sueño hubiera tenido nada malo; de hecho, no había sido una pesadilla. Pero parecía real y eso me acojonó un poco. Necesitaba tiempo para procesarlo por mí mismo antes de compartirlo con ella, si es que lo hacía alguna vez. No tenía sentido asustarla a ella también. Así que, pese a lo poco comunicativo que pudo haber sido, negué con la
cabeza. Quería aferrarme yo solito a ese sueño durante un rato más.


Justo entonces el despertador de la mesita de noche saltó y su ensordecedor berreo atravesó el silencio de la habitación y dio por terminado el momento. Paula apoyó su frente contra mi pecho y ambos gemimos en protesta porque sabíamos que era la prueba de nuestra separación. Yo tenía que ir al trabajo y ella se tenía que ir con su familia. Ninguno de los dos estaba muy contento con aquello, pero era lo que teníamos que hacer hasta que pudiéramos estar juntos de un modo más permanente.


Golpeé el despertador para hacer que se callara de una vez y se cayó al suelo con un golpe seco. No necesitábamos el recordatorio, pero ahí estaba, acercándose como una guillotina frente a un prisionero en el corredor de la muerte. Porque así era como lo sentía. Estar sin ella sería exactamente igual que hacer que me decapitaran. O quizá que me arrancaran el corazón sería más apropiado, porque al fin y al cabo se lo iba a llevar consigo.


—Te quiero —murmuró contra mi pecho mientras le frotaba la piel de satén de su espalda desnuda.


—Lo sé —respondí y la besé en la coronilla—. Yo también te quiero.


Ella levantó la cabeza y me miró a los ojos con convicción.


—Lo sé —dijo, y el peso del mundo se desvaneció mientras sellábamos nuestra declaración con un beso. No era un beso de despedida y no era un beso que tuviera por objetivo excitarnos el uno al otro, aunque estaba clarísimo que me había empalmado y que llevaba una erección de proporciones épicas. Ese beso era una promesa. Decía que sabíamos que estaríamos juntos, que sentíamos todas las palabras que habíamos pronunciado, que estábamos enamorados y que venceríamos cualquier y todo obstáculo que se interpusiera en nuestro camino pese a lo que la vida tuviera preparado para nosotros. Porque por muy retorcida que hubiera sido nuestra situación al empezar, del barro y de la oscuridad la flor roja florecerá.


Por fin lo entendí.








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