domingo, 5 de julio de 2015
CAPITULO 53
Hice todo lo que pude para mantener las lágrimas a raya cuando terminé de empaquetar mis últimas cosas. Sabía que volvería, pero aun así seguía siendo duro. Había hecho otro viaje hasta el armario para coger mi último par de vaqueros cuando vi la camisa blanca que había llevado la noche que Pedro decidió comerme a mí. Dejé que mis dedos bailaran junto a la manga y recordé la expresión de su cara cuando entré llevando nada más que eso puesto. Lo había odiado por aquel entonces, pero ni yo misma pude negar la
atracción sexual que recorría el aire que había entre nosotros. El Chichi estaba completamente de acuerdo y me animó a que descolgara la camisa de la percha y la guardara también. Y lo hice. Pedro no la echaría de menos. Tenía un montón de ropa y para él esa camisa no era más que un simple copo de nieve entre una avalancha de otros.
Para mí, no tenía precio.
Pedro salió del cuarto de baño con una camiseta de cuello en uve, un par de vaqueros y unas deportivas. Todavía tenía el pelo húmedo de la ducha que nos habíamos dado, y en punta, aunque cada mechón iba en una dirección distinta. Obviamente había pasado de afeitarse, pero no me quejaba.
Me encantaba ese toque desaliñado.
—¿Vas un poco mal vestido para ir a la oficina, no crees? —le sonreí mientras guardaba su camisa y las últimas prendas de mi ropa dentro de la bolsa y la cerraba.
Él me rodeó la cintura con los brazos desde atrás y me abrazó con fuerza. Podía oler el ligero aroma de su colonia y gel de baño, así que respiré hondo para guardarme cada pequeño matiz en la memoria. Como si se me fuera a olvidar alguna vez.
—Sí, pero es el perfecto atuendo para llevar a mi chica a casa de sus padres.
Cubrí sus brazos con los míos y giré la cabeza para mirarlo.
—¿Vas a escaquearte del trabajo?
—Ajá… —Me besó en la punta de la nariz—. Quiero pasar cada último segundo que pueda a tu lado. En la oficina se las pueden apañar sin mí otro día más. —Pedro apoyó la barbilla en mi hombro y bajó la mirada hasta la bolsa—. ¿Cómo leches has podido meter toda tu ropa ahí?
—No lo he empaquetado todo —dije encogiéndome de hombros—. La ropa extravagante no es muy necesaria que digamos en Hillsboro. Solo es una ciudad pequeña. No tenemos centro comercial siquiera. ¿Me ves caminando por el supermercado con tacones de aguja y minifalda?
Pedro hizo como que se lo pensaba con un «Umm…» y pegó las caderas contra mi trasero. Me lo tomé como un sí, al igual que el pequeño conejito entre mis piernas. El Chichi ronroneó e intentó como pudo restregarse contra su polla como un gatito en busca de atención. Él se la habría dado, claro, lo cual habría sido contraproducente si queríamos volver a salir del dormitorio pronto. No es que tuviera aprensión alguna a tener otra ronda con el Vergazo Prodigioso, pero mi madre necesitaba tener a alguien en casa que la ayudara y mi padre se merecía un descanso.
—No vamos a conseguir salir nunca de aquí si sigues haciendo cosas como esa —le advertí.
El Chichi no dejaba de repetir: «Sí, esa es la cosa, idiota. ¡Fóllatelo hasta que pierda la cabeza, por Dios!»
Me percaté de que en realidad no había guardado muchas cosas, y queriendo meterme un poco con Pedro, exageré un suspiro.
—Al final tendré que ir de compras porque me tiraste todas las cosas que traje conmigo desde un principio.
Pedro escondió su rostro en mi cuello y gimió, cosa que solo logró que yo soltara una risilla. Estaba claro que se sentía como un cabrón por haberlo hecho, y aquello me pareció de lo más adorable. Me giré entre sus brazos y le acuné el rostro con las manos.
—Te quiero —le recordé.
Pedro me miró con adoración.
—Y nunca me cansaré de escucharte decir esas palabras. Toma —dijo, llevándose la mano al bolsillo trasero y sacando la cartera. Cogió una tarjeta negra de metal y me la tendió—. Quiero que la tengas para comprar ropa o cualquier otra cosa que puedas querer o necesitar.
—¿Una tarjeta de crédito, Pedro? ¿No crees que ya me has dado bastante?
—Eh —dijo levantándome la barbilla con los dedos—. Pensé que ya habíamos hablado de eso. Eres mi mujer. Yo cuido de lo que es mío, y tengo intención de cuidarte y mimarte todo lo que pueda y más. No quiero escuchar ninguna queja.
Me dio un casto beso en los labios y luego cogió la bolsa del asa y se la colgó al hombro.
—¿Lista? —me preguntó tendiéndome la mano.
Acepté la mano que me ofrecía porque siempre lo haría. No tenía ni idea de qué nos depararía el futuro, pero sabía que siempre y cuando me agarrara de la mano, yo lo seguiría a través de la noche más oscura porque al final de nuestro viaje habría luz en algún lugar.
Pedro se paró de golpe en la puerta y se giró.
—¿Qué? —pregunté cuando no me dio ninguna pista de lo que tenía entre manos.
Caminó hasta la mesita de noche, abrió el cajón y luego metió la mano dentro. Con el ceño fruncido por la desaprobación, sacó el vibrador que me habría regalado, que habíamos bautizado como «vibrador Alfonso».
—Te olvidas algo, ¿no?
—Bueno, no pensé que lo fuera a necesitar — respondí, confusa.
Él sonrió con suficiencia y me lo metió en la
bolsa.— Oh… sí que lo vas a necesitar.
Pedro era feliz, y eso me recordó que era yo la que lo ponía así. El Chichi me recordó que él también tenía algo que ver con eso, cosa probablemente cierta, pero yo le recordé mentalmente que lo que había entre Pedro y yo ya no era solo sexo. No es que le estuviera exigiendo que colgara los tacones de guarrilla ni donara el modelito de Súper Chichi a la beneficencia. Pronto, algún día, nos serían útiles. De eso estaba segura
Cuando mi bolsa estuvo guardada en el maletero del coche y Pedro y yo sentados en los asientos traseros, salimos. Vi como la casa desaparecía de mi vista. Al notar mi tristeza, Pedro me rodeó con los brazos y me pegó a su costado para que pudiera apoyar la cabeza sobre su hombro.
Me besó en la coronilla.
—No será más que un enorme espacio desaprovechado hasta que vuelvas, y entonces volverá a ser un hogar.
Yo me sentía igual. Mi hogar estaba donde fuera que estuviera Pedro, ya fuera una mansión gigantesca rodeada de esculturas hechas por Eduardo Manostijeras o una caja de cartón en un callejón. No importaba. Todo lo que importaba era si estaba o no conmigo.
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