domingo, 5 de julio de 2015

CAPITULO 54






Me quedé dormida en algún punto del largo viaje a Hillsboro. 


Todo lo que recordaba era a Pedro acariciándome el pelo con cariño y luego animándome a que pusiera la cabeza sobre su regazo.


Al principio pensé que era su forma de dejarme caer que quería una mamada, al igual que pensó el Chichi, pero al final pareció que solo quería ponerse mimoso.


No me malinterpretes, fue genial, pero sentí que estaba conteniendo una parte de sí, el lado dominante y contundente que hacía que el Chichi se volviera tan loco por el chico malo. Quizá fuera porque pensaba que eso era lo que se suponía que tenía que hacer tras habernos vuelto unos sentimentaloides con las declaraciones de amor y demás. Habría protestado contra su insistencia en que descansara un rato —o mostrado un poco más firme con la oferta de hacerle una mamada—, pero la verdad fuera dicha, me había agotado por completo la noche anterior y sí que
podría venirme bien dormir un poco más. Supongo que mi cansado cerebro ganó la batalla después de que el Chichi montara en cólera, porque antes de que me diera cuenta siquiera caí redonda.


Pedro me despertó un buen rato más tarde. Se quejó de que al tener mi cara todo el rato en su regazo, se había empalmado a lo basto y sus pelotas ya no lo soportaban más. Se lo tenía bien merecido.


Se colocó bien los pantalones mientras yo miraba fuera para ver dónde estábamos. Estábamos en la periferia de Hillsboro. Reconocí los alrededores porque había viajado por esa carretera con mis padres muchísimas veces. De pequeña solía quedarme mirando por la ventana e imaginarme todo tipo de historias diferentes sobre el paisaje. 


Mi favorita era suponer que era una pobre doncella a la
que habían encerrado en una casita de campo, obligada a pasar los días sola mientras esperaba a que mi Príncipe Encantador llegara cabalgando sobre su semental blanco y me hiciera enamorarme completamente de él.


Resoplé por dentro. ¿Qué niña pequeña no tenía esa fantasía?


El recuerdo estaba tan vívido en mi mente que todavía lo revivía con detalle. De hecho, justo detrás de esa curva debería estar…


—¡Para el coche! —grité y luego comencé a golpear el cristal divisorio que nos separaba de Samuel.


—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó Pedro asustado.


—¡Tenemos que parar! Por favor, Pedro, ¡hay que parar! —dije un poco más alto de lo necesario porque estaba sentado justo a mi lado.


Aunque se encogió ante mis chillidos, entendió la urgencia.


Pedro pulsó un botón y la ventana se bajó.


—Samuel, pare.


Su voz era toda formal. Normalmente eso me excitaría al mismo tiempo que me enfadaría, pero ahora no era el momento.


En cuanto el coche se paró en el arcén de la carretera, agarré torpemente la manilla, abrí la puerta y salté fuera.


—¡Pau! —Pedro me llamó desde atrás mientras me seguía hasta fuera—. ¿Por qué huyes de mí?


No me pude parar para responderle. Estaba allí, la pequeña casita de campo que siempre imaginé que era mía. Tenía una chimenea de piedra, macetas de flores con jacintos bajo las ventanas en forma de arco y una puerta de madera nudosa, y además se erguía en medio de un prado. El césped era alto y verde con un montón de flores moradas, blancas y amarillas, y el aire olía a fresco y a limpio. Era perfecta… y, tal y como acaba de percatarme, estaba en venta.


Corrí lo más rápido que mis piernas me permitieron. Tenía que tocarla, saber que era real y no una mera parte de mi imaginación. El viento soplaba entre mi cabello y de repente me sentí como aquella niña pequeña otra vez, llena de júbilo y alegría. En serio, las mejillas me dolían de sonreír tanto.


Sentí los dedos de Pedro cuando estiró el brazo y apenas me rozó la piel del brazo, pero seguí corriendo, riéndome como una tonta. Me giré para mirarlo por encima del hombro, y con otra risilla lo llamé.— Vamos, Pedro. ¡Atrápame!


Justo cuando llegué al porche de la casita, sus brazos se engancharon a mi cintura y me atrajo hacia él. Me reí. Ay, Dios… me reí. Todo era perfecto.


Estaba frente a la casita de campo y envuelta entre los brazos de mi propio caballero de brillante armadura.


Mi caballero me sonrió.


—¿Adónde te crees que vas, gatita?


Su cabeza, con su fantástico pelo hecho para el sexo, bloqueaba el sol a sus espaldas, creando el efecto de un halo y ensombreciéndole levemente el rostro. Era guapísimo. Levanté una mano y lentamente le pasé los dedos por entre su pelo. Mi corazón se hinchó con todo lo que era bueno y justo en el mundo.


—Bésame, Pedro.


Él abrió los ojos como platos y su cuerpo se tensó.—
Guau… déjà vu.


Su voz apenas fue un susurro y la expresión de su cara era rara.


—¿Qué?


Pedro sacudió la cabeza ligeramente.


—Nada.


Se inclinó y tocó sus labios con los míos.


Normalmente nuestros besos estaban llenos de fuego y pasión, de hambre. Pero ¿este? Este era dulce y delicado, controlado. Y me puso cachonda a más no poder.


—Umm… —suspiré de perfecta felicidad y luego abrí los ojos y lo vi mirándome fijamente con una expresión en el rostro que no le había visto nunca antes.


Siempre había escuchado que los ojos eran el espejo de nuestra alma, y justo entonces lo creí.


—¿En qué piensas? —le pregunté.


Pedro sonrió y negó con la cabeza.


—En barro y flores floreciendo. Dejémoslo ahí.


Bueno, era un comentario un tanto extraño, pero Pedro era estrafalario a su modo y yo era una niña pequeña dando saltitos por dentro en ese momento, así que no ahondé en el tema.


—Vamos —dije cogiéndolo de la mano y tirando de él para mirar a través de las ventanas.


—¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Qué es este lugar?


—Cuando era pequeña, solía imaginarme que vivía aquí —le dije mientras miraba a través de la ventana y veía que la habitación al otro lado estaba vacía. Tiré de su mano para arrastrarlo hasta el lateral de la casa para poder hacer lo mismo allí—. Es mágica, ¿no crees?


—¿Mágica? —preguntó.


—Sí, como si la hubieran sacado directamente de un cuento de hadas. —Me acuné la cara con las manos para bloquear el reflejo del sol sobre la ventana y ahogué un grito cuando por fin conseguí tener una vista clara—. Ay, ¡la chimenea es
impresionante!


Nada dentro parecía moderno. Era de un estilo pintoresco y rústico, como si hubiera salido del catálogo de Country Living más que de Modern Home: entradas en forma de arco, suelos de madera, ventanas de cristales ondulados. Me podía imaginar perfectamente a Pedro y a mí acurrucados en el sofá o haciendo el amor sobre la suave alfombra a la luz de la chimenea. Claro que me estaba adelantando a los
acontecimientos. Me había perdido en mi propio mundo de fantasía otra vez.


Eres muy soñadora, Paula Chaves.


Pedro inspeccionó el lugar con el ceño fruncido.


—Está un poco destartalada, ¿no?


—¡Pedro Alfonso! —Lo golpeé en el brazo—. ¿Cómo te atreves a hablar así de la casa de mis sueños? Además, no es nada que un poco de amor y de esfuerzo no puedan arreglar.


Pedro tenía razón, pero no estaba tan mal.


Faltaban algunas de las tablillas del tejado, todo estaba lleno de polvo y de mugre, y a juzgar por como el viento silbaba a través de los cristales de las ventanas, probablemente necesitaran cambiarse también. Pero en general seguía siendo perfecta.


—¡Oh! Siempre he querido ver el patio de atrás — chillé y tiré de él otra vez.


Cuando llegamos hasta la parte de atrás de la casa, me paré en seco. La vista era impresionante.


Había un pequeño estanque a cuarenta y cinco metros más o menos de la casa con una familia de patos nadando en el agua. Un pequeño cenador se alzaba junto al estanque con un columpio blanco de madera balanceándose adelante y atrás en el centro.


Un jardín de flores lo rodeaba y un caminito de piedra llevaba de vuelta hasta la casa. Y como estaba orientada hacia el oeste, era el lugar perfecto para contemplar la puesta de sol.


Sin previo aviso, Pedro me pegó la espalda contra la pared de piedra de la casa. Una mano aterrizó en las piedras de mi derecha, mientras que la otra me agarró el culo y me atrajo hacia él. Con nuestros cuerpos pegados el uno contra el otro y nuestras frentes tocándose, Pedro me miró a los ojos y dijo:
—Esa expresión de tu cara… Joder, cómo te
deseo ahora mismo.


Me besó en el cuello mientras me amasaba el trasero y se restregaba contra mí. No iba de coña.


Podía sentir su miembro endurecido contra mi abdomen, y me pregunté cómo leches era capaz de evitar que estallaran los apretados vaqueros que llevaba.


Su mano apareció de repente en mi cintura y me abrió el botón de los pantalones antes de deslizarla dentro. Cuando sus dedos encontraron al Chichi, ambos gemimos y eché la cabeza hacia atrás hasta apoyarla contra la casa.


Pedro, no podemos… —dije sin convicción mientras tiraba de su brazo hacia arriba en vano—. Samuel…


—Está en el coche. No vendrá hasta aquí — murmuró contra mi cuello al tiempo que seguía asaltándolo a besos sensuales.


—Los vecinos —intenté de nuevo, divisando la casa que había detrás de los árboles al este de la casita.


—Deja que miren. Te deseo. Ahora.


Escuché el inconfundible sonido de metal contra metal cuando se bajó la cremallera.


—Seré rápido. Te lo prometo —me susurró al oído—. Date la vuelta, gatita.


Volví a echarle un ojo a la casa del otro lado y, al ver que no había moros en la costa, hice lo que me pidió. Tenía que admitir que me excitaba la precaria posición en la que nos encontrábamos, en la que nuestra necesidad por obtener una satisfacción en ese mismo momento primaba por encima de la posibilidad de que pudieran pillarnos.


El aire fresco me golpeó la piel desnuda cuando Pedro me bajó los pantalones hasta los muslos. Su cuerpo cubrió el mío y su mano vagó por mi culo turgente y por entre mis piernas.


—Maldita sea, Paula. Siempre tan mojada para mí —dijo, y seguidamente hincó las rodillas en el suelo.


Yo tenía las manos pegadas contra la pared de la casa, las piernas atrapadas en los vaqueros y no había nada que pudiera hacer para detenerlo. Tiró de mis caderas hacia fuera para separarlas de la pared al mismo tiempo que sacaba la lengua para buscar mi coño.— Ay, Dios, Pedro.


Gemí, cerré los ojos y me mordí el labio inferior.


Todo lo que él quería era una simple degustación.


Su lengua se abrió camino entre mis labios empapados y encontró el pequeño botón de placer.


Jugueteó con él durante un momento antes de desviar
la atención a otro lugar. Me lamió el coño de delante a atrás, pero luego no se quedó allí, sino que siguió hasta…


—¡Joder! —Sentí su lengua arremolinarse alrededor de mi ano, lamiéndolo con una increíble presión. Gemí como una desvergonzada mientras arqueaba la espalda y me pegaba más contra su boca, suplicando que me diera más. Pedro le dio a mi nueva parte favorita del cuerpo un sensual beso con lengua antes de volverse a poner de pie.


Su voz ronca apareció junto a mi oído.


—Te ha gustado, ¿verdad?


Sentí cómo restregaba la cabeza de su polla adelante y atrás entre mis piernas en busca de mi hendidura.


¿Se suponía que me tenía que gustar? Ay, Dios, me gustó muchísimo. «Ajá» fue todo lo que pude pronunciar.


Pedro me penetró. Su verga se deslizó poco a poco en mi interior hasta estar completamente enterrado.
Movió las caderas para retirarse un poco antes de volver a arremeter hacia adelante otra vez. Solo estaba palpando y probando el ángulo, pero a mí me estaba volviendo completamente loca.


—¿Preparada, gatita?


—Ajá.


Obviamente mi vocabulario había decidido irse de vacaciones y mi voz sonó como si se me hubiera cortado la respiración.


Pedro se rió entre dientes ante mi reacción y me besó en la piel justo de debajo de la oreja. Luego me agarró de las caderas y comenzó a moverse adentro y afuera de mi cuerpo a un ritmo constante.


—Puta gloria… —gimió—. Es como si metiera la polla en un tarro lleno de miel. Tan suave, tan caliente, tan dulce. ¿Qué he hecho para merecerte?


Claro que sabía que debería haber sido yo la que formulara esa pregunta, y él ya debería haber conocido la respuesta a la suya, pero aunque se lo dijera un millón de veces, nunca terminaría de creérselo de verdad.


—Salvaste la vida de mi madre… y la mía —le respondí. Como me sentía un poco atrevida, añadí—: Además, me encanta como me comes el coño.


Oí resonar en su pecho ese gruñido que tanto me encantaba. Una mano se afincó en mi hombro para mantenerme bien sujeta y sus embestidas aumentaron en ritmo y en rudeza.


—En ese caso, supongo que sí te merezco.


Me giré hacia el pequeño bosque que había al este justo a tiempo para ver salir a un hombre de las puertas de cristal deslizantes de la casa de al lado.


Llevaba una bandeja de algo hacia lo que parecía una barbacoa y levantó la tapa.


Pedro —susurré—. Un tío acaba de salir de la casa de al lado.


—Entonces supongo que más te vale no hacer ruido, ¿eh? —Sus gruñidos eran más discretos de lo normal, pero siguió follándome sin parar—. Si lo haces, atraerás su atención. A menos que quieras que te escuche.


Pedro encontró mi clítoris y comenzó a toquetear ese botoncito de placer supremo a un ritmo experto.


Me chupó el lóbulo de la oreja y lo mordió. No pude contener el gemido resultante y apoyé la cabeza sobre su hombro.


—Shh, te verá. —No ayudó ni una pizca al asunto que la voz de Pedro fuera de lo más erótica—. Y una vez que haya visto lo sexy que estás cuando te follan por detrás, va a querer tenerte para sí. ¿Recuerdas que te dije que no me obligaras a hacerle daño a nadie, Pau?


Giré la cabeza hacia un lado y le mordí la mano que tenía en el hombro para amortiguar los sonidos.


Lo haría; estaba completamente segura. Pedro era posesivo e inflexible, y a juzgar por lo que había tenido que pasar en el pasado, no me cabía duda de que haría lo que fuera necesario para asegurarse de que nunca tuviera que soportar ese tipo de aflicción otra vez. Y yo no me sentía asustada por ese hecho ni un ápice. De hecho, codiciaba su naturaleza posesiva porque quería ser poseída. A la mierda la gente que dijera que no teníamos una relación sana. Si a nosotros nos funcionaba, ¿qué les importaba a los demás?


—Solo un poco más, gatita. Solo un… poco… más —me susurró Pedro al oído mientras sus caderas chocaban contra mi trasero.


Podía sentir cómo mis paredes vaginales se contraían y estrujaban su polla a la vez que esa increíble presión en la boca de mi estómago seguía creciendo y creciendo, casi a punto de explotar. Sabía que tenía que correrme pronto porque Pedro contendría su propio orgasmo hasta que yo no me hubiera corrido primero, y aquello solo incrementaba las posibilidades de que nos pillaran.


De hecho, era un amante muy altruista. Y tampoco es que le importara que nos pillaran, pero a mí sí.


Mantuve mi cuerpo alejado de la implacable pared de piedra de la casa con una mano y me las arreglé para bajar la otra hasta donde estaba la de Pedro. Trabajamos juntos para llevarme hasta mi punto álgido e inmediatamente después ya estaba preparada para dejarme llevar.


Mordí la mano de Pedro con más fuerza y solté un gemido que no era nada discreto, pero dadas las circunstancias no pude hacerlo mejor. El vecino aparentemente escuchó algo, porque miró en derredor aunque no en nuestra dirección. 


Supongo que el hecho de que la casa estuviera vacía jugaba en nuestro favor, porque obviamente no esperaba que el
ruido proviniera de la casita de campo.


—Joder, me encanta cuando me muerdes. Más fuerte, gatita —me urgió, y yo le obedecí.


Podía oír sus gruñidos junto a mi oreja; la urgencia de sus acometidas igualaba la intensidad de mi mordisco. Estaba listo, el control se le estaba escapando de las manos.


—Vamos, gatita —gruñó cerca de mi oído—. Dámelo. Córrete sobre mi polla.


Eso fue todo lo que necesité. Mis paredes vaginales se cerraron a su alrededor y se contrajeron a ritmo con mi orgasmo, y no podía decir con total seguridad si no estaba derramando sangre debido a la fuerza de mi mordisco. Pedro se corrió con fuerza pero en silencio. Sus caderas se sacudieron adelante y atrás y yo pude sentir cómo su polla palpitaba en mi interior con cada descarga orgásmica. Y entonces el peso de su cuerpo me aprisionó la espalda.


—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo vosotros dos ahí? — escuché gritar a una voz masculina. Tanto yo como Pedro giramos la cabeza en la dirección de la casa de al lado y vimos a un hombre mirándonos fijamente con una mano colocada sobre los ojos para protegerse del sol.


—¡Ay, Dios! —aullé.


—Supongo que ya es hora de irse.


Pedro se rió mientras su verga abandonaba rápidamente mi interior y ambos corríamos para subirnos los pantalones.


En cuanto tuve el culo a buen recaudo tras los vaqueros, salí pitando en dirección a la limusina y a la seguridad que esta proporcionaba mientras me colocaba bien la ropa y rezaba para que no me cayera de boca al suelo. Pedro se partía el culo a mis espaldas. Si no hubiera estado tan acojonada por que el vecino nos persiguiera para ver quiénes éramos, me
habría girado y lo habría encarado por haber hecho que casi nos pillaran.


Menos mal que la otra casa estaba lejos. 


Hillsboro era una ciudad muy pequeña, una ciudad donde todo el mundo se conocía. Eso significaba que el vecino muy probablemente conociera a mi padre.


No creo que Marcos apreciara el hecho de que Pedro
estuviera echándole un polvo a su hija a plena luz del día. Y en público, nada menos. Mi madre probablemente se pondría a gritar como una chiquilla, pero ¿mi padre? Él tenía muchísimas armas de fuego en casa… armas de fuego que hacían bum y te paraban el corazón.


Así que allí estaba, corriendo por mi vida sin haber podido limpiarme tras nuestro quiqui, lo que significaba que los vaqueros se me iban a quedar pegados como con Super Glue y que tendría que quitármelos a tiras luego. Samuel se encontraba de pie junto a la puerta abierta de la limusina con una expresión en la cara que decía claramente: «Sé lo que estabais haciendo, guarrindongos». Pedro se reía a mis espaldas, y un hombre que era perfectamente capaz de chivarse a mi padre y de terminar con la vida de Pedro tal y como ambos la conocíamos —o al menos, de causar la decapitación del Vergazo Prodigioso, algo que no me parecía nada bien, el Chichi lo secundaba,— se encontraba posiblemente persiguiéndonos. El corazón me latía a mil por hora, algo que estaba bastante segura de que no era normal. 


En cuanto llegué al coche, evité los ojos cómplices de Samuel y me metí en el asiento trasero.


Me llevé la mano al pecho en un intento vano de calmar el latido frenético de mi corazón.


Necesitaba hacer más ejercicio, y un poco más de religión en mi vida probablemente tampoco me habría hecho ningún daño.


Pedro se dejó caer en el asiento junto al mío incapaz de recuperar el aliento porque se estaba riendo como una estúpida hiena. Le di un golpe en el hombro y él cruzó los brazos para protegerse la cara como si supiera que aquel era mi objetivo número dos, todo mientras seguía riéndose.


—¡Para ya! ¡No tiene gracia, Pedro!


—Lo… siento… —Se las apañó para decir entre profundas respiraciones—. Estabas tan asustada… y corriendo… y fue de lo más adorable.


Me crucé de brazos y le di la espalda. Sí, hice un puchero, un hecho del que no me sentía muy orgullosa, pero lo hice igualmente.


—Ayy… ven aquí, gatita —arrulló Pedro mientras envolvía mi implacable cuerpo con sus brazos y me estrechaba contra él—. Te quiero.


—Mi padre te cortaría los huevos y se los comería para desayunar, y me he encariñado un poco de ellos —lloriqueé.


Sí, has escuchado bien, lloriqueé. Pero se trataba de Pedro Alfonso y de su polla colosal. Haz la cuenta y dime si tú no habrías lloriqueado también ante la posibilidad de decirle adiós.


—Sí, yo también siento un cariño especial por ellos.


Se rió entre dientes otra vez, pero se calló de golpe cuando le lancé una mirada de odio.


—Ja, ja, ja —solté impávida—. Quizá debería contarle a Marcos lo que acabas de obligarle a hacer su preciosa hijita. Apuesto a que no lo encontrarías tan gracioso entonces.


—Umm… no recuerdo haberte obligado a hacer nada que no quisieras hacer —replicó Pedro—. Querías hacerlo, Pau. Querías mi polla. —Enfatizó la última palabra, lo que consiguió que mi acelerado corazón me diera un vuelco—. Admítelo.


—No.


—Admíííítelo —arrastró las letras juguetonamente mientras sus dedos encontraron mi caja torácica y me hicieron cosquillas.


Me reí involuntariamente e intenté deshacerme de él, pero Pedro me sentó sobre su regazo y me abrazó para que no pudiera moverme.


—Somos dos adultos, Pau. Y un día, pronto, tu papaíto va a tener que dejar que su nena se vaya — dijo con una expresión seria en el rostro. Me acarició la mejilla con uno de sus largos dedos con delicadeza y suspiró—. Porque ahora eres mi nena.


No pude evitar sonreír. ¿Quién no estaría feliz porque Pedro Alfonso le murmurara esas palabras de infarto al oído?


Satisfecho con mi reacción, Pedro ladeó la cabeza hacia arriba y me besó con dulzura.


Nunca teníamos momentos aburridos entre nosotros, y rezaba porque nunca los tuviéramos.


Pero aunque envejeciéramos juntos, sentados sobre un pequeño columpio blanco de madera bajo un cenador, alimentando a una familia de patos mientras el sol se ponía frente a nosotros, todavía seguiría estando feliz.









2 comentarios: