martes, 23 de junio de 2015

CAPITULO 12




Tuve que largarme pitando de allí.


Su sabor y su olor se encontraban por todas partes, y ella estaba sentada con mi maldita camisa, tan sexi que me volvía loco. Y encima me estaba ofreciendo su puta cereza.


¿Es que no tenía idea de la fuerza de voluntad que me exigía no empalarla con mi polla en ese mismo instante?


Pero seguro que todavía le dolía, e hincarle la polla sin ningún reparo no haría más que empeorar la situación. 


Entonces tendría que esperar más tiempo aún para volvérsela a meter. Y en cuanto la penetrara, sabía que no
podría evitar hacérselo una y otra vez, en cada superficie de la casa. Y mi casa, como mi polla, era enorme.


Controlarme. Debía controlarme y tener un poco más de paciencia. Las cosas buenas se hacen esperar. ¿Verdad?


Me senté ante el escritorio y me llevé a la nariz los dedos que le había metido en su prieto coño, inhalando su aroma una vez más. Sí, era una acción masoquista, peor que cualquier otra clase de tortura imaginable — salvo claro está, la de ver a otro follándosela hasta reventar ante mis ojos
—, pero no podía resistir el encanto de l’eau de Paula.


De pronto me di cuenta que se me había puesto dura como una piedra desde que entró en el comedor cubierta solo con mi puta camisa. Gemí del dolor que me producía mi tiesa polla, retorcida y aplastada en la incómoda postura en la que estaba. Me metí la mano bajo los calzoncillos e hice una
mueca de dolor al liberarla. Tan dura la tenía que la habría podido usar para perforar las traviesas de la vía férrea.


No podía dejarla en ese estado. No podría trabajar con eso meneándose delante de mis narices, sobre todo sintiendo aún el sabor de Paula en mi lengua y con su olor perdurando en mis dedos y en mi incipiente barba.


Metí la mano en el cajón superior de mi escritorio y saqué una botella de leche corporal que guardaba allí.


Me eché un buen chorro en la palma y empecé a hacerme una paja. Cerré los ojos y me imaginé a mi nena de dos millones de dólares, cubierta solo con mi camisa, arrodillada entre mis piernas mientras yo estaba sentado ante la mesa. Deslicé el pulgar alrededor de la cabeza de mi polla y siseé
de placer, imaginándome que Paula me la lamía con la lengua, chupándome la temprana gota que rezumaba al lubricárseme. Ella cerró los ojos y gimió de gusto al saborearla.


Se lamió el labio inferior anhelante, deseando más mientras su ávida boquita me devoraba la polla y se la tragaba hasta el fondo. Sentí las paredes de su garganta rodeándome la punta de la polla y ella gimió de gusto meneando rítmicamente la cabeza, arriba y abajo. Acoplé mi mano a
la cadencia de los movimientos imaginarios de Paula. Me froté con más rapidez y presión la polla, recordando la noche en la que la follé por la boca, entrando y saliendo de sus labios fruncidos de un perfecto color rosado.


La Paula imaginaria alzó la vista para mirarme y yo me apreté más aún la base de la dura polla, meneando las caderas enardecido para metérsela hasta el fondo. Con la mano libre que me quedaba, me agarré al borde del escritorio con tanta fuerza que creí oír la madera crujir bajo la punta de mis dedos. Pero sus ojos —azules y llenos de vida, tan cálidos, tan ávidos— no se apartaron de los míos. 


Me la chupó con ardor y rapidez.


Luego dejó que mi polla se le saliera de la boca emitiendo un sonido de succión antes de echarse el pelo sobre el hombro, y después me la lamió de la base a la punta y se la volvió a meter hasta el fondo de la boca, gimiendo de placer.


Agarrando a Paula por detrás de la cabeza, la mantuve pegada a mi polla mientras el calor del orgasmo se extendía por mi cuerpo antes de derramar a chorros mi blanca semilla por su garganta en rítmicas y potentes sacudidas. Cuando me vacié del todo, abrí los ojos. Ella había desaparecido y mi mano estaba cubierta de mi propia leche.


Lanzando un suspiro busqué dentro del cajón del escritorio y saqué una toallita húmeda desinfectante. Me limpié el fluido blancuzco y viscoso.


En cuanto estuve limpio de bacterias, me concentré en mi ordenador.


Abrí el programa del sistema de seguridad y descubrí a Paula en la cocina. Le había dicho que podía hacer lo que quisiera ¿y esto es lo que había decidido hacer? Estaba lavando los platos mientras bailaba por la cocina al ritmo de una melodía que sonaba en su cabeza. Tenía que acordarme de comprarle un iPod cuando fuéramos de compras. Meneaba las caderas brincando por la cocina con el pelo moviéndosele de un lado para otro. Pompas de jabón flotaban a su alrededor y Paula giró sobre sí misma con la cabeza echada atrás, bailando y riendo como si no tuviera
ninguna preocupación en la vida. No pude evitar soltar unas risitas cuando se le metió un mechón de pelo en la boca y al escupirlo apartándolo de un manotazo, la punta de la nariz se le llenó de burbujitas. Se las sacó soplando y las burbujitas se elevaron flotando en el aire mientras ella seguía lavando los platos.


Cerré el programa, sabiendo que si me distraía contemplándola no revisaría los archivos que debía repasar ni le escribiría el e-mail a Mario para que lo enviara a los de la junta directiva por la mañana.


Un par de horas más tarde, ya veía doble antes de terminar mi trabajo.


Apagué el ordenador y la lámpara del escritorio y fui a acostarme.


Cuando llegué al dormitorio vi que Paula ya estaba durmiendo con un aspecto angelical. Pero sabía que ella era en realidad el demonio disfrazado. Me di una rápida ducha y me metí en la cama, alegrándome al descubrir que estaba desnuda, tal como le había pedido. Por tanto me acurruqué contra su espalda rodeándole el vientre con los brazos. Ella se revolvió un poco en sueños y masculló algo ininteligible antes de dejar de moverse y de que su respiración se normalizara de nuevo.


De repente se me ocurrió que tal vez lo de Paula se me estuviera yendo de las manos y que no me lo podía permitir. 


Mañana volvería a reafirmarme en mi postura y le recordaría tanto a ella como a mí la razón por la que Paula estaba aquí.


Lo haría mañana…









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