lunes, 29 de junio de 2015
CAPITULO 32
Me fui del despacho temprano. No podía hacerlo, no podía seguir sentado ahí fingiendo que no pasaba nada, ocupándome de los negocios como de costumbre cuando me sentía fatal.
—¡Hola, Alfonso! —exclamó Mario deteniéndome al salir yo del despacho—. ¿Te vas? ¿Va todo bien?
Sí, probablemente debería haberle dicho algo a mi ayudante, ¿verdad?
Estaba hecho un lío en mi puta cabeza y a cada segundo que pasaba me sentía peor. Para variar.
—Activa el contestador por si alguien me llama. Yo ya tengo bastante por hoy. Y si alguien pregunta por mí, dile que no sabes adonde he ido.
—Pero es que de hecho no lo sé.
—Exactamente.
Di media vuelta y seguí andando, ignorando la pregunta de Mario de «¿Va todo bien?» La verdad era que no. Y tampoco pensaba hablar de ello.
Lo único que quería era regodearme en mi sentimiento de culpa un rato y encontrar luego la forma de salir de ese atolladero.
Sabía que había solo un lugar donde encontraría la paz y la calma que necesitaba para aclararme un poco y no iba a dejar que ningún empleado cotorra me entretuviera. De modo que tenía que ser antipático y lo fui… con un puñado.
Pero ¿sabes qué? Me importaba un pimiento si les sentaba
mal, porque no pensaba sonreír amablemente cuando me preguntaran cómo estaba yo, ni responderles tampoco un superficial «Bien, bien. ¿Y tú?» Me daba igual cómo estaban o si el pequeño Johnny tenía la nariz llena de mocos, o si Susie había creado el equipo de animadoras o siquiera si Bob había conseguido el ascenso. ¡Me importaba un cuerno todo!
Salí del edificio y me subí al primer taxi que se paró al alzar yo la mano, porque no pensaba llamar a Samuel para que me llevara. No quería que nadie supiera dónde estaba. ¿Era un irresponsable por desaparecer sin decir nada?
Probablemente, pero a mí me la traía floja.
Hice ondear un billete de cincuenta pavos ante las narices del taxista.
—Llévame al Sunset Memorial.
—De acuerdo. ¿Es usted por casualidad el hijo de Alfonso?
—No. Debes de haberme confundido con otra persona —le solté suspirando mientras me reclinaba en el asiento de atrás. El taxista sabía perfectamente que era una mentira como una casa. ¡Por el amor de Dios!, si me acababa de recoger en la puerta del edificio del «hijo de Alfonso».
Pero se lo merecía por hacerme una pregunta tan estúpida.
Al poco tiempo nos libramos del denso tráfico del centro de Chicago y el sol se asomó por el cielo encapotado. Fue extraño ver los rayos del sol abriéndose paso por un minúsculo claro, sobre todo estando tan rodeado de
nubarrones que parecía que fuera a diluviar en cualquier momento, pero me tranquilicé un poco al ver que los rayos caían justamente en el lugar al que me dirigía.
La cripta de los Alfonso.
Bueno, supongo que mausoleo era la palabra más adecuada, pero cripta sonaba mejor. De cualquier manera era el lugar de reposo de las dos únicas personas que me habían comprendido y amado por quién era yo. Y una de
ellas iba a levantarse seguramente de la tumba para darme una colleja por el tipo en el que me había convertido.
—¿Quiere que le espere? —me preguntó el taxista al detenerse en el sendero al pie de la colina que llevaba al lugar donde estaba enterrada mi familia.
—No. No hace falta —le respondí.
—¿Está seguro? Por lo nublado que está parece que va a descargar el cielo.
—Pues mucho mejor —musité, y luego me bajé del taxi. Una lluvia torrencial pegaría con cómo me sentía por dentro.
—Si decide quedarse aquí solo, llévese al menos esto para calentarse los huesos —me propuso el taxista alargando la mano por encima del asiento para coger una bolsa de papel marrón con una botella por estrenar de José Cuervo y ofrecérmela. Qué curioso, era la bebida preferida de mi padre.
—Gracias —dije dándole otro billete de cincuenta pavos y cogiendo la botella.
Subí la cuesta para dirigirme a la cripta de mi familia y en cuanto llegué al lugar, me senté en un banco de mármol que había frente a la puerta.
Luego saqué la botella de tequila de la bolsa, la abrí y eché un buen chorro al suelo. Después de todo, habría sido una descortesía por mi parte beber ante un anciano sin ofrecerle un poco, ¿verdad?
—¡A tu salud! —exclamé inclinando la botella antes de dar un trago.
Sentí una quemazón en la garganta al tomármelo e hice una mueca de dolor, como la primera vez que probé el tequila del mueble-bar de mi padre a los trece años. Dario me había desafiado a hacerlo y como no quería parecer un debilucho, me contuve el ataque de tos para que no descubriera que yo no era tan fuerte como pretendía. Pero lo más curioso es que cuando le tocó a él, tosió como un condenado sacando tequila hasta por la nariz. Todavía puedo verlo apretándosela y quejándose de la quemazón una hora entera.
No pude evitar soltar unas risitas al recordarlo y luego tomé de nuevo un buen trago antes de dejar la botella en el suelo. Aunque pensándolo bien, Dario se podía ir al infierno. Y yo, también.
Todavía me acordaba de la noche en que perdí a mis padres. Claro que la recordaba, ¡cómo la iba a olvidar si fui yo quien los asesiné! Si bien no lo hice con mis propias manos, habían muerto por mi culpa y esto me convertía en un asesino.
Dario y yo habíamos estado follando, como de costumbre.
Estábamos borrachos perdidos. Creo que aquella noche el culpable había sido el whisky y lo habíamos estado tomando como si fuera agua. ¿El reto? Ver quién se bebía antes una botella de golpe, a palo seco. Nos importaba un bledo sufrir una intoxicación etílica o que al día siguiente tuviéramos que
levantamos al amanecer para asistir a la ceremonia de nuestra graduación.
Y ninguno de los dos estaba en condiciones de conducir.
Aquella noche cuando yo los llamé, mis padres acababan de salir de la ópera y se dirigían de vuelta a casa. Yo solo quería que me mandaran a nuestro chófer a recogerme, pero mi padre se puso hecho una furia y mi madre se quedó muy preocupada. Por eso insistieron en ir a recogernos ellos mismos de paso. Pero nunca llegaron. Algún otro hijo de puta borracho que tuvo la gran idea de ponerse al volante en vez de llamar a alguien para que condujera, chocó de frente contra el coche de mis padres. Los dos murieron en el acto, agarrados de la mano. Lo supe porque fui a pie al lugar del
accidente cuando vi las luces parpadeando. Estaban solo a tres manzanas.
Aquella noche le gané a Dario bebiendo, aunque la victoria me costó muy cara. La muerte de mis padres ocurrió por mi culpa, pero lo de la madre de Paula no era culpa de nadie, y mucho menos de Paula. Ella no era una niña mimada que hubiera nacido con un pan bajo el brazo y que no tuviera ninguna idea de lo afortunada que era. Ni un gilipollas agresivo que creyese que emborracharse y follar todo cuanto tuviera un par de tetas macizas y un buen culo era la receta perfecta para pasárselo bien. ¿Por qué ella entonces había tenido tan mala suerte?
Suspiré y alcé la vista hacia el cielo aborrascado.
—¡Dime lo que he de hacer! —exclamé alzando las manos en alto desesperado, agitando sin querer el tequila de la botella. En ese instante los nubarrones decidieron soltar la carga que llevaban.
Tuve mi respuesta. Tenía que dejarla ir. Ella debía estar al lado de su madre y de su padre, lo cual era mucho más fácil de decir que de hacer.
Incliné la botella de nuevo, pero antes de que el fuego líquido me quemara la lengua, la aparté y la arrojé por encima de la loma cubierta de hierba a la izquierda del mausoleo. La contemplé rodar cuesta abajo hasta detenerse al pie de la colina sin la mayor parte de su contenido, aunque no vacía del todo.
El simbolismo me hizo lanzar una carcajada como la de un loco. Paula era el jugo del demonio que me quemaba por dentro. Cuando estaba cerca de ella se me nublaba la cabeza y no podía pensar con claridad. Y ahora ella era libre, pero yo llevaría siempre una parte suya conmigo.
Porque no te sacabas a Paula Chaves del organismo tan fácilmente, al menos del mío.
No podía hacerlo. Era incapaz de dejarla ir.
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