lunes, 29 de junio de 2015
CAPITULO 34
—Mueve el culo que si no llegaremos tarde —me había estado gritando Dolores en la puerta del baño durante casi una hora y ya me estaba irritando de verdad.
Cuando acababa de abrir de un manotazo la puerta del baño para soltarle que se callara, un estrépito horroroso sacudió de pronto la casa desde los cimientos y un meteorito del tamaño del estado de Texas agujereó el techo y le cayó a Dolores en la cabeza antes de desplomarse al primer piso e
impactar ruidosamente contra el suelo. Los bracitos y las piernecitas de Dolores fueron lo único que vi de ella al asomarme por el gigantesco agujero que había abierto el meteorito para mirar abajo, y además no movía ni un solo dedo. Ding, dong, la arpía había muerto…
—¡Venga, que ya es hora de irnos! —gritó Dolores arrancándome de mi alucinación. El agujero del techo se esfumó de golpe, al igual que los escombros y el colosal meteorito. Había sido como un colocón de ácido.
Tenía que repetirlo otra vez, me lo había pasado en grande.
Dolores dio un grito ahogado, por lo visto se había quedado sin habla, algo muy inusual en ella.
—¡Estás guapísima… jolín, qué envidia me das! —exclamó rodeándome para contemplarme desde todos los ángulos—. Si a Pedro después de verte con este vestido no le cambia esa cara de estar cabreado con el mundo, ya nada lo hará.
Me dirigí al armario de Pedro y me miré en el espejo de cuerpo entero adosado tras la puerta. El vestido era precioso, al menos la exigua tela de la que estaba hecho.
Era de satén azul marino, con un gran escote en la
espalda que me llegaba hasta la curva del trasero. La pechera se componía tan solo de una banda que se entrecruzaba sobre mis senos y luego el vestido me envolvía las caderas, dejándome el vientre al descubierto hasta la cintura. Y aunque la falda me llegara a los tobillos, era como si no existiera, porque tenía un corte a partir del comienzo de mi muslo. Al menos el material del vestido era holgado y suelto.
Dolores me había peinado con el pelo recogido, pero me había dejado varios pequeños y elegantes bucles alrededor de la cara en los lugares más estratégicos. El maquillaje era mucho más atrevido que el que yo solía ponerme, y los ojos ahumados la verdad es que me quedaban de fábula. Si Dez pudiera verme juraría que ahora yo era una persona distinta y quizá no se avergonzaría tanto de que la vieran en público conmigo.
Pero por más guapa que me sintiera, dudaba que Pedro se fijara en mí.
Dolores tenía razón, parecía estar cabreado con el mundo entero y yo no tenía idea de por qué. No me había tocado desde la noche que estuvimos en la sala de música, cuando interpretamos la música más bella que nunca antes había tenido el placer de escuchar, con nuestros cuerpos y el piano como únicos instrumentos de la orquesta. No pude evitar soltar unas risitas, porque la escena parecía de lo más cursi incluso en mi propia cabeza, pero era verdad.
Le echaba de menos.
Cuando Pedro volvió de la «reunión de trabajo» no me despertó. Lo cual era muy raro en él, descorazonador para mí y terrible para el Chichi. Dolores me había dicho que Mario le había contado que Pedro se largó de la oficina
como alma que lleva el diablo sin decir siquiera qué le pasaba. No había respondido a las llamadas de Dolores, ni siquiera a las mías, hasta que le envié un mensaje.
—¿Me has oído? —me preguntó Dolores en ese tono suyo de «hoooolaaaaa». Vaya, se ve que había estado soñando despierta de nuevo.
—¿Mm…, sí? —le respondí en un tono más de pregunta que de afirmación.
—¿Qué te acabo de decir? —me soltó poniéndose en jarras con la cabeza ladeada, con cara de «si no lo sabes vas a ver la que te espera».
—Que Pedro después de verme con este vestido tenía esa cara de nada lo hará y que el mundo estaba cabreado —repetí. Vale, tal vez no fuera clavado a lo que ella me había dicho, pero al menos se le parecía, ¿no?
Dolores frunció el ceño al oírme.
—Ponte los zapatos. Los chicos nos están esperando.
Me puse los zapatos de tacón, agarré el bolso y seguí al pequeño chihuahua ladrador que era Dolores hasta el primer tramo de las escaleras.
Cuando llegué al primer rellano, me detuve quedándome sin habla al ver a Pedro. Iba perfecto de la cabeza a los pies.
Ahí estaba él, con un esmoquin negro, una camisa blanca, zapatos negros y una bonita cara, listo y preparado. Y encima se veía de lo más cómodo con esa ropa.
Alzó la vista mirando el rellano donde yo me había detenido.
Casi se dio media vuelta, pero en su lugar volvió la cabeza dos veces para mirarme.
Vaya, de modo que después de todo se había fijado en mí.
Sonrió de una forma extraña mientras yo bajaba las escaleras y se pasó las manos por entre el pelo antes de tomarme de la mano.
—Estás deslumbrante —me dijo, y luego me besó el dorso de la mano como un auténtico Príncipe Azul. En ese instante vi que yo me parecía en muchos sentidos a la Cenicienta. Al igual que ella, no era más que una chica de la clase obrera viviendo una bella fantasía. Solo que en lugar de un hada madrina tenía un contrato de dos años.
A Pedro se le ensanchó la sonrisa al ver en mi muñeca el brazalete Alfonso, pero de pronto se le borró de la cara y me soltó de la mano.
Aclarándose la garganta, se metió las manos en los bolsillos como si se sintiera incómodo.
—De acuerdo, vamos.
Dolores también carraspeó «discretamente» —¡sí hombre, y qué más!—, y cuando Pedro la miró, ella ladeó rápidamente la cabeza hacia mí dándose unas palmaditas en el cuello.
—¡Oh! —exclamó Pedro pillando por fin algo que para él era evidente —. Tengo un regalito para ti —me dijo metiéndose la mano en el bolsillo.
Se sacó una cadenita de platino. Cuando la sostuvo en alto, vi un diamante azul colgando en medio.
—¡Oh, Pedro! No tenías que haberlo hecho —dije, ¡por Dios, si hasta sonaba como la Cenicienta!, pero este era el efecto que él me producía.
Pedro se encogió de hombros sin mirarme. En su lugar se centró en el cierre de la cadenita.
—No es nada. Te mereces esto… —respondió suspirando y por fin levantó la cabeza con una firme convicción en la mirada—, y mucho más.
Qué raro estaba. Sobre todo teniendo en cuenta la forma en que me había tratado los dos últimos días, huyendo de mí como de la peste.
Pedro se puso detrás de mí y me rozó apenas con el pecho la piel de la espalda mientras me cerraba la cadenita alrededor del cuello. Antes de alejarse, deslizó sus dedos por mis hombros, haciéndome estremecer.
Le puse mi mano en el antebrazo para detenerle.
—Gracias —musité, y luego poniéndome de puntillas le di un tierno beso. Cuando me aparté, noté que él tenía los músculos de la mandíbula tensos como si estuviera apretando los dientes.
No entendía qué le pasaba. Dos días atrás no me lo podía sacar de encima como si no se cansara nunca de estar conmigo y ahora era todo lo contrario. No sabía si de golpe le asqueaba o si se había enojado por algo que yo había hecho o qué. Pero lo que sí sabía es que era yo la que ahora se estaba empezando a enojar. Pero quizá fuera está la cuestión. Desde que había sabido lo de Julieta, había intentando dejar mi aspecto de arpía a un lado y ser amable con él. Pero quizá no le gustaba este aspecto mío. Tal vez no era Pedro el que había cambiado, sino yo, y a lo mejor no le atraía esta nueva forma de ser mía.
Muy bien.
Sacando la barbilla con actitud decidida, le solté el antebrazo y me dirigí a la puerta. Pero entonces vi que nadie me seguía.
—¿Y? ¿A qué esperáis? Acabemos con esto cuanto antes —les solté girándome.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Espectaculares los 3 caps!!!!!!!!!!
ResponderEliminarMuy buenos capítulos! Al fin descubrió la razón por la que lo hizo Pau!
ResponderEliminar