domingo, 21 de junio de 2015
CAPITULO 8
¡Oh… madre… mía!
Nunca, en toda mi vida, había sentido algo tan deliciosamente placentero.
No me puedo creer las cosas perversas que ese tipo me hizo con los dedos y su seductora forma de mirarme bajo esas largas y espesas pestañas, hipnotizándome y obligando a mi cuerpo a acatar todas sus órdenes. Las
guarradas que me dijo con su pecaminosa boca que me hicieron querer abofetearle y al mismo tiempo cabalgar rabiosamente sobre su cara, por no hablar de esa lengua suya y de las malas artes con las que encandiló a mis
pezones. Era como si le hablara a todo mi cuerpo sin pronunciar una sola palabra, pero te juro que me arrobó.
Ese tipo era el demonio encarnado, el hijo inmortal de Satanás y yo estaba perdida. Sentí que me habían sorbido del alma la poca religión que quedaba en mi cuerpo traicionero, convirtiéndome en una pecadora reincidente. Iría de cabeza al infierno y esperaba con ansia encontrarme con sus dedos en las mismísimas puertas del averno.
Me quedé sentada en la bañera sumergida en mi delicioso gozo postorgásmico, con la piel de gallina y el agua enfriándose. Él siguió con sus idas y venidas del baño al dormitorio mientras se preparaba para ir a trabajar. Le contemplé cepillándose los dientes en calzoncillos y luego
desaparecer en el dormitorio para volver a aparecer con unos pantalones deportivos negros de cintura baja que acentuaban la deliciosa V de su abdomen. Iba con el cinturón desabrochado y el torso desnudo, y se quedó allí plantado descalzo. Observé cautivada el movimiento de los músculos de su espalda mientras se miraba al espejo poniéndose un poco de gel en la palma antes de pasarse los dedos por su sexi pelo. Me miró y me guiñó el ojo esbozando esa sonrisita suya de suficiencia mientras se aplicaba el desodorante de un modo que parecía hasta pornográfico. Me moría por hundir mi nariz en la cavidad de sus axilas, te lo juro.
Irradiaba tanta seguridad que me dieron ganas de lamerle de arriba a abajo y luego chuparle tal vez los dedos pequeños de los pies.
Aunque una parte de mí se alegraba de que se fuera, mi miniputa interior quería suplicarle que volviera a meterse en la bañera y que nos enseñara de nuevo el truco de magia que había realizado con esos dedos pornotásticos.
Así fue cómo nació la Agente Doble Coñocaliente. Mi primer orgasmo fue todo cuanto necesitó para cobrar vida. Y por lo visto era una puerca de lo más desvergonzada. Fenomenal.
Al gritar Pedro que se iba y cerrar la puerta tras él fue cuando por fin me obligué a salir de la bañera del pecado.
Descubrí mis bolsas reposando junto a la puerta y supuse que Pedro las había subido. En cuanto me vestí y me sentí un poco pudorosa de nuevo, decidí salir del dormitorio para ir en busca de algo para comer. La noche pasada no había cenado porque aquel local me había puesto los nervios de punta y temía acabar vomitando en medio de la subasta.
En la casa reinaba un extraño silencio, aunque el lugar era curiosamente cálido y acogedor teniendo en cuenta sus grandes dimensiones. Crucé el pasillo lentamente y me dirigí a la escalera echando embelesada un vistazo a mi alrededor. El interior estaba exquisitamente decorado con pinturas de grandes dimensiones que sin duda costaban más de lo que mi padre hubiera ganado en todo un año de trabajo en la única fábrica de Hillsboro. El suelo estaba cubierto con lujosas alfombras rojas, pero las paredes eran blancas.
La mayoría de puertas de las otras habitaciones se hallaban cerradas, pero no me preocupé en abrirlas porque tenía hambre y sabía que acabaría viendo lo que ocultaban a lo largo de los dos años siguientes.
En cuanto bajé por las escaleras, el extraño silencio se esfumó. Había al menos media docena de mujeres vestidas con uniformes grises y delantales blancos correteando como una colonia de hormigas unidas en la tarea común de hacer que la Casa de Alfonso estuviera inmaculada. Pero se
pararon en seco tan pronto advirtieron mi presencia, me convertí en el centro de sus sorprendidas miradas.
—Mm…, hola —les saludé.
Una mujer baja y regordeta dio un paso hacia delante con una sonrisa tan luminosa como el sol.
—Lo siento, señorita —me dijo—. No queríamos molestarla. Si quiere podemos volver más tarde —añadió agitando las manos a sus compañeras para que empezaran a recoger los bártulos de limpieza.
—No, no hace falta —repuse, seguramente un poco más alto de lo necesario—. Me refiero, ya me entendéis… a que no me molestáis. Haced lo que tengáis que hacer, yo intentaré no estorbar.
—Nos marcharemos enseguida —añadió volviéndose hacia mí y ofreciéndome la misma amplia sonrisa.
Fruncí el ceño.
—¿Ah, sí?, tomaos el tiempo que os haga falta —le respondí.
Ella me hizo una pequeña reverencia, lo cual me pareció muy raro, y luego se dio media vuelta para disponerse a seguir limpiando, pero yo la detuve.
—Mm…, ¿puedes indicarme dónde está la cocina?
Agitó la mano hacia un largo corredor.
—La encontrará al final del pasillo, después del comedor, señorita.
Le di las gracias y me encaminé hacia aquella dirección, convencida de que les había dado una buena razón para especular y cotillear en cuanto me hubiera alejado lo bastante para que no las oyera. Pero no las culpaba.
Seguramente yo haría lo mismo si estuviera en su lugar. Y entonces me pregunté si mi aspecto habría cambiado ahora que había tenido mi primer orgasmo. ¿Lo podían notar? No creo.
Deambulé por la parte trasera de la casa pasando por un comedor enorme con una mesa en medio ante la que podrían sentarse unos cincuenta comensales por lo menos. Vale, puede que haya exagerado un poco, pero te juro que parecía la mesa de Indiana Jones y el templo maldito cuando les sirven a los invitados sesos de mono refrigerados.
Al final había otra puerta y podría jurar por Dios que si al abrirla me hubiera encontrado en algún túnel antiguo lleno de bombas trampa y de toda clase de insectos pensaba salir cagando leches, pero por suerte solo se trataba de la cocina. Aunque no estoy segura de que pudiera llamarse así, porque parecía una palabra demasiado pequeña para describir el enorme espacio con pinta de restaurante que tenía ante mí destinado a cocinar.
Todo en él era de acero inoxidable y estaba más esterilizado que el interior de una garrafa de lejía. Pero por suerte al echar un vistazo a mi alrededor no vi el menor rastro de sesos de mono o de esas tacitas de latón en las que los servían, así que suspiré aliviada.
Eché una miradita por el lugar hasta encontrar al fin una despensa. Era tan grande como la primera planta de la casa de mis padres y ¡madre mía!, parecía que acabara de dar con un filón de comida basura. Por lo visto al señor Alfonso, alias el Rey de los Dedos Folladores, era un goloso. Cogí
una caja de cereales rellenos de chocolate —porque esta clase de cereales me volvían loca—, y sirope de chocolate, y salí de la alacena alegre como unas castañuelas para volver a la cocina.
Recordaba haber visto boles en alguna parte mientras buscaba la despensa, pero volver a encontrarlos iba a ser como jugar a un Memory enorme. Después de abrir varios armarios, por fin me apunté un tanto y chillé «¡Bingo!» lanzando victoriosa el puño al aire.
Me lo estaba pasando en grande.
La nevera era, claro está, evidente y como ya habrás adivinado, también gigantesca. Imagínate el chasco que me llevé al abrir una de las puertas y descubrir que no había en ella un grupo de empleados equipados para trabajar en una cámara frigorífica. No me habría sorprendido encontrar un
carnicero viviendo dentro con un rebaño de vacas, pero supongo que Pedro pasó de este detalle.
Cogí la leche, y volviendo a donde había dejado el bol, lo llené con cereales relamiéndome mientras vertía la leche de vaca sobre los riquísimos y crujientes cereales rellenos de chocolate y estos tomaban el color del cacao. Procuré no echar demasiada para que no rebosara del bol y ensuciara la cocina, aunque seguramente en algún lugar habría una especie de flautita, no me acuerdo de cómo se llamaba, para convocar a un grupo de duendecillos con ropa naranja y pelo verde para que limpiaran el lugar correteando de aquí para allá antes de regresar a la deprimente y oscura mazmorra con el resto de sus menudos amiguitos.
Sí, tenía una imaginación hiperactiva, pero en un lugar tan grande como este era de esperar que se me hubiera desbocado.
Como sabía exactamente dónde estaban los vasos por mi anterior expedición en busca del bol, agarré uno y le eché una cantidad alucinante de sirope de chocolate. Te juro que en algún profundo recoveco de mi conciencia podía oír a mi dentista chasqueando la lengua contrariado.
Y entonces llegó la hora de volver a jugar al busca y encuentra para dar con la cubertería de plata. Aunque era tanta el hambre que tenía que me habría conformado con una cuchara de plástico… o hasta con un tenedorcuchara.
¡Bingo! La encontré en el primer cajón que abrí. Estaba de suerte, porque detestaba el cereal blando.
Guardé la leche y el sirope en la nevera, y la caja de cereales en la despensa, y me dispuse a volver a la habitación.
Pero de pronto sonó el teléfono.
Echando una mirada por la cocina, lo vi por fin colgado en la pared al lado de los fogones, pero no pensaba contestar la llamada ni loca. En primer lugar porque tendría que abandonar mi remanso de azúcar. Y en segundo, porque no tenía idea de quién podía ser y no era mi casa. Además
¿cómo iba a explicar quién era yo o por qué me había puesto al teléfono?
Mm…, hola. Soy la jodida virgen por la que el señor Alfonso ha pagado dos millones de pavos para hacer cochinadas, muchas cochinadas, con ella. A decir verdad, justo anoche me folló por la boca, pero esto fue después de estar yo en un tris de morderle la polla y antes de meterme él esta mañana sus dedos folladores en mi coño caliente hasta hacerme derretir de placer. En este momento no está en casa, pero si quieres puedes dejarle un mensaje.
Sí, no podía mantener esa conversación.
Por lo que ignoré la insistente llamada y me dispuse a hundir la cuchara en mi delicioso manjar.
Por más que me hubiera irritado, el sonido del teléfono me recordó que tenía que llamar a Dez para ver si había alguna novedad. Había escondido el móvil entre mis cosas esperando que quienquiera que me adquiriese no hiciera algo como quitármelo y prohibirme tener algún tipo de contacto con el mundo exterior. Pero como Pedro no me había dicho que no pudiera usarlo, supuse que podía llamarla.
Aunque me importaba un pepino lo que él dijera. Porque le había vendido mi cuerpo y no mi humanidad.
En cuanto me zampé el desayuno, enjuagué los platos los metí en el lavavajillas y luego me quedé allí como una idiota.
No tenía ni puñetera idea de lo que iba a hacer el resto del día. Me dije que podía subir arriba, encontrar el móvil y llamar a Dez, pero como me acababa de tomar una ración de cereales de chocolate propia de Jethro Bodine, el montañés de la serie Los nuevos ricos, tenía la barriga demasiado llena como para hacer esta clase de ejercicio. De pronto ocurriéndoseme una idea luminosa, decidí buscar una tele y ver en su lugar mi programa favorito de Maury
Powich.
Después de vagar por la casa durante lo que se me hizo una eternidad, deseando haber dejado un reguero de miguitas para encontrar el camino de vuelta, di por fin con lo que era a toda vista una sala recreativa. Era como un parque masculino lleno de testosterona: con videoconsolas, una mesa para jugar al hockey de aire, un gigantesco equipo de música estéreo y una pista de baile, butacas para ver películas y sofás modulares de cuero, una mesa para jugar al póquer, una barra con pileta incluida para servir bebidas y la tele más gigantesca que había visto en mi vida. En realidad era más bien una paredvisión. Hablo en serio, ocupaba la pared entera.
Me pregunté si Pedro se sentaba alguna vez en este lugar con la mano metida bajo la parte delantera de los pantalones en la típica postura de Al Bundy, el protagonista de la serie Matrimonio con hijos.
¿Puede por favor alguien decirme por qué de pronto me he imaginado metiéndole mi mano debajo de los pantalones?
La Agente Doble Coñocaliente sonrió de manera cómplice y asintió con la cabeza indicándome que sabía la respuesta.
—¡Cállate! A ti se te ha ido la cabeza, chata —le farfullé a mi entrepierna.
De cualquier manera, no tenía ni puñetera idea de cómo encender esa monstruosa tele, pero logré encontrar un control remoto gigantesco en el bar. Lo cogí con las dos manos y me senté en una de las butacas del cine para estudiarlo. El muy jodido tenía tropecientos botones y ni siquiera aparecía ninguna abreviatura que indicara para qué servían. Iba a pasármelo de coña.
Cerré los ojos y jugué a eso que giras el dedo en el aire y lo dejas caer sobre un botón esperando que sea el que quieres que sea. Nada. Abrí un ojo y eché un vistazo a mi alrededor, descubriendo lucecitas tornasoladas reflejándose en las paredes cuando se ponían a girar por la sala. Alcé la
vista sorprendida y… ¿es que tenía él una discoteca y todo en su cueva de cavernícola? Solté unas risitas e hice otro intento. Esta vez Eminem se puso a sonar a todo volumen en un sistema de altavoces con sonido envolvente a un nivel de decibelios que probablemente me iba a taladrar los tímpanos en cuestión de minutos. Intenté apagar la música, pero como había pulsado el botón con los ojos cerrados no sabía cuál era.
Probablemente no era una de las mejores ideas que se me habían ocurrido.
A esas alturas ya estaba pulsando frenéticamente un montón de botones, intentando encontrar el que servía para parar aquella locura, pero solo causé más disparates. No bromeo, la pista de baile se puso a dar vueltas, un montón de luces multicolores empezaron a parpadear, la butaca en la que estaba sentada se puso a vibrar dándome un masaje y… ¿Qué diablos era eso? ¿Es que la licuadora también se podía activar con el maldito control remoto?
Pulsé un botón más y por fin se encendió la cabrona de la tele.
Arrojé el control remoto en medio de la sala y me hundí en la butaca abusona con dedos superagradables porque, por más relajada que me sintiera, ese masaje me iba de coña.
—¡Calgon! ¡Transpórtame lejos de aquí! —Grité a voz en cuello como en el eslogan de la tele para oírme por encima de la música de Eminem—. ¡No tengo miedo! ¡Que te jodan, Sombra Oscura! ¡Tengo miedo! ¡Mucho miedo!
—¿Qué diablos estás haciendo? —oí que gritaba alguien.
Abrí los ojos de golpe tambaleándome hacia delante, con el corazón a punto de salírseme del pecho del susto. Pedro estaba plantado en el dintel de la puerta con cara de alucinado.
—¡Haz que se calle! —le repliqué.
Cruzó la sala, cogió el control remoto del suelo donde había ido a parar y pulsó como si nada varios botones hasta silenciar por fin la música y hacer que el sillón abusón dejara de manosearme. Bueno, está parte no estaba tan mal después de todo, y habría preferido que se hubiera olvidado
de pulsar ese botón.
—¡Lo siento! —grité, porque por lo visto mi cerebro todavía no había procesado que ya no necesitaba hablar chillando.
Pedro me miró con una ceja levantada. Bajé la voz—. Lo siento —le dije de nuevo—. Solo quería ver la tele… y además ¿cómo se te ocurre tener un control remoto lleno de
botones en los que no pone para qué sirven?
—Aprender a manejarlo lleva su tiempo —repuso dejándolo sobre la barra del bar.
—¿Qué haces en casa a estas horas? Creía que dijiste que volverías a las seis.
—Sí, bueno, es la primera vez que lo hago, pero me he olvidado de repasar algunos detalles contigo y Dolores pasará hoy por aquí —dijo desabrochándose la chaqueta y echándosela hacia atrás para ponerse en jarras.
Me moría por morderle la barriga. Era evidente que la Doble Agente Coñocaliente se había apoderado de mi cerebro, la traidora.
—Y por favor —prosiguió, ¡ay, qué sexi estaba con la corbata de seda roja que llevaba!—, no juguetees con las cosas si no sabes cómo funcionan. No creo que queramos tener otro percance, ¿verdad? —añadió acariciando en serio su Vergazo Prodigioso a través de los pantalones como si lo
estuviera consolando. Me entraron ganas de agarrarle la sexi corbata y estrangularle.
—Bah, de aquello que pasó ayer ya ni me acuerdo —le solté burlonamente—. Supéralo de una vez, Pedro . Además anoche lo besé y te hice pasar un buen rato.
No me podía creer que estas palabras hubieran salido de mi boca.
Y que me viniera a la cabeza tan deprisa la imagen de él corriéndose en mi boca. ¡Por Dios, Pau! Contrólate. ¿O es que has olvidado que lo odias?
Que quede claro que era a él a quien odiaba y no al Vergazo Prodigioso o a esos dedos orgásticamente largos que ahora tamborileaban en sus deliciosas y sexis caderas.
—¡Que te jodan! Te odio —le solté, pero al instante lancé un grito ahogado tapándome la boca, no por temor a haberle ofendido, sino porque normalmente no decía palabrotas. Ni tampoco solía pensar en los dedos de una forma tan guarra como hacía unos instantes. Decidí echarle la culpa de mi temporal ataque de locura al exceso de chocolate y azúcar.
—Ah, no te preocupes, que ya vas a joderme —afirmó acercándose a mí con actitud de depredador—. ¡Y no sabes cuánto! Pero ahora no puede ser, porque tenemos cosas que hacer. Venga, que hemos de irnos.
—¿A dónde?
Me agarró de la muñeca y, tirando de mí, me obligó a levantarme del sillón superabusón. Me sacó a remolque de la sala.
—Tienes una cita.
—¿Qué cita? Yo no he concertado ninguna —le dije intentando zafarme de su mano.
—Ahora sí tienes una. Sería un irresponsable si no te llevara al médico para que te examine antes de saquear ese coñito tuyo, ¿no te parece?
Me paré en seco, obligándole a él a hacer lo mismo.
—¿Vas a llevar a mi conejito al veterinario? —le pregunté ofendida.
—No te conozco lo bastante como para creer que eres lo que dices ser — dijo estrechándome contra su pecho y agarrándome las nalgas—. He comprado una virgen y quiero asegurarme de que haya pagado por una de verdad. Además necesitarás un método anticonceptivo, porque cuando por fin me meta dentro de esa prieta minita de oro tuya sobre la que te sientas, quiero asegurarme de poderla notar del todo.
Me dejó papando moscas.
—Cierra la boca, Paula. A no ser que sea una invitación para que te meta algo en ella —me soltó, y luego me levantó la barbilla con los dedos para cerrármela antes de alejarse con una sonrisa en la cara.
Uno o dos minutos más tarde, me descubrí sentada frente a Pedro en la limusina para ir a ver al gilipollas del médico.
Pedro encendió un cigarrillo y abrió la ventanilla para echar el humo fuera. Normalmente yo hubiera puesto el grito en el cielo por no haber pensado él en mis pulmones, pero rodeó el filtro con sus labios de una manera tan… bueno ya me entiendes, que me hizo pensar en unas cosas perversas, muy perversas.
—Si quieres puedes besarme —me dijo dando otra calada—. Estoy aquí para darte placer, al igual que tú lo estás para dármelo a mí.
Crucé las piernas, intentando sentir una fricción que ahora de pronto echaba de menos, y también crucé los brazos, desafiante. No le respondí nada. Porque ¡qué iba a responderle a eso!
—Esto —añadió acariciándose la polla de arriba abajo a través de sus pantalones— también es para darte placer. No te cortes al pedirme lo que quieras, Paula. O en coger lo que quieras, porque estoy segurísimo de que más adelante no te dará vergüenza.
Apartando la vista me puse a mirar por la ventanilla, intentando ignorar el hormigueo que sentía en mis partes femeninas. Y reconozco que mis partes femeninas estaban salivando con las imágenes que sus palabras me habían evocado. Por el rabillo del ojo vi que apagaba el cigarrillo.
—Te lo mostraré —me dijo de pronto.
Cruzó al instante el espacio que nos separaba y me descruzó las piernas con brusquedad antes de meter la cara entre ellas. Luego agarrándome del culo, me atrajo hacia él para poder maniobrar mejor. Lancé un grito ahogado de sorpresa al sentir su cálido aliento atravesando el grueso tejido de mis vaqueros mientras deslizaba su boca por mis partes. Contemplé impactada los movimientos de su cabeza y luego alzó la vista mirándome e hizo todo un espectáculo dándome lametadas con su larga lengua ahí abajo.
Sus dientes se asomaron entre sus labios y me sonrió pícaramente antes de mordisquearme la zona sobre el clítoris y luego me hizo un guiño.
—¡Oh, Dios! —gemí de placer agarrándole con las dos manos el pelo y metiendo con rudeza su cara entre mis muslos.
Pedro pegó la boca a mi coño ejerciendo más presión.
—Mmmm… me encanta una mujer que sabe lo que quiere, Paula.
Su forma de susurrar mi nombre me hizo estremecer por dentro, anunciando una erupción mucho más poderosa que las del Monte de Santa Helena. Pero entonces el cabronazo puso sus manos sobre las mías y me obligó a soltarle el pelo antes de echarse atrás y darme luego un leve beso
en el clítoris.
—¡Qué… prometedor! —suspiró—. Me muero de ganas de ver tu reacción sin ropa de por medio, pero por desgracia tendremos que esperar un poco.
Me quedé jadeando, incapaz de controlar a mi puta interior, pero Pedro volvió a sentarse en su sitio y se alisó la ropa tan pancho como si nada.
Luego se pasó las manos por entre el cabello para peinárselo, y yo me puse a gritar dentro de mí, queriendo arrancárselo todo.
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Espectaculares los 3 caps!!!!!!!!!!
ResponderEliminarNananana se pasan de buenos estos capitulos !!! Me encanta
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