jueves, 9 de julio de 2015

CAPITULO 68





—Todavía no me creo que ya se haya acabado —dijo
Pau desde el asiento del copiloto de mi Lamborghini mientras conducíamos por la I-55 hacia Hillsboro.


Había pasado casi una semana desde la reunión con la junta directiva y, con todo el drama al que habíamos sobrevivido, necesitábamos un descanso.


Hillsboro era lo bastante tranquilo como para proporcionarnos ese descanso y a la vez permitía que Pau viera a sus padres. Ella pensaba que íbamos a coger una habitación en un hotel. Yo no hice nada para que cambiara de parecer.


—Ya se ha acabado, gatita.


Me llevé nuestras manos entrelazadas a los labios y besé su dedo anular izquierdo todavía desnudo antes de dedicarle una sonrisa torcida.


—Ohh, ahí está la casita de campo —dijo Lanie mientras nos acercamos a ella.


Cuando solté su mano para poder cambiar a una marcha inferior y aparcar en la carretera, ella frunció el ceño… hasta que vio la expresión en mi rostro y supo que estaba recordando la última vez que habíamos estado allí.


—Pedro, no. No vamos a hacerlo otra vez.


Yo no dije nada mientras abría la puerta y bajaba del coche. Cuando me fui al otro lado y le abrí la puerta, ella cruzó los brazos de un modo desafiante sobre el pecho.


—No, Pedro. Podemos tener todo el sexo que quieras en el hotel, pero aquí no, otra vez no. Casi nos pillaron la última vez.


—No nos pillarán —le aseguré, luego la cogí de la mano y tiré de ella para sacarla del asiento del copiloto.


Me acompañó reacia. Entrelacé los dedos con los de ella mientras la guiaba hasta la parte de atrás de la casa y más allá hasta el estanque y el cenador.


—¿Qué haces? ¿Estás loco?


Ella miraba frenética de un lado a otro en busca de alguna evidencia de que los vecinos nos hubieran visto.— Sí, en realidad, sí que lo estoy. —Tiré de ella hasta el escalón del cenador y la guié hasta el columpio—. Y es por tu culpa. Tú me vuelves loco.


La giré de manera que estuviera de espaldas al columpio y empujé ligeramente sus hombros hacia abajo, alentándola a que se sentara. El sol se estaba poniendo en el horizonte y el brillo naranja y rosa que lanzaban sus rayos bañó los perfectos rasgos de su rostro. La pequeña familia de patos nadó en ese hacia el otro lado del estanque; sus silenciosos graznidos eran el único sonido que llegaba de nuestro alrededor.


Me arrodillé frente a ella y me reparé en la expresión de confusión que tenía en la cara.


—Quiero darte todo lo que deseas, Pau. Pasado, presente y futuro. Y lo haré. Me siento fatal por no haberlo hecho bien la primera vez —dije mientras sacaba la cajita de terciopelo azul marino de mi bolsillo.


Ella ahogó un grito y se llevó las manos a la boca.


—Oh, Pedro.


—¿Sabes? Para ser la futura señora de Pedro Alfonso, tu dedo anular está muy desnudo.


Le sonreí y la abrí para dejar a la vista un anillo de compromiso.


Era único, diseñado para una mujer, pero se heredaba de generación en generación en lo que esperaba que fuera una larga línea de tradición. Tres quilates de diamantes repartidos en grupos a la vez insertados en platino y que estaban intrincadamente colocados en circulitos y en espiral alrededor de un zafiro de corte esmeralda que había en el centro.


Nada demasiado extravagante; la simplicidad era su encanto.


Lo saqué de la caja y alargué el brazo para cogerle su mano temblorosa con una sonrisa.


—Era de mi madre, y ahora me gustaría que fuera tuyo.


Se lo puse en el dedo y la miré a los ojos. Las lágrimas se le formaron y se le derramaron por sus mejillas. Su sonrisa fue lo más precioso que hubiera visto nunca, y deseé haber contratado a un puto artista para que capturara el momento en toda su infinita gloria y lo inmortalizara para siempre en el
tiempo.


Le di un beso tierno.


—Te quiero, Paula Chaves.


—Lo sé. Yo también te quiero —susurró, y luego bajó la mirada hasta el anillo que tenía en el dedo—. Es muy bonito. Gracias.


—De nada, pero aún hay más —le dije con una sonrisa traviesa mientras me ponía de pie.


Ella levantó la cabeza de golpe.


—¿Más? ¿Qué más?


—Vamos —le dije cogiéndola de la mano y tirando de ella para que también se pusiera de pie.


Sentí que la arrastraba durante todo el camino, y probablemente debería haber ralentizado el paso para que pudiera mantener el ritmo, pero estaba jodidamente emocionado por enseñarle la siguiente sorpresa. Cuando llegamos al Lamborghini, me giré y seguí caminando en dirección a la puerta principal.


—¿Adónde vas? ¡Alguien llamará a la policía!


Ella me tiró del brazo para que retrocediera y volviera al coche.


Yo tiré un poco más fuerte de su mano y la obligué a chocar contra mi pecho a la vez que la rodeaba con un brazo.


—Cálmate, mujer. Nadie va a llamar a la policía —le dije con una risa, y luego levanté el brazo que tenía a su espalda para que pudiera ver lo que tenía en la mano: las llaves de la casita de campo.


Solo le llevó un segundo procesarlo. Miró hacia el jardín delantero y por fin se dio cuenta de que la señal de En Venta ahora tenía un cartel encima que ponía Vendida.


Pedro, no lo has hecho.


Sentía la sonrisa tirar de mis mejillas. Era incapaz de no mostrar lo orgulloso que estaba de mí mismo por regalarle a la mujer de la que me había enamorado locamente la casa de los sueños de su infancia.


—Bienvenida a casa, Pau.


Ella se quedó allí pasmada mientras yo introducía la llave en la cerradura y abría la puerta.


En cuanto regresé a casa después de haber dejado a Pau en la de sus padres semanas atrás, ya dejé firmada la compra. La casa iba a ser mía de todas formas, pero cuando ofrecí cuatro veces el precio de la vivienda, el dueño prácticamente se cayó de culo y aceptó mi oferta.Dolores se encargó a partir de ahí.


Pensé que se iba a ir de la lengua con Pau, pero estaba muy orgulloso de ella por haber conseguido mantener esa bocaza cerrada. Y ni siquiera exageró con la decoración tampoco.


Cogí a Pau de la mano y la guié hasta el interior antes de cerrar la puerta a mi espalda. Me acerqué hasta la chimenea y cogí el mando de encima para encender la chimenea de gas.


—¿Qué opinas? —le pregunté al ver que no había dicho nada.


Miró en derredor. Había habido alguna ligera remodelación, pero yo insistí en que todos los detalles pintorescos de los que Pau había hablado se dejaran intactos. Los suelos se habían cambiado y sacado brillo y los muebles eran todos nuevos, pero rústicos y lujosos. Todas las comodidades que
pudiera desear o necesitar estaban ahí y terminaban con unos cojines enormes de suelo que ocupaban el espacio frente a la chimenea.


Pero Pau seguía sin decir nada, y eso me ponía nervioso.


—No tienes por qué dejarla así. Hice que Dolores la redecorara porque no quería que estuviera vacía cuando te la enseñara. También puedes rehacerlo todo si no te gusta.


Ella se giró e hizo desaparecer la distancia que nos separaba.


—Cállate, Pedro. Hablas demasiado.


Me agarró de la camisa y tiró de mí hacia ella para darme un beso que hizo que los dedos de los pies se me retorcieran.


Pero tampoco paró ahí.


Su lengua, tan suave y maleable, se movió contra la mía; sabía tan dulce como el algodón de azúcar. La abracé fuerte, tomé todo lo que ella me daba y le devolví más a cambio. Su cuerpo se amoldó al mío, y la forma en la que se movía contra mí… Ay, Dios, la forma en la que la mujer se movía era exasperante.


Ella había venido a mí como una virgen, sin experiencia sexual ninguna. Y aunque mi intención original hubiera sido enseñarle todo lo que a mí me gustaba, su verdadero profesor había sido su propio cuerpo. Ella sabía lo que quería, y todas las inhibiciones se esfumaban en lo que se refería a tomarlo. Y al responder a las exigencias de su propio cuerpo, respondía a las mías también.


Sus ágiles dedos viajaron hasta el centro de mi camisa desabrochando cada botón mientras los iba pasando. Ella no rompió el beso, ni paró para respirar. No lo necesitaba; cada respiración que dábamos se alimentaba de la del otro. Sus manos se deslizaron dentro de la abertura de mi camisa y se
pegaron contra mi torso desnudo. Cada músculo de mi cuerpo se tensó ante su contacto. Cuando por fin Pau se separó, sentí la pérdida al instante, pero su atención ahora se había desviado a un lado de mi cuello, y aquello también me parecía de puta madre.


Sus blandos labios me succionaron y chuparon la piel mientras su lengua me saboreaba. Pegué a Pau más contra mí, me encontré con sus exploradoras caderas y restregué el bulto de mis pantalones contra su sexo. Ella se movió hacia mi pecho y rodeó con la lengua cada uno de mis duros pezones mientras me tocaba con las manos los músculos del otro lado.


Entonces movió las manos lentamente por mis hombros, y dejó que la camisa se me deslizara por los brazos hasta terminar cayendo al suelo.


Cuando centró la atención en el otro pezón, le pasé los dedos por el pelo. Escalofríos me recorrieron la espina dorsal cuando sentí sus uñas clavadas en mis abdominales hasta llegar a la cintura de mis vaqueros. Tiró de ellos, obligándome a acercarme más a ella, y luego sentí su mano acariciarme a través de la tela con la presión perfecta.


—Gatita…


Fue todo lo que pude decir entre mis pesadas respiraciones mientras intentaba desesperadamente no perder el control antes de haber liberado siquiera mi polla de su prisión.


Ella se quitó los zapatos a patadas y yo llevé las manos hasta el dobladillo de su camiseta. Mi dedo pulgar acarició la piel desnuda de abajo, pero no fue suficiente. Así que le levanté la camiseta por encima de la cabeza para que se uniera a mi camisa en el suelo. Estaba impresionante con ese sujetador azul con adornitos que llevaba debajo, los cremosos montículos de sus pechos se le salían por encima de las copas. Los toqué, apretándolos y amasándolos a través del fino material, justo como a ella le gustaba.
Pasé los pulgares por encima de sus endurecidos pezones y ella me mordió la piel del pecho como reacción. Sí, le gustaba. Tanto que el botón de mis vaqueros se abrió y su mano se deslizó dentro para tener un contacto piel con piel.


Siseé cuando el talón de su mano pasó por encima del glande de mi verga.


—Dios santo, Pau.


—Estás tan duro… —dijo ella con una fascinación lujuriosa.


Movió la mano contra mí tanto como los estrechos confines de mis vaqueros la dejaron.


Bajé la mirada para poder ver su mano metida en la parte delantera de mis pantalones porque sabía que sería una imagen erótica de cojones. Tenía razón.


La cabeza de mi polla presionaba contra la parte superior de la cinturilla, y al parecer ella lo vio también, porque retiró rápidamente la mano de mis pantalones y se arrodilló frente a mí. Su boquita sexy se apoderó de la punta y la devoró con entusiasmo.


Las pelotas se me tensaron al instante y tuve que agarrarla de los brazos para ponerla de pie antes de que me corriera en el sitio.


—Baja el ritmo o no voy a durar mucho —le advertí, manteniéndola todo lo alejada que el brazo me permitía.


Un brillo sensual iluminó sus ojos azules y ella luchó contra mi agarre para tirar de mis pantalones.


—No quiero bajar el ritmo, Pedro. Te deseo. Quiero sentirte, tan grande y duro dentro de mí. Quiero saborear tu semen mientras se desliza por mi garganta. Quiero sentir tus labios y tu lengua sobre mi coño. Lo quiero todo, Pedro. Lo necesito todo, y me prometiste que me darías todo lo que quisiera o necesitara.


—Joder —gemí ante ese discurso tan guarro.


Era mi debilidad y ella lo sabía. Me tenía comiendo de su mano, sabía cómo manejarme bien, cómo retorcer mis palabras para que funcionaran en su favor. Y que no se dijera que yo me retractaba de mi palabra. Era oro puro… y joder… todas esas cosas eran las mismas exactas que yo quería. Pero yo además tenía un regalo más para ella que con total seguridad iba a hacer que nuestra noche juntos fuera mucho más placentera.


—Espera, Pau. Tengo algo para ti —le dije mientras metía la mano en el bolsillo.


—¿Más? Ya me has dado una casa y un anillo de diamantes…







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