jueves, 9 de julio de 2015
CAPITULO 69
Le dediqué una sonrisa de lo más traviesa y pilla a la vez que levantaba la mano hasta la altura de nuestros ojos y abría el puño para dejar que la tira de perlas que tenía se desplegara.
—Los diamantes pueden ser los mejores amigos de las mujeres, pero las perlas son mucho más divertidas —le dije con un movimiento de cejas.
Ella pareció confusa, pero no importaba. Solo era una mera cuestión de minutos antes de que lo viera, o mejor dicho, lo sintiera por sí misma.
Agarré a Pau y de un tirón la pegué contra mi cuerpo. Mi boca se estampó contra la de ella y nuestros labios se encontraron, nuestros dientes colisionaron y nuestras lenguas bailaron en lo que fue un beso hambriento y brusco.
Me puse de rodillas encima de los cojines del suelo y ella hizo lo propio sin romper nunca el beso. Sus manos estaban en todos sitios; me barrían el pecho y los hombros para luego deambular muy lentamente por mis bíceps. Los flexioné para ella porque sabía que le encantaba, y ella gimió en mi boca.
Mientras ella disfrutaba sintiéndome, yo desabroché rápidamente su sujetador, tiré de los tirantes hacia abajo y lo arrojé a un lado. Sus pechos redondos y firmes se pegaron contra mi pecho desnudo y mis labios encontraron ese lugar donde su cuello y su hombro se unían. Ella gimió cuando le
pasé las perlas por encima de sus endurecidos pezones y le chupé la piel del cuello. Dejé las perlas a un lado por un momento y le abrí hábilmente sus vaqueros y se los bajé por esas caderas voluptuosas.
Le dejé un reguero de besos desde el principio de su cuello hasta ese punto bajo la oreja y la agarré del culo al mismo tiempo que cogía las perlas y exploraba su precioso montículo con las puntas de mis dedos y la suavidad satinada y redonda de las perlas. La mínima presión de las bolas la provocaba, la hacía suplicar por más hasta que ejercí más presión y las pasé por encima de su clítoris hinchado.
Ella jadeó y me hincó las uñas en la espalda a la vez que me succionaba y me mordía el hombro. Me volvía loco.
Me eché hacia atrás para mirarla y mi polla se puso más dura si cabe al ver que la expresión de su rostro me decía todo lo que necesitaba saber pero que aun así quería oír de su boca.
—¿Esto es lo que quieres, gatita?
Ella confirmó mi sospecha con una exhalación.
—Sí, más.
—¿Y esto?
Deslicé mis dedos y las perlas entre sus labios húmedos y sedosos y los empapé con su flujo.
Ella gimió y me mordió el hombro otra vez mientras movía las caderas hacia delante.
—Mmm… más.
—Tan ansiosa, Pau —murmuré contra su oído y luego me metí el lóbulo en la boca justo cuando dos de mis dedos encontraron su hendidura e introdujeron las perlas en su interior para darle exactamente lo que quería.
Ella jadeó y echó la cabeza hacia atrás, movimiento que me dio un amplio acceso a su garganta. Le recorrí la yugular con la lengua e inhalé profundamente. El olor de su excitación se mezcló con el ligero perfume que llevaba y yo me relamí los
labios, sintiéndome de golpe salvaje y hambriento..
—Puedo olerte, Paula. Tu excitación huele muy dulce, muy seductora.
Introduje más perlas dentro de ella. Ella gimió y onduló las caderas para ayudarme hasta que la tarea estuvo completa. Moví los dedos adentro y afuera a un ritmo lento, usé las perlas para rozar su punto G mientras con mi pulgar ejercía la presión justa sobre su pequeño capullito de nervios. Pau echó las caderas hacia adelante, gesto que suplicaba que le diera todavía más.
—¿Te gusta, verdad? ¿Te gusta cuando te follo con los dedos?
—Sí. Oh, Dios, sí. —Ella abrió los muslos tanto como sus pantalones le dejaron y se movió contra mi mano—. Dame más.
—¿Más? ¿Así? —Moví los dedos dentro de ella con las perlas. Ella hizo ese sonidito sexy que me hacía querer sacarle de golpe las perlas y enterrar mi polla bien dentro de su cuerpo. Estaba resbaladiza y sedosa, y pensé que se me iba a ir la cabeza—. Joder, gatita. Estás toda mojada. Necesito que te tumbes. Quiero ver.
Pau se sujetó a mis hombros y yo lentamente nos agaché hasta que ella estuvo tumbada sobre los cojines del suelo. Ella protestó con un puchero y un quejido cuando retiré los dedos de su interior para bajarle del todo los pantalones.
Necesitaba verla entera, mirar mientras le daba placer con los dedos.
Ella abrió las piernas para mí, una invitación impaciente para que hiciera con ella lo que quisiera. Y lo haría.
Su humedad brilló bajo la luz del fuego. La tira de perlas me tentaba incluso más todavía. Me relamí los labios para anticipar su sabor, pero volví a introducir los dedos para remover las perlas.
—Joder, tienes un coño precioso, Paula. Y es todo mío.
Sin advertencia ninguna, me enganché la tira de perlas al dedo y tiré de ellas lentamente. Un suave gemido provino de mi chica, que se hizo mayor todavía con el vaivén de su cuerpo. La mordí en la cadera. Estaba embelesado con la imagen, pero incapaz ya de contenerme. Así que le saqué la tira de perlas de golpe.
—¡Ah, Dios!
Paula se corrió a la vez que arqueaba el cuerpo en el suelo. Por un momento pensé que le había hecho daño, pero ella se mordió el labio para reprimir un gemido ansioso.
Mis dedos encontraron su marca y se adentraron en su cuerpo para acariciar el área ligeramente rugosa de su punto G y hacer que su orgasmo se extendiera inconmensurablemente. Ella gimió y arqueó la espalda, y yo me incliné hacia adelante y me metí uno de esos enhiestos pezones en la boca. Mi lengua se movió rápida sobre él, de un lado a otro, y mis dientes lo rozaron muy, muy suavemente.
—Más fuerte, Pedro —me pidió sin aliento.
Yo la correspondí, en ambos lugares. Moví los dedos dentro y fuera de ella, metiéndolos hasta los nudillos, y le succioné y tiré de su pezón con mis dientes. Su respuesta fue un buen tirón de pelo. La adoraba cuando se ponía agresiva, y ella lo sabía.
—Te necesito dentro, ya. —Movió las caderas contra mi mano—. ¿Por favor?
Sí, sentía su dolor. Yo también necesitaba estar dentro de ella, no soportaba estar fuera ni un segundo más. Y eso en parte me cabreaba porque había muchísimas más cosas que quería hacer con ella, pero bueno, a la mierda, supongo que teníamos el resto de nuestras vidas por delante, así que le saqué los dedos.
Me sostuve sobre un brazo y me desabroché los pantalones antes de sacarme la polla. Mi encantadora asistente pasó las manos por mi trasero y me bajó los vaqueros lo suficiente como para permitir que pudiera moverme. Debería haberme tomado mi tiempo quitándomelos, pero el momento estaba allí y no iba precisamente a presionar el botón de pausa para hacerlo.
Pau estaba más que impaciente levantando las caderas, pero entonces decidí que un poco de juego previo sería divertido. Así que restregué la cabeza de mi verga por toda su hendidura y luego la presioné contra su clítoris mientras movía las caderas en círculos. Ella soltó un gemido fuerte cuando miró entre nosotros para ver la cabeza de mi polla frotándose contra ella. Me encantaba torturarla, hacer que se llenara de anticipación, así que volví a retirarme para repetir el ciclo.
—Por favor, Pedro…
Sí, me gustaba oírla suplicar por mi polla.
Le sonreí con suficiencia.
—Por favor, ¿qué? ¿Quieres que te folle ese precioso coñito?
Ella asintió y se mordió el labio; su pecho subía y bajaba. Para dejarlo todavía más claro, levantó las rodillas y se agarró a mi culo con ambas manos para ondularse debajo de mí. Sí, ya era suficiente. Mi mujer quería que la penetrara, y eso haría. Miré entre nosotros y presioné la cabeza de mi polla en su entrada antes de internarme en ella poco a poco.
Ambos gemimos de placer al estar por fin unidos, y yo no pude contenerme… quería más de esa sensación.
—Joder, qué gusto, ¿verdad? —le pregunté—. No hay nada como la primera vez que te penetro. La forma en que tu coño se aferra a mi polla… está tan caliente, tan suave, tan húmedo. Esa sensación… es insuperable. Intentémoslo otra vez, ¿vale?
Observé cuando me retiré de su interior. Sus fluidos envolvían mi verga, y su entrada, al haber tenido que estirarse para acomodar mi tamaño, volvió a achicarse hasta el diminuto agujero que había sido antes de que yo lo penetrara. Era una imagen increíble de contemplar.
El brillo de su humedad sobre las perlas que había puesto a mi lado me llamó la atención y una idea pícara se me formó en la cabeza. Las cogí y me envolví la polla con ellas para hacer que estuviera acanalada, todo para el placer de Pau.
Ella me sonrió cuando vio lo que había hecho, y la mirada de
sus ojos me recordó una vez más a la noche en la que
negociamos esto por lo otro y le arrebaté la virginidad. Ella era un juego. Y yo estaba más cachondo que su puta madre.
Empujé hacia adelante y vi cómo la cabeza de mi polla desaparecía entre su carne mientras ella se dilataba para acogerme dentro. Los ojos se me dieron la vuelta cuando sentí las perlas menearse sobre mi miembro. Si el sonidito que soltó Pau al mismo tiempo era señal de algo, yo diría que lo que estábamos haciendo era tan bueno para ella como lo era para mí. Sabiendo eso no pude contener las caderas y me enterré hasta el fondo en ella. Ella me estrujó el culo con las manos para evitar que me moviera mientras se ondulaba debajo de mí y restregaba el clítoris contra mi ingle.
Yo la animé; quería que hiciera lo que le viniera de manera natural, porque eso era lo que me volvía loco.— Eso es, gatita. Haz lo que te haga sentir bien. Utiliza mi cuerpo para tu placer.
—Eres tan grande… y estás tan duro —gimió—. Me encanta tener tu polla dentro de mí. Y esas perlas… —gruñó esa última palabra y cerró los ojos de puro gozo.
De puta madre. Mi nena de dos millones de dólares se me había vuelto toda una profesional.
Me eché un poco hacia atrás y volví a embestirla.
—¿Te gusta?
Ella me hincó las uñas en los cachetes del culo.
—¡Dios, sí! Más rápido.
Me moví dentro de ella con cinco arremetidas rápidas para darle lo que quería, y luego me quedé quieto, completamente enterrado en ella. Roté las caderas para darle la fricción que necesitaba contra su clítoris. Además también le hacía un montón de cosas fantásticas a mi polla que las perlas se movieran así.
Ella gimió.
—Ay, Dios… justo así. No pares.
Me retiré y moví el cuerpo para hundirme en ella una y otra vez. Me las apañé para encontrar un ritmo regular que no era ni demasiado rápido ni demasiado lento. Ella se contoneó contra mí para ir en busca de mis caderas y para tirar de las mías hacia las suyas.
Las perlas me guiaban hasta el abismo, y a ella también. La forma en la que sus manos se agarraban a mi culo y en la que sus paredes vaginales se contraían a mi alrededor mientras me movía dentro y fuera de su cuerpo era indescriptible.
—Pedro, voy a…
—Hazlo —gemí, todavía moviéndome dentro de ella—. Deja que sienta cómo tu coño se aprieta contra mi polla.
Mi verga se ponía todavía más imposiblemente dura con cada acometida, y mi propio orgasmo creció y creció hasta que pensé que las pelotas me iban a explotar.
—Justo ahí, gatito. Justo ahí —soltó, ansiosa, y luego sentí las familiares palpitaciones de sus paredes vaginales alrededor de mi polla mientras gritaba mi nombre con su orgasmo.
Aceleré el ritmo. Embestí más fuerte, más profundo, y la ayudé a alcanzar todos y cada uno de los niveles de su clímax. No pude apartar los ojos de ella. Era preciosa bajo el suave resplandor del fuego.
Una ligera capa de sudor cubría su cremosa carne, sus labios estaban hinchados y de un rojo cereza, y tenía los ojos cerrados con esas gruesas pestañas acariciándole la suave piel de los pómulos mientras se dejaba llevar y hacer por el orgasmo.
—Soy el hombre más afortunado del mundo — susurré, y luego me incliné hacia delante para saborear esos sabrosos labios.
Una, dos, tres veces los besé. Mi polla se deslizaba dentro y fuera de su cuerpo, y las perlas seguían moviéndose a lo largo de mi extensión. Sus pechos estaban pegados contra mi pecho, sus labios me lamían los míos y sus dedos se aferraron a mi trasero.
Era demasiado.
—Qué gusto, Pau. No puedo contenerme más — la advertí—. Voy a correrme por todo ese precioso coño que tienes.
Pau sacudió la cabeza y luego me miró a los ojos.
—Me lo has negado muchísimas veces. No voy a dejar que me lo vuelvas a negar. Córrete en mi boca, Pedro. Quiero saborearte.
—Mierda… No sé si puedo aguantar tanto… Es… increíble —la advertí mientras hacía todo lo que podía por no correrme.
—Dámelo, Pedro. Fóllame la boca —exigió.
Me salí de ella, de mala gana, pero como ya había dicho tantas veces antes, no le negaría nada. Ella puede que hubiera empezado como mi esclava sexual, pero ahora yo me había convertido en el suyo.
Me quité las perlas de encima a la velocidad de la luz y me senté a horcajadas sobre su pecho. Mi polla se movió arriba y abajo toda empapada en sus fluidos cuando la acerqué a su boca. Pasé la punta por sus labios y los cubrí de su propio orgasmo.
—Saboréame, Paula. Mira a lo que sabe mi polla empapada de tus fluidos.
Ella abrió la boca y yo le introduje la verga dentro. Sus labios se cerraron alrededor de mi extensión y gimió de gusto mientras saboreaba nuestros sabores mezclados. Le agarré la cabeza por detrás y comencé a mover mi polla dentro y fuera de su boca.
—¿Sabemos bien,Pau? ¿Te gusta a lo que sabe mi polla?
Ella respondió con un gemido y luego me agarró del culo para acercarme más a ella y hundirme más en su interior.
Sentía la pared de su garganta tocar la punta de mi verga, y ella tragó y me estrujó la polla. Y eso fue todo lo que pude aguantar.
—¡Joder, gatita! ¡Joder, joder, joder! —grité mientras me enterraba más todavía incluso y mi polla palpitaba con cada chorro de semen que expulsé contra la pared de su garganta. Cada vez que tragaba me sentía más estrujado. Lentamente movió su cabeza adelante y atrás, ordeñándome hasta quedarme flácido en su boca.
—Madre mía, mujer, ya es suficiente —me reí entre dientes, obligándola a soltar mi verga—. Como sigas así voy a ponerme duro otra vez.
—¿Y qué hay de malo en ello? —preguntó.
Lo juro por Dios, amaba y adoraba a esa mujer.
Me bajé de su torso y me tumbé a su lado antes de colocarla encima de mi cuerpo cual manta para que pudiera apoyar la cabeza en mi pecho. Su mano izquierda estaba apoyada sobre mi vientre y yo bajé la mirada para contemplarla. Las piedras preciosas del anillo de compromiso de mi madre absorbían la luz del fuego y reflejaban todo un arcoíris de colores.
Por fin había encontrado su hogar.
Por fin había encontrado mi hogar. Lo cual me recordaba…
—Al final no me lo has dicho —empecé—. ¿Te gusta la casa?
Pau levantó la cabeza y me miró. Una sonrisa se apoderó de su rostro muy despacio.
—Ya sabes que sí.
Sí, lo sabía.
—Pero no estoy muy segura de cómo lo vamos a hacer —continuó, dibujando circulitos y cositas en mi pecho.
—¿El qué vamos a hacer?
—Bueno, tú tienes una casa en Oak Brook y ahora tenemos la casita de campo también. ¿Dónde planeas que vivamos?
—Sí, sobre eso —empecé, de golpe sintiéndome como un cabrón por no haber discutido nada de esto con ella de antemano. En mi defensa diré que había planeado hablar con ella de esto tras habérsela enseñado, pero una cosa llevó a la otra y… bueno, allí estábamos—. ¿Sabes que Dario me va a dar su mitad de la compañía?
—Sí…
—Bueno, Mario me ha sido tan leal durante todos estos años y conoce los pros y los contras de la compañía tan bien, que he pensado en convertirlo en mi socio.
—¡Pedro, es maravilloso! —dijo. Tenía los ojos brillantes de felicidad—. ¡Dolores va a caerse de culo cuando se entere!
Me reí, sabía que aquello era totalmente cierto.
—Aunque espera un momento —dijo, otra vez apoyándose contra mí—. ¿Qué tiene eso que ver con dónde vamos a vivir?
—Ah, cierto —dije, volviendo al tema que nos ocupaba—. En realidad no tiene nada que ver con donde viviremos, pero más tarde o más temprano Mario terminará controlando la mayor parte de las cosas que requerirán una presencia constante en la oficina. Así que eso significa que podemos vivir donde tú quieras. Si quieres vivir aquí de forma permanente para estar más cerca de tus padres, puedo montarme una oficina aquí y trabajar desde casa.
— Pero Pedro, la casa de tus padres… es todo lo que te queda de tu familia —dijo; su voz sonaba seria.
La abracé y le besé la frente porque quería, y porque todavía seguía actuando de un modo altruista.
—Tú eres mi familia ahora, Pau. Y planeo tener un montón de preciosas mini Paus en un futuro. Y quizás al menos un pequeño Pedro para que perpetúe el apellido Alfonso.
Ella alzó las cejas, abrió los ojos como platos y una enorme sonrisa se apoderó de su cara.
—¿Bebés? ¿Quieres bebés?
—Ajá… Muchos, muchos bebés.
—Bueno, pues entonces —dijo pensativamente—, vamos a necesitar una casa enormemente grande para que nos quepan todas esas criaturas, ¿no crees?
Me encogí de hombros.
—Supongo.
—Y Dolores va a necesitar que alguien la mantenga ocupada mientras Mario se quede en la oficina trabajando hasta altas horas de la noche. Si no, va a cantarle las cuarenta por no estar con ella tanto como antes.
—Probablemente —admití.
—Mi madre está mejor y mi padre ha vuelto al trabajo. Y Dez está también buscando piso en la ciudad…
Sabía adónde quería ir a parar.
—Gatita, ¿estás intentando decirme que quieres vivir en la casa Alfonso?
Una expresión culpable se apoderó de su cara.
—¿Me convierte eso en un ser terrible? ¿Por no coger sin pensar la oportunidad de vivir tan cerca de mis padres?
—Para nada. Siempre puedes visitarlos cada vez que quieras. Al fin y al cabo, tenemos una casita pintoresca aquí también. Las Navidades, Pascua, las pequeñas vacaciones de verano, lo que sea. No necesitamos ninguna razón para dejarlo todo y hacerles una visita.
—Además, en Chicago no tenemos a ningún vecino cotilla. Y tú no tendrás que eludir tus responsabilidades en el Loto Escarlata tampoco — dijo.— ¡Eh! Me ofendes —le dije de broma, haciéndole cosquillas en el costado.
—¡Es broma! ¡Es broma! —se rió.
—Así que, ¿Chicago? —pregunté.
Quería que ella tuviera la última palabra.
Ella asintió.
—Chicago.
—Bien —dije, satisfecho con su decisión. La obligué a darse la vuelta para poder apoyarme sobre un codo y cernirme sobre ella con una sonrisa traviesa—. Ahora empecemos a hacer esos bebés.
Me incliné para besarla, pero ella colocó los dedos entre nuestros labios.
—Me inyectaron el anticonceptivo, ¿recuerdas? No me puedo quedar embarazada ahora mismo.
Me encogí de hombros.
—Pero no nos vendría mal practicar.
Ella se rió tontamente y por fin cedió y me dejó que la besara con fuerza y con parsimonia mientras el fuego crepitaba de fondo. Así era como quería que siempre fuera entre los dos: que soltáramos risas despreocupadas, que hiciéramos el amor de un modo erótico, que fuéramos felices y libres.
Libres de ex mentirosas, de amigos traicioneros que quieren
hundirnos, de sentirnos como si fuéramos la única persona que puede salvarle la vida a alguien que queremos y que toma medidas drásticas para hacerlo. Libres de esa sensación solitaria que conllevaba vivir solo.
No era exactamente el mismo sueño que tenía cada maldito americano, pero la base era la misma: tener a alguien a quien querer, a quien cuidar, alguien que no quisiera nada más que hacer lo mismo por ti a cambio… alguien que te cubriera las espaldas en las buenas y en las malas.
Y nosotros tendríamos ese sueño. Me aseguraría de ello. No era tan estúpido como para pensar que todo sería perfecto.
Tendríamos nuestras propias pequeñas batallas que disputar, pero a la larga, ganaríamos la maldita guerra.
Tendríamos nuestro final feliz.
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