miércoles, 24 de junio de 2015

CAPITULO 15





No te imaginas las horas y horas que pasamos yendo de compras. Dejé que Dolores eligiera la mayor parte de la ropa y todos los zapatos. No me importaba estar guapa y me habían encantado los zapatos tan monos que había elegido para mí, pese a saber que podría romperme la crisma cuando los llevara. Aunque no me dejó comprar ropa interior porque era Pedro quien quería ir conmigo a elegirla. ¡Venga ya! ¿Es que una chica no podía tener en su vestuario algunas braguitas de algodón o qué?


Por suerte Dolores decidió al fin hacer un descanso para almorzar.


—Cuéntame algo de ti —me dijo atacando la ensalada.


—¿Qué quieres saber?


—No sé. Supongo que lo esencial. ¿De dónde eres? ¿Quiénes son tus padres? ¿Cuál es tu profesión? Me refiero a esta clase de cosas. Pedro ni siquiera me quiso decir tu nombre —se quejó poniendo los ojos en blanco.


Saltaba a la vista que estaba molesta con él por haberse negado a darle cualquier detalle sobre mí.


—No te lo ha querido decir porque me he acogido a un programa de protección de testigos —le conté despreocupadamente antes de pegarle un bocado a mi sándwich.


—¿Que te has acogido a qué? —exclamó atónita dejando caer el tenedor.


—Sí —le respondí intentando con todas mis fuerzas no partirme de risa.


Pero mi intento fue inútil, porque al ver su cara de perplejidad, me eché a reír prácticamente escupiendo migas de pan por todas partes.


—¡Menuda mentirosilla! —dijo riendo—. He estado a punto de creérmelo. Ahora dime la verdad.


—Vale. La verdad es que crecí en Graceland y que mi padre es Elvis Presley.


—¿Elvis y Graceland? —dijo con una ceja arqueada—. ¿No te parece que eres un poco joven para ser su hija?


—Ajá. ¿Es que no te has enterado? En realidad no está muerto. Se fue con Tupac y Biggie, hinchándose de anfetas y fumando porros.


Dolores lanzó un suspiro poniendo los ojos en blanco.


—¿Te lo creerías si te dijera que crecí en el rancho de Neverland de Michael Jackson? —le pregunté haciendo gala de mi mejor imitación de Maxwell Smart, el protagonista de la serie Superagente —. Soy lo bastante blanca para ser su hija, ¿verdad?


—De acuerdo, listilla —dijo arrojándome una rodaja de pepino—. Va lo he pillado. Es obvio que no quieres hablar de ti. Pero ¿por qué, Pau? ¿Qué estás ocultando?


—¡Oh, no, no lo has pillado! —repliqué señalándola con un dedo acusador—.Pedro ya me advirtió de tus maquinaciones para enterarte de todo. No intentes jugar al detective Super Sleuth conmigo. No soy tan interesante como crees. Vengo de una ciudad pequeña y me fui a vivir a Los Ángeles porque soñaba con ser una actriz porno. Pero por desgracia no
me contrataron —afirmé encogiéndome de hombros.


Dolores, que en ese momento estaba bebiendo agua, se atragantó al oírme, y yo no pude evitar reírme de su cara alucinada.


—Era una broma… me refiero a lo de que vengo de una ciudad pequeña —dije soltando unas risitas.


Esta observación provocó otro resoplido de Dolores, pero al final se olvidó del tema cuando le pregunté sobre ella. Por lo visto no tenía secretos. Hasta me contó la postura sexual que ella y su marido habían probado la noche antes y me dijo que no dejara de probarla con Pedro. Pero lo que no sabía, ni nunca podría saber, es que yo era una prostituta virgen y que no tenía voz ni voto en lo que Pedro y yo hicimos en el dormitorio… o en la mesa del comedor… o en la limusina… o en la bañera. Y además yo era una novata en esos menesteres.


Por fin terminamos de comer, la banda magnética de la tarjeta de oro de Pedro se había desgastado de tanto usarla y el maletero del coche de Dolores apenas se podía cerrar de lo lleno que iba. En el camino de vuelta a la propiedad de Alfonso seguí sin soltar prenda, o sea que estaba muy orgullosa de mí. No sabía si Dolores se había creído algo de lo que le había contado durante el día, salvo quizá lo del chisme en cuanto a que nos conocimos en una actuación de drag queens. Si he de serte sincera, Dolores no era una mujer tan dura de pelar como Pedro me había hecho creer.


Torcimos por el sendero circular de entrada y Dolores aparcó delante de la puerta de la mansión. Pero no se bajó del coche.


—Me caes bien, Pau—me dijo girándose hacia mí y sacándose las gafas de sol—. De verdad. Y estoy segura de que seremos grandes amigas. Pero te voy a decir algo —añadió—. Pedro no es solo para mí y Mario un jefe, sino también un amigo, y Dios sabe que no tiene demasiados. En el pasado le hicieron daño y no permitiré que le vuelva a ocurrir. Por tanto mientras te portes bien con él, yo no me meteré en tu vida.


Poniéndole mi mano en el hombro, la miré con cara seria.


—Dolores, eres una mentirosa de mucho cuidado, pero intentaré no tenerlo en cuenta.


Se quedó boquiabierta como si la hubiera ofendido, pero sabía que la estaba desafiando. En ese momento llegó Samuel para ayudarnos con los paquetes. Le hice un guiño a Dolores y salí del coche, dejándola papando moscas.


Pensé que era bonito que Dolores fuera tan protectora con Pedro. Pero si hubiera sabido la verdad sobre nuestra relación, se lo habría pensado mejor antes de darme a entender que «si le hacía daño a Pedro, me las tendría que
ver con ella». No llegó a amenazarme abiertamente, pero me estaba avisando.


—¡No te perderé de vista, Pau! —me gritó desde el coche mientras Samuel y yo nos dirigíamos a la casa.


—¡Hasta mañana, Dolores! —contesté soltando unas risitas al girar la cabeza y luego desaparecí dentro.


Subí al dormitorio de Pedro y empecé a sacar la ropa nueva de las bolsas.


No tenía idea de dónde ponerla, pero intuía que la mayoría de prendas que Dolores había elegido para mí no debían guardarse ni meterse apiladas en un cajón. De modo que me dirigí al armario de Pedro y lo abrí. Me habría gustado decir que me quedé alucinada por lo ordenado que estaba, pero no fue así. Vi hileras perfectas de zapatos, todos ellos impolutos; las camisas estaban clasificadas por colores, al igual que las chaquetas y los pantalones de los trajes; protegido todo con bolsas de plástico de la tintorería. Pero lo que más me chocó es que había un espacio entre cada pieza de ropa para que no estuvieran pegadas.


Era un obseso del orden.


¿Qué podía hacer entonces? Sonreí malévolamente mordisqueándome la comisura de la boca. Y luego empujé su ropa hacia un lado y colgué la mía junto a la suya. ¡Y si no le gustaba, que me ofreciera una habitación para mí!




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