sábado, 27 de junio de 2015
CAPITULO 26
Pero qué cara más dura tenía el cabrón ¿Cómo se atrevía a llamarme «Pau»? ¡Habrase visto!
Como le oí subir las escaleras de dos en dos corriendo tras de mí, apreté el paso.
—¡Paula! —me gritó, pero yo seguí andando. Bueno, a estas alturas ya había echado a correr porque no quería verle ni en pintura. Todo lo ocurrido junto con el montón de cosas con las que me estaba enfrentando ya eran lo bastante duras como para que Pedro me las complicara más aún.
Tuve que largarme antes de venirme abajo delante de él.
—¡Espera, joder! —me gritó mientras yo soltaba las bolsas y echaba a correr a todo trapo.
Abrí al azar la puerta de una habitación y me metí dentro dando un portazo. Estaba como boca de lobo y no tenía idea de dónde me encontraba, pero sabía que así levantaría una barrera entre Pedro y yo, y eso era lo único que me importaba. Busqué a tientas hasta encontrar en el pomo el mecanismo de cierre, lo eché y luego me apoyé de espaldas contra la puerta.
Él estaba ya ahí, aporreándola al otro lado. Le oí gruñir frustrado y el sonido casi me asustó.
—¡Como no abras la puerta te juro por lo más sagrado que la echaré abajo!
—¡No quiero hablar ahora! ¡Vete! —grité a voz en cuello para que pudiera oírme a pesar de los porrazos que le estaba dando a la pobre e indefensa puerta.
—Muy bien. Tú te lo has buscado.
Los golpes cesaron de repente y yo suspiré aliviada, creyendo que se daba por vencido. Pero cuando había empezado a sentarme en el suelo, oí de pronto una especie de tenso grito de batalla al otro lado y luego una masa arremetiendo contra la puerta que cedió con un fuerte chasquido,haciéndome salir rodando por el suelo. Logré quedarme de grupas en él y giré la cabeza mientras la luz del pasillo entraba a raudales en la habitación.
Pedro estaba plantado bajo el dintel de la puerta, con los brazos colgándole a los lados y los hombros subiéndole y bajándole a causa de su jadeante respiración. Aunque estaba de espaldas a la luz, yo podía ver el amenazador aspecto de su cara. Parecía casi mortífero.
—Me acusas de tratarte como a cualquier otro empleado y sin, embargo nunca me escuchas cuando te doy una orden —me espetó furioso.
—Sí, bueno, soy una insubordinada. Despídeme —le solté poniéndome en pie y pasando por su lado hecha una furia.
Me agarró del brazo y me hizo girar de un tirón hasta que me quedé con la espalda pegada a la pared, en la entrada de la habitación. Él arrimó su cuerpo al mío, apoyando los antebrazos en la pared, inmovilizándome. Me obligó con las rodillas a separar las piernas y sentí su aliento en mi oído al
presionar el abultado paquete de sus pantalones contra mi vientre. No estaba bromeando cuando me dijo que tenía un tiempo de recuperación muy rápido.
—¿Por qué? ¿Por qué no puedo llamarte Pau? —dijo enterrando la cabeza en la cavidad de mi cuello. Su voz era una mezcla de desesperación, rabia y frustración, y te juro que no entendía por qué. Arrastró sus labios por mi piel sensualmente y luego alzó la cabeza para mirarme a los ojos.
Sus penetrantes pupilas color avellana reflejaban una intensidad que me impactaron y me hicieron a la vez que quisiese darle cualquier cosa que me pidiera.
—Te he tratado bien. Mejor de lo que podías haber esperado en tu situación. Y siempre me he preocupado de que todas tus otras necesidades fueran satisfechas —dijo recordándome a lo que se refería al doblar él las rodillas y presionar lentamente sus partes en mi entrepierna. Un traidor gemido se escapó de mis labios—. ¿Por qué no puedo llamarte Pau? Dame una buena razón.
¿Y si le diera cinco? Porque era un trato demasiado personal. Porque al terminarlos dos años me costaría demasiado separarme de Pedro. Porque haría que me resultara demasiado fácil enamorarme de él. Porque yo no podía…
Esta era la verdad. Pero si le decía cualquiera de estas razones, me mandaría al instante de vuelta exigiendo que le devolvieran el dinero.
—Porque es lo que tú quieres —le repuse, dándole la quinta razón.
—Quiero que seas mía —dijo tirando suavemente de mi labio inferior con sus dientes. Apartó las manos de la pared y las deslizó por encima y debajo de mis costados—. ¿Por qué me torturas?
¿Yo le estaba torturando?
—No te estoy torturando, Pedro —suspiré—. No darte permiso para llamarme Pau significa que por primera vez en tu vida no consigues algo que quieres. Y tú solo lo deseas porque no puedes tenerlo. Y te revienta la situación por estar más allá de tu control. Eres una persona demasiado privilegiada y consentida. Y salta a la vista que en tu vida siempre te lo han servido todo en bandeja. Pero en cuanto a lo de mi nombre, es algo personal. Tienes que ganarte este derecho y solo yo puedo decidir cuándo me parecerá adecuado dártelo.
Sentí las vibraciones de su gruñido contra mi pecho, recordándome lo pegados que estábamos. Era obvio que no le había gustado mi respuesta.
—¡Eres mía! ¿Acaso lo has olvidado? Pues ahora te lo recordaré.
Manteniéndome con su cuerpo contra la pared, me subió la falda y luego tiró de la parte delantera de su calzoncillo para liberar a la bestia de su interior.
Entendía perfectamente lo que Pedro estaba haciendo. Le había quitado el control que creía tener, haciéndole sentir humillado. Y esta era su forma de recuperarlo. Yo lo esperaba, incluso lo ansiaba. Ambos sabíamos que mi cuerpo reaccionaría. Que a este respecto no tenía nada que hacer. Pero en cambio era dueña de mi mente, de mi alma… y sabía que se las daría solo cuando sintiera que Pedro se las merecía. Y esto no iba a suceder nunca. Lo nuestro no era un cuento de hadas, sino que yo pertenecía a un hombre que había pagado un dineral para asegurarse mi sumisión física. Ni más ni menos. Y no pensaba entregarme a él en cuerpo y alma, porque veía que entonces me acabaría enamorando de Pedro Alfonso y esta situación haría que más tarde se me rompiera el corazón.
—Hazlo. Fóllame —le reté—. Por eso estoy aquí, ¿verdad?
Él se detuvo buscando mi mirada. Después se inclinó hasta rozar apenas sus labios con los míos.
—¿Por qué me vendiste tu cuerpo? —me preguntó presionando su miembro contra mi carnosa hendidura, aunque sin hundírmelo dentro.
—Porque fuiste el que más dinero pagó por mí —le respondí y luego le toqué ligeramente con la lengua el labio inferior y arqueé la espalda para tentarle a que me penetrara.
—No me refería a eso y tú lo sabes. ¿Por qué te presentaste a la subasta? ¿Para qué necesitabas el dinero?
—Vaya, qué preguntón estás hoy —dije pasándole las manos por entre el pelo e intentando mover las caderas para que me penetrara, pero él se apartó de mí frustrando mis intentos.
—Respóndeme a la maldita pregunta y deja de intentar follarme — respondió con energía.
—¿Por qué? ¿Es que no quieres hacerlo?
Agarrándome por detrás de los muslos, me alzó en el aire y luego me hincó la polla dentro. Me la hundió hasta el fondo en una rápida embestida.
Di un grito ahogado aferrándome a sus hombros.
—Respóndeme tú. ¿Crees que quiero follarte, Paula? —me soltó meneando las caderas en potentes acometidas—. Porque es lo único en lo que pienso últimamente. Estoy tan enganchado a tu coño que no puedo pensar con claridad. Y ahora deja de intentar distraerme y responde a mi pregunta.
Dejando de menear las caderas, se negó a seguir moviéndose, aunque yo hiciera lo posible para que continuara con aquel tipo de fricción.
—Pedro, por favor —le supliqué como una fresca desvergonzada. Sentía su gruesa polla embutida en mi coño y quería que me siguiera follando.
—Respóndeme y te prometo que te daré lo que tú quieres —me susurró al oído con voz sensual, haciéndome estremecer de deseo—. Porque lo quieres, ¿verdad, Paula? Estás deseando follarme tanto como yo. Joder, piensa en ello: mi gruesa polla moviéndose en tu apretado chochito en un
acompasado vaivén, hasta sentir que estás a punto de derretirte de placer.
Gimiendo de gusto, deslicé las manos por debajo de sus brazos y por su espalda, hasta hundirlas bajo los bóxers y agarrarle las nalgas. Luego meneé las caderas lo máximo que me permitía el pequeño espacio en el que estaba, desesperada por agonizar de deleite en el orgasmo que sabía que él podía darme.
—Sí, te encantaría, ¿verdad gatita? —me susurró chupándome el lóbulo de la oreja y mordisqueándolo juguetonamente—. Todo cuanto tienes que hacer es responderme.
Cuando yo estaba a punto de perder el control, va y encima me llama «gatita». Últimamente lo había estado haciendo a menudo y cada vez que me llamaba así, me lanzaba a un embriagador abismo de deleite. Deseaba con tanta desesperación correrme que creí que iba a romper a llorar. Y Pedro olía tan bien que te juro que podría haberlo hecho solo aspirando su aroma. Protesté frustrada, porque sabía que no podía darle la respuesta que él quería y que tampoco me daría lo que yo deseaba si no se la respondía.
—No me lo vas a decir, ¿verdad?
—No —contesté y él suspiró frustrado—. La razón de mi contrato, al igual que mi nombre, es personal.
Cerró los ojos con fuerza y vi los músculos de sus mandíbulas crisparse al apretar él los dientes. Sacó de mí su miembro con brusquedad y me dejó en el suelo. Luego se lo metió rápidamente dentro del pantalón y se abrochó el cinturón. Le tuvo que doler, porque la seguía teniendo dura como el granito. Siseó incómodo, confirmando mis sospechas. Al terminar, me miró, sacudió la cabeza decepcionado y se fue de la habitación sin decir una palabra.
Yo me desplomé en el suelo. Pegando las rodillas al pecho, enterré la cara en mis brazos. Y entonces fue cuando el mundo se me vino abajo. Por la enfermedad de mi madre, por la desesperación de mi padre, por el estúpido contrato… y por Pedro. Había pretendido controlar la situación, fingiendo que la relación que mantenía con él me afectaba mucho menos de lo que quería admitir. Pero al ver que la situación me superaba, me quedé aturdida.
Les estaba mintiendo a mis padres. Le estaba mintiendo a Pedro.
Y me estaba mintiendo a mí misma.
¡Oh, qué maraña tan complicada de engaños había urdido!
La situación se me había ido de las manos. Y lo iba a pagar muy caro.
Ya estaba coladita por Pedro. Me refiero a que era verdad lo que le había dicho antes, que hoy le había echado de menos. No soportaba estar separada de él. Y de pronto al llegar a casa y ver que me estaba esperando sintiéndose exactamente como yo me sentía —agotando y ansioso por la separación—, vi que le necesitaba. Necesitaba que Pedro me necesitara.
Sí, he dicho «necesitaba». No que lo deseaba, sino que lo necesitaba.
Me quedé sentada en el suelo durante horas, dándole vueltas al asunto en mi cabeza y compadeciéndome a mí misma. Pero como no me podía quedar en ese lugar para siempre y tendría que acabar enfrentándome a Pedro, me levanté y decidí que ir a darme un largo chapuzón en la piscina sería una buena idea. Quizás al salir yo del agua Pedro ya se habría ido a dormir. No estaba segura de que él me quisiera en su cama, pero a no ser que me ordenara lo contrario, seguiría durmiendo con él. Estupendo.
La Agente Doble Coñocaliente no tendría ninguna objeción al respecto, pensé sarcásticamente. Sí, darme un buen chapuzón en una piscina con agua fría era exactamente lo que necesitaba para que yo, y el Chichi, recuperáramos la calma.
Por suerte la casa era lo bastante grande como para no toparme con Pedro mientras me dirigía al dormitorio. Él no estaba allí. Me cambié rápidamente, poniéndome el diminuto biquini que Dolores había elegido para mí y me encaminé a la piscina. También recé en silencio agradeciendo al poder supremo que mi padre no tuviera que ver a la niña de sus ojos cubierta con esta ridícula vestimenta. Pero cuando me encontré a Pedro haciendo largos en la piscina, vi hasta qué punto Dios me estaba castigando por la pecaminosa vida en la que yo había caído.
Me quedé atónita al ver sus torneados músculos mientras se deslizaba por el agua como un cuchillo caliente cortando mantequilla. Nadaba con soltura y fluidez, como si formara parte del agua. Al llegar al final, se agarró del borde de la piscina y salió fuera. Estaba chorreando, con su reluciente pelo mojado, tan negro como la noche, bañado por la luz de la luna. Le reseguí con los ojos los hombros y la esbelta espalda hasta su…
¡Oh, Dios mío! Incluso nadaba desnudo.
Las nalgas se le marcaron al doblarlas y estaban más esculpidas que las de cualquier otro trasero. Quería morderlas. Ávidamente.
—Me estás mirando el culo otra vez —me dijo con la voz goteándole como sexo líquido, arrancándome de mi embriagante estupor. Sí, estaba embriagada con su trasero.
¿Es que Pedro tenía ojos en el cogote? Tal vez esos hoyuelos de la espalda fueran un par extra.
Al girarse di un grito ahogado y él se cubrió enseguida, encogiéndose de hombros. Parecía sentirse violento, algo muy inusual en él.
—El agua está un poco fría.
¿Ah sí? Me refiero a que no la tenía tan enorme como de costumbre, pero seguro que muchos hombres ya querrían que se les pusiera tan gorda durante un tremendo calentón como la de Pedro estando flácida.
—Lo siento, no sabía que estabas aquí. Solo… —dije girándome para volver al interior.
—No te vayas. Quédate.
Al darme la vuelta, él ya se estaba acercando a mí con la toalla ceñida a la cintura y unas gotas de agua pegadas al oscuro vello de su pecho, que trazaba un caminito hacia el objeto de mi deleite. La toalla no me impidió comérmelo con los ojos. El Vergazo Prodigioso le sobresalía de ella y si
Pedro se hubiera excitado en ese momento, estoy segura de que la gigantesca tienda de campaña que se hubiera alzado sería lo bastante grande como para alojar a toda la familia Von Trapp de la película Sonrisas y lágrimas. Al vérselo me entraron ganas de ponerme a cantar, pero desistí por los gallos que soltaba. Tan mal lo hacía que en mi casa lo tenía prohibido. Pero me estoy yendo por las ramas.
Como el Chichi me estaba amenazando con salir a mordiscos del biquini para saltarle encima a Pedro, le di un manotazo en la cabeza para que se calmara. Pero por lo visto no fue un manotazo mental porque Pedro me miró con una ceja alzada.
—Creí que era un mosquito y bueno, ya sabes, habría sido un engorro si me hubiera picado ahí abajo —le dije. Pero por lo visto no fue una excusa demasiado brillante.
—Ajá. Si quieres puedes meterte en la piscina. Pero si no te importa, me voy a relajar en la tumbona un rato mientras me seco. Me siento un poco tenso y el aire fresco me irá bien.
—Puedo darte un masaje si quieres —le sugerí—. Me refiero a que se me dan muy bien.
Me miró tan sorprendido por mi ofrecimiento como yo y ladeó la cabeza como si se lo estuviera pensando. Luego asintió con la cabeza.
—Vale, me parece una buena idea —dijo con una pícara sonrisa.
Le seguí a una de las tumbonas y me esperé a que se tendiera boca abajo.
Dobló los brazos para apoyar la barbilla en ellos mientras yo me quedaba ahí plantada como una idiota, intentando pensar en la mejor manera de abordarlo.
La culoestra parecía ser el mejor asiento de la casa, por tanto me senté a horcajadas encima de su trasero arrimándole el Chichi. Este, comportándose como la putilla que todos sabíamos que era, se enrolló enseguida con él, flirteando sin cortarse un pelo a espaldas del Vergazo Prodigioso.
—Te daré mejor el masaje con un poco de leche corporal. ¿Quieres que la vaya a buscar? —le pregunté.
—No hace falta —respondió él alzando un poco la cabeza y girándola—. Me siento muy a gusto en esta postura y prefiero que sigas así.
El Chichi y yo estábamos también de acuerdo.
Empecé dándole un masaje en el cuello y los hombros, amasándole la carne con la mayor firmeza posible sin pellizcarle la piel. Pedro gimió de gusto mientras le trabajaba los músculos agarrotados hasta sentir que la tensión se deshacía bajo mis dedos. Cerró los ojos y yo seguí descendiendo por sus hombros y su espalda. Sin poder evitarlo, me incliné para besarle con dulzura el cuello. Él volvió a gemir de placer y movió las caderas, causando una deliciosa fricción entre mis piernas. Como vi que le gustaba, lo volví a hacer esperando obtener de él la misma reacción.
Pedro no me decepcionó.
Me lo comí a besos a lo largo de la espalda al tiempo que le masajeaba los músculos, ansiando sentirle bajo mis dedos y palmas. Él arqueó la espalda, pegando más todavía su culo a mi húmeda hendidura como una ofrenda. Luego deslicé mi cuerpo por sus piernas e hice una parada para acariciarle con la lengua esos hoyuelos en la cima de su trasero, arrastrando a la vez los brazos y las manos por la carne de su espalda. Al llegar a la toalla, Pedro levantó las caderas y yo se la saqué lentamente, exponiendo este regalo de Dios a todas las malditas putas de cualquier lugar.
Me lamí los labios para humedecerlos comiéndomelo con los ojos, presa de una súbita voracidad. Luego le acaricié sus dos exquisitas elevaciones y se las agarré golosamente.
—¡Qué culo más perfecto tienes! —exclamé lamiéndoselo y luego se lo mordí.
Pedro se estremeció soltando un siseo de placer y yo le mordí la otra nalga. Estaba deliciosa. Tomé con la boca un cachito de su piel y se lo chupé con todas mis fuerzas. ¡Dios mío!, por fin conseguía lo que más quería en el mundo y la espera había valido la pena. Mis gemidos de gusto se mezclaron con los siseos de Pedro y luego ocurrió algo en un abrir y cerrar de ojos.
De algún modo él se dio la vuelta sin tirarme al suelo. De pronto me descubrí sentada a horcajadas sobre su pecho, con las piernas sobre sus hombros, su trasero había desaparecido de mi vista. Me quedé un poco molesta por ello, pero se me pasó enseguida al sentir la boca de Pedro dándole un beso con la lengua a mi Chichi.
—¡Mierda…! —exclamé tomando aire al ver que se las había apañado para deshacerme los cordones de la parte de abajo del biquini dejando mis partes femeninas al aire.
Cuando Pedro Alfonso quería algo, no debías bajar la guardia un instante, porque de lo contrario se salía con la suya sin que te dieras cuenta. Aunque en esta ocasión esto no me molestó en absoluto, ni mucho menos.
Me miró alzando los ojos entre mis piernas.
—Quítate la parte de arriba del biquini para mí. Quiero que sientas el aire fresco nocturno en estos bonitos pezoncitos rosados tuyos.
Llevándome las manos a la nuca, me desaté el cordón y dejé que el top me cayera hacia delante. Él sin perderse uno solo de mis movimientos, me besó suavemente el clítoris y me lo chupó. Mis pezones ya estaban erectos y para ponerlo más cachondo, me agarré los pechos e hice rodar sus rosadas puntas entre mis dedos. Él exclamó ¡mmm…! embelesado y yo me desaté el cordón de la espalda y arrojé la parte de arriba del biquini a un lado.
—Estírate nena. Deja que te haga gozar —dijo Pedro poniéndome las manos en los costados, y me ayudó a tenderme de espaldas hasta sentir su polla bajo mi hombro. Luego las deslizó por mis flancos y me agarró de las caderas. La luna llena y redonda brillaba en el cielo despejado. Veía cada estrella con una pasmosa claridad y me sentí como si me encontrara en otro universo. Pedro me estaba haciendo esa cosa tan mágica con su boca mientras yo sentía el vientecillo acariciándome la piel y oía el canto de los grillos y de otros bichitos y animalitos nocturnos a nuestro alrededor. Era apacible y exótico.
Sentí su lengua entrando dentro de mí y de pronto quise más, deseé sentirlo dentro de mí en ese preciso lugar y en ese mismo momento. Lo que me estaba haciendo era maravilloso, pero con todo yo deseaba más.
No quería discutir. No quería pensar. No quería más que sentir.
Así que me senté y después de la breve protesta de Pedro, interrumpí su pequeña sesión de besuqueos con el Chichi.
—¿He hecho algo mal? —me preguntó confundido.
Sacudí la cabeza y me senté a horcajadas sobre su cintura.
—No hables. Siente solamente —le susurré pegada a sus labios y luego le besé apasionadamente.
Me rodeó el cuello con los brazos y me retuvo contra él, respondiendo a mi beso con el mismo ardor. Esto era lo que yo quería. Nuestros cuerpos dijeron unas cosas que nuestras bocas nunca podrían admitir. Sin competir el uno con el otro, sin retarnos, no éramos más que dos personas dando y tomando de la forma más natural, colmando unas necesidades básicas.
Apoyándome con las manos en su pecho, me incorporé. Sus ojos no se despegaron de los míos mientras deslicé mis húmedos repliegues a lo largo de su miembro. No tenía idea de si lo que hacía era correcto, porque yo siempre me había dejado llevar. Solo hacía lo que a mí me gustaba, esperando que él también gozara. Cuando sus labios se separaron de los míos y él entornó los ojos, obtuve mi respuesta.
Deslicé las manos por su pecho y por los definidos músculos de su abdomen hasta encontrar su monstruosa polla. Luego levanté mi cuerpo para pegar mi carnosa grieta a su glande, pero entonces titubeé. Dios mío, no quería estropearlo todo.
Pedro debió de notar mi miedo, porque me acarició el muslo.
—Métetela poco a poco, gatita, o te harás daño —me dijo con una gran ternura.
Asentí con la cabeza respirando hondo y luego seguí lentamente sus instrucciones, sintiendo cada parte de su enorme verga llenándome deliciosamente hasta el último rincón.
—Así me gusta. ¡Madre mía, qué coño más increíble tienes!
—No sé qué hacer —le confesé después de metérmela hasta el fondo.
Desde esta postura su miembro me había entrado a una profundidad mucho mayor que ninguna otra vez.
—Mueve las caderas arriba y abajo, adelante y atrás. Cabálgame, nena. Haz lo que más te guste y te prometo que a mí también me gustará. Ven aquí y bésame —añadió lamiéndose seductoramente los labios.
Me incliné y él dobló el cuello para encontrarse conmigo.
Agarrándome de las caderas, empezó a moverse lentamente hacia delante y atrás. Luego meneó las caderas a un lado y a otro y noté que me friccionaba el clítoris.
Di un grito ahogado al sentirme invadida por una deliciosa sacudida de placer.
Él interrumpió el beso.
—¿Lo ves? Muévete así, nena.
Sin despegar mis ojos de los suyos, apoyándome con las manos en su pecho, me enderecé un poco y meneé las caderas para recrear la misma sensación. Sentí la abombada cabeza de su polla, su palpitante pulso, la presión de sus manos mientras él me movía hacia delante y atrás.
Noté sus pulgares clavados en el sensible punto sobre los huesos de mis caderas y gemí de placer echando la cabeza atrás. Las estrellas y la luna me estaban mirando desde lo alto y me sentí más perfecta que nunca. Me sentí viva, ya no estaba como embotada.
—¿En qué piensas, gatita? —me preguntó Pedro con una voz rasgada y llena de deseo.
—En lo perfecto que es este momento —le respondí sinceramente y luego le miré de nuevo.
Él se sentó y me rodeó la cara con sus manos, y luego tiró de mí para darme un lánguido beso. Fue profundo, sensual y perfecto para el momento. Ninguno de los dos nos apresuramos. Nos tomamos nuestro tiempo y disfrutamos de las sensaciones que nos producíamos mutuamente sin pensar en contratos, enfermedades ni razones.
Me rodeó la cintura con una mano y me masajeó uno de mis pechos con la otra. Después, dejando de besarme, me rodeo el otro pecho con la boca para succionármelo suavemente.
Le pasé los dedos por entre el cabello y lo estreché contra mí, con los mechones de mi pelo echados hacia delante
creando una cortina a su alrededor. Meneé las caderas más deprisa y le cabalgué con más determinación que al principio. Él deslizó la punta de su lengua por mi pezón y yo cerré los ojos mientras me invadía esa sensación tan conocida en mis entrañas. El orgasmo me envolvió como diminutas moléculas estallando en mi sangre. De mis labios brotó su nombre resonando en medio del silencio nocturno, y le oí gruñir de placer.
Cuando pasó el momento, Pedro me alzó y me tendió de espalda en la tumbona. Luego apoyando los brazos por encima de mi cabeza, enlazó sus dedos con los míos para sujetarme las manos, y se tumbó sobre mí, ardiendo de deseo. Me penetró con potentes acometidas, intensificando mi orgasmo y revivificándolo de nuevo.
—¡Joder, qué hermosa eres, Paula! ¿Lo sabías? ¿Sabías que eres muy hermosa?
Agarrándome las manos con más fuerza, aumentó la potencia de sus embestidas hincándomela más a fondo, pero sin aumentar la velocidad. Su mirada estaba cargada de intensidad y entreabrió los labios al contemplarme.
—Lo siento… por todo. Lo siento.
Antes de poder preguntarle a qué se refería, pegó sus labios a los míos.
Suspiró, gimió y resopló, comiéndome la boca con una pasión casi feroz.
Le respondí lo mejor que pude, pero esta vez él me superó con creces en su ardor. Fue un beso desesperado, como si no le bastara, lo cual a mí ya me parecía bien, porque yo no quería que este momento pasara. Sus movimientos se volvieron más irregulares y oí el familiar gruñido gutural que precedía al orgasmo. Entonces, tal como era de prever, dejó de besarme y se corrió dentro de mí, sin despegar sus ojos de los míos.
—¡Oh, joder, qué gusto! —gruñó con los dientes apretados.
Sus embestidas se volvieron más irregulares y espaciadas mientras acababa de arrojar su blanca semilla en potentes sacudidas. Al terminar, se desplomó sobre mí y luego, estrechándome, hizo girar nuestros cuerpos hasta quedamos tendidos de lado.
Pedro seguía todavía jadeando cuando me apartó el pelo de la cara y me miró con adoración. Luego me dio un dulce beso en mis hinchados labios.
—¿Por qué me has dicho que lo sentías? ¿A qué te referías? —le pregunté, porque necesitaba saberlo.
Él suspiró sacudiendo la cabeza.
—Por haberte dado la lata sobre lo del nombre. No tenía ningún derecho.
Es lógico que quieras que te llame por tu nombre en lugar de por el diminutivo, que es mucho más íntimo.
—¡Oh, pues te perdono, porque te lo has ganado con creces! —afirmé riéndome un poco.
—No, has sido tú la que has estado increíble.
—Soy una chica espectacular, ¿verdad? —bromeé. Al Chichi se le subieron los humos a la cabeza al oírlo.
Al menos mi inusual arrogancia le sacó unas risas a Pedro y fue una escena surrealista, porque se dio un hartón de reír.
Luego tiró de mí y yo me acurruqué en su pecho para escuchar los potentes latidos de su corazón mientras contemplaba el cielo. Creo que hice un comentario sobre lo bonitas que eran las estrellas y le oí asentir susurrando, pero la mayor parte del tiempo permanecimos en silencio. Hubiera dado cualquier cosa por oír lo que estaba pensando, pero sabía que si se lo preguntaba nos enzarzaríamos en una de esas estúpidas peleas que solíamos tener. Y no quería estropear el momento. Así que mantuve la boca cerrada y disfruté de la sensación, porque vete a saber lo que les deparaba el futuro a dos personas tan tercas como mulas.
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