miércoles, 1 de julio de 2015
CAPITULO 38
Cuando solté las palabras que cambiarían para siempre la dinámica entre Paula y yo, oí que se me quebraba la voz, mi conflicto emocional me salió de pronto a borbotones de dentro. Intenté contenerlo, pero al verla en el suelo, con la falda del vestido subida hasta la cintura y su frágil cuerpo tendido sobre los duros escalones, me horroricé por lo que acababa de hacerle. Me había jurado no volver a tratarla nunca más así, pero supongo que rompí mi palabra, decepcionándome incluso a mí mismo.
Me pasé las manos por la cara frustrado, soltando un gruñido. No haberle contado todo cuanto yo sabía fue precisamente lo que la obligó a pasarse de la raya conmigo y lo que nos llevó a ese momento. No pude aguantarme más.
Tuve que soltárselo. Tuve que liberarme de ese secreto,
porque si no lo hacía iba a cruzar esa fina línea entre la culpabilidad y la locura, y las cosas entre nosotros solo hubieran empeorado.
¡Al cuerno conmigo!, lo había hecho. Se lo había contado todo.
Ella se me quedó mirando, atónita.
Y lo único que yo podía hacer era esperar las consecuencias que esto tendría, pero no quería que fuera en ese mismo instante ni allí. Ella ya me iría a buscar cuando se sintiera preparada y yo me sentiría mucho mejor si lo resolvíamos en nuestra habitación. Al menos entre la seguridad de estas cuatro paredes ella no sentiría el irreprimible deseo de empujarme escaleras abajo.
Dejé caer los brazos derrotado y me dispuse a iniciar lo que me pareció un largo trecho hasta la segunda planta. Las piernas me pesaban, mis pies eran como dos bloques de cemento al subir un escalón tras otro, deseando alejarme de allí. Pero todo en mí me gritaba para que fuera en dirección contraria, alzara a Paula en mis brazos y echara a correr como un loco, llevándomela lejos de todo para ir a un lugar donde el mundo no pudiera seguir entrometiéndose en nuestra vida.
Esta era mi parte soñadora. Pero mi lado realista sabía que ya no podíamos seguir ocultándonos de todo.
A cada paso que daba por el pasillo para ir a nuestra habitación, más parecía alejarse la puerta, pero por fin conseguí llegar. Agarré el pomo con mis pesados brazos, lo giré y entré al lugar donde consumamos por primera vez nuestra relación. Incluso tuve que burlarme de eso. La palabra «consumamos» era demasiado pura como para expresar lo que en realidad había pasado allí. Más bien había jodido la relación, la había echado a perder desde el puto comienzo.
Me saqué la chaqueta del esmoquin y la arrojé a un lado como si fuera una toalla sucia en lugar de la carísima obra maestra que era hecha a medida. Me daba igual. En mi vida estaban ocurriendo catástrofes mucho peores que la de si le quedaba una arruga a mi chaqueta. Primera catástrofe: poseía una esclava sexual. Segunda catástrofe: me había enamorado de la susodicha. Tercera catástrofe: la madre de mi esclava sexual se estaba muriendo y Paula no podía estar a su lado por mi culpa. Cuarta catástrofe: sabía todo esto y aun así la había follado como un maldito animal en la escalera.
Agarrando mi paquete de cigarrillos, me dirigí a paso largo al sofá y me desplomé sobre los cojines. La llama del encendedor proyectó un resplandor anaranjado en la habitación a oscuras mientras encendía el pitillo y exhalaba el humo con dramatismo. La nicotina me calmó un poco y Dios sabe cuánto lo necesitaba. Estaba listo para estallar, listo para destruir la casa de mis padres con mis propias manos hasta dejarla reducida a una pila de escombros.
Porque eso es en lo que se había convertido mi vida. En una maldita pila de escombros.
Levanté el culo del sofá y me saqué el resto de la ropa, necesitaba desesperadamente darme una ducha. La ropa fue a parar dondequiera que yo estuviera al arrojarla porque como ya he dicho, me importaba un pimiento. Me dirigí al baño sin preocuparme de encender la luz, no quería verme en el espejo. Ya tenía bastante con las imágenes que me estaban viniendo a mi demasiado lúcida mente, recordándome que era como Dario Stone por más que me doliera, y no me apetecía verlo reflejado encima en el espejo.
¿Qué me estaba pasando? Cuanto más intentaba no ser como él, más lo era. La había follado en los malditos escalones, ¡por Dios! Sin sentir ninguna emoción, sin darle ningún placer, me la había follado y luego la había dejado allí tirada, no sin antes admitir que le había jodido la vida.
Me metí bajo la ducha sin dejar antes correr el agua para que se calentara, porque aunque sentir el agua fría en mis pelotas no fuera nada agradable, me lo merecía. Lo único que quería era relajarme hasta el punto de hundirme en un coma para no notar el dolor que se había apoderado de mi corazón. Pero lo que yo quería y lo que debía hacer eran dos cosas totalmente distintas. Afrontaría lo que había hecho. Me plantaría ante Paula y aceptaría como un hombre su enojo cuando ella me diera por el culo por haber metido las narices en su vida. Le pediría perdón mirándola a los ojos por haberla desvirgado. Le permitiría salir de mi vida sin esperar volverla a ver. Y además necesitaba sentir el dolor de perderla.
Agotado emocional y mentalmente, recliné la cabeza contra la pared y apoyándome en el antebrazo, dejé que el agua se deslizara por mi cuerpo.
Esperaba limpiarme de algún modo de la suciedad que se me estaba acumulando por dentro, manchándome el alma, pero era imposible, a no ser que encontrara la forma de darle la vuelta a mi piel. Aun así, el jabón y el agua no habrían bastado. Maldita sea, ni siquiera con lejía lo habría logrado.
Lo único en lo que podía pensar era en la mirada de Paula al bajar la escalera cuando nos disponíamos a ir a la fiesta.
La forma de contonear sus caderas y el corte de su vestido revelando la aterciopelada suavidad de su pierna. Lo suave que era su piel cuando le puse el colgante alrededor del
cuello. Su sabor al rozarme ella los labios con los suyos agradecida. Y todavía podía olerla. ¡Dios mío! Se me puso dura de golpe al recordarlo.
Ojalá las cosas hubieran sido distintas. Ojalá en lugar de estar ahí plantado, regodeándome en mi culpabilidad, hubiera podido estar abrazándola y Paula estuviera haciendo lo mismo conmigo.
Pero lo había echado a perder. Le había destrozado el corazón. Y también me había destrozado el mío.
En la oscuridad mi desorientada mente empezó incluso a jugarme malas pasadas. Te juro que sentí a Paula rodeándome el pecho por detrás y dándome un dulce beso en medio de la espalda. Y encima percibí su aroma de nuevo, con más intensidad y fuerza que antes en medio del vapor. Mi polla reaccionó a la presencia inexistente y me pregunté cuánto tiempo tardaríamos ella y yo en superar lo de Paula.
—Gírate, por favor —oí decir, y habría creído que era ella de verdad de no haber sonado su voz tan dócil e insegura. Fue entonces cuando me dije que no podía ser más que una alucinación creada por mi mente—. Pedro, te lo ruego, no puedes huir de mí después de haberme estado ignorando
durante días, haciéndome creer que había dejado de gustarte y decirme luego algo como esto.
Sí, era sin duda Paula. La única razón por la que podía estar allí era para arrancarme la polla de cuajo y metérmela por el culo por haber fisgoneado en su vida privada. No podía huir.
No me quedaba más remedio que afrontar su ira porque estaba acorralado. Y yo me merecía hasta la última pizca de todo cuanto iba a decirme y hacerme.
Me giré lentamente, mis ojos se habían acostumbrado por fin a la oscuridad, pero aun así no había forma de verla porque en el baño no penetraba ni un rayo de luz.
—Lo sé y siento…
Ni siquiera pude acabar de disculparme, porque sentí de pronto su cuerpo pegándose al mío, estaba desnuda. Tal vez debí de habérmelo imaginado, porque era algo muy propio de ella, pero lo que no me esperaba fue ese beso suyo. Sus labios empezaron a acariciar los míos con una delicadeza y una ternura increíbles, ¡fue la rehostia!
Hundí mis dedos entre su pelo, aumentando mi conexión con Paula y memorizando su sabor, la suavidad de su piel, su aroma, porque no había forma de saber si tendría la oportunidad de volver a experimentar todo esto de nuevo.
Dios mío, la amaba.
Sentí sus manos por todo mi cuerpo, la yema de sus dedos presionando la piel de mi pecho, de mi espalda, de mis brazos. Era como si me estuviera dejando unas marcas indelebles por dondequiera que me tocara.
Y al mismo tiempo estaba intentando acercarse más a mí. Si hubiera sido posible, me habría abierto el maldito pecho en canal para que se metiera en él, encerrándola dentro para llevarla siempre conmigo.
Y lo peor de todo era que no entendía por qué joder Paula lo estaba haciendo.
Y de pronto dejó de besarme. Noté cómo le subía y bajaba el pecho, la oí jadear, sentí su cálido aliento en mi húmeda piel.
Apoyó la cabeza sobre mi corazón.
—Hazme el amor, Pedro. Solo una vez más, quiero ver lo que se siente al ser amada por ti.
Sabía que no debía negárselo, a pesar de parecer un tipo duro, yo era un hombre débil —solo con ella—, y quería que supiera que era verdad lo que le había dicho. Pero no en la puta ducha ni donde no le pudiera ver la cara.
La besé en la cima de la cabeza antes de apartarla un poco para levantarle la barbilla y darle un tierno beso en sus suaves labios. Luego cerré el grifo, deslicé mis manos por la curva de su culo y la levanté para que se agarrara con las piernas a mi cintura. Paula enlazó los dedos alrededor de mi nuca y pegó su frente a la mía mientras yo salía de la ducha y la llevaba a cuestas a nuestra habitación.
Sus ojos no se despegaron de los míos cuando la llevé a la cama. La habitación estaba envuelta en la oscuridad, pero la tormenta había cesado y las pocas nubes que quedaban dejaban que la luz de la luna que se colaba por las ventanas bañara la piel de melocotón de Paula. Al tenderla sobre la cama, vi lo mucho que tenía en común con el cuerpo celeste que pendía destacando en medio de un cielo negro como boca de lobo. Se erguía en medio de un mar de estrellas, eclipsando incluso a las más relucientes.
Estaba ahí, pero aunque yo lo deseara con toda mi alma, no podía alcanzarla. Me habían dado esta oportunidad, esta nave para ir al espacio sideral, y no iba a desperdiciarla.
El corazón me martilleaba en los oídos con tanta fuerza que sabía que ella lo podía oír. Estaba aterrado, temía que viera lo cobarde que era en lugar del tipo seguro en el que tanto había luchado por convertirme. Para darle lo que quería tendría que desnudarme por completo, despojarme de todo y quedarme en un estado de lo más vulnerable. Y lo haría… por ella.
¡Qué coño! Le había dado todo cuando me había pedido. Si quería mi brazo, me lo podía arrancar. ¿Mi pierna? Se la podía quedar. ¿Mi corazón? ¿Mi alma? Ya eran suyos.
Me metí en la cama y me tendí a su lado, y luego le acaricié la mejilla, dejando que mi dedo descendiera por su cuello. Paula se estremeció al sentirlo y de pronto me di cuenta de que estaba empapada. ¡Menudo tarado era! No me había preocupado en secarla y ahora ella tenía frío. Cuando me dispuse a cubrirla con las sábanas, me detuvo posando su mano en mi antebrazo.
—No tiemblo de frío —me susurró con una delicada sonrisa.
El corazón me dio un vuelco.
Atrapé sus labios con los míos al tiempo que me ponía encima de ella, apoyándome sobre uno de mis codos para amortiguar mi peso. Le deslicé el dorso de mi mano por el hombro y luego por los montículos de sus pechos y por el costado, hasta posarla en su cadera. Cada ondulación, cada curva de su cuerpo me recordaba lo preciosa que era o al menos que debía haber sido. Se merecía que la adorara, que la venerara.
Pegué mi muslo derecho al suyo y metí mi rodilla entre sus piernas mientras ella se colocaba en la postura idónea para que yo la penetrara.
Deslicé la palma de mi mano por sus costillas y Paula tiró de mí para que me pegara más a ella al tiempo que le lamía el labio inferior para que me dejara entrar en su boca. Ella no dudó. Recibió mi lengua con la punta de la suya, como una mujer abrazando a su amado al reencontrarse con él después de haber estar separados por muchos mares y años.
Le rocé con los nudillos la suave piel de su vientre y los deslicé por su cuerpo hasta llegar a la erecta punta de uno de sus turgentes pechos. Ella gimió de placer en mi boca y arqueó la espalda, pidiéndome más.
Dejé de besarla para deslizar mis labios sobre el delicado contorno de su mandíbula hasta llegar a su esbelto cuello y a la clavícula, donde le chupé la piel con suavidad, porque no lo hacía para marcarla. Ya no era mi territorio ni mi juguete, sino que ahora la estaba amando tal como se merecía ser amada.
Paula agarrándome por el bíceps, deslizó la yema de sus dedos por mi brazo hasta llegar a mi pecho, dejando un reguero de fuego en mí. Cada terminación nerviosa de mi cuerpo estaba totalmente alerta, cada caricia suya me enviaba oleadas de placer a mis partes. Ella me producía siempre este efecto, tanto si hacíamos el papel de vampiros en la sala recreativa, como si nos exhibíamos en la parte de atrás de la limusina o freíamos panceta en la cocina. Yo me derretía en sus expertas manos y nunca volvería a sentir lo mismo con ninguna otra mujer.
Llevándome su mano a los labios, se la besé con la boca entreabierta antes de ponérmela sobre el corazón para que lo sintiera latir con fuerza pum, pum, pum por ella, y se lo transmití también con mis ojos.
Le di un tierno beso en sus suculentos labios y luego arrimando la cara a uno de sus enhiestos pezones, se lo atrapé con la boca y le deslicé la lengua alrededor del turgente botoncito hasta que ella suspiró de placer pegándose incluso más todavía a mí. Le chupé la sensible piel del pezón y se lo acaricié con la lengua. Paula me agarró con una mano el pelo y con la otra el hombro para estrecharme contra ella. Mientras me ocupaba de su
otro pecho para prestarle la misma atención, ella me soltó arrobada de placer.
Le di a su pezón un dulce beso y luego fui bajando por su cuerpo, cubriéndole cada centímetro de su piel con mi boca y mis manos. No dejé ninguna parte sin tocar. Deslizando mi mano por la corva, le levanté la pierna para ponerla sobre mi cadera y pegué mi entrepierna a su cuerpo.
Fue una reacción involuntaria al sentirlo tan cerca de mí. No lo había hecho aposta, pero a juzgar por el gemido que se escapó de sus labios y por el modo en que empujó con las caderas, no le molestó, al contrario. De hecho, deslizó su mano por mi espalda hasta rodearme el culo pegándose a mí. Al sentir en mi polla el calor de su turbadora excitación, estuve a punto de correrme. Por tanto me aparté, acallando su gemido de protesta al bajar a su dulce gruta y separarle las piernas para acomodar mis hombros.
Me encantaba que ella estuviera siempre desnuda para mí: desnuda, caliente y ¡oh!, tan mojada. Sin dejar de mirarla, le di un suave beso en la cima de sus pliegues. Ella cerrando los ojos, se mordió el labio inferior y dejó caer la cabeza contra la almohada. Le produje un triple efecto: arqueó la espalda, alzó el vientre y movió las caderas para arrimar su sexo incluso más cerca aún de donde yo quería que estuviera. Aceptando su ofrecimiento, hundí la cabeza y me comí su delicioso fruto dejando que los labios, la lengua y la cara se me quedaran cubiertos con sus jugos.
—Pedro…
Mi nombre sonó como un ruego desesperado al brotar de sus labios.
Alzó las caderas y las bajó mientras hundía sus dedos entre mi pelo, rodeándome con los muslos los hombros no para ahogarme, sino para envolverme y mantenerme donde ella quería. Apoyó uno de sus pequeños pies contra mi hombro y deslizó la suave planta por mi espalda hasta llegar a la curva de mi trasero antes de deshacer el camino y volvérmela a deslizar una y otra vez. Metí dos dedos dentro de sus carnosos frunces, doblándolos varias veces mientras le lamía, le chupaba y le besaba cada centímetro de su precioso cielo. Y entonces ella se estremeció antes de tiempo con mis toqueteos. Tensó los muslos, dejó de mover las caderas, se agarró de mi pelo y soltó un sonido que nunca, nunca olvidaré. No fue ruidoso —Paula nunca era demasiado escandalosa cuando se corría, pero fue animal, como el ronroneo de una leona bañada por el sol del atardecer después de haberse llenado la barriga.
Sentí mi glande humedecerse, amenazándome con soltar mi semilla prematuramente, algo que yo nunca haría. Ignorando mi deseo de satisfacer mis necesidades, quise llevar a Paula otra vez hasta el límite para verla caer por el borde del precipicio. Seguí trabajándola con la lengua y los dedos, guiándola al orgasmo hasta estar ella a punto de correrse.
Lentamente los músculos de sus muslos se relajaron, dándome permiso para abandonar mi puesto. No es que quisiera hacerlo, pero tenía que abandonarlo en algún momento o de lo contrario ya nunca lo haría.
Mis ojos se posaron en la figura de Paula, con su cuerpo
estremeciéndose de placer bajo mi mirada. Ella alzó la vista para contemplarme con sus preciosos ojos azules llenos de intensidad.
—Qué hermoso… eres —me susurró ella.
—No tanto como tú —le contesté. Y era verdad. Paula no necesitaba una casa lujosa, un coche de alta gama o un trabajo prominente. Tenía todo cuanto necesitaba en ese corazón de oro puro. Era tan hermosa por dentro como por fuera, y eso era lo que la diferenciaba de mí.
Lo que la hacía ser perfecta.
Incapaz de seguir mirándola sin tocarla, subí a gatas encima de ella y me coloqué contra su entrepierna. Procurando apoyar el peso de mi cuerpo sobre los antebrazos, me tendí sobre su cuerpo y le aparté de la cara un mechón de pelo poniéndoselo detrás de la oreja.
—Nuestra primera vez debería haber sido como esta —le dije y entonces la penetré lentamente.
Ella soltó un dulce gemido que yo sofoqué al cubrir su boca con la mía.
Paula me rodeó con las piernas la parte baja de la espalda mientras yo la penetraba con un acompasado vaivén de una embriagadora lentitud. A cada acometida de nuestros cuerpos, ella me clavaba las uñas en los omoplatos meneando las caderas. Luego separándome de sus labios, le cubrí el cuello de besos, lametazos y chupetones.
Rodeándole con la palma de la mano sus respingonas nalgas, se la deslicé después por su muslo. Al llegar a la corva, tiré de ella con ternura manteniendo allí mi mano para abrirle más las piernas y penetrarla incluso más a fondo, movido en cada uno de mis actos por la necesidad de que me sintiera hasta lo más hondo de su alma. Me incliné un poco hacia un lado mientras ella deslizaba ambas manos por mi espalda y me agarraba también del culo. A Paula le fascinaban sin duda los culos. Me aseguré de contraer los músculos de las nalgas para mayor satisfacción suya,
penetrándola más adentro, moviendo a un lado y otro mis caderas para frotarle el clítoris tal como ella anhelaba.
Nuestros cuerpos se movieron hacia delante y atrás como el flujo y reflujo de una corriente marina haciendo batir las olas contra las rocas solo para retroceder y volverlo a hacer una y otra vez. Era una escena mágica, la clase de momento que solo aparece en las novelas románticas cursis. Pero nunca ha habido dos cuerpos que se hayan acoplado con tanta perfección, ya sea en la vida real o en la de ficción.
Era la clase de momento que te hacía creer que habías encontrado a tu media naranja. Qué lástima que solo lo sintiera yo, pero por más que deseara saber si ella también sentía lo mismo, no me importaba. Estaba destinado a amarla, de esto no me cabía la menor duda. Aunque solo fuera para aprender una lección, al menos sabía por una vez qué se sentía al amar a otra persona más que a tu propia vida.
Ya afrontaría las consecuencias de mi decisión más tarde, por el momento ella estaba allí y tenía que enterarse de cómo me sentía yo. No podía dejarla ir sin que supiera con claridad dónde estaba mi mente, mi corazón y mi alma.
Estaban con ella, y lo seguirían estando siempre. Y si
ella se iba después de haberle dicho y hecho todo esto, al menos se lo llevaría consigo.
Pegué mis labios a su oreja.
—Te quiero, Paula. Con todo mi puto corazón —le susurré con una voz cargada de pasión y dolor.
—¡Oh, por Dios, Pedro! —me contestó ella tan emocionada que no pude evitar mirarla, con el labio inferior temblándole y los ojos llorosos. Me rodeó la cara con una tímida mano—. Llámame por favor Pau. Simplemente…Pau —añadió deslizando el pulpejo del pulgar por mi labio inferior.
Busqué con mi mirada su cara y al ver una lágrima surcándole la mejilla, no pude encontrar la menor prueba de que me lo estuviera diciendo solo por darle yo lástima. Si antes creía que el corazón me martilleaba y saltaba en el pecho, no era nada comparado con las acrobacias que estaba haciendo en ese momento. El corazón se me hinchó de alegría, sentí una ráfaga de ternura soplando en mi pecho y emanando de mis poros antes de ir directa a mi cerebro.
Estaba extasiado y, sin embargo, no pude evitar la sonrisa
que afloró en mis labios.
—Pau —repetí en un susurró.
Ella se estremeció en mis brazos.
—¡Dios mío, qué sexi suena! Dilo otra vez —me pidió hundiendo los dedos en mi pelo y alzándome la cabeza para verme la cara.
—Pau… —repetí acercando mis labios a los suyos, rozándoselos apenas.
—Dímelo de nuevo —dijo rodeándome con los dientes el labio inferior una vez, y otra, y chupándomelo luego entre los suyos.
La besé con más ardor aún, diciendo su nombre una y otra vez, porque ahora ya podía hacerlo. Por fin. Mis embestidas se volvieron más insistentes, y sosteniéndola por las corvas, meneé las caderas pegándome a ella con unas acometidas más potentes, profundas y veloces. Agarrándome del borde superior del colchón, cogí impulso para penetrarla con más
fuerza aún. Ella se aferró a mí, con el sudor de nuestros cuerpos entremezclándose mientras se deslizaban el uno contra el otro. Los tendones de los brazos y del cuello se me tensaron, los músculos de la espalda, de los abdominales y de las nalgas se contrajeron con fuerza mientras yo se lo daba todo.
Paula me arañó la espalda y yo le rogué a Dios para que ella me dejara unas heridas, unas heridas que no me cicatrizaran nunca… unas heridas que se parecieran a las que me dejaría en el corazón cuando se fuera.
Me aparté para mirarla, memorizando cada uno de sus rasgos y no pude evitar ver la vena de su cuello palpitando por su respiración jadeante. Otra imagen que me quedaría grabada el resto de mi vida dado lo deliciosa que era.
Una gota de sudor me quedó colgando de la punta de la nariz hasta caer sobre el labio inferior de Paula, y yo la contemplé mientras sacaba la lengua para saborearla. Cerró los ojos diciendo ¡mmm…! como si se hubiera metido en la boca un chocolate exquisito acabado de salir al mercado y lo estuviera saboreando.
—Mírame, gatita —le susurré. Y ella lo hizo, conectando al instante con mis ojos al contemplarlos. Era una conexión mucho más profunda que una simple atracción física—. Te quiero,Pau.
—Pedro, yo… —gimió ella y luego se mordió el labio inferior, echando la cabeza atrás. Presa del orgasmo, su cuerpo embargado por las profundas acometidas de placer se tensó bajo el mío.
Qué imagen. ¡Oh, Dios mío!, qué imagen. La mirada que puso cuando le dije que la quería y al correrse… no puedo describir con palabras cómo me hicieron sentir.
Con una última embestida, yo también me corrí. Sentí las paredes de su coño apretándome y acariciándome, muñendo mi palpitante miembro mientras yo derramaba mi semilla dentro de ella en rítmicas sacudidas, hasta quedarme sin una sola gota que darle. Luego me tumbé de lado llevándola conmigo, estrechándola contra mi pecho, sin querer dejarla ir.
¿Y acaso no era este el quid de la cuestión? No podía dejar que se fuera y, sin embargo, debía hacerlo. Porque retenerla conmigo hubiera sido muy cruel.
Nos quedamos tendidos en la cama en nuestro goce postcoital durante lo que me pareció una vida entera, pero aun así no era suficiente. Ninguno de los dos dijo nada, ni tampoco nos separamos, absortos en nuestros propios pensamientos. Las sábanas quedaron empapadas —por nuestros húmedos cuerpos, por el sudor de nuestro retozar, por nuestras corridas. ¡Y oh, qué corridas tan deliciosas!
Y entonces ella rompió el silencio.
—Pedro —dijo tan bajo que apenas la oí susurrar mi nombre—. Tenemos que hablar —eso sí que lo oí alto y claro. Y yo no quería, porque esa era la parte en que todo se iría al traste, cuando la maldita realidad me golpease de lleno… y ella me dijera que tenía que irse.
—¡Shh!, aún no —le dije apartándole el pelo y besándola en la frente—. Prefiero que hablemos mañana. Gocemos ahora de este momento en el que estamos juntos.
Paula… Pau asintió con la cabeza y pegó su cara a mi pecho de nuevo sin decir una palabra más, para que pudiera gozar de esta última noche con ella en mis brazos. Era la primera y la única noche en que todo era perfecto en este maldito mundo, porque ella estaba conmigo y sabía que yo la amaba. No pensaba ni por asomo dormir y malgastar un solo segundo del escaso y precioso tiempo que me quedaba para estar con ella.
Me quedé a su lado el resto de la noche. Mientras Paula dormía apaciblemente, le acaricié el cabello, le froté la espalda, inhalé su aroma.
No saqué mi cuerpo de debajo del suyo hasta que el cielo se tiñó con el primer toque anaranjado al romper el alba.
—Te quiero —le susurré dándole un tierno beso en la mejilla y luego me levanté de la cama para ir a ducharme.
Al salir de la habitación, una mano invisible pareció salir de la nada para agarrarme. Tiró de mí llevándome por el pasillo y el estudio, hasta descubrirme plantado delante del cajón abierto de mi escritorio. Con una temblorosa mano saqué la copia del contrato que había dentro, el contrato que obligaba a Paula a estar conmigo durante los dos próximos años.
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