miércoles, 1 de julio de 2015

CAPITULO 40





Alejarme de Paula Chaves fue lo más duro que tuve
que hacer en la vida. Y eso ya era decir bastante si
teníamos en cuenta que había sido el responsable de
la muerte de mis padres y posteriormente había heredado una compañía multimillonaria, el Loto Escarlata, que dirigía junto a mi enemigo mortal, Dario Stone.


Dario había sido una vez mi mejor amigo hasta que volví de un viaje de negocios y me lo encontré tirándose a mi chica, Julie, en la bañerata. No hacía falta decir que Julieta ya no era mi chica. Una paria, sí, pero mi chica, no. Todos esos sucesos me habían llevado sin darme cuenta hasta Pau. 


Todavía no tenía muy seguro si debía estar resentido o feliz sobre ese hecho.


Había oído hablar de una organización clandestina que procuraba mujeres para venderlas al mejor postor. Todo era muy ilegal, por supuesto, tal y como debería ser el tráfico de personas, ya fuera voluntario o no. No obstante, estas mujeres accedían a convertirse en la propiedad del ganador de cualquier forma que estos requirieran. Yo puede que no haya confiado en las mujeres tras el fiasco Julieta/Dario, pero era un hombre y tenía necesidades, al igual que cualquier otro hombre. Así que cuando oí hablar sobre la subasta, esta pareció ser la mejor ruta que seguir.


Sebastian Christopher era el propietario del Foreplay, un club que de cara al público se encargaba de las trastadas que vinieran a hacer los universitarios, mientras que por detrás se llevaban a cabo las subastas. No me gustaba Christopher en lo más mínimo, pero no había ido allí para hacer amigos.


Solo había tenido un único propósito en mente, y yo siempre conseguía todo lo que quería.


Paula Chaves era una virgen de veinticuatro años. Inmaculada, indómita. Perfecta. Los dos millones de dólares que pagué por poseerla durante dos años fueron, desde luego, una muy buena inversión. Dos años para hacer con ella todas las guarradas que quisiera, como y cuando yo quisiera. Y lo hice. Aunque no había esperado que tuviera cero experiencia con el sexo, me gustó ser yo el que llegara a enseñárselo todo. Era una alumna excelente.


Aceleraba el proceso de su educación hasta el punto en que yo mismo pensé que la mujer iba hasta a matarme. Un bonus añadido era que venía armada con una actitud respondona. Pensarás que aquello sería un desencanto. 


Pero en realidad fue más bien lo opuesto; no había hecho más que ponérmela más dura. Dimos muchas vueltas y otros tantos cabezazos, pero al final la cosa siempre terminaba con mi polla enterrada hasta el fondo de su delicioso coño y ella gimiendo mi nombre. Yo era un dios del sexo y ella otra diosa; hasta que descubrí que en realidad ella era un ángel y yo, el diablo disfrazado.


Si hubiera sido la mitad de listo de lo que había pensado que era, habría contratado a alguien para que investigara el pasado de Paula desde el principio. Pero no. Era un cabrón salido sin moral ninguna, de ahí que hubiera comprado a un maldito ser humano.


Al final resultó que Paula Chaves había llevado a cabo el mayor de los sacrificios. Se había vendido a sí misma para salvar la vida de su madre.


Alejandra Chaves necesitaba un trasplante de corazón.


El problema era que la familia Chaves no se lo podía pagar, ni tampoco tenía seguro médico. Marcos, el padre de Pau, había perdido su trabajo tras haber faltado tanto por cuidar de su mujer. Las empresas estadounidenses podían ser unas cabronas insensibles a veces, preocupándose más de los beneficios que de las personas que eran la razón de que las cosas les fueran tan bien. Pero lo hecho, hecho estaba. 


Todo lo que podían hacer era luchar por seguir adelante y aferrarse a la esperanza.


Esa esperanza vino con los dos millones de dólares que pagué por Pau.


Qué altruista de mi parte. No creo que aquello hubiera sido lo que mi querida madre fallecida, Elizabeth, hubiera tenido en mente cuando comenzó con la campaña benéfica en el Loto Escarlata. Pedro sénior tampoco habría aprobado mi decisión en lo más mínimo.


Una vez que descubrí lo que le había hecho a Pau, supe que no podía seguir con la situación. Me había enamorado de ella. Hasta las trancas. Y aunque casi me matara admitirlo, sabía que tenía que dejarla ir. Ella tenía que estar al lado de su madre, no en mi cama.


Admitiré que no había pensado que en realidad pudiera llevar a cabo esa decisión hasta el final, así que la evadí. 


Fue la noche del baile de gala anual del Loto Escarlata cuando se colmó el vaso. Primero, Julieta se apareció por allí e hizo de las suyas. Estuvo pegada a mí como una lapa y no hubo nada que yo pudiera haber hecho para remediarlo entonces porque los miembros de la junta directiva y los posibles clientes estaban entre los asistentes. Añádele
a eso el hecho de que Pau estuvo flirteando abiertamente con Dario Stone y ya tienes todos los ingredientes necesarios para producir una catástrofe.


De modo que me obligaron a sacar a Pau de allí antes de que perdiera toda compostura y montara una escenita espantosa de la que nunca sería capaz de recuperarme. Eso era lo que Dario había esperado que hiciera, estaba seguro.


Pau y yo discutimos en el camino de vuelta a casa. Bueno, ella discutió. Yo la ignoré. Lo cual solo consiguió enfadarla más. Ella quería que la follara, lo esperaba, porque eso era lo que siempre habíamos hecho. Solo que yo ya no quería. No podía. No después de todo lo que había descubierto. No me malinterpretes, la deseaba. ¡Vaya si lo hacía! Pero ya no podía hacerle aquello a ella. 


No obstante, ella no lo iba a dar por terminado.


No.Pau, no. Cuando desdeñé sus insinuaciones, ella salió corriendo de la limusina y se dirigió a casa toda empapada por culpa de la lluvia. Yo, por supuesto, la seguí, pero se encontraba fuera de sí y soltaba por esa boca cualquier cosa para intentar sacarme de mis casillas.


Dio en el puto clavo cuando me dijo que si yo no iba a follarla, alguien del baile lo haría, y una persona en particular me vino rápidamente a la cabeza. Dario Stone.


Mi naturaleza posesiva despertó. Lo admito, estaba furioso, pero no fue excusa para lo que hice. La agarré de un modo nada suave y me la follé allí mismo, en la escalera. No me importó si a ella le gustaba. No me importó si estaba incómoda. No me importó nada más que el apoderarme de lo que había considerado mío.


Solo que ella no era mía. Sí, quizá su cuerpo sí que me pertenecía, pero no su alma o su corazón, y esas eran las partes que yo más ansiaba. Esas eran las partes que yo sin darme cuenta siquiera le había dado a ella. Y no le habían costado ni un mísero céntimo.


Tras follármela como un jodido animal, me obligué por fin a confesarle todo lo que le había estado ocultando. Le conté que sabía lo de su madre, y por qué había participado en la subasta y se había vendido al mejor postor. Y por más retorcido que fuera, que yo sabía que lo era, le conté que me había enamorado de ella. Y entonces la dejé allí sin decirle ni una palabra más.


Para mi completo asombro, Pau vino hasta la ducha en mi busca. Imagina mi sorpresa cuando en vez de cortarme las pelotas, me pidió que le hiciera el amor, que le dejara ver lo que se sentía al ser amada por mí. Solo una vez. Eso fue todo lo que quiso. Y yo le habría dado cualquier cosa que me pidiera, así que por supuesto que le di mi corazón sobre una bandeja de plata. Muy cliché, pero cierto.


Supe mientras le hacía el amor, mientras le desnudaba mi alma, que esa sería la última vez. Aun sabiéndolo, me las arreglé para apartar aquello de mi mente y para reverenciarla del modo en que debería haberlo hecho desde el primer día. La amé completa y libremente, con toda mi alma y mi ser. Ya no cabía ninguna duda de cómo me había sentido con respecto a ella, de cómo todavía me sentía hacia ella.


La quería. Joder, no. La amaba.


Después ella señaló lo obvio, que teníamos que hablar. Pero yo ya sabía todo lo que ella iba a decir, así que me adueñé de la noche y simplemente la abracé. Sabía que sería la última vez que podría hacerlo.


A la mañana siguiente, tuve que hacer acopio de toda la fuerza que pude para abandonar la mesurada serenidad de la cama. Tenía que hacerse. Así que le acaricié el cuello con la nariz y besé con suavidad la piel desnuda de su hombro antes de susurrarle un último «te quiero» al oído. Ella se removió y sonrió, todavía dormida, lo que no hizo más que ponerme más difícil apartarme de su lado, pero de algún modo lo logré.


Me duché rápido y me vestí incluso más deprisa.


Pero cuando salí, allí estaba ella, mi nena de dos millones de dólares, más guapa de lo que nunca hubiera pensado antes. 


Había querido hablar, pero de nuevo yo ya sabía de qué iba la cosa y no creía que fuera capaz de soportar escucharla decir las palabras.


Así que hice lo correcto.


Rompí el contrato en dos y le dije que se fuera con su familia. Y entonces obligué a mis temblorosas piernas a que me alejaran de ella. Ella no me siguió ni intentó detenerme, tal y como debería haber hecho.


La fantasía que había intentado comprar se había acabado y ya tocaba volver al mundo real.


Mientras la limusina se incorporaba al tráfico, me negué a mirar de nuevo hacia la puerta principal. No quería no verla allí. Ya era bastante duro saber que no estaría en casa cuando volviera. Quizá llegara el día en el que la chica pensara en mí y no me odiara con todo su ser. Quizás hasta me sonriera con cariño.


Quizá, pero no contaba con ello. Siempre y cuando fuera feliz, lo demás no me importaba.


Y así me encontraba en la limusina, solo y muriéndome por dentro. Me centraría en la única otra cosa que me había ayudado a superar todas y cada una de las tragedias de mi vida: el Loto Escarlata.






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