miércoles, 1 de julio de 2015
CAPITULO 41
Mientras veía la limusina desaparecer de mi vista, algo me invadió por dentro. Esperaba que fuera derrota, agonía, traición o aflicción, pero no fue nada de eso.
Rabia. Rabia y más rabia.
¿Cómo se atrevía? El imbécil con su estúpida casa enorme, su estúpido ego enorme y su estúpida arrogancia creía saber qué era lo mejor para mí. Dijo que no iba a funcionar, pero no creí que lo dijera en serio. Vi sus ojos. Lo estaba matando. Entonces, ¿por qué hacerlo? ¿Por qué pasar por todo lo que pasó anoche antes de demostrarme lo que sentía por mí para luego dejarme en cuanto tuviera la menor oportunidad de salir por patas? Porque tenía problemas de control, por eso. Bueno, él no me podía decir qué o qué no hacer. Ya no era una de sus empleadas. El trozo de papel hecho trizas que había desechado en la cama había puesto fin a ese contrato.
Desechado… al igual que yo.
Iba a decirle que yo también lo quería, que dejara
de ser tan absurdo, pero no había habido suerte.
Antes de que me dejara abrir la boca para pronunciar las palabras que iban a demostrarle lo contrario, el loco del control me mandó a tomar viento.
No era justo que él hubiera podido decir todo lo que quiso cuando yo no había podido hacerlo. O sea, sí, podría haber repetido su declaración en pleno culmen de pasión, pero esa pasión había sido muy épica y apenas había tenido tiempo siquiera de acordarme de respirar, mucho menos de ser capaz de decir nada que sonara mínimamente coherente y entrañable. Además, sí que pensé de verdad que tenía todo el tiempo del mundo para contarle cómo me sentía. O sea, ¿hola? Le había dicho que me llamara Pau, por el amor de Dios. Y además tampoco quería que pensara que estaba diciendo esas dos cortas palabras solo porque él las había pronunciado antes.
Quería un momento aparte para gritarlo a los cuatro vientos y para que no dudara de mi sinceridad, porque una declaración de tal magnitud era muy seria. Pero ya estaba más que preparada para dar el salto. Por él, por mí… por nosotros.
Pero entonces tuvo que irse y estropearlo todo con esas chorradas de hombre primitivo.
Los tíos eran unos gilipollas.
Pero al menos yo podría hacer algo por mi gilipollas, porque en realidad no tenía nada que perder si le hacía frente. Iba a hacer que me escuchara, lo quisiera él o no. Iba a quedarle claro que lo quería y se sentiría como un completo capullo por haberme dejado del modo en que lo había hecho.
Porque iba a ir hasta aquella pija oficina suya para exigir que me prestara atención. Iba a ver lo equivocado que estaba
por haber asumido lo que le había dado la gana y nunca más volvería a sacar conclusiones precipitadas. Yo lo había dejado todo por salvar la vida de mi madre moribunda y tenía una voz que se moría por hacerse escuchar. Si de mí dependía, todo por lo que había pasado desde que entré en el mundo de Pedro Alfonso no iba a ser en vano.
Resignada con ese plan, me giré sobre mis talones y volví a adentrarme en la casa con los hombros bien atrás y la cabeza bien alta. Tras darme una ducha rápida y una vuelta por el país de las maravillosas ropas inapropiadas de Dolores, me vestí y cogí el móvil de la mesa antes de salir.
Estaba bastante impresionada conmigo misma mientras bajaba las escaleras a la carrera porque evité de nuevo que me partiera el cuello o que me abriera la cabeza. Cuando llegué a la planta baja, oí aparcar un coche. Tendría que ser Samuel, que ya había vuelto de dejar a Pedro, y pensé que los astros se debían de haber alineado porque fue de lo más oportuno.
Pero entonces pegaron a la puerta con insistencia y gritaron: «¡Paula Chaves, sé que estás ahí! ¡Saca ese culo gordo de la cama y abre la puerta!»
Esa era mi mejor amiga, Dez.
Corrí hacia la puerta y la abrí de un tirón justo cuando Dez estaba a puntito de volver a pegar con el puño. Para una chica era bastante fuerte. Por suerte no me dio en toda la frente; no necesitaba parecer un unicornio cuando fuera a enfrentarme a Pedro.
—¡Dez! —grité a la vez que sorteaba su puño.
Ambas retrocedimos un paso y nos inspeccionamos.
—¿Qué mierda llevas puesto? —gritamos al
unísono.
—¡Yo primera! ¡Me debes una Coca-Cola! —grité al mismo tiempo que Dez gritaba: «¡Yo primera! ¡Me debes una cola gorda. Un buen rabo!»
Cada vez que jugábamos a este juego, yo nunca conseguía la Coca-Cola. Dez, sin embargo, siempre conseguía su cola gorda… y sin mi ayuda.
Dez iba vestida de negro de la cabeza a los pies.
Bueno, en su mayor parte. Llevaba unos vaqueros ceñidos negros, un jersey de cuello alto y unas botas negras de piel de serpiente. Un cinturón con el diseño de una calavera en la hebilla adornaba el centro de sus caderas, y llevaba una gorra negra con otra calavera bordada justo encima de sus perfectas cejas.
Plaqué a mi mejor amiga, la rodeé con mis brazos y le atrapé los suyos a sus costados.
—¡Ay, Dios! ¡Te he echado mucho de menos!
Hasta no tenerla frente a mí no me había dado cuenta de cuánto.
—¡Suéltame, Hulka! Joder, ¿qué te están dando de comer aquí? ¿Esteroides? —preguntó intentando deshacerse de mi agarre.
La solté y reparé en que mi abrazo probablemente había estado a punto de haberle roto los huesos. Me aparté y la invité a entrar.
—¿De qué va ese modelito de Misión imposible?
—Te voy a sacar de aquí. —Se giró para examinarme una vez más con una sonrisa aprobatoria—. El novio te ha comprado trapitos, ¿eh? Mírate con ese diminuto vestidito rojo, Guarra McGuarretona. —Entonces de pronto ahogó un grito y abrió los ojos como platos—. ¡A ti te han follado pero bien! ¡Suelta prenda!
Sentí cómo mi rostro se ponía rojo.
—¿Qué? ¡No!
—¡Sí, Pau Chaves! No te olvides de con quién estás hablando. Creo que conozco esa cara de me-laacaban-
de-meter-hasta-el-fondo.
Me moría de ganas de soltárselo todo a mi mejor amiga, pero necesitaba llegar hasta Pedro y la aparición de Dez me estaba reteniendo. Y hablando de…
—Espera, ¿a qué te refieres con que me vas a sacar
de aquí?
—Me refiero a que cojas tus cosas y a que nos vayamos. Estoy en una misión secreta para liberarte de la prisión de esclava sexual —dijo, y luego miró en derredor con la boca abierta—. Aunque de verdad que no veo cómo podrías llamar a esta queli una prisión. ¡Es un puto palacio!
—Vale, en serio. ¿Por qué estás aquí y cómo supiste dónde estaba?
Dez puso los ojos en blanco.
—Dijiste que Pedro Alfonso te compró, y al principio no caí en la cuenta, pero luego la verdad me golpeó como a una puta que acabara de recibir una guantada de su chulo en un callejón oscuro: Pedro Alfonso del Loto Escarlata. ¿Cierto? O sea, ¿cuántos Pedro Alfonso puede haber en el mundo, y
mucho menos en este rincón del país, con suficiente dinero como para soltar dos kilos para tener a su propia oh-sí-papi-dame-tu-leche personal? — preguntó con todas sus estupendas habilidades de actriz porno de películas de serie B.
—Sí, pero eso no explica por qué estás aquí, insistiendo en sacarme de aquí. Estoy bien. Y en serio, en realidad no es como si fuera una prisionera. Pedro me trata muy bien.
Mi mejor amiga respiró hondo y suspiró.
—Tengo que decirte algo, cariño —comenzó.
Ella nunca me llamaba cariño a menos que estuviera a punto de contarme algo duro para mí. El corazón se me subió a la garganta e intentó salírseme por la boca.
—Alejandra se ha puesto peor. La han ingresado en el hospital universitario y han llamado a la familia. Le prometí a Marcos que te llevaría. No pinta bien, nena.
Justo entonces la puerta principal se abrió y Dolores cruzó el umbral.
—¡Buenos días, Pau! —me saludó con su habitual voz jovial, como si todo mi mundo no se hubiera puesto patas arriba apenas unos segundos antes. La sonrisa desapareció inmediatamente de su rostro cuando vio mi expresión—. Ay, Dios. ¿Qué pasa?
El pecho se me oprimió como si una anaconda lo estuviera asfixiando para luego tragárselo entero.
—Pedro tenía razón. Mis padres me necesitan más
que él.
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