miércoles, 1 de julio de 2015
CAPITULO 39
A la mañana siguiente cuando me desperté, me asusté por un instante (vale, solo por un instante) al no sentir ni ver a Pedro en la cama. Pero entonces me incorporé y eché un vistazo alrededor, descubriendo que la puerta del baño estaba cerrada, por lo que deduje que él debía de estar dentro. Me percaté de que aún iba desnuda, lo cual no era extraño, porque Pedro siempre había insistido en que durmiera de este modo —y la verdad era que a mí me gustaba—, y el vestido que me había sacado seguía todavía en el suelo donde lo había arrojado el día anterior antes de meterme en la ducha. No había sido otro de mis engañosos sueños. Volví a la cama sintiéndome en las nubes y estreché la almohada de Pedro contra mi pecho.
Él me quería. Me quería de verdad.
Y no se había limitado solo a decirlo. Me lo había demostrado con cada caricia, cada beso, cada parte suya hasta que no me quedara la menor duda.
Me vino a la cabeza nuestro encuentro de hacía solo varias horas y sonreí tanto que hasta me dolieron las mejillas. Me sentía extasiada por dentro y vibrante por fuera.
En cuanto me dijo que me amaba con «todo su puto corazón», supe que lo decía de verdad. Pero no me pareció bien que me dijera algo así sin pronunciar el nombre que yo tanto había insistido que no tenía derecho a usar. Pero ahora se había ganado con creces llamarme Pau. Era lo más justo. Y cuando se lo oí decir, pronunciando la P con su talentosa lengua, ¡uy!, se me puso la carne de gallina y me estremecí por dentro, deseando oírselo decir una y otra vez.
Hasta ese momento había estado segura de que lo nuestro nunca iba a funcionar. Veníamos de dos mundos totalmente distintos y pese a lo que pudiéramos sentir el uno por el otro, esos mundos podían ser implacables.
Pero cuando vi, sentí y oí que lo afirmaba con tanta convicción, supe que nos merecíamos la oportunidad de ser felices, y yo no iba a ser la que la echara a perder. Ni hablar, porque yo también le amaba. Podíamos conseguirlo. Tal vez todas esas comedias románticas no fueran meras fantasías.
A lo mejor Pedro y yo también podíamos obtener un poco de esa magia.
Cuando le iba a decir que yo también le amaba, me pidió que le mirara y en ese instante vi con mis propios ojos lo que hasta entonces solo había podido imaginar que sentía por dentro. Lo vi con tanta claridad como la sexi nariz en su cara, y luego me dijo esas dos palabras otra vez, llamándome por mi diminutivo. No pude contener el orgasmo que me produjeron. Fue una gozada.
Incluso intenté decírselo de nuevo, tras haberse calmado el fuego de nuestros sentidos enardecidos, por decirlo de algún modo. Pero él no tenía ganas de hablar. Solo quería disfrutar del delicioso momento después de llegar a la cumbre del éxtasis, y a mí me parecía bien. Porque todavía nos quedaba ese día, y el otro, y el otro, y todos los otros maravillosos días que les seguirían.
Estábamos enamorados y nadie ni nada se iba a interponer entre nosotros.
Me refiero a que nos había ocurrido algo increíble. Éramos dos desconocidos que mientras tomábamos unas decisiones desesperadas para superar el mal momento por el que estábamos pasando, nos habíamos encontrado en medio de aquel lío. Enamorándonos. De la nada nos habíamos convertido en algo. Esta sería la historia que un día les contaríamos a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos, omitiendo naturalmente la parte en la que su madre y abuela era una puta, porque no me parecía que esta revelación fuera para exclamar maravillados «¡ohhh!»
Era feliz. Me sentía en las nubes. Era un nuevo día. Los nubarrones se habían disipado. Brillaba el sol. Los pájaros piaban alegremente. Me apuesto lo que quieras a que si hubiera abierto la ventana y asomado por ella, un pajarito cantor azul se habría incluso posado en mi dedo gorjeando una melodía. Hablando de momentos de cuentos de hadas, la verdad es que no tenía ninguna intención de hacerlo, porque con lo ceniza que era, seguro que tropezaría o algo por el estilo y me caería por la ventana de la segunda planta, yendo a parar al suelo de cemento sin nada que amortiguara mi caída, salvo aquel minipajarito cantor. Y entonces el pobre se quedaría espachurrado bajo mi cuerpo como un M&M aplastado, y yo no me lo perdonaría nunca.
No, esto no iba a pasar. Nada me iba a estropear ese día tan bonito. Así es que en mi mente le dije al pajarito que se quedara al otro lado de la ventana y que yo me quedaría en el mío. Así nadie sufriría ningún daño.
¡Suspiré a fondo, me estiré a más no poder y bingo! Tuve una idea brillante.
El desayuno. Le iba a preparar el desayuno. Se me dibujó una gran sonrisa de «di patata» en la cara al decidir prepararle huevos fritos con panceta, y una sonrisita maliciosa al pensar en lo que podría pasar mientras se los cocinaba. ¡Vaya, quién iba a decir que la panceta, cargada de colesterol, fuera un afrodisíaco! Sí, sí… era una comida genial para el Chichi y muy, muy, pero que muy mala para las arterias.
El Chichi levantó el pulgar en alto encantado con la idea, el muy guarrón, pero era de esperar.
Sin hacerle caso, alisé la colcha de la cama revuelta y me dispuse a ir a la cocina a prepararle el desayuno —porque después de todo a un hombre se le conquista por el estómago—, pero entonces la puerta del baño se abrió de pronto y Pedro salió de él. Iba ya vestido y estaba para comérselo, pese a las ligeras ojeras que tenía. Supongo que había dormido poco por mi culpa. Mi puta interior soltó unas risitas como una colegiala inocente. ¡Ya sé que es una gran contradicción, pero qué le vamos a hacer!
—Buenos días —le dije sonriendo tímidamente, sin saber de pronto con certeza si él seguía sintiendo por mí lo mismo que la noche anterior.
—Buenos días —contestó en un tono más huraño de lo que me esperaba.
Bajó la vista y se puso a toquetearse nerviosamente la corbata, aunque la llevara tan perfecta como siempre. Me dio la impresión de que no me quería mirar a la cara.
¡Oh, mierda! Vale, no me dejaría llevar por el pánico. Quizás él estaba pensando lo mismo que yo y no sabía cuál sería mi reacción por la mañana.
Pues yo lo solucionaría enseguida.
—Así que, mm… ¿vas a ir a trabajar? —le pregunté, porque no estaba segura de cómo empezar la conversación.
—Sí. Ayer por la noche me fui precipitadamente sin ocuparme de los posibles clientes ni de los miembros de la junta. De modo que necesito arreglarlo de algún modo —dijo alisándose esta vez las mangas de la chaqueta como si no supiera qué hacer con las manos.
–¡Vaya, lo siento mucho! —le contesté sintiendo una punzada de culpabilidad por mi conducta del día anterior—. ¿Tienes tiempo para hablar un poco?
Pedro se encogió de hombros.
—No es necesario. Ya sé lo que me vas a decir y la solución del problema es muy sencilla.
Bueno, esta respuesta me irritó. ¡Cómo se atrevía a afirmar que ya sabía lo que yo le iba a decir! ¿Y de qué solución me estaba hablando? En lo que a mí respecta, todo me parecía perfecto.
Pedro rodeó la cama, se sacó un papel doblado del bolsillo interior de la chaqueta, lo desplegó y lo rompió por la mitad.
Arrojó las dos mitades en la cama junto a mí.
—Ve con tu madre y tu padre. Te necesitan más que yo. Además, lo nuestro nunca funcionaría. Al menos en el mundo real.
Mientras yo me quedaba atónita mirando el papel, él dándome la espalda, se dirigió a la puerta. No me llevó demasiado tiempo ver que lo que había roto era el contrato.
Lo que antes constituía la cadena que me mantenía atada al hombre al que amaba, se había convertido ahora en una
donación insignificante para la causa del Día de la Tierra: en material reciclable.
—Pedro, yo… —comencé a decir, pero él me interrumpió.
—Me tengo que ir —dijo deteniéndose en la puerta dándome la espalda —. Y tú también deberías hacer lo mismo.
Sin decir nada más, abrió la puerta y se fue.
Te necesitan más que yo… Lo nuestro nunca funcionaría.
Sus palabras me retumbaron en los oídos casi de manera ensordecedora. ¿Y por qué me chocaban tanto si Pedro solo me había confirmado lo que yo ya sabía?
Mi corazón, que hacía solo unos instantes estaba loco de alegría, se había quedado ahora como el documento inservible que yacía junto a mí: destrozado, roto, partido por la mitad.
—Pero… yo también te amo —le susurré a la habitación ahora vacía. No podía dejar que se fuera sin que al menos oyera estas palabras.
Salté de la cama y salí corriendo tras él, pero cuando una ráfaga de viento me hizo estremecer, me di cuenta de que iba desnuda. Agarré una de sus camisetas, me la puse a toda prisa para salir volando y crucé el largo pasillo. Casi me caigo de cabeza por las escaleras, pero de algún modo logré mantenerme en pie hasta llegar al vestíbulo. Después abrí la puerta de la casa de par en par para gritarle que le amaba, pero lo único que vi fueron las luces traseras de la limusina alejándose por el camino de la entrada.
Había llegado demasiado tarde. Se había ido. Y yo me había quedado sola.
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