miércoles, 8 de julio de 2015
CAPITULO 61
Samuel me acababa de dejar frente a la casa con mi maletín y un ramo de flores en la mano para mi chica.
Me quedé mirando, confuso, cuando me percaté de que teníamos visita, y supe al cien por cien que no era Dez. La Viper de Dario Stone estaba aparcada a plena vista y por un momento mi mente retrocedió hasta el día en que lo encontré follándose por el culo en mi cuarto de baño a la que iba a ser mi prometida.
Todo lo que pude pensar fue: Por favor, ella no.
Apreté los nudillos alrededor del ramo de flores hasta que mis sentidos me volvieron a traer de vuelta hasta el hecho de que Pau no era la puta de Julieta y que ella nunca me haría nada de ese calibre.
Aun así, el miedo seguía estando ahí. ¿Había bajado la guardia solo para que me volvieran a joder?
Atormentado por la desolación que se reproducía como un disco de vinilo bajo el brazo fonocaptor de un viejo tocadiscos, me costó la misma vida obligar a mis pies a que avanzaran. Era como si estuvieran atrapados en dos bloques de cemento que hubieran tirado al fondo de un río de aguas turbias, arrebatándoles la libertad necesaria para salir nadando hasta la superficie, dar una bocanada de aire
y respirar otra vez. El corazón me estaba dando una puñetera charla motivacional, pero la agonía ante la posibilidad de que Pau pudiera haber caído bajo el misterioso encantamiento de Dario eclipsaba la confianza que le había dado con tanta facilidad. ¿Qué cojones veían las mujeres en él?
Un grito proveniente de algún lugar de dentro de la casa me sacó de golpe de mi tren de pensamientos mórbidos.
—¡Zorra!
Era la voz de Dario, enfurecida y llena de veneno.
El ramo y mi maletín cayeron al suelo al siguiente sonido y los pelos de mi nuca se me pusieron como escarpias.
El grito de Pau fue una súplica desesperada, y yo me acerqué a la puerta a pasos agigantados. Sin pensármelo dos veces, me lancé contra la puerta.
Tenía el cuerpo tan entumecido que ni siquiera sentí el dolor que debería haber sentido en ese frenético intento de llegar hasta ella.
La violenta escena apareció ante mis ojos; ese pedazo de cabrón hijo de puta había lanzado a mi chica al suelo. En la mejilla estaba empezando a salirle un moratón enorme, y estaba claro que una mano igual de grande había aterrizado allí meros segundos antes. Las lágrimas corrían por sus mejillas y tenía los ojos cerrados con fuerza.
¡Le había puesto las manos encima a mi chica!
Una mirada de emociones que pareció tener vida propia se apoderó de mi corazón. Mientras estas cobraban forma, un espectro completo de colores me nubló la vista y me dejó indefenso ante la maníaca bestia que yacía latente en mi interior. Los espantosos verdes se transformaron en empapados azules de terror. La violenta medianoche se convirtió en un enfurecido naranja consumido por el disgusto hasta que mi visión estuvo enardecida por un rojo demoníaco que ardía con la intensidad de la ira. Y entonces todo se volvió negro con la venganza que cada microscópica célula de mi cuerpo necesitaba cobrarse.
—¡Suéltala, hijo de puta!
Apenas registré mi propio movimiento antes de agarrar a Dario con fuerza y lanzarlo a través de la estancia, lejos de mi chica. Pau alzó la mirada hasta mí y todo en mi interior me gritó para que le proporcionara el consuelo que sabía que necesitaba, pero la fuerza impulsora de hacer que Dario pagara por lo que había hecho ganó la batalla.
La furia me consumió hasta que estuve poseído y sin control sobre mi propio cuerpo. Lancé y repartí puñetazos, él me estampó de espaldas contra la pared, y luego Pau cruzó la habitación y aterrizó sobre la espalda de Dario. Y cuando se la quitó de encima con un bofetón como si no se tratara más que de un insignificante mosquito, yo di el latigazo cual goma elástica que se hubiera estirado más allá de sus posibilidades. Ya había tenido suficiente de luchar con él como si fuéramos un par de chavales flacuchos forcejeando por conseguir el dominio sobre el otro en el patio de un colegio. Yo quería sangre. Quería seguir propinándole tal paliza hasta que la mínima fuerza que mantenía vivo a esa patética excusa de ser humano se desvaneciera y lo abandonara.
Y casi lo hice. Me tiré encima, y me cerní sobre él tan amenazador como él lo había hecho con mi chica, asestándole puñetazo tras puñetazo en esa asquerosa cara suya. Pude oír cómo se le partían los huesos bajo mis puños, un sonido que encontré muy agradable al oído.
Fue el mismísimo instinto el que me dijo cuándo había ganado. Dario yacía inerte en el suelo y apenas respiraba. Intenté aliviar a base de sacudidas las descargas de dolor que me recorrían la mano y el brazo, pero me la sudaba muy mucho porque había merecido la pena. Entonces, como si se tratara de una fuerza de gravedad, me giré hacia Pau.
Cada vestigio de ira de repente se disipó cuando vi su rostro.
Me necesitaba y nada me impediría llegar hasta ella.
—¿Estás bien, gatita?
Me arrodillé a su lado y la inspeccioné en busca de otras heridas.
La expresión de su rostro había estado vacía, y ahora, de repente, sus lágrimas caían sin cesar a la vez que reparaba en la gravedad de la situación. Estiró los brazos y se agarró con fuerza a mi camisa antes de esconder la cabeza en mi pecho y de comenzar a sollozar sin control.
—Shh, shh, shh. —Hice todo lo que pude para tranquilizarla mientras la mecía en mis brazos—. Lo sé, gatita. No pasa nada. Ya estoy aquí y no voy a dejar que nadie te haga daño.
Y lo decía de verdad. Con mi último aliento, lo decía de verdad y de corazón.
Nos quedamos sentados allí durante un ratito más, Pau llorando y abrazándose a mí como si tuviera miedo de que fuera a abandonarla en cualquier momento, y yo haciendo todo lo que podía para consolarla. Le había fallado. Debería haber estado ahí, debería de haberme percatado de alguna manera de las intenciones de Dario. Sabía que el tío me odiaba, y sabía que intentaría seducirla, pero ¿intentar violarla? Se hizo evidente que nunca había llegado a conocer realmente al hombre al que había considerado mi mejor amigo, y eso me asqueó incluso más.
Escuché a mis espaldas unos pies arrastrándose por el suelo justo antes de que Dario se acercara a la puerta como alma que llevaba el diablo. Ni de coña iba a dejar que ese hijo de puta saliera de aquí con un mínimo hálito de vida en el cuerpo. Aparté a Pau e intenté ponerme de pie, pero ella no me soltó.
—¡No, no puedes! —gritó agarrándose desesperadamente a mi camisa e impidiéndome que fuera tras él.
—Está escapándose.
Intenté hacer que me soltara, pero seguía agarrándose a mí.
Fue su fuerte agarre sobre mi cara lo que me obligó a mirarla. Tenía el rímel corrido debido a las lágrimas y los ojos hinchados y bien abiertos, como si estuviera intentando hacerme ver algo que ella sabía, pero que yo no había terminado de entender.
—Lo sabe, Pedro. Lo sabe todo.
Me quedé petrificado, tieso como un ciervo que acabara de escuchar un disparo en un bosque tranquilo y silencioso.
—Qué… —La voz se me cortó en la garganta y tuve que aclarármela antes de poder continuar—: ¿Qué es lo que sabe? ¿De qué estás hablando, Pau?
—Todo. Sabe lo de la subasta, el contrato, lo que pagaste por mí, todo.
Apreté las mandíbulas y respiré hondo por la nariz.— No me importa. No va a irse de rositas por esto. Saqué el móvil del bolsillo y empecé a marcar.
—¿A quién estás llamando?
—A la policía.
Ella sacudió la cabeza de un lado a otro toda frenética y colocó la mano sobre el teléfono.
—No, Pedro, por favor. Lo perderás todo.
—¡Nada es más importante que tú! ¡Nada! —le espeté, y ella se encogió ante mis palabras. No había querido pagarlo con ella, pero es que estaba furioso de cojones.
La estreché entre mis brazos y la abracé contra mi pecho mientras le acariciaba el pelo y la besaba en la frente una y otra vez.
—Lo siento, lo siento, lo siento —le dije, meciéndola sin parar. Me separé y le acuné el rostro con las manos para intentar hacer que me entendiera —. Pau, nena, te puso las manos encima…
Pau me apartó las manos de su cara y me las sujetó sobre su regazo.
—Sé lo que ha hecho, pero no llegó a hacerme daño de verdad porque lo paraste, Pedro. Tú lo paraste.
Dios bendito, estaba intentando consolarme.
—Te ha puesto la mano encima, joder, y yo… no puedo. No puedo.
Pude sentir cómo se me encogía el corazón. Bajé la mirada, ya no era capaz de seguir mirando el inocente rostro de la mujer a la que había fallado.
Pau me hundió sus dedos en el pelo que me crecía en la sien y me levantó el mentón para que tuviera que mirarla de nuevo.
—Tú escúchame, Pedro Alfonso. Esto no ha sido por tu culpa. No había forma alguna de poder haber sabido lo que iba a hacer, así que no te atrevas a empezar a culparte.
Comencé a protestar, pero ella colocó un dedo sobre mis labios para callarme.
—Estoy bien. Pero si llamamos a la policía, todo el mundo lo sabrá, y mis padres no pueden lidiar con algo así, Pedro. Mi madre ha superado un trasplante de corazón. ¿De verdad crees que podrá soportar saber lo que casi me pasa? Y a mi padre lo mataría.
Tú perderás la compañía, y mi padre irá a la cárcel. Y eso, sumado a enterarse de lo que hice, hará que seguramente el trasplante de mi madre haya sido para nada. No puedo hacerles esto. No, tenemos que ser inteligentes.
Paula Chaves nunca cesaba de asombrarme. Incluso tras haber pasado por ese indecible mal rato, todavía seguía pensando en los demás. Nunca había existido una persona más altruista en esta jodida existencia a la que llamábamos vida. No me la merecía.
Y, por supuesto, llevaba razón. Por mucho que me doliera dejar que Dario se escapara, sabía que teníamos que reagruparnos y pensar en cómo proceder.
—Vale —cedí con un suspiro de impotencia—. Lo haremos a tu manera.
Levanté su mano y le deposité un beso en la palma; estaba feliz de al menos tener esto. Pero cuando intenté separarme, ella se subió a mi regazo, me echó los brazos al cuello y fundió sus labios con los míos. No fue un beso con la intención de ir más allá. Fue solo un beso que expresaba todo el amor que nos profesábamos, un amor que ni siquiera el cobarde de Dario Stone podía mancillar.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario