domingo, 21 de junio de 2015

CAPITULO 8






¡Oh… madre… mía!



Nunca, en toda mi vida, había sentido algo tan deliciosamente placentero.


No me puedo creer las cosas perversas que ese tipo me hizo con los dedos y su seductora forma de mirarme bajo esas largas y espesas pestañas, hipnotizándome y obligando a mi cuerpo a acatar todas sus órdenes. Las
guarradas que me dijo con su pecaminosa boca que me hicieron querer abofetearle y al mismo tiempo cabalgar rabiosamente sobre su cara, por no hablar de esa lengua suya y de las malas artes con las que encandiló a mis
pezones. Era como si le hablara a todo mi cuerpo sin pronunciar una sola palabra, pero te juro que me arrobó.


Ese tipo era el demonio encarnado, el hijo inmortal de Satanás y yo estaba perdida. Sentí que me habían sorbido del alma la poca religión que quedaba en mi cuerpo traicionero, convirtiéndome en una pecadora reincidente. Iría de cabeza al infierno y esperaba con ansia encontrarme con sus dedos en las mismísimas puertas del averno.


Me quedé sentada en la bañera sumergida en mi delicioso gozo postorgásmico, con la piel de gallina y el agua enfriándose. Él siguió con sus idas y venidas del baño al dormitorio mientras se preparaba para ir a trabajar. Le contemplé cepillándose los dientes en calzoncillos y luego
desaparecer en el dormitorio para volver a aparecer con unos pantalones deportivos negros de cintura baja que acentuaban la deliciosa V de su abdomen. Iba con el cinturón desabrochado y el torso desnudo, y se quedó allí plantado descalzo. Observé cautivada el movimiento de los músculos de su espalda mientras se miraba al espejo poniéndose un poco de gel en la palma antes de pasarse los dedos por su sexi pelo. Me miró y me guiñó el ojo esbozando esa sonrisita suya de suficiencia mientras se aplicaba el desodorante de un modo que parecía hasta pornográfico. Me moría por hundir mi nariz en la cavidad de sus axilas, te lo juro.


Irradiaba tanta seguridad que me dieron ganas de lamerle de arriba a abajo y luego chuparle tal vez los dedos pequeños de los pies.


Aunque una parte de mí se alegraba de que se fuera, mi miniputa interior quería suplicarle que volviera a meterse en la bañera y que nos enseñara de nuevo el truco de magia que había realizado con esos dedos pornotásticos.


Así fue cómo nació la Agente Doble Coñocaliente. Mi primer orgasmo fue todo cuanto necesitó para cobrar vida. Y por lo visto era una puerca de lo más desvergonzada. Fenomenal.


Al gritar Pedro que se iba y cerrar la puerta tras él fue cuando por fin me obligué a salir de la bañera del pecado. 


Descubrí mis bolsas reposando junto a la puerta y supuse que Pedro las había subido. En cuanto me vestí y me sentí un poco pudorosa de nuevo, decidí salir del dormitorio para ir en busca de algo para comer. La noche pasada no había cenado porque aquel local me había puesto los nervios de punta y temía acabar vomitando en medio de la subasta.


En la casa reinaba un extraño silencio, aunque el lugar era curiosamente cálido y acogedor teniendo en cuenta sus grandes dimensiones. Crucé el pasillo lentamente y me dirigí a la escalera echando embelesada un vistazo a mi alrededor. El interior estaba exquisitamente decorado con pinturas de grandes dimensiones que sin duda costaban más de lo que mi padre hubiera ganado en todo un año de trabajo en la única fábrica de Hillsboro. El suelo estaba cubierto con lujosas alfombras rojas, pero las paredes eran blancas.


La mayoría de puertas de las otras habitaciones se hallaban cerradas, pero no me preocupé en abrirlas porque tenía hambre y sabía que acabaría viendo lo que ocultaban a lo largo de los dos años siguientes.


En cuanto bajé por las escaleras, el extraño silencio se esfumó. Había al menos media docena de mujeres vestidas con uniformes grises y delantales blancos correteando como una colonia de hormigas unidas en la tarea común de hacer que la Casa de Alfonso estuviera inmaculada. Pero se
pararon en seco tan pronto advirtieron mi presencia, me convertí en el centro de sus sorprendidas miradas.


—Mm…, hola —les saludé.


Una mujer baja y regordeta dio un paso hacia delante con una sonrisa tan luminosa como el sol.


—Lo siento, señorita —me dijo—. No queríamos molestarla. Si quiere podemos volver más tarde —añadió agitando las manos a sus compañeras para que empezaran a recoger los bártulos de limpieza.


—No, no hace falta —repuse, seguramente un poco más alto de lo necesario—. Me refiero, ya me entendéis… a que no me molestáis. Haced lo que tengáis que hacer, yo intentaré no estorbar.


—Nos marcharemos enseguida —añadió volviéndose hacia mí y ofreciéndome la misma amplia sonrisa.


Fruncí el ceño.


—¿Ah, sí?, tomaos el tiempo que os haga falta —le respondí.


Ella me hizo una pequeña reverencia, lo cual me pareció muy raro, y luego se dio media vuelta para disponerse a seguir limpiando, pero yo la detuve.


—Mm…, ¿puedes indicarme dónde está la cocina?


Agitó la mano hacia un largo corredor.


—La encontrará al final del pasillo, después del comedor, señorita.


Le di las gracias y me encaminé hacia aquella dirección, convencida de que les había dado una buena razón para especular y cotillear en cuanto me hubiera alejado lo bastante para que no las oyera. Pero no las culpaba.


Seguramente yo haría lo mismo si estuviera en su lugar. Y entonces me pregunté si mi aspecto habría cambiado ahora que había tenido mi primer orgasmo. ¿Lo podían notar? No creo.


Deambulé por la parte trasera de la casa pasando por un comedor enorme con una mesa en medio ante la que podrían sentarse unos cincuenta comensales por lo menos. Vale, puede que haya exagerado un poco, pero te juro que parecía la mesa de Indiana Jones y el templo maldito cuando les sirven a los invitados sesos de mono refrigerados.


Al final había otra puerta y podría jurar por Dios que si al abrirla me hubiera encontrado en algún túnel antiguo lleno de bombas trampa y de toda clase de insectos pensaba salir cagando leches, pero por suerte solo se trataba de la cocina. Aunque no estoy segura de que pudiera llamarse así, porque parecía una palabra demasiado pequeña para describir el enorme espacio con pinta de restaurante que tenía ante mí destinado a cocinar.


Todo en él era de acero inoxidable y estaba más esterilizado que el interior de una garrafa de lejía. Pero por suerte al echar un vistazo a mi alrededor no vi el menor rastro de sesos de mono o de esas tacitas de latón en las que los servían, así que suspiré aliviada.


Eché una miradita por el lugar hasta encontrar al fin una despensa. Era tan grande como la primera planta de la casa de mis padres y ¡madre mía!, parecía que acabara de dar con un filón de comida basura. Por lo visto al señor Alfonso, alias el Rey de los Dedos Folladores, era un goloso. Cogí
una caja de cereales rellenos de chocolate —porque esta clase de cereales me volvían loca—, y sirope de chocolate, y salí de la alacena alegre como unas castañuelas para volver a la cocina.


Recordaba haber visto boles en alguna parte mientras buscaba la despensa, pero volver a encontrarlos iba a ser como jugar a un Memory enorme. Después de abrir varios armarios, por fin me apunté un tanto y chillé «¡Bingo!» lanzando victoriosa el puño al aire.


Me lo estaba pasando en grande.


La nevera era, claro está, evidente y como ya habrás adivinado, también gigantesca. Imagínate el chasco que me llevé al abrir una de las puertas y descubrir que no había en ella un grupo de empleados equipados para trabajar en una cámara frigorífica. No me habría sorprendido encontrar un
carnicero viviendo dentro con un rebaño de vacas, pero supongo que Pedro pasó de este detalle.


Cogí la leche, y volviendo a donde había dejado el bol, lo llené con cereales relamiéndome mientras vertía la leche de vaca sobre los riquísimos y crujientes cereales rellenos de chocolate y estos tomaban el color del cacao. Procuré no echar demasiada para que no rebosara del bol y ensuciara la cocina, aunque seguramente en algún lugar habría una especie de flautita, no me acuerdo de cómo se llamaba, para convocar a un grupo de duendecillos con ropa naranja y pelo verde para que limpiaran el lugar correteando de aquí para allá antes de regresar a la deprimente y oscura mazmorra con el resto de sus menudos amiguitos.


Sí, tenía una imaginación hiperactiva, pero en un lugar tan grande como este era de esperar que se me hubiera desbocado.


Como sabía exactamente dónde estaban los vasos por mi anterior expedición en busca del bol, agarré uno y le eché una cantidad alucinante de sirope de chocolate. Te juro que en algún profundo recoveco de mi conciencia podía oír a mi dentista chasqueando la lengua contrariado.


Y entonces llegó la hora de volver a jugar al busca y encuentra para dar con la cubertería de plata. Aunque era tanta el hambre que tenía que me habría conformado con una cuchara de plástico… o hasta con un tenedorcuchara.


¡Bingo! La encontré en el primer cajón que abrí. Estaba de suerte, porque detestaba el cereal blando.


Guardé la leche y el sirope en la nevera, y la caja de cereales en la despensa, y me dispuse a volver a la habitación.


Pero de pronto sonó el teléfono.


Echando una mirada por la cocina, lo vi por fin colgado en la pared al lado de los fogones, pero no pensaba contestar la llamada ni loca. En primer lugar porque tendría que abandonar mi remanso de azúcar. Y en segundo, porque no tenía idea de quién podía ser y no era mi casa. Además
¿cómo iba a explicar quién era yo o por qué me había puesto al teléfono?


Mm…, hola. Soy la jodida virgen por la que el señor Alfonso ha pagado dos millones de pavos para hacer cochinadas, muchas cochinadas, con ella. A decir verdad, justo anoche me folló por la boca, pero esto fue después de estar yo en un tris de morderle la polla y antes de meterme él esta mañana sus dedos folladores en mi coño caliente hasta hacerme derretir de placer. En este momento no está en casa, pero si quieres puedes dejarle un mensaje.


Sí, no podía mantener esa conversación.


Por lo que ignoré la insistente llamada y me dispuse a hundir la cuchara en mi delicioso manjar.


Por más que me hubiera irritado, el sonido del teléfono me recordó que tenía que llamar a Dez para ver si había alguna novedad. Había escondido el móvil entre mis cosas esperando que quienquiera que me adquiriese no hiciera algo como quitármelo y prohibirme tener algún tipo de contacto con el mundo exterior. Pero como Pedro no me había dicho que no pudiera usarlo, supuse que podía llamarla.


Aunque me importaba un pepino lo que él dijera. Porque le había vendido mi cuerpo y no mi humanidad.


En cuanto me zampé el desayuno, enjuagué los platos los metí en el lavavajillas y luego me quedé allí como una idiota. 


No tenía ni puñetera idea de lo que iba a hacer el resto del día. Me dije que podía subir arriba, encontrar el móvil y llamar a Dez, pero como me acababa de tomar una ración de cereales de chocolate propia de Jethro Bodine, el montañés de la serie Los nuevos ricos, tenía la barriga demasiado llena como para hacer esta clase de ejercicio. De pronto ocurriéndoseme una idea luminosa, decidí buscar una tele y ver en su lugar mi programa favorito de Maury
Powich.


Después de vagar por la casa durante lo que se me hizo una eternidad, deseando haber dejado un reguero de miguitas para encontrar el camino de vuelta, di por fin con lo que era a toda vista una sala recreativa. Era como un parque masculino lleno de testosterona: con videoconsolas, una mesa para jugar al hockey de aire, un gigantesco equipo de música estéreo y una pista de baile, butacas para ver películas y sofás modulares de cuero, una mesa para jugar al póquer, una barra con pileta incluida para servir bebidas y la tele más gigantesca que había visto en mi vida. En realidad era más bien una paredvisión. Hablo en serio, ocupaba la pared entera.


Me pregunté si Pedro se sentaba alguna vez en este lugar con la mano metida bajo la parte delantera de los pantalones en la típica postura de Al Bundy, el protagonista de la serie Matrimonio con hijos.


¿Puede por favor alguien decirme por qué de pronto me he imaginado metiéndole mi mano debajo de los pantalones?


La Agente Doble Coñocaliente sonrió de manera cómplice y asintió con la cabeza indicándome que sabía la respuesta.


—¡Cállate! A ti se te ha ido la cabeza, chata —le farfullé a mi entrepierna.


De cualquier manera, no tenía ni puñetera idea de cómo encender esa monstruosa tele, pero logré encontrar un control remoto gigantesco en el bar. Lo cogí con las dos manos y me senté en una de las butacas del cine para estudiarlo. El muy jodido tenía tropecientos botones y ni siquiera aparecía ninguna abreviatura que indicara para qué servían. Iba a pasármelo de coña.


Cerré los ojos y jugué a eso que giras el dedo en el aire y lo dejas caer sobre un botón esperando que sea el que quieres que sea. Nada. Abrí un ojo y eché un vistazo a mi alrededor, descubriendo lucecitas tornasoladas reflejándose en las paredes cuando se ponían a girar por la sala. Alcé la
vista sorprendida y… ¿es que tenía él una discoteca y todo en su cueva de cavernícola? Solté unas risitas e hice otro intento. Esta vez Eminem se puso a sonar a todo volumen en un sistema de altavoces con sonido envolvente a un nivel de decibelios que probablemente me iba a taladrar los tímpanos en cuestión de minutos. Intenté apagar la música, pero como había pulsado el botón con los ojos cerrados no sabía cuál era.


Probablemente no era una de las mejores ideas que se me habían ocurrido.


A esas alturas ya estaba pulsando frenéticamente un montón de botones, intentando encontrar el que servía para parar aquella locura, pero solo causé más disparates. No bromeo, la pista de baile se puso a dar vueltas, un montón de luces multicolores empezaron a parpadear, la butaca en la que estaba sentada se puso a vibrar dándome un masaje y… ¿Qué diablos era eso? ¿Es que la licuadora también se podía activar con el maldito control remoto?


Pulsé un botón más y por fin se encendió la cabrona de la tele.


Arrojé el control remoto en medio de la sala y me hundí en la butaca abusona con dedos superagradables porque, por más relajada que me sintiera, ese masaje me iba de coña.


—¡Calgon! ¡Transpórtame lejos de aquí! —Grité a voz en cuello como en el eslogan de la tele para oírme por encima de la música de Eminem—. ¡No tengo miedo! ¡Que te jodan, Sombra Oscura! ¡Tengo miedo! ¡Mucho miedo!


—¿Qué diablos estás haciendo? —oí que gritaba alguien.


Abrí los ojos de golpe tambaleándome hacia delante, con el corazón a punto de salírseme del pecho del susto. Pedro estaba plantado en el dintel de la puerta con cara de alucinado.


—¡Haz que se calle! —le repliqué.


Cruzó la sala, cogió el control remoto del suelo donde había ido a parar y pulsó como si nada varios botones hasta silenciar por fin la música y hacer que el sillón abusón dejara de manosearme. Bueno, está parte no estaba tan mal después de todo, y habría preferido que se hubiera olvidado
de pulsar ese botón.


—¡Lo siento! —grité, porque por lo visto mi cerebro todavía no había procesado que ya no necesitaba hablar chillando. 
Pedro me miró con una ceja levantada. Bajé la voz—. Lo siento —le dije de nuevo—. Solo quería ver la tele… y además ¿cómo se te ocurre tener un control remoto lleno de
botones en los que no pone para qué sirven?


—Aprender a manejarlo lleva su tiempo —repuso dejándolo sobre la barra del bar.


—¿Qué haces en casa a estas horas? Creía que dijiste que volverías a las seis.


—Sí, bueno, es la primera vez que lo hago, pero me he olvidado de repasar algunos detalles contigo y Dolores pasará hoy por aquí —dijo desabrochándose la chaqueta y echándosela hacia atrás para ponerse en jarras.


Me moría por morderle la barriga. Era evidente que la Doble Agente Coñocaliente se había apoderado de mi cerebro, la traidora.


—Y por favor —prosiguió, ¡ay, qué sexi estaba con la corbata de seda roja que llevaba!—, no juguetees con las cosas si no sabes cómo funcionan. No creo que queramos tener otro percance, ¿verdad? —añadió acariciando en serio su Vergazo Prodigioso a través de los pantalones como si lo
estuviera consolando. Me entraron ganas de agarrarle la sexi corbata y estrangularle.


—Bah, de aquello que pasó ayer ya ni me acuerdo —le solté burlonamente—. Supéralo de una vez, Pedro . Además anoche lo besé y te hice pasar un buen rato.


No me podía creer que estas palabras hubieran salido de mi boca.


Y que me viniera a la cabeza tan deprisa la imagen de él corriéndose en mi boca. ¡Por Dios, Pau! Contrólate. ¿O es que has olvidado que lo odias?


Que quede claro que era a él a quien odiaba y no al Vergazo Prodigioso o a esos dedos orgásticamente largos que ahora tamborileaban en sus deliciosas y sexis caderas.


—¡Que te jodan! Te odio —le solté, pero al instante lancé un grito ahogado tapándome la boca, no por temor a haberle ofendido, sino porque normalmente no decía palabrotas. Ni tampoco solía pensar en los dedos de una forma tan guarra como hacía unos instantes. Decidí echarle la culpa de mi temporal ataque de locura al exceso de chocolate y azúcar.


—Ah, no te preocupes, que ya vas a joderme —afirmó acercándose a mí con actitud de depredador—. ¡Y no sabes cuánto! Pero ahora no puede ser, porque tenemos cosas que hacer. Venga, que hemos de irnos.


—¿A dónde?


Me agarró de la muñeca y, tirando de mí, me obligó a levantarme del sillón superabusón. Me sacó a remolque de la sala.


—Tienes una cita.


—¿Qué cita? Yo no he concertado ninguna —le dije intentando zafarme de su mano.


—Ahora sí tienes una. Sería un irresponsable si no te llevara al médico para que te examine antes de saquear ese coñito tuyo, ¿no te parece?


Me paré en seco, obligándole a él a hacer lo mismo.


—¿Vas a llevar a mi conejito al veterinario? —le pregunté ofendida.


—No te conozco lo bastante como para creer que eres lo que dices ser — dijo estrechándome contra su pecho y agarrándome las nalgas—. He comprado una virgen y quiero asegurarme de que haya pagado por una de verdad. Además necesitarás un método anticonceptivo, porque cuando por fin me meta dentro de esa prieta minita de oro tuya sobre la que te sientas, quiero asegurarme de poderla notar del todo.


Me dejó papando moscas.


—Cierra la boca, Paula. A no ser que sea una invitación para que te meta algo en ella —me soltó, y luego me levantó la barbilla con los dedos para cerrármela antes de alejarse con una sonrisa en la cara.


Uno o dos minutos más tarde, me descubrí sentada frente a Pedro en la limusina para ir a ver al gilipollas del médico.


Pedro encendió un cigarrillo y abrió la ventanilla para echar el humo fuera. Normalmente yo hubiera puesto el grito en el cielo por no haber pensado él en mis pulmones, pero rodeó el filtro con sus labios de una manera tan… bueno ya me entiendes, que me hizo pensar en unas cosas perversas, muy perversas.


—Si quieres puedes besarme —me dijo dando otra calada—. Estoy aquí para darte placer, al igual que tú lo estás para dármelo a mí.


Crucé las piernas, intentando sentir una fricción que ahora de pronto echaba de menos, y también crucé los brazos, desafiante. No le respondí nada. Porque ¡qué iba a responderle a eso!


—Esto —añadió acariciándose la polla de arriba abajo a través de sus pantalones— también es para darte placer. No te cortes al pedirme lo que quieras, Paula. O en coger lo que quieras, porque estoy segurísimo de que más adelante no te dará vergüenza.


Apartando la vista me puse a mirar por la ventanilla, intentando ignorar el hormigueo que sentía en mis partes femeninas. Y reconozco que mis partes femeninas estaban salivando con las imágenes que sus palabras me habían evocado. Por el rabillo del ojo vi que apagaba el cigarrillo.


—Te lo mostraré —me dijo de pronto.


Cruzó al instante el espacio que nos separaba y me descruzó las piernas con brusquedad antes de meter la cara entre ellas. Luego agarrándome del culo, me atrajo hacia él para poder maniobrar mejor. Lancé un grito ahogado de sorpresa al sentir su cálido aliento atravesando el grueso tejido de mis vaqueros mientras deslizaba su boca por mis partes. Contemplé impactada los movimientos de su cabeza y luego alzó la vista mirándome e hizo todo un espectáculo dándome lametadas con su larga lengua ahí abajo.


Sus dientes se asomaron entre sus labios y me sonrió pícaramente antes de mordisquearme la zona sobre el clítoris y luego me hizo un guiño.


—¡Oh, Dios! —gemí de placer agarrándole con las dos manos el pelo y metiendo con rudeza su cara entre mis muslos.


Pedro pegó la boca a mi coño ejerciendo más presión.


—Mmmm… me encanta una mujer que sabe lo que quiere, Paula.


Su forma de susurrar mi nombre me hizo estremecer por dentro, anunciando una erupción mucho más poderosa que las del Monte de Santa Helena. Pero entonces el cabronazo puso sus manos sobre las mías y me obligó a soltarle el pelo antes de echarse atrás y darme luego un leve beso
en el clítoris.


—¡Qué… prometedor! —suspiró—. Me muero de ganas de ver tu reacción sin ropa de por medio, pero por desgracia tendremos que esperar un poco.


Me quedé jadeando, incapaz de controlar a mi puta interior, pero Pedro volvió a sentarse en su sitio y se alisó la ropa tan pancho como si nada.


Luego se pasó las manos por entre el cabello para peinárselo, y yo me puse a gritar dentro de mí, queriendo arrancárselo todo.








CAPITULO 7





Durante todo el trayecto de camino al trabajo no pude evitar lucir una sonrisa de satisfacción en la cara. Saber que Paula me estaría esperando en casa cuando volviera me haría sin duda el día más soportable. O más insoportable según como se mire, considerando que seguramente estaría pensando en todas las marranadas que iba hacer con mi chica de dos
millones de dólares y las que ella tendría que hacerme a mí. 


Hasta ese pensamiento tan efímero me obligó a recolocarme lo que al parecer había decidido ponérseme tan incómodamente duro bajo los pantalones.


Pero yo era un hombre de negocios, y los negocios debían anteponerse al placer. De ahí que tan pronto como Samuel abrió la portezuela de la limusina y salí a la calle que conducía a la puerta giratoria acristalada de mi segundo hogar, la sonrisa se me había esfumado de los labios. El
Alfonso con cara de duro acababa de entrar.


En el despacho tenía fama de ser un tipo duro de pelar. 


Incluso a los empleados que llevaban trabajando desde que mi padre dirigía el negocio les chocó ver a su revoltoso hijo metamorfosearse en un estratega implacable. Pero el mundo empresarial era jodidamente frío y cruel, y para llevarle la delantera a la competencia tenías que mantenerte siempre en guardia, porque a la primera señal de debilidad te cortaban los cojones a machetazos.


Mario, el único tipo en el que confiaba en este lugar, me saludó en cuanto crucé la puerta.


Mario Hunt era mi mano derecha, mi asistente personal y seguramente lo más parecido a un amigo. Él y su mujer, Dolores, se encargaban de todos los aspectos de mi vida. 


Mario se ocupaba del despacho y Dolores de mi vida
personal. Era mi ama de llaves, la que supervisaba el personal y mis gastos, con lo que nunca tenía que preocuparme de tales tareas. Las sirvientas, los jardineros y los cocineros que trabajaban aquí se iban antes de que yo volviera a casa, lo cual era de agradecer. Dolores también era mi compradora personal y la que se aseguraba de que yo tuviera una pinta estupenda tanto en los negocios como en mis escarceos. Poseía una habilidad portentosa para ocuparse de mil y una tareas a la vez.


Era una joya en su especialidad, al igual que Mario. 


Trabajaban en equipo con una precisión de reloj suizo. Me gustaba creer que se habían conocido gracias a mí. 


Después de todo, sus caminos se habían cruzado al
ocuparse a diario de distintos aspectos de mi vida. Pese a sus diferencias, se complementaban muy bien. Mario era un tipo tranquilo y relajado que se tomaba las cosas con calma, alto, sureño, y luciendo siempre sus botas de vaquero favoritas. Dolores en cambio era una tipa menuda e hiperactiva que no paraba nunca. Bajita y de lo más sociable, por lo visto nunca se ponía la misma ropa más de una vez. No era algo en lo que me hubiera fijado, pero me enteré de este detalle durante una de sus peroratas, de las
que intentaba escaquearme. Dolores era el yin y Mario el yang, así que al parecer era inevitable que acabaran juntos.


—Hola Hunt —le respondí mientras nos dirigíamos hombro con hombro a mi ascensor personal. Sí, tenía un ascensor personal. No soportaba estar metido en una lata de sardinas rodeado de veinte personas más, cada una impregnada de una colonia distinta, o tosiendo y estornudando por todo el
puto lugar.


Mario introdujo la llave en la cerradura y abrió las puertas para que pasara yo primero. Dejé la cartera en el suelo y me senté en el amplio sofá de terciopelo rojo adosado al fondo. El techo y las paredes estaban cubiertos con espejos para que el pequeño espacio pareciera mayor. Cuanto
más grande fuera todo, mejor.


—¿Cómo te ha ido? —me preguntó mientras pulsaba el botón para subir a la planta 40 y se sentaba al otro extremo del sofá.


Yo llevaba viviendo solo desde hacía un tiempo y Dolores no había dejado de intentar concertarme citas con mujeres a las que consideraba un buen partido para mí. Para zafarme de sus latosos intentos al final tuve que inventarme la trola de que había conocido en secreto a alguien durante uno de mis viajes a Los Ángeles. Ella se la tragó y dejó de intentar jugar a la celestina, pero entonces empezó a darme el coñazo con que quería conocer a la misteriosa mujer. Normalmente cuando la gente se ponía pesada me la sacaba de encima echándole una de mis «miraditas asesinas», pero con Dolo no tenía nada que hacer, porque no la intimidaba en lo más mínimo.


Le dije que aquella noche le iba a pedir a mi misteriosa dama que se viniera a vivir conmigo, por si acaso encontraba en el Foreplay un ejemplar que me gustara y lo adquiría, y así había sido.


—Pues me dijo que sí —le contesté a Mario—. Le pedí que lo dejara todo y que se viniera a vivir conmigo. Y anoche tomamos el avión. Ahora ya está en casa.


—¡Vaya, enhorabuena! —exclamó dándome una palmadita en el hombro y felicitándome por la mejor decisión que había tomado en mi vida.


—Sí, ya era hora de tener pareja —le dije sonriendo, porque era verdad.


La polla secundándome se me puso algo dura coincidiendo conmigo.


Nos pasamos el resto del trayecto hablando de temas intrascendentes por cortesía. Mario nunca metía las narices en mi vida personal a no ser que Dolores lo amenazara con tenerlo a dos velas si no intentaba sonsacarme al menos algo. Yo de vez en cuando le arrojaba alguna que otra migaja para que me dejara en paz, pero él nunca me presionaba. Y hoy hizo tres cuartos de lo mismo. Sabía que la chica misteriosa ya vivía conmigo, pero aún no
¿ les había dicho a ninguno de los dos quién era ella.


Mario me recordó que Dolores se pasaría por casa después de comer para ocuparse de las compras y supervisar a los empleados del hogar. Al oírlo se me pusieron los pelos de punta. Paula y yo no habíamos hablado de la versión que les íbamos a dar a mis conocidos o ni siquiera si ella quería conservar su nombre real. Sabía que las doncellas mantendrían la boca cerrada y se limitarían a hacer su trabajo, pero Polly era otra cosa.


Salí del ascensor y saludé con la cabeza amablemente a un par de empleados al pasar por su lado mientras me dirigía a la suite de la parte oeste del edificio donde estaba mi despacho. El escritorio de Mario se hallaba justo a la entrada de la suite. La planta estaba decorada con grandes
ventanales que llegaban del suelo al techo, alfombras rojas y paredes blancas adornadas con un toque de verde, imitando los colores de un loto carmesí.


Abrí de un empujón la pesada puerta de madera de la suite y la cerré tras de mí antes de precipitarme al escritorio para coger el teléfono y marcar el número de mi casa. Tenía que hablar con Paula cuanto antes para asegurarme de ponernos de acuerdo en la versión que daríamos antes de
que el Huracán Dolores se presentara. Porque empezaría a husmear como un sabueso y, atando cabos, acabaría saliendo a la luz la verdad de nuestro acuerdo antes siquiera de que a mi polla le diera tiempo a humedecerse.


Probablemente debería haber resuelto este detalle antes de decidir adquirir una chica, pero está visto que los hombres no pensamos con la cabeza sino con otra cosa.


Paula no cogió el teléfono.


¡Claro que no lo iba a coger! Seguramente le incomodaba hacerlo por no saber qué decir, pero ahora yo estaba empezando a sudar la gota gorda, imaginándome todas las formas en que esto me podía estallar en la cara cuando Dolores se presentara en mi casa para hacer su trabajo.


Aterrado, cogí el maletín, salí del despacho y mientras pasaba por delante del escritorio de Mario marqué el número de Samuel para decirle que diera media vuelta y viniera a recogerme. Mario me detuvo antes de que yo pudiera escaquearme.


—Daniel ha llamado y me ha dicho que está esperando a que le digas si hoy vas a pasarte por allí —me dejó confundido.


Daniel Alfonso, mi tío el doctor.


—¡Mierda!, lo había olvidado. Le llamaré por el móvil. No estoy seguro de la hora a la que volveré, tengo que ocuparme de algunos asuntos — respondí empujando la puerta para desaparecer por el pasillo.


Parecía que Paula me hubiera sorbido las putas neuronas de mi cerebro por cómo estaba llevando yo las cosas. Y a lo mejor así era.


Y de pronto se me empezó a poner dura otra vez…


—¡Alfonso! —gritó Dario desde la otra punta del pasillo, donde se hallaba la suite de su despacho, antes de dirigirse a mi encuentro—. ¿Cómo se te ha ocurrido?


Lanzando un suspiro, me giré hacia él con la mano cerrada dispuesto a romperle otra vez la nariz si empezaba a fastidiarme. De momento habíamos conseguido convivir sin hacemos la vida imposible, pero como éramos socios resultaba imposible evitar encontrarnos en un momento u otro.


—¿Cómo se me ha ocurrido el qué? —le solté con los dientes apretados.


—¡Dar el diez por ciento de nuestras ganancias del último trimestre para obras benéficas! —protestó blandiendo el informe trimestral para mostrármelo como si yo aún no lo hubiera visto.


—¿Y qué problema hay?


—Acordamos el cinco por ciento.


—Siempre me vienes con el mismo cuento a la primera de cambio y no quiero hablar más de ello, ya te lo he dicho un millón de veces —le solté exasperado. No estaba de humor para oír sus estupideces, en realidad no lo estaría nunca—. Con la crisis que hay, los centros de beneficencia necesitan ahora más que nunca que les echemos un cable, Stone. Las
grandes reducciones fiscales que nos comportan y el hecho de que una buena parte de los clientes contraten nuestros servicios precisamente por nuestras generosas aportaciones a la sociedad, demuestra con creces que estas donaciones además de ser adecuadas, son una gran idea. Por otro lado
tenemos dinero de sobra y tú lo sabes.


No fue hasta ese momento cuando advertí que los empleados habían dejado sus ocupaciones diarias para contemplar nuestra trifulca. No era la primera vez que teníamos una ni probablemente sería la última. Por supuesto Dario intentó aprovecharse del corrito que se había formado.


—En este caso tal vez deberías venderme algunas de tus acciones y donar ese dinero —me soltó sonriendo petulantemente con su cara de mierda antes de darme la espalda y dirigirse hacia la dirección opuesta, donde estaba su despacho.


Cuanto más insistía yo en que me vendiera sus acciones, más intentaba él hacer lo mismo conmigo. Ambos éramos demasiado tercos como para dejar que el otro se saliera con la suya.


Su comportamiento aborrecible delante de nuestros empleados y saber que no le importaba una mierda el sueño de mi madre acerca de que el Loto Escarlata prosperara, por decirlo de alguna manera, me dieron ganas de hacerle saltar todos los putos dientes de su enorme crisma. Pero de niño
había aprendido que aquello del ojo por ojo y diente por diente era absurdo y como no tenía tiempo que perder, conté lentamente hasta diez para calmarme y obligué a mis pies a avanzar hacia la dirección opuesta. Si era necesario ya resolvería este problema con él más tarde.


Crucé el vestíbulo y al salir a la calle suspiré aliviado al descubrir que Samuel ya me estaba esperando en el bordillo. En Chicago la hora punta es una lata, pero de algún modo Samuel siempre era más mañoso que los otros conductores y les obligaba con la limusina a apartarse de en medio.








CAPITULO 6




Cerré el grifo en cuanto se llenó la bañera y me dirigí al dormitorio.


Apartando la sábana deslicé mis manos por la piel de melocotón de su culo. Técnicamente ahora era mío. Ella se movió un poco, dormida, y frunció el ceño.


—Paula, es hora de levantarte —le dije en voz baja.


—¿Mmm? —murmuró ella sin intentar siquiera abrir los ojos.


—Si no levantas el culo de la cama te la voy a meter por la retaguardia —le cuchicheé al oído esta vez de una manera más tajante, y luego deslicé la punta de mi dedo por su ojete, aplicando un poco de presión para que se diera por aludida.


Saltó de la cama al instante, aturdida y confusa, hasta que logrando enfocar los ojos se me quedó mirando. Vi el momento en que descubrió dónde estaba y por qué se encontraba allí. Tenía el pelo desgreñado y anudado, y el ligero maquillaje que llevaba en los párpados se le había
corrido bajos los ojos.


—Es hora de bañarme —le dije.


—¿Y? ¿Qué tiene eso que ver conmigo? —me soltó desplomándose en la cama de nuevo y se cubrió luego con la sábana.


¿Y a que no sabes lo que esa descarada boca suya me hizo en ese momento? Pues como era de esperar, ponérmela al instante tan dura como el titanio.


Cogí su delicado cuerpo y me la cargué sobre el hombro para llevarla al baño. Ella pataleó como protesta y me azotó el culo desnudo, pero no se imaginaba que lo único que hacía era ponerme más cachondo aún.


La arrojé a la bañera y me reí con ganas cuando cayó dentro con un fuerte chapoteo. El agua salió proyectada al aire, empapándole el pelo y haciendo que le cayera todo lacio delante de la cara. Parecía un gato mojado. Mmm… un gatito húmedo.


—¿Por qué diablos has hecho eso? —gritó ella echándose el cabello hacia atrás.


—Porque me vas a enjabonar y no quiero oír ni una queja —le respondí metiéndome también en la bañera.


Intentó alejarse de mí, pero agarrándola por los antebrazos, tiré de ella para sentarla a horcajadas en mi regazo. Mi polla quedó apretujada entre los dos y Paula soltó un grito ahogado al ver que ya la tenía dura por ella.


—Así me gusta. Esta postura es mucho más cómoda —dije empujando hacia arriba las caderas para que ella pudiera sentirla cuan larga era—. ¿No te parece?


Estaba furiosa.


—Te odio.


—¡Me da igual! —repliqué—. Ahora lávame el pelo e intenta ser sensual al hacerlo.


Resoplando enojada, agarró el frasco de champú. Yo cerré los ojos, gozando de su chochito caliente apoyado sobre mi palpitante y turgente prominencia mientras me masajeaba el cuero cabelludo con los dedos.


Advertí que me clavaba las uñas en la piel, probablemente para que no me quedaran ganas de pedírselo nunca más, pero solo me produjo el efecto contrario.


Me encantaba el sexo a lo bestia y ella ni siquiera me estaba arañando en serio.


Tarareando agradecido, empujé hacia arriba las caderas, y supe que no me lo estaba imaginando, que ella presionaba hacia abajo. Paula se puso a jadear y descubrí que intentaba mantener la compostura para que no viera lo excitada que estaba. Y entonces arrimándose a mí, me enjuagó el pelo
con la alcachofa de la ducha, rozándome los labios con la punta de sus pezones. Abrí los ojos para mirar a hurtadillas y al ver el profundo canalillo de sus tetas delante de mi cara, saqué la lengua y le di una lametada en el pezón.


—¡Oh, Dios! —gimió apartándose en el acto.


—¡Ah, no! —exclamé chasqueando la lengua—. Vuelve a traerme esas preciosas tetillas, Paula. No has terminado tu trabajo. Todavía me queda champú en el pelo.


Arrugando el ceño, volvió a sentarse a horcajadas en mi regazo. La oí contener el aliento mientras lo hacía. Encorvó la espalda para mantener sus tetas alejadas de mi cara. 


Pero poniéndole una mano en la espalda, la empujé hacia mí, atrapando su pezón entre mis labios.


Volvió a dar un grito ahogado y yo sonreí alrededor de su pezón mientras se lo rodeaba deslizando mi lengua. Puse la otra mano en su otra teta y se la masajeé, pasándole el pulgar por su enhiesto pezón mientras empujaba mis caderas hacia arriba. Su cuerpo se relajó y se arrimó a mí
mientras le chupaba el pezón y luego le arañé suavemente con los dientes la sensible piel de la areola.


Ya no me enjuagaría el pelo. Lo sabía porque apenas sostenía la alcachofa de la ducha entre sus manos, de pronto arqueando la espalda pegó su teta a mi boca. Gemí de gusto y le solté el pezón emitiendo un ruido de succión para entregarme al otro. Deslicé la lengua por el botoncito
enhiesto como si fuera una serpiente y luego se lo chupé con ardor.


Le levanté las caderas y la volví a sentar en mi regazo de modo que la punta de mi polla le quedara justo en su cálida hendidura. Cuando empujé un poco hacia arriba, ella se tensó y me agarró los hombros.


—Shh… no te la voy a meter —le aseguré—. Solo quiero que me sientas ahí.


Me moví hacia delante un poco para aplicar más presión y lancé un fuerte gemido de placer cuando la cabeza de mi polla entró apenas en ella.


—Me muero de ganas de follarte —le susurré con los labios pegados a su piel.


La aupé un poco para que no se sentara tan pegada a mí, porque de lo contrario no hubiera podido evitar metérsela hasta el fondo y quería prolongar la deliciosa espera y los preliminares un poco más.


Me incliné hasta quedar piel contra piel, prodigándole unos ávidos besos a lo largo del cuello mientras la sostenía con una mano por la nuca y deslizaba la otra por el interior de su muslo.


—¿Has tenido un orgasmo alguna vez, Paula? —le susurré deslizando los dedos por la hendidura húmeda y carnosa de sus muslos, y la oí tragar saliva mientras me respondía «no» con voz ahogada.


—Mmm —le cuchicheé al oído—. Qué bien, seré el primero en todo. No te imaginas lo increíblemente sexi que es esto.


Hundí los dedos entre sus pliegues y hurgué en su carnoso surco sin tocar la pequeña protuberancia llena de terminaciones nerviosas que se ocultaba entre ellos. Delaine echó la cabeza atrás, exponiéndome su cuello.


Luego saqué los dedos y los deslicé por el interior de su muslo hasta llegar a la corva, para poner su pierna encima de uno de mis mulsos, y a continuación volví a deslizar lentamente mis dedos trazando un sinuoso sendero hacia su dulce gruta.


—Voy a hacer que te corras, Paula—le susurré al oído.


Los montículos de sus pechos afloraron del agua, revelando sus perfectos pezones mientras jadeaba encendida. Le deslicé los dedos por la húmeda hendidura hasta palpar el clítoris, y repetí este trazado ejerciendo más presión. De pronto se quedó silenciosa, como si fuera a reventar de
placer, solo se oían sus dulces jadeos, y entonces le chupé con suavidad la sensible zona de debajo de la oreja.


No pasa nada porque disfrutes de mis caricias. No veo ninguna razón por la que solo yo tenga que gozar de nuestro sencillo trato.


Le metí un dedo en su coño. Las estrechas paredes de su pequeño tesoro se cerraron alrededor de mí y se me cortó la respiración al sentirlas.


—¡Caray, qué prieto lo tienes! Creo que solo de pensar en meter la polla en este apretado chochito tuyo se me pondría tan dura que perdería la puta cabeza.


Le fui metiendo y sacando el dedo en turbadoras acometidas mientras describía con el pulgar círculos alrededor de su clítoris.


—¿Te gustaría verlo, Paula? —le pregunté con voz lujuriosa—. ¿Te gustaría ver cómo pierdo la puta cabeza mientras me corro pensando que te penetro?


No me respondió, pero por cómo entornó los ojos y el modo en que empezó a menear las caderas para acoplarse a las acometidas de mi dedo, ya me dijo todo cuanto yo quería saber. Le metí otro dedo y ella lanzó un gemido de gusto, ladeando la cabeza para quedar con la cara hacia mí.


Y entonces me besó.


Paula me succionó el labio inferior con los suyos antes de meter la lengua en mi boca para acariciar la mía. Me aparté un poco, porque me gustaba ser yo el que controlara la situación, aunque mantuve mis labios pegados a los suyos.


—Tócate el pecho —le susurré—. Ayúdame a ponerme cachondo.


En realidad ya lo estaba, pero quería que ella se abriera más y explorara su propia sexualidad. Además, ver a una mujer tocándose era de lo más voluptuoso. La observé mientras se acariciaba el pecho y tiraba de su turgente pezón con el índice y el pulgar.


—¡Ah, cómo me gusta! —gemí metiéndole los dedos con más vigor y rapidez en el coño.


Luego los saqué y le acaricié los pliegues hasta llegar a su clítoris, pasando con suavidad los dedos arriba y abajo por el prieto manojo de terminaciones nerviosas. Después los volví a hundir rápidamente en su coño y los doblé, encontrando su punto especial.


—¡Más! —gimió de nuevo contra mi boca, antes de reclamarlo con otro beso apasionado. Por lo visto tenía en mis manos un coño muy caliente que sin duda me pensaba follar.


Girándome hacia ella, dejé de besarla y hundí la cabeza debajo del agua para chuparle el pezón derecho mientras ella seguía tocándose el otro.


Sentí las paredes de su húmeda hendidura tensarse alrededor de mis dedos y entonces supe que Paula estaba a punto de correrse. Seguí metiendo ysacando los dedos, doblándolos para acariciarle el punto G. Alcé la vista bajo mis pestañas y vi que me estaba mirando. Abrió la boca arqueando la espalda mientras le brotaba un gemido del pecho y se le escapaba de los labios. Las paredes de su chochito se cerraron de nuevo alrededor de mis dedos e intentó cerrar los muslos, pero atrapando una de sus rodillas entre mis piernas, se lo impedí.


—Estos dedos que tanto te excitan son los míos,Paula. Los míos. Y lo que estás sintiendo ahora será muchísimo más deleitoso cuando te penetre con mi polla —le dije, y entonces reclamé su boca abierta con la mía.


Ella respondió de inmediato, devorando ávidamente mi boca presa del orgasmo, hasta quedar rendida en mis manos toda mojada por las profundas acometidas de placer.


Cuando le saqué los dedos, me levanté enseguida y salí de la bañera con la polla dura como el hierro y unas gotas de agua deslizándoseme por el glande.


—Acaba de bañarte —le dije despreocupadamente mientras me envolvía con una toalla—. Tengo que ir a trabajar. Siéntete como en tu propia casa, pero espero que cuando vuelva a las seis me estés aguardando junto a la puerta para recibirme. ¿Lo has entendido?


Paula arrugó el ceño de nuevo —era evidente que no le gustaba mi cambio de actitud—, pero asintió con la cabeza para indicarme que lo había captado. Aunque yo quizá le hubiera dado el momento más íntimo de su vida, ambos debíamos recordar que no era más que un trato.


—¡Claro, jefe! —me dijo maliciosamente despidiéndome con un saludo militar.


—¡Eh!, ya has visto el pedacito de cielo que te he ofrecido hoy, pues si quieres más en lugar de que use tu cuerpo para mi propio placer, te sugiero que vigiles esa boquita tuya tan respondona —le advertí deslizando por su labio inferior mi dedo—. Naturalmente, siempre podría meterte algo en
ella para que te mantuvieras calladita, ¿verdad? —sabía que esto le fastidiaría—. ¿Y mi beso de despedida, cariño? —añadí inclinándome sobre la bañera para jorobarla aún más.


Se arrimó a mí de mala gana y yo le besé en la punta de la nariz en lugar de hacerlo en la boca.


—Pórtate bien —le dije con una sonrisita y luego me dirigí al
dormitorio, sabiendo que me estaría mirando el culo de nuevo. Antes de llegar a la puerta me paré, contraje una nalga y luego la otra y, volviendo la cabeza, le hice un guiño. 


Como yo sospechaba, se había quedado boquiabierta. 


Cuando por fin despegó sus ojos de mi culo para alzar la
vista, cogió la esponja empapada del baño y me la arrojó.


 Me aparté para esquivarla y cayó en el suelo con un sonoro plaf.


—¡Te odio! —me soltó ella.


—¡Tal vez, pero a la vista está que te encanta mi trasero! —le grité riéndome entre dientes.


Me lo iba a pasar en grande follándomela.