viernes, 26 de junio de 2015
CAPITULO 24
—Dios mío, qué bien hueles —le susurré al oído—. Y el olor de la comida tampoco está mal.
El aroma del desayuno era delicioso, pero verla en mi cocina
preparándome el desayuno me hizo desear saborearla más todavía. Le chupé el lóbulo de la oreja y se lo acaricié con la lengua al tiempo que deslizaba mis manos por su sedosa piel.
—Pedro, estoy intentando cocinar—me dijo soltando unas risitas, y este sonido hizo que la polla se me estremeciera llena de deseo.
—Pues cocina —repuse metiéndole la mano por debajo de la camiseta y jugueteando con la cinturilla de sus pantalones cortos de algodón. Sentí su pulso acelerarse bajo mi lengua mientras le daba besos sensuales a lo largo de la tierna carne de su cuello.
—A no ser que te guste la panceta quemada, es mejor que no sigas. Me distraigo demasiado.
—No quemes la panceta,Paula —le ordené con voz seductora, tal como sabía que en el fondo le gustaba.
Deslicé la mano por debajo de sus pantalones cortos y le rodeé el coño con toda mi manaza. Ella dio un grito ahogado e intentó volverse hacia mí, pero yo se lo impedí.
—No, no, Paula. Tienes que estar pendiente de la sartén —le recordé —. Porque si me quemas la panceta te tendré que castigar.
Ella me ofreció una seductora media sonrisa. Sí, quería que la castigara tanto como yo. Dios mío, me encantaban nuestros jueguecitos.
Le separé los labios de los muslos y le hundí mis largos dedos entre sus ya húmedos pliegues. Era una gozada verla siempre tan receptiva a mis caricias. Pegué mi cuerpo a su espalda para tocarla mejor. Sabía que ella estaba sintiendo mi polla ponerse dura contra su espalda y también que esto la ponía tan cachonda como a mí. Seguí con mi sensual acometida a su cuello, deslizando los dedos de mi otra mano hasta encontrar un pezón erecto. Paula arqueó la espalda y pegó su culo contra mi miembro enhiesto al pellizcárselo yo un poco.
—Pedro…
—Shh… sigue con la panceta —le susurré al oído.
Quería juguetear con ella, ver hasta qué punto era capaz de hacer varias cosas a la vez. Por tanto le bajé lentamente los pantalones cortos por las curvas de sus caderas hasta los tobillos.
—¿Qué estás…?
Le respondí a su pregunta cuando le separé las piernas y le metí dos dedos en el coño por detrás. Mientras le hurgaba los húmedos pliegues con la mano derecha, me desabroché rápidamente los pantalones con la izquierda liberando mi polla. Sabía que a partir de ahora yo seguramente asociaría siempre el olor a panceta con lo que estaba a punto de suceder. Y que como los perros de Pavlov, se me pondría dura como una piedra cada vez que flotara ese aroma en el aire. Pero era un riesgo que estaba dispuesto a correr.
—¿Y qué hay de mis huevos? —le pregunté doblando varias veces mis dedos en su chochito—. Venga, Paula, estoy muerto de hambre.
Cogió dos huevos con sus manos temblorosas y los hizo entrechocar para romper uno. Iba a seguir mi juego. Me encantaba su espíritu aventurero.
Saqué mis dedos de su coño mientras ella echaba con cuidado el primer huevo a la sartén. Luego rompió el otro golpeándolo contra el borde de esta mientras yo tiraba de sus caderas empujando hacia abajo un poco su zona lumbar para conseguir que la arqueara en el ángulo perfecto.
—No rompas la yema —le advertí penetrándola al tiempo que ella echaba el otro huevo a la sartén. Paula se tensó sobresaltada y estuvo en un tris de romperlo, pero recuperándose rápidamente se las ingenió para conservar la yema intacta.
Follar a Paula era una gozada. Por primera vez en todos mis escarceos amorosos me encontraba con un coño tan mojado como el suyo. Era caliente y con una piel sedosa que me apretaba la polla más que en cualquier otro que me hubiera metido. Me atraía y apretaba posesivamente como si no me quisiera soltar. Yo me había convertido en su esclavo y lo
más irónico es que se suponía que era ella la esclava.
Paula desempeñaba bien su papel, sin ningún error, pero ese chochito suyo se había adueñado de mí. Y no me importaba un puto bledo.
Doblé un poco las rodillas y la sujeté mientras la penetraba lentamente con un acompasado vaivén. Sentí que su coño me envolvía la polla de una manera tan deliciosa que me pregunté si algún día me llegaría a cansar de ello. Cuando Paula giró la cabeza y me miró mordiéndose ese labio
inferior suyo, supe que la respuesta era no, nunca me hartaría de follarla.
Agarrándole un puñado de cabello, tiré de ella obligándola a arquear aún más la espalda hasta tener a mi alcance esa deliciosa boquita suya. Se la reclamé con un ardiente beso y ella gimió de placer en mi boca.
—¿Es la panceta lo que huele a quemado? —le pregunté con mis labios pegados a los suyos.
Se giró hacia la sartén y le dio la vuelta con manos temblorosas.
Agarrándola aún con una mano el pelo y con la otra la cadera, aumenté la velocidad y la urgencia de mis embestidas. Las nalgas de su perfecto culito se bamboleaban a cada acometida y me resultó imposible dejar de mirarlas. Deseando ver el tesoro oculto entre esas dos posaderas celestiales, la agarré por las caderas con ambas manos y se las abrí con los pulgares. Gruñí de gusto al revelárseme el jardín del placer prohibido. El agujerito de su trasero me incitó con su estrechez y sentí que la polla se me
ponía dura a más no poder.
—Joder, nena —gemí—. Qué culo más precioso tienes. Me muero por hincarte la polla en él.
Sentí que se le tensaba el cuerpo y ella me miró de nuevo.
—Ahora no,Paula, pero lo haré pronto —le aseguré—. Créeme, por más rara que seas, te va a encantar.
Le pasé el pulgar por el ojete y lo empujé hasta metérselo.
Ella dio un grito ahogado y entonces noté las paredes de su coño apretándome la polla.
Lo sentí palpitar mientras Paula presa del orgasmo, agachaba la cabeza y se agarraba a la encimera para no desplomarse, gimiendo cada vez con más fuerza a cada sacudida de placer.
—Sí, nena, esto no es más que una muestra de lo que vas a sentir.
Me mordí el labio inferior y me agarré de sus caderas mientras le penetraba su dulce chochito, aumentando su placer. Los cojones se me tensaron de golpe y me sentí invadido por una inaudita sensación de euforia hasta que estalló saliendo de mí como fuegos artificiales. La agarré con más fuerza de las caderas, pero en ese momento no me dio la sensación de tener que preocuparme por si le dejaba un moratón.
Cuando Paula meneó y pegó las caderas a mi cuerpo una y otra vez, salió de mi pecho un largo y salvaje gruñido de gusto hasta dejarme sin una gota de leche. Después le solté las caderas y posé mis manos junto a las suyas en la encimera, arrimándome a ella para inmovilizarla, jadeando
contra su hombro. Entre jadeo y jadeo logré darle varios castos besos aquí y allí. Sobre todo porque no me cansaba de desearla, pero también como una forma de darle las gracias.
¡Sí, qué bajo había caído! Esta mujer estaba obligada a follar conmigo y yo le agradecía que se lo dejara hacer. Pero era mejor que nada, ¿verdad?
Su voz queda rompió el silencio.
—Mm… ¿Pedro? Creo que la panceta se me ha quemado.
Levantando la cabeza, miré la sartén. La panceta estaba carbonizada y las yemas de los ahora correosos huevos, se habían roto. Dejando caer la cabeza, me reí contra su hombro rodeándola con los brazos.
—No te preocupes, nena. De todos modos no tenía demasiada hambre.
—Pero… aun así me vas a castigar, ¿verdad? —Dios santo, parecía estar deseándolo.
—¡Oh, sí, y no sabes cuánto!
CAPITULO 23
Me llamo Pau Chaves y… soy una adicta a los culos.
En mi defensa debo decir que el de Pedro era para flipar.
Redondo, firme y respingón. Coronado por dos hoyuelos en la parte baja de la espalda y con una suave pendiente que se redondeaba deliciosamente formando dos musculares nalgas que se ahuecaban al contraerlas. Y si a todo esto le
añades su encantadora piel de melocotón, te encontrabas ante la imagen de la culidad divina.
Era por la mañana. Pedro yacía boca abajo y yo estaba tendida de lado junto a él. Todavía dormía y yo me había quedado papando moscas ante su adorable cuerpo desnudo. Por la noche se había apartado las sábanas de un
puntapié en algún momento y al despertarme me había encontrado con la espectacular imagen de su delicioso cuerpo en su forma natural. Era espléndido. Aunque me encantaba lo bien que le caía la ropa, en cueros me
gustaba mucho más todavía.
Le contemplé la espalda subiendo y bajando al ritmo de su acompasada respiración. Cada músculo estaba definido y mis dedos se morían por reseguirlos. Tenía la cara vuelta hacia mí y me maravilló lo largas que eran sus oscuras y espesas pestañas. Como no se había afeitado el fin de
semana, una deliciosa barba incipiente cubría sus fuertes mandíbulas. Me gustaba y tomé nota de ello mentalmente para intentar convencerle de algún modo de que se la dejara así más a menudo, aunque en el mundo empresarial no estuviera bien visto. Dormía con la boca algo fruncida y en
el labio inferior se veía una marquita, el recordatorio de nuestra sesión erótica del día anterior, cuando él había hecho realidad con creces mi perversa fantasía vampírica.
De pronto una sonrisa asomó a mis labios y le rodeé con dulzura la cara con mi mano. Al deslizar delicadamente el pulpejo del pulgar por su labio inferior, gimió de placer y luego se revolvió en la cama. Sabía que probablemente no debía haberlo despertado hasta que sonara la alarma del
despertador, pero no pude evitarlo. Tenía que tocar unos labios tan sensuales como los suyos.
Se despertó parpadeando y sus ojos se encontraron al instante con los míos: eran unas lagunas con remolinos de color verde, marrón, azul y ámbar tan cálidas y profundas que te daban ganas de ahogarte en ellas.
—Bu… días —me saludó con su ronca voz matutina. Frunciendo los labios, me beso el pulpejo del pulgar.
—Lo siento. No quería despertarte —le mentí apartando la mano.
—No pas… nada. ¿Qué hora es? —preguntó acodándose en la cama para mirar el despertador de la mesita de noche que tenía al lado. Refunfuñó al ver la hora y se tendió de espaldas—. ¡Joder! Tengo que levantarme para ir a trabajar —suspiró pasándose las manos por la cara.
—¿Quieres que te prepare el desayuno?
Se apartó las manos del rostro y me miró sorprendido.
—¿Sabes cocinar?
Solté unas risitas, porque por lo visto Pedro me estaba conquistando.
—Sí. Los asalariados tenemos que hacer esta clase de cosas a no ser que queramos morirnos de inanición.
—¿Podrías prepararme dos huevos fritos con panceta? —me pidió con una expresión un tanto esperanzada en su adorable cara.
Puse los ojos en blanco y asentí con la cabeza.
—¿Cómo te gustan los huevos?
—No demasiado fritos.
—Si quieres lo puedo hacer, Pedro. Puedo prepararte esta clase de desayuno —le dije seductoramente, imitando su forma de hablar de la noche anterior. Parecía que le estuviera ofreciendo lo mismo que él me había ofrecido, porque te juro que se le puso dura.
—¡Qué encantadora! Voy a darme una ducha y a vestirme —dijo levantándose de la cama en un abrir y cerrar de ojos, ofreciéndome la oportunidad de contemplar su cuerpo. Sí, me comí con los ojos la obra maestra de su culo, la culoestra.
Yo también me levanté y me puse de momento unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes, hasta que me diera una ducha. En cuanto bajé, cogí una sartén de entre los lujosísimos chismes pijoteros que colgaban en medio de la isla de la cocina, y la puse en un fogón. ¡Los fogones!
Deja que te diga una cosa. Ni el mismo cocinero Gordon Ramsey sabría cómo hacerlos funcionar. Había botones y teclas a manos llenas y, como es lógico, no sabía para qué servía cualquiera de ellos. De manera que empecé a pulsar al tuntún los botones, como hice con el control remoto universal.
Tuve un breve flash-back de aquel día y me estremecí, pero sentí un gran alivio al pulsar el correcto al segundo intento. ¿Y el primero? Prefiero no hablar de él. Al menos conservé las cejas intactas y solo quedó flotando en el aire un ligero tufillo a pelo chamuscado.
Fui bailando a la nevera y tuve que apartar varios productos a un lado para encontrar —no te lo pierdas—, panceta de carnicería. Mmm, mmm.
Por lo visto Pedro Alfonso no consumía carne corriente y moliente del súper. Sacudí la cabeza ante tamaña absurdidad y cogí los huevos. Después de lavarme las manos a conciencia, preparé mi zafarrancho de combate.
Cuando la panceta se estaba friendo en la sartén y ya era casi el momento de darle la vuelta, Pedro me rodeó la cintura por detrás. Sentí su mano rozarme el hombro y me tiró del pelo con suavidad para dejar al descubierto mi cuello. Instintivamente, ladeé la cabeza para tentarle y me estremecí en sus brazos cuando me resiguió el cuello con la punta de la nariz, inhalando profundamente.
jueves, 25 de junio de 2015
CAPITULO 22
Al cabo de una hora me sentí fatal y decidí ir en busca de Pedro para disculparme. Cuando llegué al pie de la escalera vi un agujero del tamaño de un puño en el canto de la pared y puse los ojos en blanco. Pedro se había
pasado un montón con su reacción, pero mi pataleta por culpa de la lencería tampoco había sido demasiado normal que digamos.
Cuando me equivocaba sabía reconocerlo.
No lo encontré en el estudio, ni en la cocina. Como creí oír la televisión sonando a todo volumen en la sala recreativa, me dirigí allí y al llegar asomé apenas la cabeza por la puerta.
Pedro estaba recostado en una de las butacas del cine, con el torso desnudo y la camisa tirada al lado. Era la primera vez que lo veía tan relajado desde que le conocí. Me aclaré la garganta para alertarle de mi presencia.
Él giró la cabeza, yo me imaginaba que me recibiría con cara de enojo, pero me miró más bien como si estuviera esperando que intentara seducirle de nuevo.
—Lo siento —dije pese al nudo que tenía en la garganta, porque me costaba muchísimo pedirle perdón al hombre que me había comprado para tener sexo conmigo.
Él suspiró dándose unas palmaditas en el muslo.
—Ven y siéntate conmigo un rato.
Crucé la habitación y me senté en su muslo, apoyando los brazos alrededor de sus hombros.
—Yo también lo siento —me dijo frotándome el muslo
tranquilizadoramente—. No caí en ello. Creí que te gustaría la lencería y me hacía mucha ilusión que te la pusieras.
—Siento haberla quemado —musité.
—No te preocupes. Estabas dolida y entiendo por qué lo hiciste —dijo riendo por debajo de la nariz—. Eres una fierecilla, ¿lo sabías? Pero verte así me puso cachondo, sobre todo cuando me llamaste tu hombre.
¡Vaya! ¿Le había dicho eso?
—Bueno, lo vas a ser durante los dos próximos años —le dije para salir del paso y luego me puse a mirar la tele. Daban una de esas series tan populares de vampiros e intenté ocultar lo máximo posible la niña que llevaba dentro—. Me encanta este programa. ¡Qué sexis y transgresores
son los vampiros!
Él se echó a reír.
—¡No me digas! ¿Por qué te parecen tan sexis?
La serie volvió a acaparar mi atención: el vampiro había atado de pie, con los brazos y las piernas abiertas, a la chica que había capturado y se la estaba follando a una velocidad vampírica.
—Por eso —le dije señalando con el dedo la pantalla. El culo desnudo del vampiro meneándose contra la pobre chica sin que ella se quejara lo más mínimo me estaba poniendo cachonda.
—Cuando te vi te calé enseguida. ¿Te gusta el sexo salvaje, verdad? — me preguntó deslizándome la mano por mi muslo hasta llegar a acariciarme un lado del pecho. Me mordisqueó el pezón por encima de la blusa—. ¿Mmm? ¿Quieres que yo te haga lo mismo? —me pregunto bromeando, acariciándome el botoncito rosado con la punta de la nariz—.
¿Quieres que te penetre ese precioso chochito tuyo estando tú de pie con los brazos y las piernas abiertos?
—Sí, por favor.
—Lo puedo hacer, Paula. Te puedo follar así.
Se me cortó el aliento al imaginármelo y él alzó los ojos y me miró bajo sus largas pestañas.
—Súbete la falda para mí, nena —me dijo con esa voz ronca tan sensual.
La Agente Doble Coñocaliente se levantó y se dio por aludida.
Realicé lentamente lo que me pidió y por primera vez estuve encantada de obedecerle. Él soltó ese gemido suyo que provocaba que mi Chichi se estremeciera y se pusiera a hacer chup-chup. Me rodeó con los labios el pezón izquierdo mientras sus manos me acariciaban la golosa abertura de
mis muslos. Luego deslizó lentamente la lengua alrededor de mi pezón erecto antes de rozármelo con los dientes. Sentí su cálido aliento en mi piel al exhalar el lleno de satisfacción.
Cerró sus labios alrededor de mi pezón y me lo chupó moviendo la cabeza adelante y atrás. Después dándome un
largo chupetón tiró de él, estirándomelo antes de soltarlo y contemplar cómo se retraía recuperando su forma.
A esas alturas estaba yo tan calenturienta que mi jugosa entrepierna me chorreaba como las cataratas del Niágara.
Pedro me dio una retahíla de sensuales besos debajo del borde de la mandíbula hasta llegar a mi oreja.
—Tengo algo para ti —me susurró. Cuando me aparté para mirarle con el ceño fruncido por si acaso se trataba de otro regalito de los suyos, se apresuró a tranquilizarme—. Lo he elegido solo para ti. Te lo prometo. Y nunca le he regalado a ninguna mujer nada parecido.
—De acuerdo… —respondí con recelo.
Alargando la mano, cogió una cajita negra que reposaba a su lado adornada con una fina cinta de color verde esmeralda y la depositó en mi muslo.
—Ábrela —me apremió cuando me la quedé mirando.
Tomé aire y lo exhalé lentamente mientras cogía la cajita y tiraba del cabo de la cinta. Entonces levanté la tapa y me quedé boquiabierta. Era una pulsera de plata con un óvalo en el centro decorado con un ciervo con un diamante incrustado. Justo debajo había una plaquita en la que aparecía el apellido «ALFONSO» cubierto de diamantes incluso más diminutos y relucientes. Era impresionante.
Pedro me cogió la pulsera de las manos y me la aseguró alrededor de mi muñeca derecha.
—Es el blasón de mi familia —dijo encogiéndose de hombros—. Así todo el mundo sabrá que me perteneces. Quiero que lo lleves a todas horas.
—Te has pasado con el regalo —afirmé sacudiendo la cabeza.
—La chica que salga conmigo debe llevar un cierto nivel de vida,Paula —puntualizó—. Aunque ambos sepamos que nos une un contrato, los demás lo ignoran. Por eso tiene sentido que lleves esta clase de joyas. Además, el brazalete te queda de lo más sexi.
Asentí con la cabeza a mi pesar.
—Levanta el fondo de la cajita —me dijo señalándomela con la cabeza —. Hay otra cosa más.
Metí la mano dentro y tiré de la lengüeta de seda que sobresalía en el fondo, intentando adivinar qué podría ser.
¡Madre mía, un vibrador Batman!
Había visto esta clase de objetos antes. Dez me había arrastrado a más fiestas «divertidas» de las que a una persona le hayan obligado a ir a lo largo de su vida. Pero la verdad es que no sé qué les veía la gente. Y ahora me descubría contemplando el vibrador por excelencia, con el blasón de la familia Alfonso grabado a un lado, pero por suerte sin diamantes incrustados. Y entonces tuve una epifanía: dicen que los diamantes son el mejor amigo de una mujer, pero con un vibrador le sacabas mucho más jugo al dinero invertido.
El Chichi se puso en jarras, ofendido por no haber recibido también una pulsera con diamantes, pero agradecido por no tener que preocuparse de que le dejaran sus partes femeninas en carne viva.
—El brazalete es para que todo el mundo sepa que me perteneces —me explicó—. Y esto… es para que hagas con él lo que quieras —añadió tomando el vibrador de mis manos.
Lo activó y deslizó su punta entre mis piernas para presionármela contra el clítoris.
—¡Dios mío, cómo me gusta! —exclamé dando un grito ahogado y echando la cabeza atrás.
—Caramba, no esperaba que reaccionaras así —me susurró al oído—. Ya te lo he dicho otras veces, Paula. Se supone que este juguetito te debe recordar a quién le perteneces. Dime ¿a quién has nombrado?
Apartó el vibrador para que solo me rozara levemente el botoncito lleno de terminaciones nerviosas y luego empezó a trazar con él círculos terriblemente lentos.
¡Somos sus guarras putillas! ¡Di su nombre! ¡Dile lo que él desee!
¡Quiero más de eso!, me gritó el Chichi.
—Por favor… Pedro —le pedí gimiendo, y luego arqueé las caderas para acortar la distancia que me separaba del vibrador.
Él me empujó las caderas con la mano con la que me ceñía la cintura para impedir que las levantara.
—¿Por favor qué? —me preguntó bromeando.
El muy chulo me había pedido que dijera su nombre y yo le había obedecido. ¿Y ahora seguía tomándome el pelo?
—Más. Quiero más —gemí patéticamente.
—¿Más de qué? ¿Más de esto? —dijo presionando el vibrador más cerca del clítoris para darme lo que yo ansiaba.
—¡Oh, Dios, sí! —exclamé dándome cuenta de mi error demasiado tarde. Pedro volvió a apartar el vibrador frunciendo el ceño.
—Volvamos a intentarlo. Ahora hay una nueva regla. Cada vez que sientas la necesidad de decir «Dios» dirás mi nombre en su lugar. Y te garantizo que mi versión del paraíso te va a encantar.
Pedro pegó el vibrador a mi clítoris otra vez y luego lo deslizó rápidamente entre mis pliegues antes de metérmelo dentro.
—¡Oh…Pedro! —grité embriagada de placer.
—Muy bien, Paula. Veo que aprendes rápido —me felicitó y luego me recompensó rodeándome un pezón con los labios y chupándomelo vigorosamente mientras me masturbaba con el vibrador.
Yo no sabía en qué sensación concentrarme y no estaba ni siquiera segura de por qué intentaba distinguir la una de la otra. ¿Por qué no sentirlas juntas? ¡Oh, Pedro mío, qué gozada!
Y de pronto todo se acabó. El vibrador, las chupadas, me quedé sin nada de nada. Le miré como si él estuviera como una regadera. Y descubrí mi pequeño vibrador Alfonso guardado en la cajita encima de la mesa.
—¿Te duele? —me preguntó.
Volví a mirarle como si estuviera majara.
—¡Claro que no! —exclamé levantando un poco más la voz de lo necesario.
Él se puso en pie, obligándome a aterrizar sobre la silla con un ruido seco.
Cuando estaba a punto de protestar por su rápida desaparición, se arrodilló entre mis piernas y me separó las rodillas. Inclinándose hacia mí, reclamó ávidamente mi boca con la suya al tiempo que me subía la falda. Yo alcé anhelosamente las caderas para facilitarle las cosas, aunque no sé por qué él no me la quitaba y punto. Su forma de actuar me ponía muy cachonda.
Ese tórrido momento era tan erótico que ni siquiera querías perder tiempo en sacarte la ropa.
Pedro no me decepcionó. Oí el tintineo de la hebilla del cinturón y tras levantarse, se desabrochó los vaqueros, me agarró de las corvas y tiró de mí hasta que el trasero se me quedó en el borde de la silla.
—¡Me muero por follarte! —exclamó con voz lujuriosa liberando al Vergazo Prodigioso de su reclusión—. Y me niego a esperar más. Dame lo que es mío —me ordenó.
—Tómalo si te atreves —le reté.
En realidad no estaba intentando ponerle las cosas difíciles.
Él lo sabía y yo también. Pero era lo que siempre hacíamos.
Retarnos el uno al otro y divertirnos luego con lo posesivos que ambos éramos. Me encantaba negarle lo que él me pedía y al mismo tiempo no me podía resistir a ello.
Era un placer culpable que nos encendía de deseo a los dos: primitivo, animal, salvaje. El chupetón que le había hecho en el cuello era para dejárselo claro. Le toqué la marca y le miré a los ojos. Él sabía que yo le estaba diciendo con la mirada: eres mío…
Soltando un salvaje gruñido, se inclinó para atacar mi boca con un beso brutal y apasionado. Yo le hundí los dedos en el cabello y le di todo cuanto tenía en mí, porque si ibas a bailar un tango con Pedro Alfonso, no podías hacerlo a medias. Ni siquiera se preocupó de bajarse los pantalones hasta las caderas antes de pegarse a mi golosa abertura y metérmela lentamente.
De pronto interrumpió su beso, siseando.
—¡Madre mía, gatita! ¡Qué prieto lo tienes!
El Chichi chilló de placer al reunirse por fin con el Vergazo Prodigioso.
Casi podía ver a los dos desventurados enamorados corriendo por una pradera cubierta de margaritas para estrecharse al fin en un apasionado abrazo. Él le susurró sus disculpas y ella le perdonó todos sus errores.
Era una escena perturbadora y gratificante a la vez.
En cuanto me lo metió hasta el fondo, y créeme, fue toda una hazaña, me agarró de las corvas y me separó las piernas al máximo.
—¡Oh, Pedro! —suspiré dando un grito ahogado, siguiendo el juego de invocar su nombre—. Sí… sí…
Él se agarró a los reposabrazos del sillón para hincármela con más ardor, manteniéndome las piernas separadas con los antebrazos y doblando los codos para pegarse a mi cuerpo.
—Ahora voy a follarte a lo bestia, Paula —me advirtió con sus labios cerniéndose sobre los míos.
Su aliento era mi aliento y ladeé la barbilla para besarle, pero él apartó la cara y luego posó apenas sus labios en los míos para dejar de torturarme.
—Si te hago daño dímelo y pararé.
—¡Dale ya! —dije entrecerrando los ojos y mordiéndole el labio inferior.
Pedro gruñó de placer y me comió la boca con una pasión casi avariciosa.
Noté un ligero sabor a sangre y supe que era la suya.
Encendida de excitación, le chupé el labio, poniéndole más caliente aún. Él me sacó la polla del coño con rapidez y me la volvió a meter un poco más despacio, pero bastó para que yo dejara de fijarme en su labio. Eché la cabeza atrás
arqueando el cuello mientras me volvía a penetrar con unas embestidas más fuertes.
Cuando volví a mirarle, vi que tenía un corte y un hilillo de sangre en el labio inferior. Se lo lamí, deseando saborearlo de nuevo. Sé que era un acto morboso, pero si hubieras saboreado alguna vez a Pedro Alfonso entenderías por qué nunca me cansaba de hacerlo.
—Se suponía que el vampiro era yo y no tú, Paula —me recordó él aumentando la velocidad y la intensidad de sus arremetidas.
Alargando la mano, conseguí agarrarle del pelo, pero él se apartó de mí, negándome lo que yo quería. Tiré de sus gruesos mechones para atraerle hacia mí y besarle de nuevo pese a su resistencia. Fui directa a la sangre que manaba de su labio y la recogí con la punta de la lengua. Sin reducir la
potencia de sus embestidas, Pedro atrapó mi lengua con la suya para impedir que saboreara su sangre, pero yo logré liberarla. Luchamos para hacernos con el dominio del beso y de la sangre, y fue una escena tan excitante y ¡Dios mío!… es decir… ¡Pedro mío!, tan erótica que estuve a punto de correrme.
Dejando de besarme, bajó la vista para contemplar nuestros sexos unidos y yo le imité. Él tenía los tejanos bajados hasta la cadera. Al verle penetrándome con su enorme polla con unas embestidas tan potentes, sentí una sacudida de placer en las entrañas que fue aumentando por momentos.
Pero, maldita sea, Pedro se movía demasiado aprisa y yo quería que esta sensación no acabara nunca. Como si me hubiera leído la mente, bajó un poco el ritmo para que los dos pudiéramos contemplar la escena mejor. Le vi lamiéndose los labios mientras una gota de sudor le resbalaba por la nariz y le caía en el abdomen.
—Qué gozada, ¿no crees? —me dijo mirándome. Yo volví a posar la vista en mi entrepierna y me quedé embelesada por la imagen—. Mi gruesa polla follando tu bonito, mojado y prieto coño. Me voy a correr derramando mi leche a borbotones en ese gatito tuyo, Paula.
Cogió aire y luego empezó a menear las caderas cada vez más rápido.
No lo hacía a una velocidad de vampiro, aunque le faltó poco. Sí, me dolía, pero no, no me importaba lo más mínimo.
Me dedicó una de esas sonrisitas suyas tan sexis y luego se inclinó haciamí con los dientes asomándole entre los labios.
Le sentí morderme la carne que cubría la artería de mi cuello y luego me la chupó con ardor. La ilusión que había creado, la de un vampiro saboreando a su amante en el culmen del frenesí, me hizo sentir como si me llevara a las alturas y me arrojara a un mar de goce orgásmico. La sensación fue tan brutal que me quedé sin habla, y creo que incluso sin aliento.
Abrí la boca arrobada, con los ojos en blanco y la espalda arqueada, y le clavé las uñas en la piel de la espalda para que no se separara de mí.
Pedro bajó el ritmo de las embestidas y me hizo eso tan increíble de menear las caderas en cada acometida, friccionándome de una manera deliciosa el clítoris. Mientras tanto, no paró de gemir de placer en mi cuello y las vibraciones de este sonido me llegaron al alma. A estas alturas estaba segura de que mi cuerpo se convulsionaba de gozo, pero él siguió con sus fogosas arremetidas. Al final me soltó la piel del cuello y me miró con una diabólica sonrisa.
—Ahora me toca a mí —dijo meneando las caderas con avidez. A cada embestida oíamos el sonido de piel contra piel. Sabía que sus potentes acometidas me estaban empujando contra el asiento, pero no me importaba. Volví a sentir que perdía el mundo de vista al ser engullida por otra oleada en aquel mar de orgasmos.
—¡Madre mía! —musitó él, y luego dejó caer mi pierna izquierda y me sacó la polla justo antes de derramar su leche a borbotones. La sentí caliente y espesa contra la suave piel de mi coño y le contemplé embelesada deslizar arriba y abajo la mano a lo largo de su verga.
Cogiendo aire, echó la cabeza atrás y luego dejó escapar un leve gemido de placer que resonó en su pecho.
Quería volverle a follar para ver la escena de nuevo.
Cuando vació toda su semilla, la cabeza le cayó hacia delante y me miró a los ojos, mientras inhalaba profundamente para recuperar el aliento.
Expulsó el aire con fuerza y luego ladeó la cabeza antes de darme un largo y tierno beso.
—¿Estás bien, gatita? —me preguntó sosteniendo mi barbilla con una mano y deslizándome el pulgar de la otra por mi labio hinchado.
Le di un beso en el pulpejo del pulgar y asentí con la cabeza
indolentemente, porque era todo cuanto logré expresar.
Se levantó y se subió los pantalones lo bastante para impedir que le cayeran a los tobillos. Luego se giró y se dirigió al bar, con los hoyuelos de su espalda sonriéndome, y la Doble Agente Coñocaliente les saludó tímidamente con la mano. Supongo que la muy zorra estaba ahora pensando en ponerle los cuernos al Vergazo Prodigioso.
Pedro desapareció detrás del bar y yo me bajé la falda. A los pocos segundos volvió con una toalla humedecida.
—Es una de las ventajas de tener un bar con pileta en medio de la sala recreativa —señaló con una mirada traviesa. Me limpió mis partes femeninas pasando la toalla por ellas con dulzura—. ¿Te duele? —me preguntó poniéndose en pie y dirigiéndose al bar.
—¡Jolín, Pedro! —resoplé bajándome la falda—. Agradezco que te preocupes por mí, pero… —dije ahogándoseme la voz al ver su expectante mirada. Se ve que esperaba que me doliera—. Pues sí —admití—, le has dado un buen vapuleo a mi Chichi. Ahora estaré varios días sin poder andar.
En realidad tenía las piernas resentidas y el Chichi se estaba lamiendo las heridas, aunque lleno de deleite.
En su cara apareció una gran sonrisa de satisfacción y yo sabía que el ego se le había hinchado al oírme.
—Eh, Pedro —le dije para que me prestara atención.
—¿Sí?
—Todos esos vampiros tan supertórridos de la tele con sus prietos culitos, su sexi pelo y sus adorables caras que te hacen tener un orgasmo con solo mirarte —afirmé, y él arqueó una ceja mirándome celoso—, comparados contigo no tienen nada que hacer. Tú eres mucho más sexi y exótico, y aunque yo no se las haya visto, es imposible que tengan una polla más gorda que la tuya. Eres una auténtica joya, cariño.
Se rió de mi comentario y luego se mordió la comisura del labio inferior.
—¡Gracias! —exclamó recatadamente—. Aunque no hacía falta que me lo dijeras, ya lo sabía.
Me eché a reír, sacudiendo la cabeza.
—¡Eres un creído, míster cachas!
—¿Lo ves? Ya vuelves a hablar de mi culo. Tu afición por mi trasero raya la obsesión —dijo tomándome de las manos para levantarme tirando de mí. Me quedé plantada ante él y entonces le rodeé el cuello con los brazos y Pedro me ciñó por la cintura.
Poniéndome de puntillas, le di un tierno beso. Como ya no le sangraba ni hizo una mueca de dolor, le lamí el labio inferior.
Pedro me concedió mi tácito deseo de que me besara con más pasión y me acarició la lengua con la suya. Fue el beso más dulce que compartimos desde mi llegada. Esperé que me besara más veces de esta forma en el futuro y descubrí que no me odiaba a mí misma por desearlo.
El contrato que nos unía tal vez no estuviera tan mal después de todo.
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