jueves, 2 de julio de 2015

CAPITULO 43





¿Por qué estaban siempre las habitaciones de hospital tan frías? Era como si la mano cruel de la muerte hubiera entrado y robado toda la calidez del lugar. No importaba lo cálida e invitadora que el hospital intentara hacer que pareciera la habitación que básicamente iba a ser la última que tu ser querido iba a ver en su vida. Darte cuenta de que alguien a quien querías estaba en las últimas, ya fueran días, horas o incluso minutos, hacía que la decoración fuera irrelevante. Y luego estaba el olor: productos químicos mezclados con fluidos corporales, enfermedad y muerte. Lo hacía todo demasiado real, y quería huir de allí lo más rápido posible, encontrar Pedro , y no lidiar con la muy posible realidad de que iba a perder a mi madre. Pero no podía. Por un lado, nunca me perdonaría si estas fueran las últimas horas de mi madre y yo no hubiera estado ahí; y por
otro, Pedro me había rechazado. Además, sería como huir de un problema solo para tener que enfrentarme a otro que podría ser igual de desesperanzador.


Estaba donde necesitaba estar.


Al igual que yo formaba parte de mi familia, Dez se encontraba justo a mi lado, y Dolores también.


Gracias a Dios que ella había pensado en traerme algo de ropa más calentita que el pequeño atuendo rojo putero que había llevado puesto antes. A mi padre le habría dado probablemente un ataque al corazón y habría terminado en una cama de hospital junto a mi madre si me hubiera visto con ese modelito. Así que aquí estaba, mirando a través de la ventana, vestida con un suéter negro y pequeño a modo de vestido y unas botas negras. Nada elaborado ni nada sexy. De hecho, era casi deprimente, pero pegaba con cómo me sentía por dentro. Mi corazón, vacío y hueco, todavía lloraba la pérdida de Pedro, pero mi alma se preocupaba de que la desalentadora oscuridad que cubría mi cuerpo fuera en realidad un augurio de algo incluso más mórbido, como la pérdida de mi madre. Por muy devastador que fuera perder al único hombre que probablemente amaría nunca, si perdía a mi madre, sería increíblemente difícil encontrar la voluntad para seguir viviendo.


El frío que sentía en el pecho se amplificó por diez con ese mero pensamiento. Mi madre era mi mejor amiga. Siempre lo había sido. No de la misma forma que lo había sido Dez, o incluso como había llegado a convertirse Dolores. Mi madre era algo más. Me conocía mejor que nadie porque yo era una viva extensión de ella. Esa mujer podía decir lo que pensaba o sentía sin yo tener que decir ni una palabra. Y con más experiencia bajo el brazo, sabía lo que necesitaba oír y cuándo necesitaba oírlo, y me hacía escuchar aunque no quisiera hacerlo. La mayoría de los niños odiaban admitirlo, pero mi madre tenía razón casi el cien por cien de las veces. Así que no volver a ver su cariñosa sonrisa otra vez, no volver a escuchar su risa contagiosa, no volver a sentir el cálido confort de su abrazo, no volver a oler su perfume de almizcle blanco… No podía siquiera concebir el pensamiento.


—¿Pau? ¿Quieres un café? —me preguntó mi padre y me sacó de mis pensamientos.


Me giré y le regalé una sonrisa tímida. Así era Marcos. Su mujer estaba muriéndose y él no podía hacer nada por evitarlo, así que se buscaba algo o a alguien diferente de quien cuidar en su lugar. Acepté su oferta y reparé en la delgadez de su rostro. Sus ojos tenían oscuras ojeras debajo, y a juzgar por la avanzada barba que llevaba, obviamente no se había afeitado en bastante tiempo. Sabía que darle la charla sobre tener que cuidarse mejor no haría nada bueno, así que lo dejé pasar.


A la vez que bajaba la mirada hacia la figura durmiente, me acerqué el vaso de cartón hacia el pecho con la esperanza de que pudiera calentar el frío de mi corazón. En realidad, lo único que haría que me sintiera mejor sería la completa recuperación de mi madre, aunque el cobijo que los brazos de Pedro me daban cuando estaban a mi alrededor, mientras su tranquilizadora voz me prometía que todo iba a salir bien, probablemente habría ayudado bastante. Lo echaba de menos, y deseaba con desesperación que estuviera aquí conmigo, pero el destino aparentemente había tenido otros planes para nosotros. Tenía gracia cómo se habían desarrollado las cosas. Pedro me había liberado de nuestro contrato justo a tiempo para poder ver morir a mi
madre y para ser capaz de quedarme en casa a cuidar de mi padre durante lo que sería seguramente para él una existencia miserable sin tener a su esposa a su lado. Me preguntaba si la vida en pecado que había empezado con Pedro había causado que el karma se girara para darme una rápida patada en el culo.


—¿Señor Chaves? —una voz familiar dijo desde el umbral de la puerta. Levanté la mirada para ver a un médico alto y de pelo castaño sacar un bolígrafo del bolsillo de su bata blanca y comenzar a escribir en el portapapeles que había llevado bajo el brazo—. Hola, soy el doctor Daniel Alfonso, y llevaré a cabo la cirugía y tomaré el relevo como médico responsable de su esposa. Si está usted de acuerdo, claro.


Daniel Alfonso. El tío macizo de Pedro. Mi corazón puede que hubiera suspirado un poco al verlo. De alivio, no de deseo. Solo había un hombre Alfonso que deseara y no se encontraba presente.


Otro hecho que hizo que mi corazón suspirara una segunda vez.


Pedro miró a mi padre y luego desvió su mirada hacia mí con una sonrisa cómplice y cariñosa antes de devolver su atención a Marcos otra vez.


Bajo circunstancias normales, mi madre habría sido la que tomara la decisión sobre su cuidado médico, pero la habían estado sedando desde que llegó. Su médico de siempre nos había asegurado que la sedación le aliviaba el dolor y disminuía la probabilidad de que se emocionara en demasía, y por consiguiente de que hiciera esfuerzos excesivos con su
ya debilitado corazón. Así que eso le dejaba a Marcos la
toma de todas las decisiones médicas. Creo que los médicos y las enfermeras de oficio se alegraron de que no fuera yo. 


Puede que me hubiera comportado un poco borde con ellos cuando llegué, exigiendo resultados, exigiendo que movieran el culo e hicieran su trabajo, exigiendo que salvaran la vida de mi madre. Dez y Dolores hicieron todo lo posible por
calmarme, pero al final fue la amenaza de un poli de seguridad del hospital de echarme del edificio lo que consiguió que parara el carro.


—¿Tomar el relevo? ¿Y qué hay del doctor Johnson? —le preguntó mi padre a Daniel.


—El doctor Johnson es un incompetente —dije yo. Al ver que mi padre fruncía el ceño de un modo desaprobador, añadí—: ¿Qué? Lo es.


Oí la ligera risa entre dientes de Daniel mientras comprobaba las constantes vitales de mi madre.


—¿Ves? El doctor Alfonso está de acuerdo.


Marcos se frotó la nuca y miró a mi madre.


—No sé si es buena idea cambiar de médico a estas alturas del partido.


—Esto no es un partido, ni un juego, papá —dije en voz alta, que fue de lo más injusto por mi parte.


Sabía que él no calificaría la situación así, pero estaba frustrada, aunque no es que eso excusara mi inapropiado comentario. No obstante, mi padre no me lo echó en cara porque se sentía igual.


—Le aseguro que estoy muy cualificado — interrumpió Daniel, guardando de nuevo el boli dentro del bolsillo de su bata—. Dirijo el departamento de cardiología aquí y he llevado a cabo varios trasplantes de corazón…


—Espere un minuto —interrumpí su lista de logros, todos ellos muy geniales, estaba segura. Era un Alfonso y la genialidad corría por sus venas, pero había un pequeño y diminuto detalle, que en realidad era mega-importante, de su anterior presentación en el que acababa de caer en la cuenta—. ¿Qué cirugía?


Mi madre había estado en cuidados intensivos tras haberle sido asignado un número en la lista de espera un día en urgencias y luego tras haberla traído de vuelta al día siguiente para que luchara por su vida. Por lo que sabíamos, ahí es donde se quedaría hasta que o bien se obrara un milagro y mostrara mejoría y nos la lleváramos a casa, o bien… no sucediera nada de eso. Había intentado hacer todo lo posible por conseguirle un nuevo corazón ahora que
teníamos el dinero para el procedimiento, pero no había importado porque había demasiada gente en la lista por delante de ella: prueba de la incompetencia del doctor Johnson y de su falta de influencia.


Daniel nos regaló una sonrisa genuina.


—Tenemos un donante, Paula.


Aparentemente recordaba mi nombre del baile de gala del Loto Escarlata, donde me había comportado como una auténtica maleducada al no hablarle. Ni una palabra. Había sido mi forma de materializar mi rabieta infantil en respuesta a la orden de Pedro de no hablar con ningún hombre en la fiesta.


—¿Un d-donante? —tartamudeó mi padre mientras una aprehensiva sonrisa se le dibujaba en las comisuras de la boca.


Podía decir que estaba intentando con todas sus fuerzas no emocionarse, como si no se creyera del todo lo que estaba escuchando. En realidad, también era difícil para mí creerlo, pero tenía la sensación de que Pedro Alfonso había tenido que ver con el hecho de que su tío, un cardiólogo de renombre en todo el mundo, estuviera presente en la habitación en este mismo segundo. No había caído antes en que en cuanto Pedro descubrió lo de mi madre, había movido hilos a escondidas para asegurar que recibiera el mejor cuidado posible. Ya había contribuido sin saberlo con dos millones de dólares a eso, y ahora con la ayuda de su familia también. Una vez más, me estaba demostrando su amor por mí y yo todavía no había tenido forma de demostrarle que le correspondía.


—Sí, bueno, somos un centro de trasplantes, y dada la condición de la señora Chaves, el caso tiene prioridad —explicó Daniel—. Teníamos un posible donante, y en cuanto tuvimos las pruebas hechas, supimos que había compatibilidad. Ahora solo queda algo más de papeleo por hacer… y la operación, por supuesto.


—Va a tener un corazón nuevo… —dijo mi padre aturdido.


Pensé de nuevo en Pedro , y de nuevo deseé que
estuviera aquí. Lo necesitaba aquí. Mi madre puede que fuera a conseguir un corazón nuevo, pero el mío todavía seguía roto. Dudaba mucho que tuvieran ninguna oferta dos-por-uno.


—Sí. —Daniel se aclaró la garganta cuando una enfermera, que se parecía más o menos a Betty Boop con pelo rubio, entró—. Señor Chaves, si es tan amable de seguir a Sandra, ella le ayudará con el papeleo y podremos empezar. Paula —dijo, asintiendo a modo de despedida con una sonrisa cariñosa en los labios.


—¡Bien! ¡Mamá Chaves va a vivir! —Dez levantó el puño en el aire, y logró que mi padre frunciera el ceño—. Oh, eh… lo siento —dijo con una risita avergonzada. Ella se puso de pie y se colocó el bolso sobre el hombro—. Yo no sé vosotros, pero con toda esta emoción me ha entrado hambre. Supongo que iré abajo a la cafetería y me pillaré alguna porquería del hospital. Si no vuelvo en media hora, mirad en urgencias, y no lo digo por el dios latino que trabaja como celador allí abajo. Aunque puede que tenga que fingir un dolor de pelvis para hacer que me examine tras haber llenado el estómago. ¿Alguien quiere venir?


El móvil de Dolores trinó, señal de haber recibido un mensaje, y la miré. Reparé en el modo en que frunció el ceño antes de soltar su café y de decir:
—Yo. De todas formas tengo que ver qué tal le va a Mario.


Una parte de mí se preguntaba si aquello significaba que iba a ver también qué tal estaba Pedropero bien podrían haber sido simples ilusiones mías.


Marcos se acercó a mí y me rodeó los hombros con un brazo.


—¿Estarás bien aquí tú sola mientras voy a rellenar esos papeles?


—Sí, ve. Me quedaré con ella.


Miré la figura durmiente de mi madre. Los círculos bajo sus ojos eran incluso más prominentes que los que tenía mi padre, y ella estaba incluso mucho más delgada que él. Me sentía culpable por haber estado viviendo en una mansión propia de un rey y de que dicho rey hubiera coaccionado a mi diosa sexual interior a salir a jugar mientras dos de las personas que más significaban para mí habían estado sufriendo. Debería haber estado allí con ellos.


—Eh, va a conseguir un corazón nuevo, una oportunidad de volver a vivir de verdad. Va a ponerse bien, y en el mismo segundo en que le den el alta, quiero que vuelvas a clase para sacarte esa carrera. ¿Me escuchas? No quiero caras largas ahora.


—Claro, papá. Lo que tú digas.


Me reí ligeramente mientras él me abrazaba contra su costado y luego seguía a la enfermera. Iba a sentirse muy decepcionado cuando descubriera que en realidad no me había matriculado en la universidad, y no tenía ni idea de cómo ocultárselo.


Probablemente debería haber pensado en ello antes de contar la mentira, pero ya sabes lo que dicen. A toro pasado…


Me senté en la silla junto a la cama de mi madre y le cogí la mano. Su piel estaba fría y de un color medio gris, pero seguía siendo suave. Me percaté de que su laca de uñas estaba desportillada y rememoré los viajes al salón a los que me había obligado a ir antes de que se pusiera verdaderamente enferma.


Siempre había dicho que se sentía mejor cuando se veía bien. Me la imaginé, enferma, sentada en la cama y pintándose las uñas aunque supiera que no estaba en condiciones de ir a ningún sitio donde nadie, además de mi padre, pudiera verlas. Quizás incluso obligara a mi padre a que se las pintara él. Me reí por dentro ante la imagen.


—Hola, mamá —le dije en silencio a su durmiente figura—. Vas a conseguir un corazón nuevo, ¡sí! — Imité el movimiento de sacudir pompones en el aire y dibujé una sonrisa bobalicona en el rostro. Entonces la seriedad tomó el relevo—. Pero antes, y mientras estés así y no puedas oír nada de lo que estoy diciendo, tengo algo que contarte.
»Bueno, he conocido a un chico y es maravilloso.
Su nombre es Pedro Alfonso. —Puse los ojos en blanco; ya conocía la reacción que hubiera tenido a ese comentario si hubiera estado consciente—. Sí, ese Pedro Alfonso. No dejes que el dinero y su cara bonita te engañen; puede ser un auténtico gilipollas, pero esa es una de las cosas que lo hace tan maravilloso. En fin, nos hemos estado viendo ya
durante un tiempo y anoche me dijo que me amaba.


Mi madre habría gritado a estas alturas.


—Sí, sí, sí —dije mientras ponía los ojos en blanco otra vez, aunque en realidad no pudiera verme
—. Esa es la cosa… Esta mañana básicamente me dijo que desapareciera de su vida. Tengo la sensación de que lo hizo porque se cree que sabe lo que es mejor para mí. Hombres, ¿verdad? Supongo que sabía desde el principio que una relación de verdad entre un multimillonario y una simple chica de Hillsboro no sería nada parecido a un cuento de hadas, y los cuentos de hadas simplemente no se hacen realidad.
El problema es que Pedro me hace sentir como que quizá sí pueden. O sea, me dijo que me quería, y pese a mis miedos empecé a creer que las cosas podrían funcionar de verdad entre ambos. Solo que nunca tuve la oportunidad de decirle lo que yo sentía por él.—Enterré la cara en el hombro de mi madre y suspiré —. No puedo soportar el hecho de que no lo sepa, y me está torturando incluso más todavía porque no
hay nada que pueda hacer para remediarlo. No es nada que se deba decir por mensaje de móvil o por teléfono, ¿verdad? No, tiene que ser cara a cara. Pero el problema es que no está aquí y no sé si alguna vez tendré la oportunidad de verlo otra vez. Tienes que ayudarme, mamá, porque no tengo ni idea de qué hacer.


Ahora estoy aquí —dijo una voz familiar desde el umbral de la puerta. Levanté la cabeza de golpe y me giré en su dirección. Estaba allí, casi como si acabara de salir de las páginas de una revista. Estaba apoyado contra el marco de la puerta con las manos metidas en los bolsillos de sus vaqueros; sus palabras sonaban roncas y todas sexys—. Dime, Paula. ¿Qué sientes por mí?






miércoles, 1 de julio de 2015

CAPITULO 42





La cabeza me dolía. Me dolía como si una viga se me hubiera caído encima desde un vigésimo piso. O quizá fuera más una de esas arañas de luces del Titanic, o, joder, hasta el mismísimo Titanic.


Y la boca me sabía a mierda.


Abrí uno de mis párpados y evalué los daños.


Normalmente cuando me despertaba así, siempre había una o dos, quizás hasta tres putas de las que tenía que deshacerme rápidamente antes de que se volvieran demasiado empalagosas.


Menos mal que estaba en mi oficina del Loto Escarlata solo. Supongo que esa puta de Julieta había pillado la indirecta cuando le dije que se perdiera de mi vista. Al menos pensaba que le había dicho que se perdiera. Recordaba haberme follado su culo, porque sí, tenía que volver a revivir los recuerdos. Una pena que Alfonso no hubiera estado allí para verlo. La expresión de su cara cuando vio que Julieta era mi acompañante para el baile no había tenido precio, aunque no tanto como podría haber sido. No me extrañaba, porque el cabrón suertudo había tenido a la señorita Paula Chaves colgando de su brazo.


Debería decir probablemente que ella era la que lo había tenido a él colgando de su brazo, literalmente.


Esa esclava que llevaba en la muñeca lo había dicho todo: la había marcado como propiedad suya. Y eso no hacía más que corroborar el hecho de que yo tenía que poseerla. Solo necesitaba poner en orden mi plan de juego. Tras nuestra instructiva conversación la noche anterior, era obvio que ella tenía sentimientos por mi ex mejor amigo. Pero aunque no los tuviera, echarle el guante a una mujer como Paula Chaves iba a llevarme más que unas cuantas promesas vacías y una cuenta bancaria hasta los topes. Como era de esperar, eso fue todo lo que hizo falta con Julieta.



Me estiré y sentí gruñir en protesta cada glorioso músculo de mi cuerpo perfecto. Una cosa estaba más que segura: el cómodo sofá de cuero que había importado desde Italia no estaba haciendo una mierda por mi espalda. Haber follado demasiado en toda mi corta existencia sí que me la había jodido bien. Pero bueno, mientras fuera bueno dando los orgasmos, iba a seguir haciéndolo. Los míos, no los de ellas.


Eh, yo nunca les di ninguna garantía.


Deseé que la cabeza me dejara de palpitar a la vez que me sentaba y me estiraba algo más, esperando que algunos de los tirones y los calambres en el cuello y en la espalda desaparecieran. Joder, me dolía todo.


La cabeza empezó a darme vueltas, pero tras un momento o dos pude ser capaz de hacer que el suelo dejara de moverse durante el tiempo suficiente como para ponerme en pie. Poniendo un pie delante del otro, llegué haciendo zigzag hasta el baño —debo admitir que todavía estaba un poco borracho— y cogí el botecito de calmantes que guardaba en el armarito. Tras meterme uno en la boca, y después otro por si acaso, abrí el grifo del agua fría y bebí de las manos.


Cuando me miré en el espejo me sonreí a mí mismo. 


Cualquier otro cabronazo que hubiera pasado la misma noche que yo habría tenido un aspecto deplorable, pero no yo. Yo siempre estaba guapo. Cogí el cepillo de dientes que dejaba allí, porque tenía una dentadura de lo más preciosa que había que mantener así, y les saqué brillo a mis perlas antes de meterme en la ducha. Después de secarme, me dirigí hacia mi armario personal para sacar ropa limpia. Sí, tenía un ropero allí.


La ducha me había espabilado un poco, lo cual era perfecto porque tenía una cita muy importante que no podía perderme y necesitaba estar despejado.


Una mirada a mi Rolex me hizo saber que todavía tenía tiempo de sobra.


Me sorprendí, por decir algo, cuando salí de la oficina y vi a Alfonso bajando del ascensor. Él gimió también cuando me vio a mí. Me tomé ese gemido como un cumplido, un punto claro a mi favor. Quizá yo no fuera la persona más fácil con la que llevarse bien cuando se estaba en el bando contrario, pero ese hecho servía a mi propósito.


Cuanto más miserable me viera, más probabilidades tenía de que por fin cediera y me diera su mitad de la compañía solo para poder alejarse de mí. Así que si


Pedro se ponía en el punto de mira, podrías apostarte
lo que quisieras a que yo le dispararía.


—Es domingo, Alfonso. ¿Qué estás haciendo aquí?


— Tengo trabajo que hacer —dijo mientras sacaba la llave de su oficina.


Estaba claro que iba a mandarme a paseo, pero no podía dejar que lo hiciera antes de que me hubiera divertido un poco.


—Te fuiste pronto anoche, pero no te preocupes. Les expliqué a los miembros de la junta directiva y a los clientes que tenías a un rico bombón reclamando tus atenciones —dije con suficiencia.


Él sabía lo que eso significaba: le había cortado los huevos y se los había devuelto en una bolsa de papel. Punto para el equipo local. Su desatención hacia ellos me dio ventaja en este pequeño juego al que jugábamos para tener todo el control.


Él se mofó y sacudió la cabeza.


—Y hablando de ella… es toda una bruja esa Paula. ¡Guaaau! —me jacté—. Vaya boca tiene, también. ¿Qué fue lo que me llamó? —pregunté golpeándome en la barbilla mientras recordaba sus palabras—. Ah, sí. Una rémora. Parece que piensa que tu polla es más grande que la mía, lo que puede o no ser verdad, pero no fue ningún problema para tu otra puta subirse al tren exprés de Dario Stone, ¿verdad? Por supuesto, a diferencia de Julieta, Paula fue rápida a la hora de defender a su hombre. Y lo sentía de verdad, sí. Me vendría bien tener a alguien como ella en mi lista de objetivos.


¡Bingo! Ese comentario le había dado donde más dolía.


El odio destelló en sus ojos. Error número uno: cuanto más se preocupara por ella, más la querría yo.
Redujo la distancia que nos separaba en menos de una milésima de segundo y me estampó contra la pared con su antebrazo pegado a mi garganta. Error número dos: una agresión en la oficina solo añadía un arma más a mi arsenal.


—¡Mantente alejado de ella, cabrón! ¿Me oyes? — dijo echando humo. Sus palabras salieron con dificultad de entre sus dientes apretados mientras me señalaba a la cara con un dedo—. ¡Mantente alejado de ella! Esta es tu sola y única advertencia, Stone. Juro por Dios que te mataré con mis propias manos.


Error número tres: amenaza terrorista. Puede que necesite conseguir una orden de alejamiento, ya sabes, porque temía por mi vida y demás y no debería estar sujeto a un ambiente de trabajo tan hostil.


Le dediqué una sonrisa ganadora porque lo tenía justo donde quería. Era justo la clase de reacción emocional de la que siempre le había advertido a la hora de encariñarse de una mujer. No estaba jugando bien, no pensaba con claridad, y estaba claro que no tenía ni idea de que me había dado toda la munición necesaria para emboscarlo y robarle su orgullo y su felicidad. El Loto Escarlata sería mío.


Su teléfono móvil sonó. Por un momento pareció como que no iba a cogerlo, pero entonces maldijo para sí y se apartó. 


Yo recuperé el flujo de aire que atravesaba mi tráquea. Hice todo lo que pude para ocultar la tos mientras me masajeaba el cuello y él respondía a la llamada. Alfonso no era un gallina.


Supe que si alguna vez nos veíamos envueltos en un
altercado físico, sería un enemigo formidable, pero ni de coña iba a dejárselo saber.


—¿Qué? —ladró al aparato.


Yo lo ignoré y me dirigí hacia el ascensor porque,
francamente, ya me había aburrido de él. Ya tenía lo
que necesitaba y todavía seguía teniendo una cita, así que…


—Dolores, frena el carro. ¿Quién?... ¿Dez? ¿Quién coño es Dez?... Mierda, no… Ay, Dios, no. ¿Dónde está?... No, no, no pasa nada. ¿Universitario?... Vale, cálmate. Llamaré a Daniel, él trabaja allí… Sí, ve… Solo ve a estar con ella, Dolores.


No tenía ni idea de qué iba esa conversación unilateral, pero bueno, como ya he dicho, me la sudaba bastante. Mientras el ascensor hacía ding y las puertas se abrían, él me volvió a mirar brevemente y luego se separó el teléfono de la oreja.


—Lo que he dicho va en serio, Dario. Mantente alejado de ella —me advirtió de nuevo.


—Ah, sí. Claro. Tienes mi palabra.


Lo saludé burlón mientras las puertas se cerraban. Él sabía que no podía hacer nada, y menos ahora, con la crisis por la que lo había llamado esa pesada. Lo que me dejaba el camino bien abierto para que yo me ocupara de los asuntos que me atañían.


Abajo, en el garaje, me subí a mi Viper rojo y encendí mi estéreo personalizado antes de salir del parquing derrapando y haciendo chirriar los neumáticos. Todos los ineptos medios de transporte que había en la carretera delante de mí se apartaron como el Mar Rojo para dejarme pasar. Era plausible que eso solo se debiera a que el tráfico era normalmente escaso los domingos por la mañana temprano, pero me gustaría pensar que era porque era un puto dios tras el volante de esta pieza de artesanía magistral.


—Eso es, cabronazos… hacedle espacio a la genialidad.


Aparqué en los aparcamientos del Foreplay, un lugar
bastante popular entre los universitarios para festejar, y un lugar con un gran negocio que se había mantenido perfectamente en secreto abajo. Tan abajo como que estaba bajo el suelo. Putillas e idiotas arriba, y putas de verdad y magnates abajo. Era la infraestructura perfecta.


Me dirigí hacia la puerta trasera y di dos golpes rápidos en ella y seis a ritmo de los latidos de un corazón. 


Inmediatamente después, Terrence abrió la puerta.


—¡Señor Stone! Justo a tiempo, como siempre — mintió con convicción. Había llegado al menos veinte minutos tarde, pero como he dicho, el tiempo se paraba para Dario Stone—. Entre, entre.


Me adentré en la oscura entrada y respiré hondo.


—Oh, el dulcísimo olor a coño y a dinero por la mañana —canturreé—. ¿Hay una combinación mejor?


—Por supuesto que no. —Él se rió y me dio una
palmada en la espalda—. El señor Christopher le está
esperando.


—Por supuesto. Me sé el camino —dije dibujando una sonrisa digna de los Oscar.


Él asintió y se quedó a lo suyo al tiempo que yo recorría el pasillo hasta llegar a la oficina de Sebastian y entraba sin molestarme en llamar siquiera a la puerta. Sebastian estaba de espaldas en la silla, fumándose un canuto. La mercancía del día estaba expandida sobre su mesa junto a algunos paquetes del último envío que todavía no había distribuido a sus traficantes.


—Eh —me saludó perezosamente.


Sus ojos eran apenas unas rajas a través de los párpados entrecerrados mientras soltaba el humo de la maría.


Cerré la puerta y me quité la chaqueta antes de asentir en dirección a las rayas blancas de nieve que había preparado en un pequeño espejo rectangular.


—¿Has empezado la fiesta sin mí?


—Solo pensé en preparar una muestra de antemano.


Se irguió y apagó la colilla de su porro en el cenicero de cristal que había en la esquina de su escritorio, y luego empezó a reorganizar los libros de contabilidad que tenía frente a él.


Sebastian Christopher era mi socio, aunque yo básicamente me mantenía en la sombra. El Foreplay le pertenecía a él, pero yo le proporcionaba el apoyo financiero y la mayoría de la clientela para su negocio del tráfico. Dos tráficos, para ser exactos: sexo y drogas. El Loto Escarlata era mi mayor fuente de ingresos, pero la subasta y la cocaína inflaban mis bolsillos. Y bastante, debía añadir.


Que les jodieran a esos chuloputas y camellos amateurs que había en la calle. Aquello no era más que unos intercambios entre estúpidos. Nosotros proveíamos a la élite.


Aunque yo había invertido de un modo sólido en sus transacciones, la única razón por la que Sebastian era capaz de atraer a los ricos y a los poderosos era por mí. Las chuches nasales eran el enganche de muchos de los adinerados, y yo mismo me incluía entre ellos.


Un empresario como Sebastian nunca sería capaz de
acercarse a hombres del mismo calibre con los que yo me asociaba. Muchos de los almuerzos de negocios y de los tratos con clientes y posibles inversores para el Loto Escarlata me proporcionaban un pequeño margen de acción que explotar. La promesa de la discreción era lo que llevaba a los peces gordos a picar el anzuelo. Una vez que probaban la mercancía ya no había vuelta a atrás. Solo se las apañaban para ir a más tras aquello; se aseguraban de tener un coño para satisfacer sus necesidades de cualquier forma que sus corazones pervertidos quisieran. Teníamos algo para todos.


La guinda del pastel era que yo conocía todos sus
secretos. Les sonreía en sus caras, les estrechaba las manos, les daba palmaditas en la espalda. Pero al final, los apuñalaría por detrás si alguna vez me veía entre la espada y la pared. La necesidad de tener contratos implicaba un rastro en papel, pruebas de su escandaloso comportamiento. Fueran lo arriesgados que fueran esos documentos, nuestros clientes los consideraban una responsabilidad a la que merecía la pena someterse a cambio de la mercancía. Yo lo consideraba una apuesta infalible para estar en el equipo Dario cuando moviera ficha y reclamara el Loto Escarlata como propio.


Adoraba mi puta vida.


—¿Y cómo van los números con nuestro otro negocio?


Colgué mi chaqueta en el perchero y me acerqué para probar yo mismo la muestra de coca.


Me doblé sobre la mesa, cogí la pajita, me llevé uno de los extremos a la nariz y el otro lo puse al comienzo de una de las rayas preparadas. Tras haberme tapado con un dedo el otro orificio nasal, cerré los ojos y me esnifé el polvo blanco de primera calidad. Aunque lo sentí como arena fina a través de la nariz, el corte era tan puro que no me quemó, solo
sentí un entumecimiento inmediato y un colocón que haría que Súper Ratón se sintiera como el Increíble Hulk.


Abrí los ojos despacio a la vez que la sensación se
desplazaba a toda pastilla a través del resto de mi cuerpo.


—Joder, sí. Tenemos aquí mierda de la buena.


En un día normal me sentiría como si pudiera comerme el mundo. Tras haberme esnifado un poco de caspa del diablo sabía que no solo podía comerme el mundo, sino el universo entero también. Los ricos y los poderosos anhelaban esa sensación, y se volvían adictos a ella. Dada nuestra clientela, no era de extrañar que nuestro negocio de la cocaína, que era tan sumamente productivo y rentable y tenía un éxito tan grande, fuera la envidia de los traficantes callejeros de todo el mundo.


Tomé asiento y apoyé los pies en una esquina del
escritorio de Sebastian. Él pareció irritado, pero no diría una mierda.


—Así que… ¿cuáles son los números de las subastas?


—Espectaculares, gracias a la virgen del grupo, pero eso no es nada comparado con las otras noticias. —El rostro se le iluminó con una sonrisa sinuosa—. Tengo información interesante para ti.


Yo arqueé una ceja porque estaba actuando como un hombre que de pronto conocía todas las respuestas de la vida y que estaba a punto de hacerme una oferta que no podría rechazar.


—¿Ah, sí? Cuéntame.


—¿Y si te lo enseño directamente?


Abrió el cajón inferior de su escritorio y sacó una carpeta de papel manila que deslizó sobre la mesa.


Yo me reí entre dientes cuando vi el nombre de Paula Chaves escrito en rojo sobre la etiqueta.


Prácticamente podía ver esa sexy sonrisa de suficiencia pintada en su cara en el baile del Loto Escarlata cuando me mandó a la mierda. Me ponía duro. Sabía que aquello había estado pasando de boca en boca entre clientes y sus colegas, así que me entró la puta curiosidad de conocer la razón por la que Sebastian tenía una carpeta con el nombre de mi futura conquista en ella. La abrí y escaneé el único documento que había dentro.


Una sonrisa de satisfacción se estampó en mi cara cuando leí lo que parecía ser un contrato que prometía dos años de la vida de Paula a un tal Pedro Alfonso.


—Hostia puta... PedroPedroPedro —chasqueé la lengua.


—Pensé que te gustaría —dijo Sebastian con
autosuficiencia.


—¿Por qué no me dijiste que esto iba a suceder?


—No sabía que estaría aquí. Es listo. Cuando llamó, lo hizo de forma anónima. No quería dar su nombre, solo un número y se interesó por algo muy particular. Una virgen. 
Francamente, pensé que nunca volvería a oír de él, porque las probabilidades de encontrar a una virgen lo bastante desesperada como para poner su inocencia en el menú oscilaban entre cero y ninguna. Y entonces Paula Chaves —
dijo mientras hacía un gesto con la mano hacia la carpeta que yo tenía agarrada como si fuese el puto Santo Grial, porque lo era—, firmó ese mismo día para participar en la subasta.
»Lo llamé, y él me dijo que podría presentarse a la subasta y que debería reservarle una habitación por si acaso. Imagínate mi sorpresa cuando fue Pedro Alfonso el que entró por esas puertas.


—Sí, me imagino.


Me reí al ver la firma de Pedro devolviéndome la mirada, justo al lado de la de Paula.


Cerré la carpeta y la volví a deslizar por la mesa.


Me llevó todo y más hacerlo, pero al menos sabía dónde estaba el contrato y tenía acceso a él a cualquier hora. Sebastian no me lo daría nunca para utilizarlo en mi conquista y chantajear a Pedro para que me cediera su mitad del Loto Escarlata. Sería demasiado arriesgado para el resto de su negocio.


Para todo aquello: las subastas y la cocaína. Eso sin
mencionar que sus proveedores y los poderes involucrados en cada aspecto se pondrían nerviosos si pensaban que Sebastian se había vuelto un descuidado y sus oscuros actos estaban en peligro de ser aireados al mundo. Era mejor no espantarlos.


Solo tenía que ocurrírseme la forma de utilizar esta información recién descubierta a mi favor sin caer yo también en el proceso.


—Si decides decirle a Pedro que lo sabes, mantén
mi nombre alejado de tu boca —dijo Sebastian guardando la carpeta de nuevo en su escritorio—. Y si él lo averigua, será mejor que te asegures de decírmelo para que pueda hacer limpieza en casa. Lo digo en serio, Stone. Esta gente con la que trato no juega bien con otros.


—Te preocupas demasiado, Sebas. Alfonso no va a hacer nada que sea desfavorable para él. Además, estoy bastante seguro de saber cómo conseguir lo que quiero sin hacerte caer a ti en el proceso.


No estaba seguro de que mi plan funcionara, pero lo importante era que había ganado por fin. Lo que había ocurrido entre Pedro y yo esa mañana en la oficina era mi palabra contra la suya. Y aunque habría tenido un caso válido y habría disfrutado completamente ensuciando su nombre, no tenía ninguna manera de demostrar lo que había ocurrido.


Pero ¿esto? Eso no podía negarlo. Lo tenía todo por escrito.


El Loto Escarlata ya era prácticamente mío.